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Capítulo 2


VIRGILIO

Represento todo lo que les da miedo: la vejez, [...] ¡Quiero vivir la vida hasta el final! Que no la acorten solo porque mi mundo les es extraño.

José García Velázquez Segovia.

Poema Del Anciano Y De La Vida.

Con los años, el cuerpo de Virgilio comenzaba a debilitarse. Ya no respondía como antes: los huesos se volvían menos densos, la vista comenzaba a fallar, y ni hablar del corazón. Había sobrevivido a dos infartos, experiencias que le avisaban que el final estaba cerca. En uno de esos episodios, sintió un dolor fuerte y una opresión en el pecho que lo dejó mareado, sudando la gota fría. No sabía si no quiso seguir la luz o si simplemente lo retuvieron, pero, de alguna manera, seguía vivo. Después de aquello, le colocaron un bypass coronario, y desde entonces dependía de los fármacos: anticoagulantes, diuréticos... las pastillas eran ya parte de su rutina.

Aquella mañana, después de pasar horas entre consultas médicas, decidió llamar al ahijado de su compadre Felipe, Héctor, para que lo llevara al malecón. Héctor, un joven estudiante de arquitectura y urbanismo, era un buen muchacho que necesitaba dinero, y a veces le hacía de chofer. Felipe le había pedido que ayudara al joven siempre que pudiera.

Durante una de sus charlas, Héctor, con mucho orgullo, le contó que era gris asexual. Le explicó que no sentía deseo sexual, pero que no sufría de ninguna aversión ni trastorno. También le dijo que había estado en relaciones de noviazgo, aunque no le molestaba en lo más mínimo no ver a Linda durante semanas.

Para él, el mundo estaba patas arriba. En su juventud, las cosas eran más sencillas: o era o no se era, nada de ambigüedades. Ahora, cada día surgía un nuevo término de índole sexual, una nueva etiqueta que no acababa de entender del todo. A pesar de ello, reconocía que Héctor era un buen chico, aunque no podía evitar pensar que algo no estaba bien. Sin embargo, no tenía quejas sobre su forma de conducir, lo hacía con calma, sin temeridades, aunque siempre rondaba en su mente la idea de que quizá fumaba marihuana. Un día, preocupado, se lo preguntó directamente. Héctor le respondió con su habitual serenidad: "No lo entenderías, don".

Dejó de pensar en la vida desperdiciada de Héctor y fijó su atención en el paisaje que se desplegaba por la ventana. Le encantaba pasear por el malecón, uno de los siete tesoros culturales de Latinoamérica. La historia de ese lugar icónico se remontaba a 1924, cuando el ingeniero dominicano Arístides García Mella tuvo la visión de construir un paseo que bordease la costa del mar Caribe. Sin embargo, no fue hasta 1931, durante el gobierno de Trujillo, que se iniciaron los trabajos de construcción del primer tramo de la avenida George Washington.

En aquellos días, un grupo de presidiarios, armados solo con yuntas de bueyes, machetes y hachas, comenzó a abrir el camino. Años de construcción y esfuerzo culminaron en la gran inauguración, el 23 de febrero de 1936, en medio de una celebración imponente. El hecho de haber nombrado la avenida en honor a un extranjero le parecía un desastre enorme. ¿Por qué exaltar a una figura foránea cuando la República Dominicana tenía sus propios personajes históricos que merecían ser recordados?

El avanzaba lentamente, lo que le permitió al tráfico deleitarse con la vista. A su lado, un carruaje pintoresco avanzaba con suavidad, mientras una familia descansaba en uno de los tantos banquillos, observando el horizonte. Los catorce kilómetros de bulevar bordeados por el mar, los monumentos históricos, las pinturas del arte naif haitiano y la artesanía local eran un verdadero espectáculo que no tenía precio.

Recordó entonces gran parte de su vida, dedicada a ayudar a personas de escasos recursos. Había tenido la suerte de nacer en el seno de una familia acomodada en Santiago, pero su padre siempre le había enseñado que los privilegios no eran para disfrutarlos en soledad, sino para hacer algo con ellos. "No es para echarte libras", le repetía su padre. Sin embargo, en algún punto del camino, él había olvidado aquella lección tan importante.

