Capítulo 3
CATALINA
Tener las piernas abiertas por tanto tiempo la estaba destrozando. Sentía que estaba pagando todas las que había hecho. Pero, en el fondo, sabía que nunca tuvo escapatoria.
Su padrino la dejaba tirada en aquella cama alquilada, desnuda, lista para ser manoseada por esos cerdos. Todas las noches, doña Andrea le rizaba el cabello y le pintaba la cara para darle un aire de mujer, cuando apenas le habían crecido bien los pechos. Fue entonces cuando su padrino y doña Andrea le pusieron precio a su cuerpo.
Cada vez que su padrino la llamaba para pedirle dinero, se lo mandaba. A veces deseaba, con todas sus fuerzas, que se muriera, aunque al mismo tiempo seguía pagándole las consultas médicas, junto con los medicamentos y sus drogas. No era como esas mujeres fuertes que rompen las cadenas que la atan a su verdugo. No, a ella ya ni le dolía esa dependencia emocional; sentía, más bien, una especie de indiferencia.
Sabía que nunca sería la chica de un final feliz.
Para la sociedad, lo único que Catalina merecía era una muerte horrible y catastrófica, quizás a causa de una enfermedad que la consumiera en un colchón hediondo de algún hospital público. La gente no se imaginaba el sufrimiento que había soportado, ni cómo vivía sin el cariño de nadie.
Y, sin embargo, en el fondo no había perdido la esperanza de que algún día apareciera alguien que la quisiera por quien era de verdad. Porque, aunque pocos lo creyeran, tenía sentimientos.
Soltó un gemido, como parte de su humillante escena, y mordió sus labios como si de verdad lo disfrutara. A fin de cuentas, este cliente no era más que otro trabajo, una entrada y salida rápida. Pero se había metido en esto para olvidarse del otro maldito adicto que la había dejado traumada.
El tipo era raro, de verdad. Le había rogado, llorando, que lo mordiera fuerte para poder venirse. Luego le pidió que lo arañara hasta hacerlo sangrar y que le diera golpes en la cara como si fuera un saco de papas. Como si eso fuera poco, la obligó a caminar sobre su espalda con los tacones puestos. Pero lo que colmó su paciencia fue su última demanda: que le orinara en la boca.
No tenía nada en contra de los juegos sexuales, siempre y cuando no rozaran un episodio de Mentes Criminales. Lo malo era que tampoco tuvo la suerte de que este cliente se pareciera, aunque fuera un poco, a Idris Elba para motivarse.
Sacudió la cabeza y empezó a gemir más fuerte. Ya no sabía qué más hacer, pero estaba segura de algo: ni muerta volvería a meterse el pene en la boca. Ya le había dado la mamada de su vida y para su desgracia se percató que ni siquiera tuvo la gentileza de bañarse; su miembro olía peor que el vertedero de Duquesa y casi la asfixiaba. Aquello había durado demasiado. La lona de plástico que él había puesto sobre el colchón le estaba picando en la espalda.
Por su enorme barriga, la posición del misionero se descartó después de varios intentos fallidos por penetrarla. El perrito tampoco le agradaba, y por esa razón ahora estaba apoyada sobre los codos, con las piernas abiertas como un libro.
Él alardeaba en cada miserable embestida sobre lo buen amante que era, mencionando que las mujeres con las que había estado vociferaban maravillas de él. "Esas perras se ganaron un lugar exclusivo en el infierno por mentirosas", pensaba Catalina. Este tipo no bateaba ni una pelota de playa.
Sus muslos protestaban. Gemía más de dolor que de placer, gritándole obscenidades para motivarlo a terminar de una vez. De pronto, su maltratada vagina decidió convertirse en una caja de truenos y metralletas. ¡Maldita sea!
Llevó las manos al rostro mientras escuchaba los reproches del malnacido. ¿Es que nunca había oído del "beatboxing vaginal"? pensó, irónica. El sonido que salió de su cuerpo era similar al de una flatulencia, pero con la diferencia de que, como le decía al hombre, "¡no hiede!"
Se levantó de la cama con la dignidad de una reina y se encerró en el baño. Mojó su rostro, arreglando su flequillo, firme como la Torre Eiffel. Con dolor y molestias, también se lavó las partes íntimas. Ya se bañaría como Dios mandaba en su casa; no soportaba estar allí ni un minuto más. La agencia que se encargara de enviarle el dinero. Su trabajo había terminado.
Al salir, no lo vio, así que aprovechó para vestirse rápidamente. Lo encontró en el pasillo, discutiendo acaloradamente por teléfono. Se dio cuenta enseguida de que él estaba quejándose de ella a la agencia, exigiendo que le devolvieran el dinero. Hijo de su maldita madre, pensó, con la rabia comenzando a arderle en la sangre. Le había dado las mejores horas —fingidas, claro— de su vida, y ahora el hombre la trataba con desprecio.
Al percatarse de su presencia, él cortó la llamada y la miró como si le diera asco, pasando a su lado con cuidado de no tocarla, como si fuera portadora de alguna enfermedad.
Lo siguió, decidida a decirle unas cuantas verdades a ese mal cogedor. Él abrió una gaveta y sacó cincuenta pesos, arrojándolos al suelo, claramente esperando que ella se rebajara a recogerlos. Su cuerpo temblaba de rabia. Con eso no podía ni comprarse un miserable Ben Gay para el dolor muscular. Sin pensarlo dos veces, se acercó y le escupió en la cara.
Él respondió tomándola por el cuello y propinándole varias bofetadas, una tras otra, que ni siquiera pudo contar. Su cara ardía, pero sin perder el temple, agarró sus bolas con el puño y las apretó con fuerza, clavándole las uñas en el proceso. Cuando él finalmente la soltó, sacó un pequeño puñal de su cartera, al más puro estilo de Juanito Alimaña.
Muchas de sus amistades habían muerto a manos de cabrones como ese, y aunque ella no iba a ceder, tampoco deseaba arriesgarse más. Sin apartar la vista del maldito, retrocedió hasta la puerta, manteniéndose en guardia. Si se le espantaba, juró que lo bañaría en su sangre.
Ya en el pasillo, vio a unos trabajadores reparando algo en las escaleras, quienes de inmediato intuyeron lo que era y empezaron a burlarse y a pedirle tarifas. Nerviosa, entró al ascensor tratando de no llorar, de controlar los temblores en su cuerpo. Al llegar al primer piso, soltó el aire de golpe, como si le hubieran quitado un peso de encima, solo para recordar que había dejado su cartera y su celular.
Recordaba una experiencia similar de hace unos años con un cliente que presuntamente era un narcotraficante. En aquella ocasión, el equipo de control de drogas había irrumpido en la discoteca. Después de promesas y cuentos, incluso ofreciéndose a "darles placer de balde", la dejaron ir, pero sin un centavo.
Ser medio claustrofóbica no ayudaba. No le gustaba la idea de quedar a merced de esa caja mecánica, y aunque ahora estaba más calmada, la idea de subir sola no le hacía ninguna gracia. En ese espacio reducido, sin control sobre lo que pudiera ocurrir, sentía que perdía la compostura. Decidió esperar un momento a ver si encontraba algún acompañante.
En el lobby, un abuelo conversaba con la recepcionista. Cuando él caminó hacia el ascensor y la miró, le sonrió; pero ella pudo notar la preocupación en sus ojos al ver los moretones en su cara. Evitó su mirada y lo siguió. Respiró profundo y sorbió por la nariz, notando cómo sus manos temblaban al tocarse el rostro. Para su alivio, el hombre pulsó el mismo piso al que iba ella. Gracias a Dios, pensó Catalina.
Se aferró a las barras de apoyo mientras el ascensor empezaba a moverse. Sintió la bilis subirle por el estómago; su cabeza palpitaba, y sus manos sudaban. La taquicardia y la falta de aire le estaban provocando un mareo.
