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Capítulo 10

En el verano de 1955, las tonalidades claroscuros del régimen trujillista se reflejaban con toda su opulencia en las celebraciones del vigésimo quinto aniversario de aquella dictadura. Fueron años marcados por el dolor y el maltrato, aunque el país, especialmente Ciudad Trujillo —lo que años después recuperaría el nombre de Santo Domingo de Guzmán, también conocida simplemente como "la Capital"—, vivía bajo un auge de desarrollo en infraestructura que el régimen utilizaba como bandera de progreso.

Ese año quedó en la memoria colectiva por diversos acontecimientos. Se celebró la quinta edición del campeonato invernal de béisbol, un evento que movilizaba pasiones y distracciones en un país sometido al silencio. La temporada regular comenzó el 23 de octubre y concluyó en diciembre, dejando a las Águilas Cibaeñas como ganadoras de la Serie Semifinal tras vencer a los Tigres del Licey, enorgulleciendo al Cibao.

Paralelamente, se anunció la construcción de una autopista que conectaría Ciudad Trujillo con Boca Chica, un símbolo del afán del dictador por modernizar su país a costa de sangre y opresión. También, en medio de grandes discursos y propaganda, el Estado adquirió las propiedades de la Compañía Eléctrica de Santo Domingo, prometiendo energía barata y abundante para todos los hogares dominicanos.

Sin embargo, entre los grandes y pequeños sucesos de aquel año, hubo uno que marcó para siempre la vida de Virgilio. No fue una gran obra de infraestructura ni un evento nacional, sino algo mucho más personal y devastador: la lesión de su mejor amigo, Leonardo. Ese episodio dejó una cicatriz profunda, una lección amarga sobre cómo la ignorancia podía ser atrevida y mortal.

Virgilio y Leonardo compartían un vínculo que trascendía la amistad. Eran como hermanos, unidos por la confianza, el afecto y una lealtad inquebrantable. Habían crecido juntos, compartiendo juegos, travesuras y risas interminables. En los momentos difíciles, Leonardo siempre había estado a su lado, y Virgilio no imaginaba un futuro donde su amigo no estuviera presente. Sin embargo, todo cambió cuando ambos cumplieron catorce años.

Leonardo cayó enfermo aquel verano. Un resfriado común, agravado por una obstrucción en las trompas de Eustaquio, lo dejó mareado, con un dolor persistente y la audición amortiguada. En el pequeño pueblo donde vivían, los servicios médicos eran escasos y rudimentarios. La desesperación llevó a su familia a buscar ayuda en Víctor Castellano, un supuesto médico cuya falta de acreditación no disuadía a quienes no tenían otras opciones.

Los métodos de Víctor eran tan extraños como perturbadores. Primero, enrolló una hoja de periódico, la introdujo en el oído de Leonardo y le prendió fuego. Aseguró que el calor y el vacío creado por las llamas eliminarían el aire atrapado en su oído medio. Pero el método no solo fue inútil, sino también peligroso. Cuando aquello falló, Víctor calentó miel hasta casi hervir y, a pesar de los gritos de Leonardo, la vertió dentro de su oído infectado. Lo que siguió fue un tormento. La oreja de Leonardo se hinchó grotescamente, una fiebre alta lo consumió, y un pus amarillento comenzó a supurar, dejando a todos con la angustiante sensación de que la vida de Leonardo se apagaba poco a poco.

Los padres de Leonardo, desesperados por su condición, acudieron a doña Juana, una bruja conocida en el pueblo por sus remedios a base de hierbas y rituales místicos. Después de recitar más de cien ensalmos y llenar el cuarto con el humo acre de su tabaco, sopló sobre la oreja afectada del muchacho y les dio una lista de instrucciones para seguir.

