Capítulo 6
YEYFRI
Desde que habían regresado a la capital, las cosas habían cambiado. Catalina, tenía más de una semana sin aparecerse por la casa de Virgilio. Yeyfri pensaba que debería sentirse contento, libre como lombriz en tierra húmeda. Sin embargo, sentía algo incómodo en el pecho, algo que no lograba entender.
Desde el primer día que la había visto, había notado que era bizca, aunque Catalina parecía convencida de que su flequillo recto como alambre era un escudo infranqueable. Su ojo medio alegre se desviaba cada vez que discutían, y a él le divertía sacarle de quicio solo para ver ese ojo moverse de un lado a otro. Pero a su amigo, la ausencia de Catalina no le sentaba tan bien.
Virgilio evadía cada pregunta que Yeyfri le hacía sobre Catalina. ¿Por qué insistía tanto en que estuviera con ellos? ¿Qué le veía? La presencia de esa mujer no parecía aportar nada, aunque para Virgilio era otra historia. Yeyfri lo había notado cabizbajo durante la última clase, su ánimo apagado como una luz al borde del apagón. Y él, en silencio, se había prometido hacer todo lo posible por devolverle esa chispa en la mirada a su amigo.
Por eso, se tragó el orgullo, habló con su hermano y averiguó dónde vivía "el grillo," como le gustaba llamarla. Y ahora, descendía por unas escaleras que parecían llevarlo directo a una parte del infierno, a ese barrio al que todos conocían como Los Guandules, repleto de delincuentes y matones. Con cada paso, Yeyfri se persignaba y encomendaba su espíritu a Jesucristo, por si acaso.
El Distrito Nacional es el corazón del país. Aquí se mezclan todas las provincias, un revoltijo de costumbres y acentos. Cuenta con setenta y un barrios, la mayoría marginados y olvidados por los gobiernos, que solo se acuerdan de estos sitios para tomarse fotos en campaña electoral. Después de eso, todo vuelve a la normalidad.
Hay muchos barrios peligrosos: Cristo Rey, Villa Consuelo, Capotillo. Pero los más temidos, los que acumulan más muertes violentas, son La Ciénaga y Los Guandules, que juntos forman el sector Domingo Savio. Es ahí donde la muerte ronda más cerca; los puntos de drogas, los atracos, y las peleas son el pan de cada día. Y, como un extraño perdido, Yeyfri avanzaba bien moca por esos callejones, sintiendo las miradas curiosas, quizá hasta amenazantes, de más de uno.
Probablemente, si tenía suerte, saldría con los pantaloncillos puestos. De lo contrario, ya se veía tirado en la morgue, sin doliente que le llorara y con un par de perforaciones en el estómago. En Los Guandules, hasta la policía tenía que colaborar con los maleantes para subsistir, o hacerse los locos. Aquí solo se respetaba la ley de la selva: cuchillo en mano por si acaso alguien se pasaba de aceite.
Su hermano, sabiendo que él era "un palomo en lata," mandó a Barriga Verde para que lo acompañara. En este barrio, a muchos tigres les apagaban el hacho de un solo tiro. Nadie podía andar creyéndose "el más prendío" sin arriesgarse a terminar como uno más en el cementerio.
Aunque, para ser sincero, Yeyfri no confiaba mucho en Barriga Verde, uno de los lacayos de su hermano, porque lo más probable era que, en un aprieto, le diera una sirimba y cayera redondo como una guanábana. Mientras avanzaban, los callejones se volvían más estrechos y retorcidos, un laberinto donde apenas cabía una persona. Las paredes de las casas parecían acercarse, aplastantes, con sus bloques a medio empañetar y techos de zinc corroído. Todo allí parecía un grito de pobreza.
La casa de Catalina, ubicada casi al borde del contaminado río Ozama, era un ejemplo vivo de esta miseria. El río, que nacía en la Loma Siete Cabezas, alguna vez había sido majestuoso. Ahora, era uno de los más contaminados del país. La basura y los desperdicios, sin cloacas adecuadas, terminaban en sus aguas, mientras barcos hundidos y plantas eléctricas en las orillas lo convertían en un vertedero. La alta contaminación impedía desarrollar cualquier proyecto turístico; los expertos decían que sería imposible siquiera pensar en un yate navegándolo, a menos que el gobierno invirtiera millones en limpiar el desastre.
