Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 11

Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos, allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos.

Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre.

VIRGILIO

Virgilio hojeaba el álbum de fotos con dedos temblorosos. Las primeras imágenes aún le arrancaban una leve sonrisa: sus hijos pequeños, mirándolo con amor. Pasaba las páginas con lentitud, como si al detenerse pudiera revivir aquellos días. Pero a medida que avanzaba, solo un ojo atento notaría lo inevitable: cómo su mirada se fue apagando con los años.

Acarició las últimas fotografías. En todas, su sonrisa era una farsa bien ensayada. Un gesto vacío.

La culpa y la melancolía siempre estuvieron ahí, ocultas tras una máscara. Se convirtió en un actor, en un payaso obligado a hacer reír, a parecer inteligente, simpático, sociable... pero detrás de esa encantadora sonrisa, se ahogaba en su propia tristeza.

Suspiró y cerró el álbum con pesadez. Lo dejó sobre la mesa y fijó la vista en el viejo reloj que había comprado en España. Sonrió con amargura. Algunos objetos son más duraderos y útiles que la vida de ciertas personas.

Un pellizco doloroso en el pecho lo obligó a aferrarse al borde de la mesa. Inspiró hondo. No podía flaquear ahora. Tenía miedo, sí, pero la desesperación le daría la fuerza que necesitaba.

Unos golpes en la puerta lo hicieron levantar la cabeza. Sabía quiénes eran.

Les pagó para que lo llevaran al lugar donde su calvario comenzó. Con esfuerzo, tomó su bastón y avanzó hasta la puerta, sin permitir que sus hijos los vieran. Les había rogado que lo dejaran viajar a Santiago, con la excusa de que quería visitar la ciudad. Les tomó meses ceder, pero para entonces, ya tenía todo planeado.

Un viento frío se coló por las rendijas de las ventanas, helándole los huesos. En ese instante, la pequeña caja del reloj cayó al suelo, esparciendo su contenido. Cartas.

Las recogió con la prisa temblorosa de quien está a punto de hacer algo definitivo. Luego, sin mirar atrás, salió de la casa.

Desde mucho antes de conocer a Yeyfri y a Catalina, había dejado de tomar algunas pastillas del corazón. No fue fácil. Pero lo hizo.

Alguna vez leyó que el suicidio es "una solución permanente a un problema temporal". Sin embargo, para él, la muerte no era una enemiga, sino una vieja amiga que había esperado pacientemente por años.

Sabía que era un pensamiento oscuro, tal vez erróneo, pero... ¿qué otra opción tenía? La culpa le había carcomido el alma, lo había tragado entero. No quedaba nada de él.

Creyó que estudiando y construyendo dos colegios encontraría redención. Hubo alegrías, sí, momentos de orgullo, pero la paz nunca llegó. Se casó, tuvo hijos. Su esposa fue mejor de lo que merecía.

Pero ellos le recordaron algo terrible: que una persona como él... podía ser feliz.

Y Virgilio no se lo perdonaba.

Por más que lo intentó, Virgilio no pudo evitar la sensación de haber sembrado en tierra estéril o, peor aún, de no haber sabido sembrar.

La vida nunca había sido un jardín de rosas. Siempre se trató de tomar y dejar, de llorar y reír, de soñar y pisar la tierra. Se lo repetía con constancia, como si al decirlo pudiera convencerse de que sus errores del pasado no debían dictar su presente. Pero no lo logró.

Nunca pudo librarse de esos pensamientos que le taladraban la mente. Nunca.

El viaje se hizo eterno. El aire dentro del vehículo se volvía más denso, más pesado. Su cuerpo se sentía intoxicado, débil. Frunció los labios e intentó rezar, pero su memoria le fallaba. Apenas pudo balbucear fragmentos sueltos de oraciones que creía conocer.

Algo dentro de él se vaciaba, como si su alma se estuviera desmoronando poco a poco. Intentó llenar sus pulmones, pero la opresión en su pecho se lo impedía. Era como si una mano invisible le apretara la garganta.

Con torpeza, bajó la ventana. Aspiró con desesperación el aire húmedo de la tarde y entonces, al levantar la vista, la vio.

La mata de mango.

Aún seguía allí. Aún lo esperaba.

Un temblor le recorrió el cuerpo. Había llegado la hora.

Sacó el dinero y se lo entregó a los hombres que lo acompañaban. Ellos ni siquiera preguntaron, solo contaron los billetes y asintieron. No les importaba nada más.

Virgilio se acercó al árbol y deslizó la palma sobre su tronco áspero. Al contacto, un sollozo desgarrador estalló en su pecho, sacudiéndolo como un niño que ha perdido el rumbo.

Entonces, un recuerdo fugaz cruzó su mente.

Su esposa.

Si estuviera viva... si pudiera verlo ahora... estaría tan decepcionada.

Cerró los ojos. No sabía qué hacer. No sabía en qué momento se convirtió en esto.

Un estorbo.

Un asesino.

Un bagazo humano.

Despedirse del mundo nunca fue tan doloroso.

No entraría en detalles, no valía la pena. Solo diría que aquellos hombres cumplieron con su parte del trato. Ahora estaba colgado sobre la nada.

El vacío lo envolvió.

Intentó ahogar un gemido, pero las lágrimas brotaron sin piedad.

Quizá era un alivio dejar este mundo. Ya no sentiría ese dolor punzante en el centro del pecho. Dentro de poco, no sentiría nada.

Pero entonces... el miedo.

Un miedo atroz lo invadió mientras su vida desfilaba ante sus ojos. Imágenes sueltas, destellos de un pasado que ya no podía cambiar.