Primero, les pidió hervir aceite de manzanilla y que Leonardo inhalara el vapor; si eso no funcionaba, debían machacar un diente de ajo, mezclarlo con aceite de sésamo y aplicar la cataplasma resultante en su oído. Si todo fallaba, recomendó insertar una raíz de jengibre todas las noches como último recurso. Y, si nada de eso lograba sanarlo, debían resignarse y buscarle la mortaja y el ataúd.

Los padres siguieron cada consejo con una fe inquebrantable, pero nunca consideraron trasladarlo a la ciudad para recibir atención médica. En aquella época, la gente del campo desconfiaba de los médicos de la ciudad, aferrándose más al misticismo y a la superstición como únicas herramientas contra la adversidad.

Contra todo pronóstico, Leonardo mejoró. No se supo nunca si fueron los remedios de doña Juana, las cadenas de oraciones de vecinos y familiares, o la promesa hecha por Virgilio a Dios lo que devolvió al joven a la vida. Sin embargo, las secuelas fueron inevitables: Leonardo perdió la audición por completo.

Su nueva condición lo convirtió en blanco fácil de burlas. Los chicos del pueblo lo señalaban y lo ridiculizaban sin piedad, mientras que sus propios padres, avergonzados, comenzaron a mantenerlo alejado de la vista pública. Virgilio, apenas un adolescente de catorce años, intentó defenderlo al principio, pero la presión social y el miedo a ser asociado con el "loco del pueblo" lo llevaron a apartarse poco a poco.

Leonardo, por su parte, cayó en una espiral de depresión y aislamiento. La vida parecía haberle arrebatado no solo su audición, sino también su dignidad y confianza. Virgilio, consumido por la culpa, comenzó a visitarlo a escondidas, pero solo una vez cada quince días. Hasta que llegó el día que marcó su vida para siempre.

Era el veinte de octubre, una noche de luna opaca, cuando Virgilio regresaba de una fiesta en la enramada de los Cuevas. Decidió tomar un atajo por el callejón de los Yeyos, un lugar oscuro y lleno de maleza. Fue allí donde lo vio.

Pedro, Juanito y Luis arrastraban a Leonardo por el conuco de don Bolívar. Su amigo luchaba con todas sus fuerzas, emitiendo gritos guturales que eran acallados por los golpes brutales de sus agresores. Virgilio, paralizado, sintió cómo el miedo y la vergüenza lo encadenaban al suelo.

Leonardo ya no era el muchacho lleno de vida que él recordaba. Su mirada, antes vibrante, ahora reflejaba un vacío que resultaba tan extraño como perturbador. Virgilio, presa de un conflicto interno, dio media vuelta, dispuesto a dejarlo a su suerte. Pero algo lo detuvo.

Un pellizco en el corazón lo hizo girar de nuevo, solo para presenciar un acto que lo atormentaría por el resto de su vida. Sintió el ardor en su garganta y llevó las manos a su boca para sofocar las arcadas que amenazaban con escapar. Sin más, salió corriendo, tropezando con arbustos y raíces, incapaz de contener las emociones que lo abrumaban.

Cuando llegó a su casa, no fue capaz de entrar. Se quedó en la explanada, mirando al vacío mientras una niebla fría lo envolvía. El peso de la culpa y el remordimiento lo aplastaron. Finalmente, una fuerza inexplicable lo empujó a levantarse. Virgilio decidió regresar al lugar donde había dejado a su amigo, impulsado por una mezcla de arrepentimiento y desesperación.

Virgilio lo encontró colgado de un árbol de mango. Su corazón se detuvo por un instante, y un gemido quedó atrapado en su garganta mientras el aire se volvía denso y opresivo. Un temblor recorrió su cuerpo, obligándolo a caer de rodillas mientras vomitaba en el suelo. Todo le daba vueltas; era como si el mundo se hubiera detenido en una pesadilla. Dentro de él, algo se rompió, algo murió.