Barriga Verde, como Yeyfri sospechaba, se quedó rezagado, y probablemente se había ido a fumarse algo cerca del río. En ese momento, al descender los últimos escalones, vio a Catalina a lo lejos, con una bacinilla en la mano, vaciando sus desechos en el río. La imagen lo hizo detenerse por un instante; la indiferencia de Catalina hacia la miseria que la rodeaba le producía una extraña incomodidad, como si ese acto rutinario simbolizara algo más.
Catalina, al verlo, no disimuló su desagrado. Le enseñó el dedo del medio, se dio la vuelta y cerró la puerta con un portazo. Yeyfri respiró hondo, armándose de valor. Después de tocar varias veces, Catalina abrió con la cara de pocos amigos. Por sus gestos y lenguaje corporal, lo más seguro es que le estuviera mentando la madre o mandándolo a freír tuzas.
Es que a veces esa tipa olvidaba que él era sordo; nada de lo que dijera podía ofenderlo. Como dice el refrán: "Oído que no oye, corazón que no siente." Catalina pareció caer en cuenta y, soltando el aire, dejó de mover los labios. Se tapó la cara con las manos y luego le hizo un gesto con los dedos, como llamando a un perro, para que entrara y se sentara en una de las sillas.
Ya adentro, Yeyfri se fijó bien en el lugar. La casa, por fuera, parecía sacada de una película de terror; una fachada descuidada y tétrica que gritaba pobreza. Pero por dentro, la cosa era otra. Había unos muebles de imitación anticuada de unos Luis XV, un comedor de caoba con cuatro sillas y tope de cristal, y unas cortinas fruncidas cubriendo las paredes sin empañetar, tratando de darle un aire de lujo. Todo un intento de esconder la miseria.
A Yeyfri casi se le cae la quijada al ver el equipo de estéreo y la televisión de pantalla plana enorme en una esquina. "Mira pa' llá," pensó Yeyfri, "¿de dónde sacó tanto dinero esta mujer para comprar eso siendo cuero? Lo más seguro que se peló más de una vez las rodillas y se le desencajó pila la quijada para conseguirlo" Aunque claro, la nevera vieja y oxidada era otra historia. Y allí, en una de las paredes, colgaba una pintura más vieja que Matusalén de una mujer desnuda con una culebra enroscada.
Catalina le ofreció un vaso de agua sin que él lo pidiera. Se miraron por unos segundos, y luego ella, como si estuviera en pique, tomó un sorbo primero, como probándole que el agua no estaba envenenada. Pero claro, ¿qué se podía esperar de una mujer que sin pena ni vergüenza tiraba sus desechos al río?
Yeyfri hizo un gesto, señalándole que necesitaba lápiz y papel, insistiéndole al verla tan recelosa. La casa, siendo una sola pieza, tenía la sala, la cocina y la cama en el mismo espacio, permitiéndole a Catalina ver todos sus movimientos, como si temiera que él estuviera allí para robarle algo.
Sobre la mesa descansaba una foto que le llamó la atención. La tomó y la observó: Catalina aparecía en la imagen, abrazada a un gringo con una sonrisa borracha, mientras un dominicano levantaba su vaso al lado de ellos, probablemente su chulo pensó Yeyfri que no pudo contener una sonrisa al ver el atuendo de Catalina: un pantalón de campana bien bajito en la cintura, lleno de lentejuelas, y las muñecas cargadas de pulseras brillantes. El cinturón de taches completaba el conjunto, mientras que unas gafas de sol con "diamantes" falsos le daban un toque exagerado, casi ridículo, especialmente considerando que era de noche.
Catalina le arrancó la foto de las manos con un gesto brusco y, sin mirarlo, puso sobre la mesa el lápiz y el papel. Yeyfri resopló molesto, tomando el lápiz y anotando en letra clara: "Visita a Virgilio." Catalina leyó las palabras en voz baja, murmurándolas con cierta lentitud, como si le costara descifrar lo que él había escrito. Alzó la vista, frunciendo el ceño, y negó con la cabeza. Yeyfri suspiró, quitándole el papel de nuevo, y añadió: "Por favor."
Justo en ese momento, un tipo entró a la casa. Desde que cruzó el umbral, se notaba a leguas que el tipo "bateaba para el otro lado"; su estilo y movimientos lo delataban. Echó un vistazo a Yeyfri y, sin mucha delicadeza, le preguntó a Catalina quién era él. Catalina puso una cara de sorpresa fingida que solo confirmó las sospechas de Yeyfri: la coscolina había estado hablando de él.
