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Capítulo 5

CATALINA

—¿Y si no me dice pa' dónde me lleva, esto sería un secuestro? —preguntó Catalina en voz alta, mientras se adentraban en la carretera rumbo a San Cristóbal. Al ver cómo dejaban atrás la autopista 30 de mayo, no podía evitar una pizca de recelo.

La provincia de San Cristóbal, extensa y poblada, quedaba a unos 30 kilómetros al oeste de la capital, y para Catalina, esos parajes tenían un aire de misterio; lugares como ese estaban llenos de historias de antaño, exploraciones y secretos de la época colonial, desde los tiempos en que Miguel Díaz, huyendo de las autoridades, se había escondido allí, amancebado con una indígena llamada Catalina, curiosamente como ella.

—Ay, Catalina, ¡nadie sería tan loco pa' secuestrarte! —respondió Virgilio acomodándose en el asiento con una sonrisa—. Serías un grano en el culo, oye.

—¡No se pase de aceite, don! —replicó Catalina con una risa que pronto se le apagó en los labios cuando sus ojos se toparon con la figura de Yeyfri. Ese muchacho le causaba una mezcla de enojo y desconcierto, y no lograba entender por qué Virgilio insistía en tenerlo tan cerca.

—No entiendo pa' qué insiste tanto en ayudar a ese maldito loco —masculló Catalina, lanzándole una mirada fría a Yeyfri, quien la ignoraba por completo.

Virgilio soltó un suspiro paciente antes de responder.

—Porque Yeyfri no tiene ninguna deficiencia mental, y tiene el mismo derecho a disfrutar la vida como cualquier otro.

Catalina rodó los ojos, sintiendo el enfado apretarle el pecho. Aún no podía digerir la indiferencia con que Yeyfri la trataba. Se había esforzado en ser amable, hasta simpática, y lo único que recibía de él era desprecio. Un resentimiento latente le quemaba la garganta, y, aunque intentaba controlarlo, las palabras se le escaparon con cierto rencor.

—A mí que me importa, por mí que se muera ese loco.

La rabia que sentía la hizo cruzar los brazos, mirando al paisaje con ojos entornados. La montaña y el verdor de San Cristóbal se iban haciendo más densos a medida que avanzaban, pero en su pecho sólo crecía una frustración seca y pesada. Era obvio que a Virgilio le disgustaba su desprecio hacia Yeyfri, y eso le molestaba aún más.

—Usted pierde su tiempo tratando de darle pan al que nació sin dientes —espetó con tono de burla, mirándolo de reojo—. ¡Ni pa' gomero sirve, se lo juro!

Virgilio no apartó la vista de la carretera, pero la calma con que la miró le hizo bajar un poco la voz.

—Yeyfri será lo que él quiera ser —dijo sin ceder un ápice, dejándola sin una réplica inmediata.

Catalina se quedó callada, sintiendo que la rabia le hervía por dentro. Virgilio no la iba a convencer, pero tampoco ella estaba dispuesta a ceder. La rabia se le enredaba en el pecho mientras el auto continuaba su marcha, avanzando hacia un destino que, de alguna manera, la inquietaba.

Días antes, Virgilio había insistido en que Catalina se hiciera una prueba PCR. Los resultados mostraron que estaba bien, pero al parecer eso no fue suficiente. Aquella mañana, al llegar al apartamento de Virgilio, Catalina se topó con un equipo del laboratorio médico esperando por ella. Le hicieron una segunda prueba, violándole la nariz y casi batiéndole los sesos. Ahora, con un dolor de cabeza punzante y un malestar que le recorría el cuerpo, Catalina luchaba por mantenerse calmada. Los asistentes médicos le dijeron que esa incomodidad se iría en unas horas, pero para ella, la paciencia se agotaba rápido.

Desde el asiento, miró de reojo a Yeyfri, quien también se frotaba la nariz con expresión de incomodidad. Al menos no era la única sufriendo en ese viaje. Virgilio había contratado a un hombre al que llamaban "el Deportao" para llevarlos a San Cristóbal. Con aquella cara entre criminal y carnicero, no le sorprendía que lo hubieran devuelto de los Estados Unidos antes de que armara un lío.

Se sentía como una piltrafa: le dolía la cabeza, estaba incómoda y hambrienta. Catalina sintió la necesidad de pelear con alguien, de decir algo para aliviar un poco esa tensión. Miró a Virgilio, quien viajaba en silencio, aparentemente absorto en sus pensamientos. Catalina apretó los dientes, y en busca de provocarlo soltó, con desdén:

—Los sordos ni hablan ni pueden aprender nada.

Virgilio se removió en su asiento, claramente incómodo, pero mantuvo su calma habitual.

—Te equivocas, Catalina —respondió Virgilio sin voltear—. La corteza auditiva de los sordos se adapta y desarrolla otras funciones sensoriales. El cerebro encuentra maneras de procesar la información.

Catalina lo miró con el ceño fruncido, sin entender.

—No entiendo ni papa de lo que me está diciendo —murmuró, cruzándose de brazos y mirando hacia otro lado.

Virgilio dejó escapar una carcajada amarga. Luego de unos segundos, continuó, en un tono pausado pero didáctico:

—A las neuronas no les importa de dónde viene la información. Mira, por ejemplo: para leer, necesitas la vista, pero no existe una región específica en el cerebro que se haya diseñado solo para leer. Con el tiempo y la práctica, se adaptan y crean esa capacidad. Es el entrenamiento lo que marca la diferencia.

Catalina parpadeó, un tanto confundida, y pensó para sí misma: «Este hombre me está hablando en chino o qué. No entiendo nada».

Virgilio suspiró y miró a Catalina con una paciencia casi paternal, como si quisiera explicarle algo sencillo pero importante.

—Cuando eras pequeña —comenzó, en tono calmado—, te enseñaron a leer, y fue inevitable que transformaras las letras en sonidos. Por ejemplo, P-A-T-O es "pato" porque oíste esa palabra y asimilaste el animal con el sonido. Sin embargo, una persona sorda puede ver el ave y, aunque no escuche su nombre, sabe que es un pato.

Mientras el vehículo frenaba en una intersección, Virgilio miró a Yeyfri y comenzó a mover las manos, indicándole que participara en la conversación.

—Yeyfri, ¿le podrías decir con tu voz lo que estás viendo en este instante?

Yeyfri soltó una sonrisa satisfecha, mirándola con una chispa de desafío en los ojos.

—Veo a una... —respondió con voz gutural, saboreando cada palabra—. Loca.

Catalina soltó un manotazo sobre el hombro de Yeyfri, dejando escapar unas cuantas malas palabras. La expresión confiada de Yeyfri se transformó en una mueca de incomodidad cuando Virgilio lo reprendió con una serie rápida de gestos en lengua de señas. Yeyfri, con la expresión endurecida, se volvió hacia ella y balbuceó, esta vez con voz apagada:

—Perdón.

Catalina lo miró con desprecio, sintiendo una corriente de incomodidad al escuchar aquella voz áspera, rota. No pudo evitar un murmullo despectivo.

—Métete tus excusas por donde no te da el sol —respondió en voz baja—. O mejor veté a morirte a donde el diablo echó las tres voces.

Virgilio resopló, frustrado. Dio un fuerte golpe al tablero, y Catalina pensó que ese gesto le pesaría luego. El recuerdo de una ocasión incómoda se le cruzó por la mente: un cliente que le había dado un infarto en pleno servicio, y la vergonzosa escena que le siguió. Las miradas de burla del forense y el chofer, las preguntas incómodas de la familia... y la salida rápida que el motoconcho le consiguió. Aquella había sido una huida en el último momento.

El Deportao continuó la ruta, girando a la derecha en el cruce del balneario llamado La Toma y luego a la izquierda, recorriendo otros dos kilómetros por un camino de tierra hasta que, después de un rato, se detuvieron frente a Las Cuevas de Borbón, también conocidas como Las Cuevas de Pomier.

—Ya llegamos —anunció Virgilio con un intento de entusiasmo, aunque sus ojos revelaban un cansancio profundo—. Voy a comprar los boletos, y por favor, no quiero ver más peleas entre ustedes.

Catalina miró a Virgilio. La tristeza que vio en sus ojos le encogió el corazón, y por un instante sintió compasión por él. Era un buen hombre, sin duda; lástima que anduviera siempre con ese delincuente sordo. Con un suspiro resignado, decidió que haría lo posible por ignorar a Yeyfri durante el resto del día.

Virgilio compró las boletas y pagó un dinero extra para un guía privado. Prefería evitar la multitud de turistas, pues tenía los minutos contados; temía que sus hijos descubrieran su escapada y terminaran por despedir a su enfermera, una señora que, según Catalina, ganaba su sueldo fácil, ya que nunca la había visto.

El guía, robusto y apuesto como un galán de telenovela, parecía salido de un casting. Catalina lo observaba, divertida, hasta que su interés se desvaneció al notar que el hombre solo parecía interesado en su papel de "grabadora ambulante". Explicaba que la reserva era una formación geológica única en el país, con pocas semejantes en el mundo, y que albergaba más de 4,000 pictografías y petroglifos. Era uno de los patrimonios antropológicos más importantes de la humanidad, destacaba el guía, sin apenas respirar. Catalina se limitó a levantar las cejas, apenas fingiendo interés.

Entraron en la Sala de Boinayel, donde el guía continuó con su monólogo. Explicó que Boinayel, según los taínos, era el dios de la lluvia. Catalina recordó a su amigo Federico, quien siempre decía que la mejor forma de invocar la lluvia era lavar un carro; le arrancó una sonrisa el contraste. Los antiguos taínos, según el guía, se adentraban en la cueva para pedirle a Boinayel que "llorara", y cuando lo hacía, caía la lluvia.

Pasaron luego a la Sala de Cohoba, donde Catalina apenas disimulaba el fastidio. Tomó un sorbo de agua de su botella, cuando de repente Yeyfri le dio un empujón con el hombro, haciéndola atragantarse. El agua se le fue por el galillo viejo y salió disparada por la nariz, con un escozor que casi la hizo gritar. El guía la miró asombrado, probablemente sorprendido por la interrupción repentina. Catalina apenas pudo disimular una mueca de incomodidad mientras sentía que Yeyfri le había ganado esa vez.

El guía retomó su discurso, hablando del ritual de la cohoba. Explicó que el brujo de la tribu se preparaba ayunando durante siete días, y luego entraba en la cueva, donde aspiraba un polvo alucinógeno que lo hacía entrar en trance. Catalina arqueó una ceja, pensando que aquel "brujo" no era más que otro pipero desnutrido.

Para su decepción, la excursión terminó demasiado pronto. Apenas habían pasado una hora en las cuevas cuando el guía, con una sonrisa profesional y cortés, los condujo hacia la salida. Catalina sintió que los habían timado, y mientras salían, miró a Yeyfri de reojo. En cuanto sus miradas se cruzaron, le hizo entender con un gesto que aquel empujón no se le olvidaría pronto.

YEYFRI

Yeyfri apenas sentía los pies.

Salieron de las cuevas alrededor de las nueve de la mañana y, a pesar de las quejas de Catalina y de él mismo, Virgilio los obligó a seguir el camino hasta un pueblo llamado Santana Abajo. De allí, emprendieron una caminata de 6.7 kilómetros cuesta arriba hasta El Valle de Dios, a 1,160 metros sobre el nivel del mar. Virgilio parecía de otro material; ni siquiera mostraba signos de cansancio, mientras que Catalina no paraba de llorar y de refunfuñar, y Yeyfri sentía cada paso como un golpe en el pecho. La fría humedad les calaba los huesos y él luchaba, en silencio, contra el cansancio extremo que lo hacía sentir al borde del colapso.

El Valle de Dios, enclavado en el Parque Nacional Montaña La Humeadora, se hallaba en medio de un denso bosque húmedo. Atravesaron senderos irregulares llenos de raíces que formaban escalones naturales, bordeados por altos pajonales de un verde intenso. La espesura del paisaje le hacía imaginar que en cualquier momento Tarzán se aparecería colgado de una liana; sin embargo, lo único que lo rodeaba era la naturaleza indómita, que lo observaba sin tregua mientras él respiraba agitado, intentando mantener el ritmo.

El sendero se retorcía por entre los montes, dejando entrever parches de bosque húmedo en las riberas de manantiales cristalinos, pinos que se elevaban altivos, flores silvestres de colores vivos y hongos que se asomaban en troncos caídos. A mitad del camino, pararon en un área designada para el descanso. Allí, los dis se amotinaron, negándose a seguir un paso más sin comida. Virgilio, al final, accedió, aunque entre risas los llamó "blanditos". Tras conseguir algo de alimento y alquilar un mulo para que Catalina pudiera continuar, retomaron el viaje con algo más de fuerza.

Finalmente, alcanzaron la cima. Desde allí, se distinguían tres terrazas de escasa altura, cada una ofreciendo una vista diferente del entorno. La primera, a nivel del camino, se abría al cauce del río Mahomita, que corría en dirección sur, escoltado por piedras de todos los tamaños que parecían formar un muro natural. A Yeyfri le recorrió una sensación de alivio mezclada con agotamiento, mientras respiraba el aire fresco y miraba el paisaje con una mezcla de admiración y extenuación.

Luego de diez minutos de caminata suave desde el área del camping, se encuentra el motivo que inspira muchos a visitarlo. Conocer el único río rojo del país. Mi amigo nos explica que existen muchas teorías sobre el color de las aguas, pero la más razonable es que el río nace en un pozo de arcilla roja.

Descendimos del valle como a las tres y media, e hicimos una última parada en el antiguo Ingenio de Diego Caballero, un conjunto de estructuras y edificaciones que durante la época de la colonia se usaba para la fabricación industrial del azúcar de caña.

Esto es solo un montón de ruinas, no pagaría ni un peso para venir aquí. Lo más seguro que el diablo sale de noche por estos montes. Además, no me gusta sentirme excluido cuando Virgilio comienza a hablar con Catalina para contarle anécdotas de su vida.

Él deportao nos lleva hasta un molino de agua semicircular, limitado por muros de ladrillo donde se ubicaba la rueda de moler. Vimos unos fogones construidos del mismo material, sobre los cuales se colocaban las pailas donde hervían los jugos de la caña.

En verdad, está última parada, no la disfruté mucho porque me ardían los pies y mis piernas las sentía como de gelatina. Estoy acostumbrado a caminar, pero esto lo considero demasiado, tengo la impresión de que he atravesado el país a pie.

Sin embargo, la paz que refleja el rostro de mi amigo me hace feliz. No me gusta para nada desear cosas; sin embargo, en lo más profundo de mi corazón quiero que su sonrisa perpetuaré por siempre.

Después de diez minutos de caminata suave desde el área de camping, llegaron al lugar que motivaba a muchos a visitar el valle: el único río rojo del país. El amigo de Yeyfri, Virgilio, les explicó que había varias teorías sobre el particular color de sus aguas, pero la más plausible era que el río nacía en un pozo de arcilla roja, lo que le daba ese tono único y misterioso que parecía teñir el paisaje.

El descenso del valle comenzó alrededor de las tres y media de la tarde, y realizaron una última parada en el antiguo Ingenio de Diego Caballero. Se trataba de un conjunto de ruinas coloniales que, en su época, habían sido utilizadas para la producción industrial del azúcar de caña. Yeyfri observó a su alrededor; para él, aquello no era más que un montón de piedras y estructuras antiguas, y dudaba que alguien pagara por visitar ese lugar. Las sombras alargadas entre los muros, y la forma en que el silencio llenaba el ambiente, le daban un aspecto inquietante. "Aquí hasta el diablo se aparece de noche", pensó con un escalofrío.

No le agradaba cuando Virgilio y Catalina comenzaban a hablar y lo dejaban al margen, intercambiando anécdotas que a él le resultaban incomprensibles y ajenas. Intentaba ignorarlo, pero la sensación de exclusión le calaba hondo.