Quiso llorar, pero las lágrimas no salían. Sentía la garganta apretada, un nudo insoportable que lo ahogaba. Con movimientos torpes, apenas consciente de sus acciones, se levantó. No recordaba cómo lo hizo, pero consiguió desatar la soga que aprisionaba el cuello de Leonardo. Su cuerpo inerte cayó al suelo con un golpe sordo.

Virgilio lo tomó entre sus brazos, y entonces las lágrimas lo traicionaron. Sollozó con fuerza, su pecho convulsionando por el dolor y la impotencia. Levantó la mirada al cielo, como buscando una redención que no llegaba, y suplicó entre gritos ahogados.

—¡Dios, perdóname! —murmuró mientras estrechaba el cuerpo de su amigo con desesperación.

Los ojos de Leonardo permanecían abiertos, fijos, como si todavía lo juzgaran. Virgilio no podía evitar notar el dolor y la decepción reflejados en aquel rostro pálido. Cada detalle parecía un recordatorio cruel de su propia traición.

El tiempo dejó de tener significado. Las horas pasaron sin que Virgilio lo notara, hasta que los trabajadores de don Andrés lo encontraron, abrazado al cadáver. Todo se volvió confuso después de eso. Apenas conservaba retazos de aquellos días: el lamento desgarrador de los padres de Leonardo, los murmullos de los vecinos, y el peso insoportable del silencio que lo rodeaba en el funeral.

Virgilio no lloró cuando sepultaron a Leonardo. No podía. Sentía que las lágrimas eran un privilegio que no merecía. Cuando su padre puso una flor en su mano y le indicó que la dejara caer sobre el ataúd, lo hizo como un autómata, incapaz de procesar lo que sucedía.

En ese momento, comprendió algo terrible: nunca podría pagar por lo que había hecho. Por más que lo intentara, el peso de su culpa sería una carga eterna. Salió corriendo del cementerio, incapaz de respirar, con una certeza que lo acompañaría toda su vida: su dolor no tendría consuelo.

Los responsables confesaron el crimen y recibieron una pena de nueve años cada uno. Virgilio, sin embargo, sabía que no había castigo suficiente para lo que habían hecho. Pero más que a ellos, se odiaba a sí mismo.

Esa noche, los sueños lo atormentaron. En su mente vio a Leonardo, de espaldas, bajo la sombra de aquel árbol de mango. Virgilio sabía que estaba soñando, que la figura no era más que el eco de su culpa.

—Por favor... —susurró, extendiendo una mano temblorosa—. Perdóname.

Leonardo pareció dudar un momento, pero luego comenzó a alejarse con pasos lentos. Su silueta se desvanecía en la penumbra cuando su voz llegó como un murmullo, cargada de significado:

—Existen muchos... como yo... Ayúdalos.

Virgilio sollozó, apretando los puños.

—¿Me perdonas? —preguntó, su voz rota por el dolor.

La respuesta de Leonardo resonó con fuerza, como si viniera desde todos los rincones del sueño:

—¿Lo harás tú algún día? Por los muertos no se puede hacer nada. Por los vivos, sí.

No era lo que Virgilio quería escuchar. Necesitaba el perdón de su amigo, su redención. Pero el sueño terminó con un desgarrador grito que lo despertó en medio de la noche, con el pecho agitado y el cuerpo cubierto de sudor frío.

Desde ese día, una idea comenzó a germinar en su mente, como una pequeña luz en medio de su oscuridad. Finalmente, todo cobró sentido. La muerte de Leonardo lo había empujado a algo más grande: hacer algo por aquellos que, como su amigo, vivían en la sombra del abandono y la incomprensión.

Virgilio dedicó los años siguientes a prepararse. Viajó a España, donde estudió pedagogía infantil con especialidad en educación para sordos. Su esfuerzo lo llevó a fundar la primera escuela para personas con discapacidad auditiva en el país. Pero a pesar de sus logros, la herida seguía abierta.

—Sin embargo —dijo con la voz cargada de vergüenza y tristeza, mirando a sus interlocutores—, lo que hice ni resucitó a Leonardo ni quitó la carga que desde ese día llevo dentro de mí.

