Capítulo 4
CATALINA
Todos los sábados, Catalina caminaba por la calle 41, frente al comedor económico del barrio de Cristo Rey, donde se abrían pacas de ropa de segunda mano. Sabía que durante la pandemia las ventas bajaron, pero ahora que todo volvía a la normalidad, los vendedores se estaban aprovechando. Y no es que aquí hubiera la variedad de la Pulga de la Autopista 30 de mayo, pero a veces se encontraba una que otra ganga entre tanta ropa en las perchas o amontonada en canastos.
Por eso había convencido a Juan Carlos de acompañarla, aunque no le gustaba mucho el ambiente.
—Aquí se está en zozobra— dijo Juan Carlos—. En cada esquina uno puede toparse con algún carterista.
Catalina se limitaba a reír, recordando cómo, una vez, casi pierde su dinero en una ruleta hasta que Juan Carlos intervino para sacarla del apuro. Ella se agachaba a revisar las prendas. "No es por nada que hasta los artistas, atletas y políticos vienen encubiertos por aquí, pensó.
—He conseguido cosas que en otro lado me hubieran costado un ojo de la cara— comentó, mirando a Juan Carlos, quien asentía, pero vigilaba a la gente que pasaba cerca de ellos.
—¿Oye, tú vas a regatear o no? — Catalina lo miró con picardía—. Mira que la última vez casi te me fuiste a los puños por aquella blusa.
Juan Carlos sonrió.
—Eso no va a pasar hoy, Cata. Pero dime, ¿y tú cómo llevas el tema del sordo?
Catalina suspiró. Virgilio, con su propuesta tan rara, había ganado su curiosidad más que nada por cómo trataba al "bendito sordo", un hombre escuálido y de mirada dura, una mezcla entre ladrón y drogadicto.
—Desde que lo vi, supe que la vida no le ha dado tregua. Y, sin embargo, cuando me mandó a... ya sabes, y me miró como si fuera un trapo viejo, me dio una rabia...
Juan Carlos la interrumpió soltando una carcajada.
—¡Y yo que creía que los sordos no hablaban! —exclamó Catalina, lanzándole una blusa.
—Sordos, sí; mudos, no —respondió él, con una sonrisa en los labios—. Pero, oye, Cata, ¿y si ese sordo se puso celoso de ti?
Catalina hizo una pausa y luego se echó a reír.
—¿Tú crees? —preguntó Catalina, con un dejo de duda en la voz.
—¡Ay, no te hagas la loca! —replicó Juan Carlos, sarcástico—. No sería el primer viejo que se convierte en patrocinador de un jovencito. Y, si el carajo está tan desbaratado como dices, te aseguro que eso apenas comienza.
Catalina guardó silencio, reflexionando sobre su comentario. No sería tan descabellado suponer algo así. Muchos jóvenes buscaban a hombres con dinero para salir de la olla, aunque a veces esos "arreglos" terminaran en tragedias.
Recordó el caso de Claudio Nasco, un periodista cubano al que habían encontrado atado de pies y manos dentro de un jacuzzi, con más de cuarenta puñaladas. Todo porque los muchachos que lo asesinaron alegaron que él no cumplía con lo prometido: les había ofrecido doce mil pesos, pero solo les soltó mil y pico para repartir entre los tres. Al final, la discusión terminó de la peor forma posible.
Pero Virgilio le había asegurado que no deseaba tener sexo con ella, solo conversar. Y en parte, Catalina entendía el porqué: muchas veces, uno se desahogaba más fácil con un extraño que con un familiar, por el simple hecho de que el extraño no tenía por qué juzgar cada palabra.
Aun así, le hervía la sangre al pensar en ese sordo. La manera en que la había tratado, con esa boca morruda y ceniza de hambre, esos ojos marrones casi grises como dos faroles y la nariz aplanada que parecía un frito, le hacía desear darle una buena lección. Se removió inquieta; no podía soportar la idea de que alguien como él intentara dársela de gente con ella.
Había algo, sin embargo, que no le terminaba de cuadrar. ¿Por qué Virgilio le había hecho esa propuesta precisamente a ella? ¿Acaso no tenía algún amigo o familiar que cumpliera con ese papel? ¿O sería que quería confesar su amor por el sordo y no sabía cómo hacerlo? Y, si ese era el caso, ¿por qué decírselo a ella? Catalina sacudió la cabeza, confundida, aunque no podía negar que la oferta tenía su encanto. Al fin y al cabo, ser la confidente de un viejo gay era, en muchos sentidos, una ganga. Solo que la idea de estar cerca de un sordo celoso le causaba poca gracia.
Cuando Catalina y Juan Carlos salieron, se dio cuenta del nublazón en el cielo, uno de esos que te hace pensar si será mejor arrepentirse y regresar. Antes de llegar a la parada de la ruta, los atrapó la lluvia y estalló un pleito entre un motorista y un vendedor de frituras en plena calle, haciendo que la multitud se pusiera a mirar con atención.
Juan Carlos, sin perder tiempo, se montó en la guagua como un atleta olímpico, pero a Catalina casi la dejaban botada porque el chofer arrancó antes de que ella pudiera poner un pie en la barandilla. Como solo había un asiento libre, Catalina se acomodó mientras su amigo se colgaba de la puerta. Catalina apenas se sentó, un resorte oxidado del asiento se le clavó en la espalda, haciéndola retorcerse como un arco.
El chofer, decidido a evitar el tapón, se desvió por una ruta alterna, y algunos pasajeros se bajaron de mal humor por el cambio de ruta. De paso, unos mercaderes le lanzaron bagazos de chinola a Catalina en represalia por no responder a sus silbidos y piropos.
Cuando pasaron por la Duarte con París, una señora evangélica se le pegó tanto que casi la aplasta contra la ventana. Sin darle respiro, comenzó a relatarle sus visiones de almas friéndose en el infierno junto a Michael Jackson y le advirtió que si no aceptaba a Jesucristo como su salvador, el destino de Catalina sería igual o peor.
Sin embargo, su posible conversión se vio interrumpida cuando el chofer, al ver por el retrovisor una guagua de la competencia, pisó el acelerador como si fuera una carrera. El meneo fue tan brusco que un muchacho casi salió disparado por la ventana.
Catalina pidió la parada en el Parque Enriquillo y, al bajarse, sintió que había vuelto a nacer. Decidió en ese momento que aceptaría la oferta de Virgilio. Al fin y al cabo, mientras le pague, poco le importa lo que el viejo haga con ese sordo.
No le diría nada a Juan Carlos sobre su decisión. Ahora, lo que necesitaba era encontrar a Picasso, su contacto en el bajo mundo. Estaba decidida a que le diera su merecido al budúsco que le robó el celular.
YEYFRI
Yeyfri siempre había pensado en su sordera como una criatura monstruosa, una bestia con garras gélidas que lo mantenía atrapado en un mundo ajeno. Sentado en unos escalones mal construidos y llenos de grietas, observaba cómo una joven de clase alta, de rostro fino y mirada perdida, se encaminaba por un camino oscuro y retorcido. La vio tomar una piedra de perico y metérsela hasta el fondo.
El crack le provocó un subidón inmediato; sus ojos se dilataron, sus movimientos se hicieron frenéticos, y el temblor en sus manos era el signo claro de que pronto querría otra dosis. El efecto duró apenas unos segundos, y cuando la euforia se fue, quedó visiblemente ansiosa, con la mirada perdida, temblando y en la miseria. Era un ciclo que conocía bien: necesidad, alivio, miseria y otra vez necesidad.
Poco después, Yeyfri notó el ademán de su hermano Marquito, el "niño lindo" de su mamá, que la tenía engatusada porque le llevaba drogas baratas, pero siempre gratis. Marquito, sin escrúpulos, le ofreció otra piedra a la joven, sabiendo que, si no tenía efectivo, igual podría obtener lo que quería. Y ella, apretando los labios, bajó la mirada y le cedió lo que le quedaba de dignidad, justo allí, en plena calle. Yeyfri apretó los dientes. A veces le costaba admitirlo, pero esa "basura" era su hermano mayor, el mismo que ahora le pasaba a la chica a Iván, su mano derecha, para que también él tomara su turno.
No era una escena nueva para Yeyfri. Había presenciado escenas así desde que era un crío, y aunque sabía de memoria el ciclo de abuso y consumo que llevaban las personas en ese ambiente, no dejaba de afectarle, especialmente cuando Marquito lo mandaba a buscar, como hoy.
Yeyfri asumió que alguien le había contado a su hermano de su pelea cerca de la Plaza Juan Barón. Marquito lo miró con ojos encendidos y, al ver la chemba partida, comenzó a lanzar golpes al aire, maldiciendo. Yeyfri percibía la actuación, con la misma hipocresía de siempre. Sabía que todo ese numerito de "hermano ofendido" no era más que una burla; Marquito jamás había sentido respeto por él, y lo había dejado claro cuando lo golpeaba en su niñez para que se convirtiera en una de sus mulas.
Yeyfri, con la mandíbula tensa, le señaló el baño a su hermano para salir de allí. Marquito asintió, encendiendo un cigarrillo sin siquiera mirarlo. Al abrir la puerta, el hedor a orina y basura quemó su nariz y le arrancó una mueca de asco, pero no tenía más remedio que aguantarlo.