Ella le pasó la nota al tipo, y enseguida comenzaron a discutir en voz baja. Yeyfri se puso en guardia, el estómago hecho un nudo. "¿Y si están tramando alguna vaina para matarme y tirarme río abajo?" pensó. Sin poder oír, dependía de leer las miradas, y en esos ojos encendidos no veía nada bueno.
Después de una acalorada discusión, Catalina agarró el lápiz, bufando, y escribió con un trazo irregular: "ire a ver a birgilio el jueves." Yeyfri achicó los ojos, horrorizado ante aquella falta de ortografía, al ver cómo había escrito "Virgilio" con B de burro y sin acento en "iré." Sonrió para sus adentros, imitando el gesto que su amigo hacía en sus clases cuando lo corregía. En ese momento, se sintió más inteligente de lo usual.
Para no alargar la visita, asintió para mostrar que había entendido el mensaje y, con la voz grave que sabía que le irritaba, dijo despacio: "Nos vemos el jueves." Sin darle tiempo a que leyera su burla, salió de allí a paso ligero, pero al subir el tercer escalón sintió el golpe seco de una chancleta que, lanzada como si fuera una pelota de beisbol, le dio justo en el medio de la espalda, doblándole el espinazo y haciéndolo retorcerse de dolor. Trató de alcanzarse la parte donde le dolía, pero la mano no llegaba.
Se volteó y, con un gruñido, agarró la chancleta. La lanzó de vuelta a Catalina, que ya estaba cerrando la puerta con rapidez, escudándose detrás de ella. Pero antes de desaparecer, la mujer abrió apenas lo suficiente para asomar la cabeza y sacarle la lengua, burlona. Enfurecido, Yeyfri gritó con toda la fuerza que le permitían los pulmones: "¡Puta, loca!" Y salió corriendo, con el corazón en la garganta y riéndose por lo bajo, como alma que se la lleva el diablo.
CATALINA
Vivir alquilada en aquella pocilga, compartiendo el baño con la vieja Daritza, era peor que pasar el Niágara en bicicleta, pensaba Catalina. Cada día parecía una prueba más dura que la anterior, atrapada en ese círculo de miseria del que no veía cómo salir. La frustración le subía como un mal sabor, hastiada de que el país fuera gobernado por lo que ella llamaba "cerdos corruptos", chupándole la sangre a todos sin reparo. Miraba alrededor y solo veía paredes descascaradas, el techo de zinc oxidado, y aquel baño común que, por arte de manipulación de la vieja Daritza, ahora tenía un candado. Catalina resoplaba de impotencia.
Recordaba los nombres de aquellos políticos como un rosario de desdichas. "¡Que si Buenaventura Báez, que si Lilís, Trujillo, Balaguer! Todos iguales, todos buscando su tajada mientras uno se muere de hambre", murmuraba para sí misma, meneando la cabeza. Ni los más recientes, el PRD y el PLD, habían traído nada bueno. "Vinieron hablando de ética, y míralos ahora... más corruptos que ninguno. ¡A este país siempre lo va a arrollar esa vaina!" Catalina escupió con desdén al piso. "Al final, uno es el que se tiene que chupar ese bobo quiera o no, igualito que me tengo que aguantar a esa vieja loca de Daritza."
Pensar en Daritza la enfurecía aún más. La mujer se había "adueñado" del baño como si fuera de su propiedad, y cada vez que Catalina intentaba usarlo, surgía alguna exigencia nueva. Y ahora, esa orden de "pagarle" para usar un baño que ni siquiera limpiaba la vieja. Era Catalina la única que se dignaba a pasarle, aunque fuera un trapo. Ya las discusiones entre ellas eran cosa de todos los días, siempre llenando de gritos la estrecha escalera y dándole tema a las chismosas del barrio. Cada tanto, Catalina le pedía a don Fellito, el dueño de la casa, que dividiera el baño o le construyera uno aparte. Pero el viejo solo sacudía la cabeza y murmuraba un "pronto, hija, pronto," que ya no creía.
Con el tiempo, y sin muchas opciones, Catalina tuvo que comprar una bacinilla. No había otra; en las noches o cada vez que Daritza le cerraba el paso al baño, se veía obligada a usarla, y por las mañanas, lanzaba sus desechos al río Ozama. Sabía que no era algo de lo que podía sentirse orgullosa. "¿Qué voy a hacer? Aquí, en este hoyo, no hay salida... y menos cuando la plata no alcanza pa' nada," pensaba.
Suspiró con un nudo en la garganta, sintiéndose al borde del llanto. Estaba cansada de esperar, cansada de soñar con un futuro que cada día parecía más borroso. "Dios mío," murmuraba mientras sus ojos se humedecían, "¿es que esta suerte no va a cambiar nunca?" Las lágrimas le quemaban, pero Catalina las secaba con rabia, negándose a flaquear.
Miraba a su alrededor y solo veía abandono: el gasto social reducido a nada, la sanidad hecha un desastre, la falta de agua potable y la electricidad fallando a cada rato. La precariedad era su pan diario. Se sentía atrapada en una realidad de la que no había cómo escapar, o al menos no sin recursos. Por ahora, solo le quedaba aguantar, aunque a veces no supiera de dónde sacaría la fuerza.
Catalina suspiró con un resentimiento amargo. "Mucha gente dice que los pobres lo son porque quieren, porque no se esfuerzan", pensaba, repitiendo las palabras de aquellos que vivían bien y miraban hacia otro lado. "Aquí estamos, en un país que se vende al mundo como si fuera un paraíso, pero que se cae a pedazos".
Al levantar la vista, su mirada se cruzó con la de Yeyfri, el "malograo". ¿Qué hacía él por allí? "Seguro anda de mula de Piccaso", se dijo, negándose a creer que había venido solo a verla. En aquel barrio, no era raro ver a carajitos sirviendo de correos para los narcos, llevaban droga a cambio de unos cuantos chelitos.
Catalina levantó el dedo mayor para mandarle saludos a su madre, acompañándolo con una mirada de pocos amigos antes de encerrarse en su casita a hacha y machete. Apenas había pasado un par de segundos cuando escuchó los golpes en su puerta, fuertes como si fuera un operativo antidrogas. Exasperada, la abrió con un pique que le encendía los ojos.
—¡Mira, maldito! —soltó de golpe—. Malogrado del carajo, hijo de la cebolla. No 'toy en ti ni en el vegetal. Te pasaste de contento conmigo, así que abre gas ahora mismo antes de que te bañe en tu sangre.
Pero su furia chocó con la realidad de Yeyfri. Mientras él la miraba con ojos tranquilos, a Catalina le cayó la ficha: Yeyfri era sordo y no había escuchado nada de su descarga. Se llevó las manos a la cara para maldecir en silencio. "Más estúpida y me muero", pensó con un dejo de vergüenza.
Chasqueó los dedos, como si llamara a un perro viralata, y le hizo una seña para que entrara. Fue hacia la nevera, buscando un vaso de agua. Sabía cómo él miraba sus cosas, pero ella no era cualquiera. En su casa, aunque humilde, no había disparates ni tiestos; casi todo lo que poseía había salido de la tienda a fuerza del fiao, pagado en cuotas que le costaban el sudor de su culo.
Le extendió el vaso de agua. Él lo tomó después de verla beber un sorbo, como si quisiera asegurarse de que no estaba envenenado. Catalina sintió que los ojos le chispeaban un poco al ver cómo observaba su entorno con aquella tranquilidad. Sin decir una palabra, él le hizo un gesto pidiendo lápiz y papel, como si fuera a darle los números del loto. "Uno nunca sabe", pensó ella, mientras se levantaba a buscar una hoja de la resma y un lápiz de su colección, objetos que usaba para dibujar garabatos cada vez que la tristeza la abrumaba.
Al regresar, se encontró con la sonrisa burlona de Yeyfri, quien sostenía una foto antigua suya. Era del 2001, de una noche que recordaba bien, cuando andaba con Mark, el americano que le había comprado su juego de aposento. Al lado de ellos estaba José Miguel, el mismo que los había presentado en el bar. En la foto lucía un estilo "moderno" que ahora le parecía ridículo. Catalina le arrancó la foto de las manos, soltando un bufido, y colocó el lápiz y el papel sobre la mesa.
Con calma, Yeyfri escribió algo. Catalina observó sus manos, su letra pulcra. Cuando él empujó el papel hacia ella, Catalina frunció el ceño tratando de descifrar el mensaje: "Visita a Virgilio". Murmuró las palabras con lentitud, sintiendo cómo la mente se le hacía un nudo con aquellas letras. No era una mujer de estudios; ni siquiera sabía bien cómo había pasado los cursos en su juventud. Levantó la vista hacia él y negó con la cabeza.