Virgilio escuchó el murmullo apenas audible de Catalina, un «Dios Santo» que escapó de sus labios como un rezo involuntario. Bajó la vista, incapaz de sostener la mirada de ninguno de los dos jóvenes. Su pecho parecía comprimirse con una fuerza invisible, mientras el peso de las palabras que acababa de pronunciar con sus manos seguía resonando en el aire.

Fue Yeyfri quien rompió la barrera del desconcierto. Con pasos firmes pero temblorosos, se acercó a Virgilio y, sin decir una palabra, lo abrazó. Sus brazos delgados rodearon al hombre mayor con torpeza, pero el gesto tenía la sinceridad que solo un corazón joven podía ofrecer. Virgilio dudó un segundo, y luego, como si esa calidez fuera lo único que lo mantenía a flote, le devolvió el abrazo.

Por un momento, el tiempo pareció detenerse. Virgilio cerró los ojos y dejó que la paz de ese contacto lo envolviera, aunque sabía que era efímera. La voz de Catalina lo sacó de su trance.

—Yo no sé qué decir —admitió, con un tono de vulnerabilidad poco común en ella—. Pero eso no cambia lo que pienso de usted, don Virgilio.

Él levantó la cabeza, sorprendido por la sinceridad en sus palabras. Le dirigió una sonrisa trémula, la misma que usaba cuando quería ocultar el dolor.

—Gra... gracias —murmuró. Su voz apenas se sostenía, pero encontró fuerzas para continuar: — A partir de hoy, se acaban nuestros viajes.

Los ojos de Catalina se abrieron de par en par. Yeyfri, aún a su lado, lo miró con incredulidad. Virgilio notó el desconcierto en sus rostros, pero no dio marcha atrás.

—Entiendo que estos ya cumplieron su propósito —dijo con firmeza—. Me toca ahora el accionar.

Catalina frunció el ceño, con la boca ligeramente abierta, como si quisiera protestar. Pero algo en la mirada de Virgilio la detuvo. En cambio, cruzó los brazos y esperó a que continuara.

—No crean que los voy a abandonar —agregó Virgilio, suavizando el tono—. Desde que tenga una brecha, les haré saber noticias de mí.

Catalina soltó un suspiro dramático y alzó una ceja.

—Siempre tan misterioso —dijo con un deje de sarcasmo.

Virgilio esbozó una leve sonrisa y alzó una mano para interrumpirla antes de que continuara.

—Ah, y quiero que busquen una palabra en el diccionario: "Uebos". No lo confundan con los huevos que ponen las aves. Cuando reciban noticias mías, lo entenderán.

— ¿Otra de sus palabras raras? —preguntó Catalina, rodando los ojos.

Virgilio los miró con insistencia, y ellos, aunque a regañadientes, prometieron buscar el significado. Sin embargo, él sabía que esa promesa no llegaría lejos. Era un gesto vacío, pero simbólico, y con eso le bastaba.

Se levantó despacio, sintiendo el peso de sus años en las rodillas.

—Ahora debo conversar con mi compadre. Y de paso... comprarles algo de camino a casa.

Antes de que pudieran protestar, se volvió hacia ellos. Los miró por un largo instante, como si quisiera grabar sus rostros en su memoria. Luego, con una voz cargada de nostalgia, comenzó a recitar:

"Un hijo desobediente se quiso pasar de listo. El padre le dio su aviso, pero no hizo lo prudente. Se alejó indiferente, y la vida lo enseñó, que aquel que desobedeció paga con lágrimas su error. Que a veces se olvida el amor de quien más nos protegió."

La entonación de Virgilio era firme, pero llena de emoción. El silencio se instaló de nuevo, pero esta vez no era incómodo. Había algo sagrado en él, como si las palabras de Virgilio hubieran tejido invisible que los cubría a los tres.

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