Quería quedarse ahí un buen rato, observando la llegada de los barcos al puerto. Aunque agradecía el espacio que Héctor le había dado, sabía que el joven lo estaría vigilando desde lejos. No era ningún viejo tonto; Héctor había dicho que iría a comprar algo en la esquina, pero no podía evitar pensar que podría estar buscando drogas.

Aspiró el aire salado del mar y comenzó a tararear "Las siete pasadas" de Tatico Henríquez, mientras veía a Héctor desaparecer al doblar la esquina. Su mirada se perdió en el horizonte, disfrutando del sonido distante de las olas rompiendo contra el malecón, hasta que una figura llamativa llamó su atención.

Un joven corría desbocado por la calle Fabio Fiallo, como un triciclo sin frenos, perseguido por un grupo que intentaba atraparlo. El caos se desató rápidamente, las voces y el bullicio llenando el aire. En ese momento, un nudo se formó en su garganta.

No podía creer lo que veía. Nunca pensó que volvería a encontrarse con ese joven, no después de aquel aparatoso incidente que los había separado.


YEYFRI

Con lo que había ganado anoche, Yeyfri pudo comprar media libra de arroz, cuatro huevos y un refresco en el colmado. Al menos, con eso aseguraba que su abuela tuviera algo que comer al mediodía. Esa mañana, antes de salir a trabajar, le dejó dos panes y un cuarto de queso sobre la mesa, para que doña Altagracia, la vecina, se los diera cuando se despertara.

Su abuela ya no era ni la sombra de lo que había sido. Su salud se había deteriorado enormemente en los últimos años. Antes de enfermar, trabajaba planchando por encargo. Pero todo cambió el día que se desmayó. Al principio, él pensó que era por el hambre, algo común en sus vidas. Sin embargo, la preocupación creció cuando semanas después ya no podía ni masticar ni tragar. Y, en un Domingo de Resurrección, perdió la vista por completa.

Si no fuera por su sordera ni por su pobreza, hubiera soñado con ser médico o abogado para ayudar a personas como su abuela. Estaba cansado de vivir en esa espiral de catástrofes, rechazo y mala suerte. Ver la vida desde los ojos de un marginado era desolador, tanto que a veces el suicidio parecía más tentador que el mismísimo fruto prohibido que se mencionaba en la Biblia.

Mientras arrastraba sus chancletas desgastadas, que apenas se mantenían unidas con pinchos, caminaba por la acera contando el escaso dinero que había ganado. Trabajar honestamente solo producía migajas miserables, mucho menos de lo que podría obtener como carterista, eso lo sabía con certeza. Debía asegurarse de esconder bien esos ciento cincuenta pesos. Si algún otro limpiabotas de la zona se daba cuenta, estaría en serios problemas.

Al igual que en los carteles de la droga o los puntos de prostitutas, los sitios donde uno podía limpiar zapatos estaban controlados por los sindicatos. Sin embargo, eso no le preocupaba. La calle era libre, y ninguno de ellos pagaba impuestos como para creerse los dueños del espacio público.

Se topó con un grupo de abusadores callejeros, los típicos realengos que se deleitaban golpeando a quienes consideraban inferiores, como él. Aunque no podía oír lo que decían, no necesitaba escuchar para entender lo que pasaba. Creció en el barrio, no era ningún ingenuo. La mirada de complicidad entre ellos lo decía todo. Colocó su caja de limpieza de zapatos en el suelo y se cuadró cuando lo rodearon. El más corpulento del grupo no tardó en lanzarle un puñetazo directo a la cara, mientras otro intentaba agarrarlo por la espalda.

Para él, esto sería fácil. Con un movimiento rápido, le dio un puñetazo en la nariz al que quería de sujetarlo, sintiendo el conocido crujido de un hueso rompiéndose. El otro, enfurecido, respondió con una serie de golpes a la cara, pero él los bloqueó con rapidez y devolvió un puñetazo directo a la mejilla izquierda de su atacante, lo que provocó que escupiera sangre. Mientras los demás intentaban inmovilizarlo, mordió el brazo de uno de ellos y aprovechó el momento para salir corriendo.