Él volvió a tomar el papel y escribió, ahora con más énfasis: "Por favor". Catalina bufó y suspiró. Aquella insistencia de Yeyfri solo lograba aumentarle el mal humor, pero algo en su mirada la hizo detenerse. A regañadientes, asintió y tomó aire. "Este jueves, pues," pensó, tratando de convencerse de que no sería una pérdida de tiempo.
Catalina dejó escapar un suspiro frustrado. Aquella petición era el colmo, se dijo, mordiéndose los labios. Ya había conversado con Juan Carlos sobre el asunto y estaba decidida a negarse, pero al ver el remordimiento reflejado en los ojos de Yeyfri y leer en sus gestos aquel ruego silencioso, sintió que algo en su pecho se ablandaba. Además, extrañaba al viejo loco, aunque no quisiera admitirlo.
Mientras meditaba sobre su decisión, Juan Carlos entró con un pocillo de café y levantó una ceja al notar al visitante. Sin rodeos, fue directo al punto.
—¿Será que a ti te dejaron caer en la barriga? —preguntó con un tono que rayaba en lo impaciente.
Catalina puso los ojos en blanco y le replicó con una sonrisa burlona.
—Te pasas de maquillaje, Juan Carlos.
Él la miró con dureza, sin tomarse a broma su respuesta.
—Coño, Catalina, la maldita olla te tiene medio loca —espetó con tono seco—. Te dije que le saques pie a esa vaina con el viejo, por paloma es que te pasan esas cosas.
Las palabras de Juan Carlos lograron exasperarla de verdad. Se cruzó de brazos, dándole a entender que no estaba de humor para sermones.
—Solo quiero ver qué es lo que quiere. Bájale algo a tu drama, ¿sí?
—Ta' to', el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe a gloria —replicó él, haciendo el ademán de lavarse las manos—. Nada más te digo, no vengas después del tallazo llorando pa' acá, ¿me copiaste?
Catalina suspiró, demasiado cansada de su mala racha para ponerse a analizar la lógica de Juan Carlos o de Yeyfri. Lo único que sabía es que haría lo que sentía en su corazón, aunque eso siempre la terminara metiendo en líos. Cogió el papel y escribió: "Nos vemos el jueves".
Yeyfri asintió al leer, alzando la vista hacia ella con esa expresión burlona que le subía la presión. Con su voz quebrada y ronca, repitió la cita y anotó algo más antes de salir brisiao de su casa.
Intrigada, Catalina tomó el papel después de que él se fue y leyó: "Aprende a escribir, burra".
Soltó una maldición que resonó en las paredes y, sin pensarlo dos veces, salió de la casa con una chancleta samurái en mano. Con precisión quirúrgica, la lanzó directo a la espalda de Yeyfri y dio en el blanco. Saltó de alegría ante su buen tiro, pero no le duró mucho. Si no se hubiera movido rápido, la misma chancleta que él le lanzó de vuelta le habría dado a ella en el espinazo.
Ya en la puerta, la abrió solo un poco para sacar la lengua en señal de burla. Yeyfri le gritó algo que la hizo fruncir el ceño, unas palabras que siempre detestaba escuchar de él. Lo vio alejarse como alma que se lleva el diablo, y, de repente, esbozó una sonrisa sin querer. "Ese loco", pensó, aunque la sonrisa se le borró en cuanto cruzó la mirada con la de Juan Carlos, quien, al parecer, no había dejado de observar la escena ni un segundo.
VIRGILIO
El regreso de Catalina llenó de alegría el corazón de Virgilio. Jamás imaginó que, después de lo sucedido en San Cristóbal, volvería a verla. Aunque evitaba hacerse muchas ilusiones, sabía que la vida de los jóvenes de ahora era volátil, cambiante, y que a menudo cualquier detalle podía ofenderlos.
"Esta generación..." pensaba Virgilio, recordando cómo ahora la mayoría vivía pegada a las redes sociales. Pocos se interesaban por la lectura y menos aún confiaban en sus propias habilidades. Necesitaban ese constante aplauso digital, un recordatorio de que existían. Virgilio se sentía ajeno a todo eso, pero, en silencio, mantenía su vida organizada y sus deseos intactos.