—Señorita, respire, por favor —dijo el hombre, con preocupación en su voz.
Catalina giró el cuello y observó su cabello gris oscuro, tan brillante que podría servir para un anuncio de Men Expert de L'Oréal. Sus pestañas largas se curvaban hacia afuera, formando arcos perfectos. Aun envejecido, se notaba que había sido un hombre elegante y atlético.
—Creo que voy a vomitar —anunció ella, llevando sus manos temblorosas a la boca.
—Tranquila, ya casi llegamos —respondió él, con un tono paternal—. Deme su mano; le aseguro que se sentirá mejor si lo hace.
Ella parpadeó, sorprendida por su gentileza, y soltó una carcajada, aunque el gesto era extraño para alguien en su estado. Pero aceptó su mano, sintiendo que él tenía cara de buena gente. Cuando las puertas se abrieron, salió corriendo de esa caja infernal.
Le tocó la puerta como si fuera un operativo antinarcóticos. Después de varios minutos, él la abrió solo para tirarle la cartera y cerrarle la puerta de golpe en la cara. Desgraciado mmg, pensó Catalina, y le soltó una serie de insultos mientras revisaba su monedero. Notó enseguida que le faltaban los mil pesos que siempre llevaba como "clavo de emergencia", y su celular tampoco estaba.
Comenzó a darle patadas a la puerta, voceando lo maldito y ladrón que era. Sus golpes resonaban por el pasillo, cada vez más fuertes.
—No pierda su tiempo con ese hombre —intervino el anciano desde el otro extremo del pasillo—. Usted no es la primera mujer y, por lo que veo, tampoco será la última que ultraja ese rufián.
Ella arrugó la nariz, negando con la cabeza. Ese idiota no puede robarme, pensó con rabia. Golpeó con fuerza, gritando cada mala palabra que sabía. Ese celular ni siquiera he terminado de pagarlo. No sabía cuánto tiempo llevaba así, solo que al final, exhausta, cayó de rodillas frente a la puerta, rogándole que le devolviera lo que era suyo.
Unas manos arrugadas y temblorosas tocaron sus hombros. Alzó la vista, limpiándose la nariz y entre hipidos dijo:
—Quiero mi celular... ni siquiera lo he terminado de pagar.
El anciano la observó, pestañeando con lentitud. Luego, soltó un largo suspiro.
—Vamos, levántese, muchacha. Entre a mi casa antes de que llegue la policía —dijo preocupado—. Tiende a hacerle esto a las jóvenes como usted.
—¡Mejor! —exclamó ella, llena de rabia—. Cuando lleguen, le pondré la querella a ese mal nacido que ni singar sabe.
La mirada que él le dio la hizo entrar en razón. Sabía muy bien que la policía casi nunca le creía a un pobre cuando acusaba a un rico. Desanimada, murmuró entre lágrimas:
—Yo debo ese celular...
—Párese —le insistió él, ayudándola a levantarse—. Entremos a mi casa, y ya veremos cómo encontramos una solución a su problema.
VIRGILIO
La desigualdad entre hombres y mujeres era lamentable, pensó Virgilio mientras observaba el rostro ensangrentado de la joven. Ese Ernesto Minyetti... escoria humana que siempre se salía con la suya, protegido bajo la sombrilla de la impunidad social. No era la primera vez que ultrajaba a alguien, ya fuera hombre o mujer. Y cuando la policía intervenía, como solía suceder, la víctima terminaba perdiendo, porque ninguna autoridad pondría en duda la "honorable" palabra del hijo de la senadora más poderosa del país.
Con delicadeza, él le pasó un pañuelo, y luego le ofreció un vaso de agua. La joven movía las piernas con nerviosismo, limpiándose con rabia las lágrimas que aún se derramaban por sus mejillas, sollozando y maldiciendo entre dientes. Él rodeó sus hombros en un intento de consuelo, notando cómo al principio se tensaba, aunque después se relajaba un poco.