Al salir, sus ojos se toparon con una figura inesperada: la misma chirufa que había visto en casa de Virgilio. Ella parecía enfadada; sus manos se movían frenéticamente, como si lanzara una especie de hechizo. Yeyfri no lograba captar las palabras, pero sí la rabia que chispeaba en cada movimiento. Finalmente, la mujer pareció calmarse, rebuscó en sus bolsillos y, con la misma dureza en la mirada, le extendió algo de dinero a Marquito.
Yeyfri lo sabía; además de cuero, aquella mujer también era pipera. Cuando sus miradas se cruzaron, una gélida ráfaga de rabia le recorrió la columna. La mujer lo observó de arriba abajo con desdén, y él respondió dándose golpecitos en el interior de la mejilla, enviándole un sutil mensaje. Ella avanzó sin dudar hasta detenerse frente a él, y de repente lo empujó con fuerza contra la pared.
El movimiento de sus labios era claro; le dijo bugarrón y, al leer sus palabras, la sangre comenzó a hervirle. Un calor subía desde su pecho, llenándole de un enojo que apenas podía controlar. Sintió una mano firme sujetarlo por el codo; era Marquito, arrastrándolo hacia un rincón antes de que pudiera hacer algo de lo que se arrepintiera. Pero la cabeza le palpitaba de dolor, y notó algo caliente y pegajoso que le bajaba por la nuca. Alzó la mano y vio sus dedos manchados de sangre. Cerró los ojos, tratando de sofocar la rabia que se agolpaba dentro de él.
En ese momento, ella se le acercó de nuevo. Sus movimientos eran lentos, como si quisiera medir sus reacciones. Alzó las manos en un gesto de disculpa, moviendo los labios con deliberada lentitud: "Perdóname."
Yeyfri, todavía con el eco de la furia en su mente, negó con la cabeza, intentando mantener a raya sus impulsos. Permaneció quieto, mirándola en silencio durante varios segundos, como si quisiera asegurarse de lo que iba a hacer. Sabía que Virgilio reprobaría lo que estaba por hacer, pero eso no le importaba. Si ella estaba del lado de Marquito, entonces no valía más que la basura.
Entonces, con una mueca que intentaba imitar una sonrisa tímida, colocó las manos sobre sus hombros, sintiendo cómo el diablillo en su interior le susurraba que lo hiciera sin remordimientos. Sin pensarlo dos veces, tomó aire y le escupió en la cara, sintiendo una especie de alivio oscuro.
Sin darle tiempo a reaccionar, salió corriendo, sin querer enfrentar las consecuencias de sus propios actos.
Virgilio
Semanas después...
La tensión en la sala era tan densa que se podría cortar con un cuchillo.
Virgilio, fingiendo estar concentrado en unas notas, trataba de mantenerse al margen de la tormenta que sentía entre ambos jóvenes. Yeyfri fue el primero en llegar, preparado para sus clases, las cuales tomaba con ese entusiasmo que a Virgilio siempre le sorprendía. Pero cuando Catalina hizo su entrada, el rostro de Yeyfri se tornó oscuro. Entre ellos había un aire de rivalidad palpable. Virgilio notaba cómo, en ciertos momentos, se lanzaban miradas que parecían cuchilladas; Catalina lo acechaba como una leona al acecho, lista para lanzarse en cuanto tuviera oportunidad. Ambos parecían calculadores, atentos al más mínimo movimiento del otro.
Virgilio había intentado mediar, como solía hacer. Sin embargo, cada intento de diálogo se convertía en evasivas. Si preguntaba a uno, la respuesta no iba más allá de un "porque sí" o un evasivo "pregúntele a él". Esto lo tenía mortificado; no era fácil ver cómo los celos y la desconfianza se encendían en su sala, un lugar que él veía como un refugio.
Para Virgilio, la actitud defensiva de Yeyfri era un reflejo de su inseguridad. Sentía la necesidad de proteger su espacio y a su amigo mayor, no permitiendo que ninguna persona como Catalina entrara en su vida. En cambio, ella parecía actuar con el escepticismo de quien conoce bien las trampas y carencias de un tipo como Yeyfri. No por nada Virgilio recordaba el viejo refrán: "En este mundo, somos pocos y nos conocemos mucho".
—¿Por qué pierde su tiempo tratando de enseñarle algo a ese sordo? —preguntó Catalina, hojeando una revista con una indiferencia que a Virgilio le pareció casi teatral.
—Ayudar a una persona a superarse no es ninguna pérdida de tiempo—respondió Virgilio, con serenidad—. Ellos no cuentan con una universidad que se ajuste a sus necesidades.
Catalina soltó una risa entre incrédula y desdeñosa mientras se retocaba el flequillo que le cubría media cara.
—Don, si ya es difícil pa' uno, ¡imagínese pa' los que están tuñecos! —replicó, sin molestarse en disimular el tono sarcástico.
Virgilio respiró profundo y, en un murmullo que apenas se oía, pidió paciencia al Señor Jesucristo.
—Catalina, es precisamente porque no existen suficientes servicios que ayuden a las personas sordas, o como tú las llamas, los "tuñecos". La sordera, al ser una discapacidad invisible, pasa desapercibida; es una de las más ignoradas por la sociedad y el gobierno.
Catalina lo miró de soslayo, como si sus palabras fueran un intento inútil de hacerle entender algo. En silencio, Virgilio observaba el juego de miradas entre los dos jóvenes, y le dolía que estuvieran tan a la defensiva. Mientras cerraba su cuaderno, deseó que, de alguna manera, ambos pudieran ver más allá de su rivalidad.
—Es una pérdida de tiempo tratar de hablar con los mudos —murmuró Catalina, frunciendo el ceño y aclarando su garganta.
Virgilio prefirió ignorar su comentario y continuó con calma.
—Esa incomunicación los aísla aún más, llevándolos a refugiarse solo entre otros sordos. Así han creado una cultura propia, con su propio idioma y hasta códigos entre ellos. La sociedad necesita cambiar esas ideas preconcebidas y quitarles el estigma de "locos" o "inútiles", que nada tiene que ver con la realidad.
Catalina hizo un gesto de fastidio y, en tono desinteresado, interrumpió:
—¿Podría darme un poco de agua?
Virgilio soltó un bufido, pero decidió complacer su petición. Caminó hasta la cocina y, de paso, preparó un pequeño refrigerio para Yeyfri. Mientras buscaba los platos, un ruido en la sala le hizo detenerse en seco, el corazón acelerándosele. A paso lento, se apresuró a regresar, encontrando a Yeyfri con una mano sobre la mejilla, como si hubiera recibido un golpe. Catalina se movía de un lado a otro, agitada y con la barbilla temblorosa.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó Virgilio, mirando a ambos con el ceño fruncido.
Ambos se mantuvieron en silencio, cada uno sin atreverse a cruzar una sola mirada. Aquella escena le erizaba la piel a Virgilio, quien comenzaba a temer que la tensión entre los dos jóvenes pudiera llevarlos a hacerse daño.
—No entiendo por qué se empecina en ayudar a este... bugarrón de mierda —soltó Catalina, en voz baja, como si escupiera una maldición.
—¡Catalina! —replicó Virgilio, enfadado—. No te voy a permitir que hables de Yeyfri de esa manera.
Catalina torció la boca, llena de sarcasmo.
—Entonces pregúntele al "santo" de los sordos lo que me hizo haces unas semanas —contestó, lanzando una mirada de desafío.
Virgilio miró a Yeyfri, quien apretaba los labios, con un brillo de enfado en sus ojos. La postura tensa y desafiante de ambos jóvenes lo inquietaba.
—Si el sordo no va a abrir la boca, entonces se lo digo yo —gruñó Catalina.
—¡Basta ya! —interrumpió Virgilio, alzando la voz y sintiendo un leve dolor en el pecho—. No me importa lo que pasó. No voy a permitir que sigan tratándose así en mi casa.
Catalina soltó una risa áspera, y Virgilio cerró los ojos, sintiendo el cansancio abrumarle. Sabía que estos pleitos podrían empeorar su salud; con su edad, cada conflicto parecía un golpe directo a su presión.
—No entiendo cómo es posible que dos personas se traten de esta manera —dijo Virgilio con enfado, mirando a ambos—. Este jueves quiero que llegues bien temprano. Me acompañarás a un lugar que deseo visitar, y no acepto una negativa. Y para que sepas Yeyfri también irá.
Catalina rodó los ojos, mientras Yeyfri mantenía la mirada fija en el suelo. Virgilio solo esperaba que, tal vez, ese paseo pudiera ayudar a romper el hielo entre ellos.
Diccionario dominicano:
Budusco: Gordo/a grande.
Bugarrón: Maricón por necesidad. Homosexual oculto. Un hombre que aparenta ser heterosexual, pero tiene inclinaciones homosexuales.
Cristo Rey: Un barrio del Distrito Nacional de la República Dominicana.
Chirufa/ chirusa: Mujer de condición humilde que tiene un comportamiento vulgar.
Tuñeco: Inútil. Dicho de aquel que le falta movimiento en su cuerpo por alguna incapacidad o que le falta habilidad y destreza por torpeza.
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