El conductor, al que Virgilio apodaba "el Deportao", los guio hasta un molino de agua semicircular, delimitado por muros de ladrillo donde en su tiempo había girado la rueda de moler caña. Más adelante, los restos de unos fogones construidos con el mismo material dejaban ver las bases donde se colocaban las grandes pailas para hervir los jugos de la caña. Yeyfri los miraba, sin entusiasmo; estaba agotado. Sentía los pies ardiendo y las piernas pesadas, como si fueran de gelatina. Si bien estaba acostumbrado a caminar, aquella travesía le parecía interminable, como si hubieran cruzado el país a pie.

Sin embargo, el rostro de Virgilio reflejaba una paz y una alegría que Yeyfri no podía ignorar. Pese al cansancio, algo en la expresión de su amigo le hacía sentir cierta satisfacción, una calma inesperada. Sin saber bien por qué, Yeyfri, quien nunca había sido de desear cosas, encontró en su corazón un anhelo profundo: que aquella sonrisa de Virgilio pudiera perdurar para siempre.

VIRGILIO

—Me siento feliz de que me hayan acompañado en este viaje —dijo Virgilio, observando a Yeyfri y a Catalina, que parecían un par de náufragos recién rescatados después de días a la deriva. Habían pasado el trayecto entre quejas y resoplidos, como dos muchachos sin paciencia.

Mientras los miraba, Virgilio no pudo evitar sentir una mezcla de ternura y nostalgia. La caminata por el valle le había brindado una paz que hacía mucho no experimentaba, una calma casi espiritual que le permitía despojarse de esos pensamientos pesados que rondaban su mente. Ver el paisaje, respirar el aire fresco y escuchar el susurro de las hojas movidas por el viento era, para él, un recordatorio de lo hermoso que podía ser vivir. Y aunque sus compañeros no lo entendían, Virgilio sabía que ese viaje había sido un bálsamo para su alma.

—Debería cobrarle el doble por todo lo que me hizo caminar —se quejó Catalina, sentada sobre el capote del vehículo, mostrando los pies con una expresión de dolor exagerada—. Mire cómo tengo los pies, ¡más hinchados que los de una mujer preñá!

—Te pagué dos mil pesos, te llevé de paseo, te compré comida... y todavía quieres más —replicó Virgilio con una sonrisa indulgente, soltando una carcajada—. Llevas el chapeo en la sangre, Catalina.

—¡Yo no le pedí paseo! —alegó Catalina, cruzando los brazos y mirando a otro lado—. Para mí que usted tenía otro plan con su "segunda".

—Nuestro trato fue que me escucharas, y eso hiciste. La verdad, te lo agradezco —dijo Virgilio, con una sonrisa suave—, aunque no entiendo tantas quejas.

Catalina resopló, arisca, y lanzó una mirada burlona hacia Yeyfri, quien estaba sumido en sus pensamientos.

—¿Y al sordo para qué lo trajo? —preguntó Catalina, mientras se acomodaba el flequillo sobre el ojo izquierdo, en un gesto algo defensivo.

—Se llama Yeyfri, no sordo —respondió Virgilio, con un tono firme pero sin perder la amabilidad.

—Lo que sea —replicó Catalina con un movimiento de mano despreocupado.

Virgilio suspiró; sabía que era hora de enseñarle a Catalina una lección de empatía. La insistencia de ella en reducir la identidad de Yeyfri a su sordera le apenaba. Lo miró de reojo, pensando que tal vez una conversación directa, desde la calma que sentía, podría abrirle los ojos a Catalina sobre la riqueza que había en cada persona, más allá de cualquier limitación.

—¿Cómo te sentirías si, en vez de llamarte Catalina, te dijera bizca? —preguntó Virgilio, mirándola fijamente a los ojos—. Tú ocultas tu estrabismo con el flequillo, y hasta ahora no he visto a nadie burlarse de ti por eso.

Catalina parpadeó, sorprendida. Se llevó la mano al cabello, e intentó mantener la compostura, pero sus ojos se llenaron de lágrimas, y sus labios temblaron mientras trataba de responder. Bajó la cabeza y comenzó a mover las piernas con nerviosismo.

—Lamento mucho el dolor que te causaron mis palabras —continuó Virgilio, en un tono sereno—; sin embargo, creo que es injusto de tu parte enfatizar la sordera de Yeyfri como si fuera algo malo. Sería bueno que fueras un poco más empática. Las burlas suelen venir de heridas profundas, de una inseguridad que no se ha sanado y de una falta de afecto que no siempre uno ha podido recibir.

Catalina, sin decir nada, evitaba la mirada de Virgilio, pero sus manos seguían temblando.

—Imagino lo difícil que debió ser para ti crecer con estrabismo, con la crueldad de los niños... y de los adultos también —añadió Virgilio, su voz calmada, sin juicio—. Me duele la hipocresía de esta sociedad, que insiste en valorar a la gente por lo que lleva dentro, pero se complace en ridiculizar cada imperfección.

Él se detuvo un momento, y luego hizo la pregunta en voz baja:

—Nadie mejor que tú sabe lo que es vivir bajo el peso de la marginación. Entonces, ¿por qué ser tan dura con la condición de Yeyfri?

Catalina cerró los ojos y, con la voz entrecortada, respondió:

—Usted no tiene ningún derecho a hablarme así —su voz era apenas un susurro quebrado—. Solo ve lo que yo hago o digo... pero no averigua lo que me hace ese tullido.

Virgilio sintió un nudo en el pecho. Ver el enojo en Catalina despertaba en él una mezcla de compasión y remordimiento; sabía bien el peso que pueden tener las palabras. Se dio cuenta de que, aunque sus palabras no habían sido incorrectas, quizás había elegido el momento menos adecuado.

Catalina suspiró, derrotada.

—Ahora mismo me lleva a la capital. —Escupió las palabras con una mueca de ironía—. Y le digo que busque a otra estúpida que acepte escucharlo y de paso aguantar al malograo que tanto defiende.

Ambos respiraron hondo. Virgilio se acercó con calma y posó sus manos sobre sus hombros, tratando de infundirle un poco de paz. No quería que ella reaccionara de ese modo, pero quizás necesitaba tiempo para digerir lo que había dicho. Sintió que, en el fondo, Catalina solo buscaba asimilar sus palabras sin herirse más.

Al principio, Catalina mantuvo la mirada fija en el suelo. Virgilio apretó sus hombros suavemente, quedándose en silencio, paciente. Al rato, ella lo miró, y él vio en sus ojos una mezcla de miedo, vergüenza y una amarga desesperación.

—Regresamos a la capital —murmuró él, mientras tomaba su mano con firmeza.

En su rostro vio un dolor profundo, una tristeza que no se atrevía a expresar en voz alta. Virgilio pensó en el dicho que resonaba en su mente, "cuando el palo está dao ni Dios lo quita", y no pudo evitar una melancólica resignación.


Diccionario 

Chasis: Es en realidad la estructura sobre la que se cimienta y da soporte a todas las piezas que forman el auto. En RD significa la fortaleza y durabilidad de una persona por su edad.

Galillo Viejo: Es un pequeño músculo fusiforme que cuelga del borde inferior del paladar blando por encima de la raíz de la lengua. En el cuello tenemos dos 'tubos' principales. Uno para respirar (laringe/tráquea) y otro para la comida (esófago). Entonces, cuando el líquido que ibas a tragar se te va a la laringe en vez del esófago, "se va por el galillo viejo".

La Toma: La Toma de San Cristóbal es un balneario de agua dulce natural ubicado a solo unos 6 kilómetros al norte la capital provincial San Cristóbal.

Petroglifos: Dibujo grabado sobre piedra o roca, en especial los del período prehistórico neolítico.

Pictografía: Es una forma de comunicación escrita que se remonta al neolítico, donde el hombre usaba las pictografías para representar objetos mediante dibujos en una lámina de piedra.

Pipero: Drogadicto y que vive buscando objetos en la basura.




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