Sabía que no podía ganar esa pelea, eran demasiados. No tenía el poder ni la ventaja de ser el héroe de una historia. A medida que corría por la calle Fabio Fiallo, pudo ver de reojo a uno de los chicos persiguiéndolo, gritándole algo que probablemente era un insulto, por la forma en que movía los labios. Nadie iba a ayudarle si lo atrapaban, lo sabía bien.

De repente, una de sus chancletas se despegó, haciendo tropezar y caer sobre el pavimento. Los puñetazos llegaron inmediatamente. Trató de patear a uno de sus atacantes, pero uno de ellos tomó su pierna y lo empujó con fuerza al suelo. Luego, sintió el dolor agudo de una patada en las costillas.

Justo cuando pensaba que los golpes no cesarían, vio que un viejo empujaba al tipo que lo estaba golpeando. El agresor, furioso, le lanzó una trompada, y el anciano se tambaleó, cayendo al suelo. El corazón del chico se apretó con rabia al reconocer a don Virgilio.

Con una explosión de rabia, se incorporó de un salto y comenzó a golpear al agresor en la cabeza, haciendo sangrar. Los dos se enredaron en una pelea desesperada, como si fueran dos espaguetis enredados, hasta que el sonido de un disparo los separó de golpe. Su rival huyó corriendo, mientras unas mujeres salían de un colmado cercano para ayudar a don Virgilio a ponerse de pie.

El hombre que disparó agarró a Yeyfri por el cuello con una fuerza que lo dejó sin aliento, zarandeándolo como si fuera un muñeco de trapo. La ira en su mirada era aterradora, y por un momento, sintió que iba a morir allí mismo, en medio de la calle. Intentó golpearlo, pero don Virgilio intervino con la fuerza que parecía no quedarle. Yeyfri sintió un calor extraño en el pecho, una alegría que no había experimentado en mucho tiempo.

Mientras estaba ahí, apoyado en don Virgilio, su mente se desvió hacia un recuerdo lejano. Tenía alrededor de ocho o nueve años, un tiempo en el que había subido a una guagua equivocada y terminó perdido, caminando cerca de una universidad de esas pudientes. El hambre lo mareaba, y sus piernas pesaban como si llevara rocas en los zapatos. A su alrededor, jóvenes de apariencia Poppys pasaban sin preocuparse, ajenos a su lucha.

Unas muchachas, probablemente movidas por la compasión, le dieron unas galletitas. Intentó ofrecerles limpiarle los zapatos a cambio, pero tras varios rechazos, se alejó, sintiéndose más solo que nunca. Cruzó una rotonda y terminó por los alrededores del Jardín Botánico, arrastrando sus pies, con la vista nublada y el estómago vacío. En un momento, su cuerpo no aguantó más y se desmayó, aferrado a su caja de limpieza.

Cuando despertó, se encontró en una cama suave, en un lugar que no reconocía. Al despejar la bruma de sus ojos pudo ver lo lujoso que era, pensó que estaba en la casa de gente adinerada... o quizás en el cielo. Su primer impulso fue tocarse el cuerpo. Revisó su trasero, aliviado de que no le doliera, y así supo que no lo habían violado. Luego se examinó la barriga y la espalda, asegurándose de que no le habían sacado los órganos.

Se levantó con cuidado y salió de la habitación. En la sala, un hombre mayor hablaba por teléfono. Al verlo, le dedicó una sonrisa, aunque su rostro estaba marcado por la preocupación. Colgó el teléfono y comenzó a hacerle preguntas, probablemente para saber cómo se sentía. El movimiento de sus manos era suave, pero la tensión en su cara delataba su nerviosismo. Sintió un escalofrío de desconfianza; Conocía demasiado bien el peligro que podían representar los adultos. Cuando el hombre quiso acercarse, Yeyfri lo empujó, y aprovechó la confusión para salir corriendo.

No era un secreto que muchos ancianos abusaban de niños. Vio un ascensor, pero decidió bajar por las escaleras. Casi al llegar al final, recordó su caja de limpieza de zapatos y, sin pensarlo mucho, regresó por ella.

La puerta aún estaba abierta, y el hombre seguía en el suelo, tratando de incorporarse con esfuerzo. Era un anciano, y al verlo, sintió compasión. Yeyfri, aunque desconfiado, no pudo evitar que su corazón se le estrujara.