—No se preocupe por mí, don. Estoy bien... estoy bien —repitió, intentando contener las lágrimas mientras apretaba el pañuelo con ambas manos.
—Eso espero —respondió Virgilio con voz cálida, posando su mano sobre su cabeza en un gesto paternal—. ¿Tiene hambre?
Ella lo miró como si acabara de decir una locura, pero al final asintió y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Él se levantó, agradeciendo en silencio la excusa de ir a la cocina para darle algo de espacio. Desde la puerta, la miró un instante más, estudiando el golpeado perfil de su rostro. Era una joven bonita, muy joven, y se le hacía injusto que alguien como ella estuviera atrapada en un mundo que tal vez nunca le dio oportunidades para salir adelante. Tal vez nunca tuvo a alguien que le diera una mano, alguien que... Suspiró, sintiendo una leve tristeza que le oprimía el pecho.
Entró a la cocina y sacó de la nevera un poco de queso manchego y algunos bocadillos. Sus manos temblaban al sostener la bandeja, y rogaba no hacer un desastre cuando le sirviera.
Cuando regresó, la encontró mirando las fotos enmarcadas en la pared, su mirada detenida en un viejo reloj de pared y en el retrato de su esposa. Los labios de ella, aún algo hinchados, se abrieron en una gran "O" de sorpresa. Sin duda, su pensamiento no debía estar lejos de algo como: "A este viejo chanclo le sobran los cuartos." Él carraspeó para llamarle la atención.
—Era mi esposa —dijo Virgilio con suavidad, sonriendo cuando vio cómo ella soltaba nerviosa la fotografía de Ana María.
Ella giró y lo miró con una mezcla de curiosidad y, quizás, algo de respeto al observar su expresión nostálgica. Pero su tono fue desafiante al responder.
—Ustedes los ricos solo saben dar chucherías —dijo la joven, asombrada mientras veía la bandeja—. Me hubiese gustado más unos chicharrones bien crujientes con su tajadita de limón.
—Claro, y que no se me olvide el traguito de Brugal... para entonar —contestó Virgilio en tono jocoso, contagiándose de su inesperada actitud.
Su respuesta la hizo sonreír.
—Me conformo con una cerveza vestida de novia —dijo la joven, sentándose en el mueble con cierta confianza.
Tomó un poco del jamón entre sus dedos y frunció el ceño, como si estuviera sumida en sus pensamientos, antes de preguntar:
—¿Por qué me dijo que ese hijo de su madre engaña a mujeres como yo?
Virgilio suspiró, midiendo sus palabras.
—Porque solo una mujer con una necesidad extrema accede a entrar a la casa de Ernesto Minyetti.
Ella dejó el jamón de vuelta en la bandeja y cruzó los brazos sobre el pecho, una expresión de vergüenza cruzando fugazmente su rostro. Virgilio sintió un escalofrío al observarla, imaginando lo peor.
—No era mi intención incomodarla, pero es lo que pienso —se apresuró a decir Virgilio con un tono conciliador.
Ella solo se encogió de hombros, intentando restarle importancia a la conversación.
—¿Cuánto costaba su celular? —preguntó Virgilio, intentando suavizar el ambiente con una conversación más práctica.
La joven soltó un bufido y lo miró como si fuera un viejo excéntrico.
—Una pila de cuarto —respondió con una risa irónica—. Y ni siquiera lo he terminado de pagar.
Sus labios se fruncieron y un escalofrío la recorrió, que Virgilio notó al verla estremecerse.
—¿Qué le parece si hacemos un trato, entre usted y yo? —propuso Virgilio, su voz firme y serena.
La joven arqueó una ceja, escudriñándolo con una mirada aguda, y después de unos segundos soltó una carcajada llena de desdén.
—Tan rápido se quita la careta —siseó ella, decepcionada, casi sin esperar una respuesta.
A Catalina le tomó unos segundos procesar la propuesta del anciano, y en su rostro se dibujó una mezcla de sorpresa y suspicacia.