Ya casi cumplía su mayor meta. Había conversado con Pedro Villoría, su amigo de confianza, para que tramitara todo de forma precisa, sin darle oportunidad a sus hijos de interrumpir o impugnar sus decisiones. Sabía que muchos lo llamarían obstinado, pero se sentía en paz; estaba trazando su propio destino, sin más.
Además, tenía en mente un viaje, uno que llevaría a cabo en compañía de Catalina y Yeyfri, quienes, aunque no eran amigos, lograban tolerarse lo suficiente para su gusto. Mientras lo acompañaran, él se daba por satisfecho.
También había hablado con Santos para inscribir a Yeyfri en INFOTEP, a través de contactos que evitarían el papeleo interminable. El muchacho quería ser mecánico, y Virgilio respetaba esa elección, convencido de que los jóvenes debían seguir sus inclinaciones. "Si ser mecánico lo hace feliz, que sea mecánico", pensaba. Por su parte, Catalina le había contado, en una de sus tantas charlas, que, si no fuera prostituta, habría querido ser estilista. Surgió una breve discusión sobre por qué no intentaba ahora, y, al ver que la conversación se ponía tensa, Virgilio, con la calma de quien ha vivido mucho, optó por cambiar de tema. Catalina, con su vida dura y sus sueños escondidos, se había ganado un pedacito de su corazón, y él estaba decidido a ayudarla en lo que pudiera. "Siempre hay tiempo para cambiar", se decía, "para convertirse en una mejor persona, si uno lo desea". Aunque sentía que eso ya no aplicaba para él.
Cuando pensaba en sus hijos, el pesar volvía. Había tratado de acercarse a ellos, pero estos interpretaban sus llamadas como meras "alcahueterías de un viejo loco". Le dolía su actitud; creían que al enviarle alimentos y medicinas ya cumplían con sus deberes. Pero él necesitaba más que eso, anhelaba una conexión real. Al final, resignado, entendía que tal vez no había mucho más que pudiera hacer. Ya estaba cansado de ellos y de los intentos infructuosos por recobrar el tiempo perdido.
"Es hora de avanzar", se decía, sintiendo la decisión firme en su pecho. Su mayor deseo ahora era aligerar el peso emocional que cargaba. Y el siguiente paso sería sincerarse con estos dos, Catalina y Yeyfri, las únicas personas que, en su modo peculiar, se habían acercado a él en estos últimos tiempos. En algún punto, ambos tendrían que saber quién era realmente.
Por eso, ya había escogido el escenario ideal: la Villa de las Hortensias.
Diccionario:
Abre gas: irse, largarse.
Bacinilla: orinal.
Bañarte en tu sangre: causarle una herida que lo haga sangrar. Partirlo.
Bicha: Bebé hembra.
Bien moca: Estar atento, vigilante.
Brisiao: Rápido.
Carajo: Persona a la que en una conversación no se quiere mencionar para desvalorizarla. Interjección que indica o expresa sorpresa, disgusto, etc.
Chancleta samurái: tipo de chanclas que forman parte de la marca país de RD.
Coscolina: mujer loca.
Grillo: loca.
Jacha y machete: tiene varias definiciones dependiendo del contexto. En este caso significa bien cerrado.
Los Guandules: es un barrio del Distrito Nacional, Santo Domingo., ubicado en las orillas del contaminado río Ozama. Entre calles angostas llenas de vehículos y callejones en los que apenas caben las personas para caminar habitan aproximadamente unos 85 mil habitantes.
Lucas y Juan Mejía: Dícese de una persona que está entre dos. También quiere decir para algunos que no está bien, pero no está mal. El origen de esta frase se dice que es por unos arroyos que hay en el Cibao localizado en las fincas de un señor llamado Lucas y de otro llamado Juan mejía y de ahí la primera definición.
Palomo en lata/ paloma: Persona incauta, incapaz de hacer daño a nadie y fácil de engañar.
Pasar de aceite: propasarse.
Río Ozama: El Ozama es un río que nace en la Loma Siete Cabezas, en la Sierra de Yamasá, República Dominicana. Debido a su profundidad es considerado el cuarto río más importante del país. Abarca 2.686 kilómetros cuadrados y recorre 148 kilómetros. Desemboca en el mar Caribe, en la ciudad de Santo Domingo
Sirimba: desmayo.
Te pasas de maquillaje: Extralimitarse.
Tigres: (que se pronuncia tiguere) significa astuto, hábil, muy capaz.
Vegetal: viejo.
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