Virgilio, al notar la presencia del niño, hizo gestos con las manos. Sin embargo, se dio cuenta rápidamente de que el pequeño no sabía interpretarlo. Aun así, su rostro se mantuvo amable y paciente. Después de unos momentos, se levantó por sus propios medios. Le habló y no le tomó mucho tiempo para darse cuenta de que el muchacho era sordo.

Se fue acercando de a poco para no asuntarlo y cuando confirmó que se ganó de manera efímera la confianza del muchacho decidió darle de comer, preparando además una bolsa con víveres para que lo llevara a casa. También le ofreció un poco de dinero, gesto que sorprendió a Yeyfri, quien grabó en su memoria cada detalle de ese día: el número de la guagua equivocada y el camino que lo llevó.

Al día siguiente, Yeyfri regresó. No pidió nada, solo se quedó afuera, esperando que el anciano lo viera. Cuando finalmente lo hizo, con una sonrisa tranquila, le hizo los mismos gestos con las manos, invitándolo a entrar. A partir de ese día, las visitas se hicieron una rutina. Sin embargo, el dinero fue sustituido por clases de lenguaje de señas, y con el tiempo, una mujer fue contratada para enseñarle a leer y escribir.

El niño jamás le preguntó por qué lo ayudaba. Tal vez por miedo, a que si cuestionaba demasiado, todo terminaría.

Por otro lado, su abuela, influenciada por los rumores de las vecinas, se volvió desconfiada. Decían que el anciano tenía intenciones ocultas, y finalmente, decidió protegerlo, al prohibirle que volviese a esa casa. No solo eso, sino que también desechó todas las cosas que el anciano le había regalado: la ropa, los zapatos, los libros.

Un domingo, temprano por la mañana, el anciano apareció en la iglesia donde lo había dejado cuando se conocieron por primera vez. Yeyfri aun temeroso de que conociera donde vivía le pidió que lo dejara en ese lugar. Virgilio habló con la abuela durante horas, mientras Yeyfri, desde un rincón, rezaba en silencio sin saber bien cómo hacerlo. Su mayor deseo era que su abuela cambiara de opinión. Finalmente, con lágrimas en los ojos y una sonrisa que el niño nunca olvidaría, ella le dio permiso para reanudar las clases.

Con el tiempo, Yeyfri llegó a conocer a Javier, uno de los nietos de don Virgilio, con quien jugaba cuando coincidían. No era fácil para él, pero con Javier se entendían a su manera. Un día, mientras veían muñequitos en la habitación de don Virgilio, el ambiente tranquilo cambió abruptamente. La puerta se abrió de golpe. El estruendo no lo escuchó, pero vio cómo entraban dos hombres con el ceño fruncido. Sin previo aviso, lo tomaron por los brazos y lo sacaron a empujones.

Yeyfri no entendía nada. Solo veía las expresiones enojadas de los hombres, sus labios moviéndose rápidamente, gesticulando algo que él no podía oír. Los empujones eran bruscos, lo arrastraban hacia la puerta como si fuera una molestia. Lo ficharon de ladrón, de pordiosero, y lo trataron como tal. Yeyfri observaba sin comprender la gravedad de la situación, solo podía sentir la presión de las manos en sus brazos, la incomodidad en su cuello cuando lo apretaba como si fuera un gato.

En medio de la confusión, don Virgilio se levantó, su rostro pálido se tornó rojo por el esfuerzo. El chico apenas podía percibir el caos a su alrededor, pero los gestos de Virgilio eran claros. Trató de detenerlos, pero antes de poder intervenir más, llevó una mano a su pecho, como si un dolor profundo lo hubiera atravesado. El caos aumentó; Podía ver las manos de los familiares agitarse, corriendo a su alrededor, intentando calmar al anciano y sentarse en una silla, mientras intentaba respirar.

La situación empeoró para el chico. Afuera, uno de los adultos lo empujó tan fuerte que su cabeza golpeó contra la pared. Sentía el dolor latente en su frente mientras otra mano apretaba su cuello. No le dieron tregua. A ninguno de esos hombres le importaba que fuera un niño, ni que fuera sordo. Para ellos, solo era un oportunista, un pobre diablo que había entrado a ensuciar su hogar. Quizás lo imaginaban infestado de piojos, trayendo malas costumbres para contagiar a Javier. El niño veía los labios de los hombres moverse, sus expresiones llenas de desprecio, pero las palabras se perdían en el silencio perpetuo.

Ese día, su sueño de ser alguien a través de los estudios se desmoronó. Volvió a lo que siempre había sido: un marginado, un chico al que la vida parecía haberle cerrado todas las puertas. Desde entonces, no mucho cambió, pero ahora, al ver la cara de Virgilio, llena de felicidad, mientras lo protegía de aquellos matones, no tenía precio. 


CATALINA

Catalina estaba recostada sobre una camilla helada, más fría que el amor de todos sus antiguos amantes. Su ginecóloga, con rostro profesional y manos enguantadas, examinaba su vagina en busca de cualquier anormalidad. La experiencia no era del todo desagradable, aunque sí incómoda, especialmente cuando insertaba la espátula de metal. No era la primera vez que vivía esa situación, pero aún le provocaba una sensación de vulnerabilidad que nunca lograba sacudirse del todo.

Desde que inició su vida sexual, acudió a una de esas clínicas subsidiadas por el gobierno. A veces, le rebajaban el costo de la consulta a cambio de colaborar con unos consultores. Responder preguntas les ayudaba a entender el diario vivir de las trabajadoras sexuales, o al menos eso decían. Prometían desarrollar programas de ayuda para mejorar sus condiciones, pero en toda su vida nunca había visto que llenar esas plantillas hubiera cambiado nada en su profesión. Solo eran palabras, papeles y promesas vacías.

Catalina estaba harta. Harta de tantas preguntas y de la constante invasión a su vida privada. Pero Juan Carlos, su amigo travesti, les seguía el juego a los consultores. Él disfrutaba de ser el centro de atención, el alma del espectáculo. Respondía a las preguntas con entusiasmo, como si cada respuesta fuera una liberación. Para él, esas entrevistas eran una forma de desahogarse, de compartir su historia. Juan Carlos había sido diagnosticado con sida años atrás, después de un trío con unos americanos que lo dejaron marcado para siempre. Ella había pensado que sus días estaban contados, pero gracias a un buen samaritano que le ayudó a conseguir medicamentos en el Ministerio de Salud Pública, había logrado estabilizarse sin tanto lío.

Gracias a Dios, ella nunca se había contagiado de nada grave, pero había atravesado otros infiernos. Durante un tiempo, había sido adicta a la cocaína. Recordaba la primera vez que José Miguel trajo un poco. Puso la droga sobre una llave corroída y ella, sin pensarlo, inhaló el óxido junto con la coca. A partir de ese día, no hubo vuelta atrás.

Cuando los trabajos no salían bien en la calle, compraban crack, lo compartían y no les importaba que la boca se les pelara de tanto fumar. A veces, solo necesitaba un buen pase, aunque fuera dos o tres veces al día. El efecto podía durarle entre cinco y seis horas, dependiendo de la calidad de la mercancía. Cada vez que la droga se apoderaba de su cuerpo, sentía que podía flotar sobre el mundo, alejándose de la realidad, al menos por un rato.

Era un verdadero desastre, se decía a sí misma. Cuando no se drogaba, la ansiedad la consumía, y el dolor no era solo físico, sino también profundo, en su alma. Sabía que iba en picada, no era una tonta. Si seguía por ese camino, estaba claro que moriría, pero no sería ni por su adicción ni por su amor por José Miguel, sino por todo lo que esa vida le arrebataba día a día. Un día, sin más, se levantó y los dejó a ambos. Se alejó de las drogas y también de él.

Fue una decisión dura. Dejar las drogas no fue tan fácil como había imaginado. Tuvo sus recaídas, días en los que sentía que el mundo se desmoronaba, pero poco a poco, fue tomando el control de su vida. Quería algo más, algo mejor para sí misma. En cuanto a Juan Carlos, lo último que supo de él fue que había encontrado a Cristo unos años después. Ahora era pastor en una iglesia, con una nueva familia y una vida que le hacía sentir en paz. Ella se alegraba por él. Sabía que esa familia, la suya, nunca había sido posible para ellos dos.

Al terminar su revisión en la clínica, cruzó los pasillos buscando a Juan Carlos, quien estaba más entretenido con las entrevistas de lo que ella había imaginado. Siempre había sido el divo, y ahora, parecía encantado con el protagonismo. Le suena al verlo, aunque la espera ya la tenía impaciente. Hoy, a las seis, tenía una cita con su primer cliente presencial en un buen tiempo. Las comisiones que ganaba por teléfono no alcanzaban ni para cubrirse una muela, y necesitaba equilibrar la balanza como fuera.

Como era su costumbre, se preparó minuciosamente para el trabajo. Se depiló, se acicaló, y se vistió con cuidado. Perfume en los puntos clave, maquillaje justo en su medida. Todo debía estar en su lugar, y lo único que quería era terminar lo más rápido posible para regresar temprano a casa. Sacó su teléfono y comprobó la dirección del cliente una vez más. Todo indicaba que era un tipo adinerado. No cualquiera vivía en una de esas zonas exclusivas del distrito, donde hasta los perros parecían tener más clase que la gente común.

Se arregló el flequillo, respiró hondo y, antes de bajar del vehículo, se hizo la señal de la cruz. Había aprendido que, en su línea de trabajo, siempre era bueno pedir un poco de protección.

Era hora de salir de esa vaina, se repetía.

Después de pasar por el chequeo de seguridad, subió a la octava planta, sudando como un perro bajo el sol. No le gustaban los ascensores, era un miedo que arrastraba desde su niñez. Cuando llegó a la puerta, el cliente la abrió de inmediato, mostrando todas sus muelas picadas en una sola y exagerada carcajada. La invitó a entrar, pero no sin antes apretarle el trasero con deseo. El lugar era bonito, pero no llegaba a impresionarla.

La mirada de depredador del cliente la incomodaba, ese brillo arrogante de alguien que se cree superior, como si tuviera todo bajo control. Deseaba borrar de un manotazo esa expresión y mostrarle lo poco que realmente valía. En la mesa, junto a botellas vacías y algunos restos de comida, había heroína y cocaína, la famosa combinación conocida como Speedball, acompañada de una jeringa que relucía bajo la luz del comedor. Su estómago se encogió al verla, esperando que no le pidiera que lo inyectara.

Una vez, lo había hecho con José Miguel, en el cuello, y recordaba vívidamente cómo él había caído al suelo, pataleando como un pollo degollado. En otra ocasión, con un cliente alemán, la droga le dejó una pierna inmóvil durante días. No tenía ganas de repetir ninguna de esas escenas hoy.

El tipo estaba claramente medio intoxicado, los ojos vidriosos y la respiración algo entrecortada, pero no importaba. El tiempo es dinero, y mientras antes terminara, mejor. Catalina se obliga a desconectar su cerebro, a ponerse en modo automático. Era lo que mejor sabía hacer: desaparecer mentalmente mientras su cuerpo seguía las órdenes. El cliente, embriagado de Giorgio Armani y las drogas, parecía estar en su propio mundo. Y ella solo esperaba que todo pasara rápido, antes de que a él se le bajara el efecto.


Diccionario dominicano:

Chancletas: Chanclas.

Poppys: es usado por los dominicanos, para hacer referencia a una persona de clase media o alta que se caracteriza por ser atractiva y tener gustos refinados.

Realengo: Hombre o mujer vulgar de la calle de mala clase, sin educación o cultura

Ruyio: Hombre o mujer que no consigue dinero, pero quiere aparentar lo que no es.

Tatico Henríquez: Domingo García Henríquez, más conocido como Tatico Henríquez fue un acordeonista dominicano, referente imprescindible dentro del subgénero musical dominicano conocido como merengue típico.​ Virtuoso del acordeón, fue un innovador de la música dominicana, al incorporar nuevos instrumentos al conjunto típico.

Vaina: Cualquier cosa, objeto o persona. 2.Problema o contrariedad. 3. Molestia o necedad. 4. Grosería, majadería o insulto. 5. Realidad desconocida


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