—Ni siquiera le he dicho lo que es, y ya está levantando juicios —expresó él, manteniendo la firmeza en su tono mientras la observaba con calma.
Catalina lo miró de arriba abajo, con la misma cautela que tendría un animal herido, cada gesto reflejando desconfianza y un toque de intriga.
—Le ofrezco mil pesos semanales por venir aquí para hablar conmigo y escucharme —continuó Virgilio, dándole unas palmaditas al brazo del sofá—. Solo hasta que ahorre suficiente para comprarse un nuevo celular, nada más.
Catalina arrugó la frente, confundida.
—¿Se le murieron todos los compadres o qué? —replicó ella con ironía y algo de sarcasmo, y quedó en silencio un momento, como si intentara entender la oferta. Finalmente, soltó una sonrisa escéptica, sus dientes aun mostrando rastros de sangre—. ¿Mil pesos semanales, dijo?
—Exactamente eso —respondió Virgilio con un leve asentimiento—. Con respecto a mi familia...
Catalina levantó la mano para interrumpirlo.
—Deme dos mil quinientos y le traigo un amigo para que formemos el trío Los Panchos —dijo ella, soltando una carcajada que parecía desafiar la amabilidad de Virgilio quien la observó sin inmutarse, manteniendo una sonrisa tranquila.
—Le doy mil por venir los jueves, y si acepta venir también los martes, podemos agregar ochocientos más —le aclaró—. No se confunda, no busco otra cosa. Solo necesito y deseo ser escuchado.
De pronto, el sonido del intercom interrumpió el momento. Virgilio se levantó con la lentitud que traían los años y presionó el botón para encender la cámara. Al ver a Yeyfri en la pantalla, su corazón dio un brinco de alegría. Con él allí, por fin podría continuar lo que había dejado pendiente y, después, seguir adelante con lo que pensaba hacer en un futuro.
YEYFRI
La recepcionista lo recorrió con la mirada de arriba abajo, y él le devolvió el escrutinio. Nació pobre, pero no delincuente, pensó con firmeza. Los verdaderos ladrones son esos que ocupan los puestos de poder, que visten trajes caros y, aun así, reciben miradas de respeto en vez de desdén, a diferencia de cómo lo trataban a él.
Recordaba con nostalgia la otra casa de Virgilio, cerca del Jardín Botánico; le gustaba mucho más que este apartamento alto. Los ascensores le daban esa molesta sensación de cosquilleo en el estómago, algo que ahora lo hizo reírse solo, por puro nerviosismo.
Virgilio lo esperaba en el marco de la puerta, con los brazos abiertos. Al reencontrarse, se fundieron en un fuerte abrazo, como si con ello se dijeran todo lo que el tiempo y las circunstancias habían callado. El reencuentro traía consigo algo de paz, aunque no todo era tan reconfortante como esperaba: al cruzar la entrada, se encontró con una mujer sentada en el mueble, quien, con el labio hinchado y una mejilla marcada de rojo intenso. La postura, altanera y despreocupada, le daba aires de dueña de la casa.
La calle le había enseñado muchas cosas, y una de ellas era reconocer a primera vista a un policía encubierta o, como en este caso, a un cuero que intentaba mostrarse como alguien más inocente. Esa mujer claramente caía en la segunda categoría; había visto a tantas que podía reconocerlas a kilómetros.
Al parecer, alguien ya le había dado su "salsa", pensó, irónico. Quizá había sido otra de las suyas o, tal vez, un cliente insatisfecho. Sabrá Dios qué historia cargaba ella, pensó Yeyfri. Virgilio, a diferencia de él, era una persona noble y generosa, una combinación perfecta para atraer a sanguijuelas como esa. Sin contenerse, señaló a la mujer con el dedo, interrogando con la mirada a Virgilio para indagar quién era.
Virgilio, siempre paciente, le explicó por señas que era una amiga a la que acababa de conocer. Sintió una punzada en el estómago; la idea no le gustaba nada. Luego, vio cómo Virgilio se giraba para hablar con ella, explicándole que él era sordo, y observó cómo la expresión de la mujer cambiaba, tornándose en una lástima que le resultaba insultante. Tratando de calmar su incomodidad, relajó los hombros. Lo último que necesitaba era esa mirada condescendiente por parte de la intrusa.
La mujer intentó mover la mano en un gesto que pretendía ser gracioso. Él quería que se fuera; mujeres como ella no eran dignas de estar cerca de alguien como Virgilio. Con su conocimiento precoz del vicio y la corrupción que se esconden tras cada esquina, no necesitaba más señales para ver que ella pertenecía a ese mundo putrefacto. Resignado, pero vigilante, tomó asiento en el mueble, evaluándola desde la distancia.
La última vez que Virgilio y él se vieron, el chófer que lo acompañaba después de investigar lo que había pasado y por instrucciones de Virgilio lo llevó a la casa para que supiera donde vivía, y solo Dios supo cómo lo hizo para que pudiera entender que Virgilio quería que lo visitase los martes y jueves porque eran los únicos días en que su enfermera, Agnes, acompañaba a su madre a las terapias contra el cáncer. Agnes lo hacía a escondidas de los hijos de la señora, quienes, con evidente frialdad, le habían negado el permiso. Si alguno de ellos descubría esas visitas, se armaría de la Troya; sin embargo, lo que realmente le inquietaba a Yeyfri en ese momento era la presencia de esa mujer con aspecto de gata callejera, esa "chirufa" que ahora comía con la naturalidad de quien se siente en casa.
Una corriente de aire helado se coló en la atmósfera de la sala, y él aprovechó el momento en que Virgilio se retiró a su habitación. La mujer tomó un trozo de queso y, al probarlo, cerró los ojos en un gesto de puro deleite. Ese queso no era cualquier cosa; se notaba que era de los caros, mucho más refinado que cualquier producto del colmado. Ella esbozó una pequeña sonrisa, como si estuviera disfrutando de un placer secreto, y él le devolvió la expresión, aunque sus pensamientos fueran completamente distintos.
Conocía bien a mujeres de su tipo; las veía constantemente en su entorno, siempre con un triste discurso de niñas buenas que la vida había empujado hacia el mal. Con ese papel, lograban conmover a hombres generosos como Virgilio, despertando en ellos una empatía y compasión que no merecían. No iba a permitir que esa mujer lo envolviera con sus artimañas, no mientras él estuviera allí para proteger a su amigo.
Bajó la mirada y tocó su barbilla, indeciso. No le gustaba usar su voz; sabía que sonaba extraña, pero por Virgilio estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Con un dedo, golpeó la mesa para captar la atención de la mujer, quien continuaba comiendo sin recato, como si no le importara la hinchazón en su labio. No podía imaginar cómo devoraría la comida si estuviera en perfectas condiciones. Cuando ella finalmente lo miró, un remolino de furia se apoderó de él, mezclado con pensamientos oscuros y viles que apenas lograba contener. Inhaló profundamente y, reuniendo valor, gritó:
—¡Fuera de aquí! ¡Puta! ¡Cuero!
La sonrisa de la mujer se desvaneció al instante, sus facciones se endurecieron, y en su rostro apareció una sombra de furia que hizo que él sintiera un escalofrío recorrerle la espalda. Ella apretó la mandíbula y le lanzó una mirada intensa y amenazante. Un latido inseguro resonó en su pecho cuando la vio levantarse de repente, tomar la bandeja y lanzársela en un arrebato de ira.
Tuvo el tiempo justo para esquivar el impacto, pero sabía que después de aquel acto, las cosas se habían complicado mucho más de lo que había previsto.
Diccionario dominicano:
Brugal: es una marca que comercializa ron de la República Dominicana a nivel internacional.
Chirufa: se usa despectivamente para referirse a una mujer ordinaria, pobre o fea.
Chanclo: viejo.
Cuartos: Dinero.
Pila: Mucho. Es cuando tú quieres decir que hay muchas cosas, persona, animal o cosa.
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