Sus padres.

Su esposa.

Sus hijos y nietos.

Yeyfri... ¿Qué será de él?

Catalina... su alocada Catalina. ¿Cómo reaccionará cuando se entere?

¿Qué les quedará de él?

Apretó los dientes. Trató de sofocar el ardor que subía por su garganta.

Era el final.

Adiós, vida. Bienvenida, muerte eterna.

Su frialdad le recorrió la piel, penetrándolo hasta los huesos.

Cerró los párpados.

Y se dejó llevar.

CATALINA

Eran las dos de la tarde cuando la noticia irrumpió en el televisor, arrancándole el alma de cuajo. "Han encontrado el cuerpo sin vida de un anciano en el municipio de Jacagua, Santiago."

Un escalofrío recorrió la espalda de Catalina.

No. No podía ser.

El locutor siguió hablando, pero su voz se desdibujó en sus oídos. Su mente se nubló y sintió cómo su pecho se apretaba con una angustia sofocante. Las imágenes en pantalla la golpearon como una bofetada. Uno de los hijos de Virgilio hablaba con la prensa. Su rostro era inexpresivo, su voz fría, distante. Con una tranquilidad cruel, confirmó lo impensable: "Mi padre se ha suicidado."

El mundo de Catalina se vino abajo.

Cayó de rodillas frente al televisor, como si alguien lo hubiera derribado de un golpe. Se llevó las manos al pecho, intentando sostener el pedazo de corazón que aún le quedaba.

Pero era inútil. Sintió que se lo habían arrancado.

El aire le faltó, la desesperación la asfixió, y de su garganta salió un grito desgarrador que atravesó las paredes de la casa y se esparció por todo el barrio.

Virgilio se había ido.

Su viejito, su amigo, el único que alguna vez creyó en ella... ya no estaba.

Los días siguientes fueron una neblina espesa de confusión y vacío. Solo supo que su familia lo enterraría allá mismo, en Santiago. No tenía con quién hablar, no sabía en qué cementerio descansaban sus restos.

Virgilio se le fue sin despedirse de ella.

Se quedó con su ausencia clavada en el alma, con el remordimiento de no haberlo abrazado más, de no haberlo retenido, de no haberlo entendido a tiempo.

Dos semanas después, cuando el dolor aún no le dejaba respirar, Juan Carlos llegó a su casa acompañado de un hombre mayor.

Su mirada le resultó familiar.

Y entonces lo reconoció.

Era el compadre de Virgilio, el que vivía en Bonao.

Su garganta se cerró y las lágrimas brotaron sin permiso.

—Muchacha... —murmuró el hombre con voz quebrada.

Catalina no lo pensó dos veces. Se lanzó sobre él y lo abrazó con fuerza, buscando en su calor un pedazo de Virgilio. El señor se apartó apenas un poco y sacó un sobre arrugado de su bolsillo.

—Me pidió que te entregara esto en persona.

Con las manos temblorosas, tomó la carta. La abrió con cuidado, como si dentro estuviera el último aliento de su viejito. Las palabras de Virgilio lo golpearon en el pecho.

Se rió, pero no fue una risa de felicidad. Fue amarga, rota, una carcajada que brotó desde lo más profundo de su alma destrozada.

Virgilio lo había planeado todo.

Nunca se olvidó de ella.

YEYFRI

Desde aquel viaje a Bonao, Yeyfri no volvió a saber nada de Virgilio.

El silencio de su ausencia se instaló en su pecho como un peso insoportable, un vacío que crecía con cada día que pasaba sin noticias. Hasta que, una tarde, el compadre de Virgilio llegó a su casa acompañado de un intérprete.

Le hablaron, intentaron explicarle, pero él no quiso escucharlos.

Se negó a creerles.

Pensó que era un error, una broma cruel o, peor aún, una mentira de los hijos de Virgilio para alejarlo. Porque Virgilio no podía haberse ido así. No sin despedirse. No sin darle la oportunidad de verlo una última vez.

Tantos años tuvieron que pasar para que se encontraran, para que él pudiera tener, por primera vez en su vida, a alguien que creyera en su futuro. Y ahora, sin más, ¿le arrebataban esa oportunidad?

No era justo.

Él había hecho promesas.

Le juró a Virgilio que se convertiría en un hombre honesto, en un mecánico de verdad. Que nunca le robaría un peso a un cliente, que trabajaría con dignidad.

Iba a demostrarle que un tullido de barrio también podía ser alguien.

Regresó al apartamento de Virgilio varias veces.

Golpeó la puerta con fuerza.

Esperó.

Pero nadie contestó. Fue entonces cuando el miedo comenzó a calarle los huesos. ¿De verdad se había ido? ¿De verdad lo había dejado solo? Un vendaval de dolor se instaló en su mente y en su corazón.

Lloró.

Días.

Semanas.

Sin entender, sin aceptar, sin encontrar consuelo en ninguna parte. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no le dijo nada? ¿Por qué no le dejó despedirse?

El tiempo pasó, pero la herida nunca cerró. Hasta que, una tarde, el compadre de Virgilio volvió a su casa. Esta vez, traía un sobre en la mano. Se lo tendió con cautela, mientras el intérprete le explicaba que no se lo había dado antes porque supo que no estaba listo. Que necesitaba tiempo. Con los dedos temblorosos, Yeyfri tomó la carta y la abrió.

Sus ojos recorrieron las palabras escritas con aquella caligrafía firme que tantas veces había visto.

Y entonces lo supo.

Hasta el último momento de su vida...

Virgilio pensó en él.
















Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro