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CAPÍTULO DOS - EMPEZAR A VIVIR

Sábado, 18 de agosto del 2007

En la romería me lo he pasado increíble y Silvana se preocupó de que disfrutase también cuando nos fuimos a quedar a casa de Roque. Nunca he tenido novia, pero tengo que admitir que tener una amiga con derechos son solo ventajas.

Hugo y Nauzet no quieren ni oír hablar de chicas. El año pasado los dos tuvieron una novia durante parte del verano y los ataron en corto, por lo que teníamos que salir a escondidas y con engaños. Al final, ninguna relación llegó a nada, pero creo que el problema había sido que las chicas los controlaban más que mi madre a Samuel, que llevan casados casi dos décadas.

Esta noche mis amigos han quedado para salir y yo no los acompañaré, puesto que estaré en Barcelona. El año que viene se irán los dos a estudiar a Madrid y quieren aprovechar todo lo que puedan el verano. Nauzet quiere estudiar Derecho, seguir los pasos de su padre y hacerse notario. No es algo que le apasione, pero sabe que si trabaja bien, puede ganar mucho dinero y eso hace que la idea le guste cada vez más. Hugo quiere estudiar lo mismo que su madre, Medicina Interna, y también prefiere estudiar en Madrid.

Imagino que Samuel y Silvia, la madre de Nauzet, tienen la culpa de que mis amigos quieran irse a estudiar a la península. En su día mi padre, la madre de Nau y Samuel compartieron piso, luego se les unió Nauzet, más tarde David y mamá y, cuando nací, yo también me acoplé a la comuna, aunque para ese entonces mi padre ya había fallecido.

El piso donde van a vivir mis amigos es enorme y está cerca de la tienda que inauguraron Samuel y mi padre cuando aún estaban empezando en la universidad. Yo también tengo una habitación para cuando quiera ir a visitarlos, porque, al fin y al cabo, es uno de los inmuebles que me dejó mi padre en herencia cuando falleció.

Normalmente, ha estado alquilado, ya que la empresa de Samuel y mi padre tiene otros inmuebles en la capital y solemos utilizar un piso que está también muy cerca de la tienda, cuando vamos a Madrid, pero mi madre se ha empeñado en que este piso es mejor para que vivamos los tres juntos mientras estudiamos, porque todos esperan que siga los pasos de Samuel y me matricule dentro de poco más de un año en Madrid para estudiar Informática.

No voy a negar que soy un friki de los ordenadores, parece ser que lo llevo en los genes, pero aún no sé qué voy a hacer con mi vida y, por ahora, me llama más la atención la inteligencia artificial y estoy pensando en estudiar Matemáticas.

Mi madre opina que es una locura, pero Joaquín, el marido de mi abuela paterna, siempre me anima a que haga lo que me gusta y me dice que me parezco muchísimo a mi padre, que soy todo un visionario. Por eso, el año pasado, me acompañó al Campus Multidisciplinar en Percepción e Inteligencia, entre el diez y el catorce de julio, justo unos días antes de mi viaje a Estados Unidos, en que pasé con mi abuelo americano las tres semanas obligatorias del verano.

Me gusta visitar a mi abuelo, principalmente, porque regreso a casa con mil cosas que en España no han soñado aún ni que existen. Mi abuelo es otro friki de la informática, pero él es conocido por ser el padre del lenguaje B, el lenguaje C y el sistema operativo Unix, sin el cual no podríamos tener los dispositivos móviles que tenemos hoy en día. No es una celebridad de esas que salen en las revistas, pero todo el mundo que está metido en el mundo de la programación lo conoce y lo idolatra.

Como padre no se dejó ver mucho, solo unos días el año anterior a la muerte de mi padre, pero Samuel me ha contado todos los juguetes que le mandaba en unas cajas en las que ni siquiera escribía una nota, pero que los hacían llorar de la emoción.

Sí, Samuel es otro flipado, y aunque ahora se dedica más a dirigir la empresa que fundó con mi padre e incluso a ayudar a Joaquín que en unos años se quiere jubilar y no han encontrado a otro sustituto para que se haga cargo de la empresa familiar, todavía se pasa noches en vela conmigo haciendo tonterías en el portátil Alienware Aurora mALX que, junto a otro ordenador de sobremesa de precio prohibitivo, me traje el verano pasado de los Estados Unidos.

—¿Tienes todo preparado? —me pregunta mamá, cuando alonga la cabeza por la puerta de mi habitación que tengo en casa de mis bisabuelos paternos.

—Solo será un viaje de dos semanas. Llevo cinco pantalones, catorce camisetas, tres suéteres, una ropa de vestir, por si tengo que ponerme guapo, un chubasquero, calcetines y calzoncillos —le enumero a mi madre, porque sé que si no lo hago, ella misma abrirá la maleta y comprobará que no me olvido de nada.

—¿Llevas condones?

—Mamá, viajo con el abuelo —le recuerdo.

—Lo sé, pues él más que nadie debería saber lo importante que son los condones en los viajes. Si hubiese utilizado uno cuando vino a Tenerife y se acostó con tu abuela, no tendría que estar preocupándose de ti tres semanas al año.

—¿Este año también estaré con él tres semanas? —le pregunto desconcertado.

—Sí, pero la última semana la pasarán aquí, en Tenerife. Joaquín le ha reservado una suite en uno de sus hoteles y otra para tus amigos y así podrán disfrutar del hotel los cuatro.

—Joaquín es el mejor —le digo la mar de contento.

—Pues dile que te alcance al aeropuerto —me responde mi madre, haciéndose la ofendida.

—Mamá, a ti no te digo nada, porque eres incomparable —le hago la pelota mientras la estrujo entre mis brazos, es verdad lo que dice Pedro, he crecido las últimas semanas.

—¿Le has echado otro vistazo a la lista que te dejó tu padre? —me pregunta mamá, cuando la suelto después de no dejarle que se mueva durante medio minuto.

—Sí, aún no entiendo por qué el tío le hizo una lista así a mi padre —me sincero con ella.

—Porque así Colacho tendría que empezar a vivir. Tu padre era una persona excepcional y muy amigo de sus amigos, pero a veces se pasaba días sin casi salir de su habitación, obsesionado con sus ordenadores —me explica mi madre, que nunca entendió el porqué a mi padre le fascinaba tanto la informática.

—Yo no soy así —me justifico.

—Lo sé, pero no te vendría mal un consejo de padre. Samuel está muy verde en eso —se queja mi madre.

—Eso no es cierto, siempre me ha dado muy buenos consejos, como cuando me explicó que si una chica ha hecho que me corra siempre tengo que devolverle el favor —le respondo con una sonrisa triunfal.

—Creo que mejor me ahorro ese tipo de detalles —me dice mi madre, ofendida, que siempre siente un poco de celos cuando piensa que Samuel pudo estar con otra chica, como si él no besase el suelo que mi madre pisa.

—No seas dramática, mamá.

—¿Sabes a dónde van a ir? —me interroga mi madre, que siempre quiere saber hasta el mínimo detalle.

—Sí, esta noche pasaremos la noche en Barcelona y pasado mañana nos iremos a París. Estaremos tres días en París y luego nos iremos a Ámsterdam dos días, pasaremos tres días en Berlín, después iremos a Londres y de ahí a Roma. Él tampoco conoce mucho Europa, así que nos vendrá bien hacer turismo a los dos.

—Tú conoces Barcelona y en junio estuviste a París con Samuel y conmigo en el concierto de Aerosmith —me recuerda mi madre.

—Barcelona la conozco mejor, pero en París estuvimos menos de cuarenta y ocho horas.

—Porque Samuel tenía que ver unas viviendas en Luxemburgo que eran una ganga y las quería comprar para la empresa. Pero al final pudiste ver Luxemburgo y pasamos toda una tarde en el barrio de Grund.

—A mí me gustaron más las Casamatas del Pétrusse y las del Block, cerca del Balcón de Europa.

—Sí, está claro que te gustaron más sus pasillos estrechos y las escaleras de caracol interminables que los de la Catedral. Si tu padre viviese, le daría un ataque —me dice mi madre pensativa.

—¿Le gustaban mucho las Catedrales? —le pregunto, porque me encanta que me cuente historias de mi padre.

—No, hijo. Le daría un ataque porque yo pretenda hacer como que la Catedral me gustó más que las Casamatas —se sincera mi madre.

Mi madre es querida por todos mis amigos y temida por mis amigas. Suele decir lo primero que se le pasa por la cabeza sin medir las consecuencias, lo que hace que en más de una ocasión me deje en evidencia delante de mis conocidos, pero a base de que lo haga frecuentemente, cada vez me afecta menos.

Antes de salir de la habitación, pongo mi reproductor iPod en la mochila, junto con mi cepillo y pasta de dientes.

—¿Qué horas son estás de desayunar, Colacho? —me pregunta la Yeya que, a veces, me llama por el nombre de mi padre.

—He estado haciendo la maleta —me disculpo.

—Pero hoy tendremos nuestra primera clase de boxeo con mis amigos —me recuerda el abuelo, al que le pregunté hace unos días por el boxeo y no tardó nada en contestarme que él encontraría a alguien que me diese clases.

—Aunque no puedo hacer mucho esfuerzo hoy, abuelo. Tengo mi vuelo justo después de almorzar.

A pesar de que el Yeyo y la Yeya son mis bisabuelos y que cumplirán en unos pocos años los ochenta, están muy bien de salud y mi bisabuelo todavía se levanta casi todas las mañanas temprano para ir al puerto a observar a los pescadores cuando arriban de madrugada. No es el único que madruga con ese fin y, en mi modesta opinión, es el momento del día donde los amigos de mi bisabuelo pueden verse, hablar y bromear sin interrupciones de sus esposas, hijos o nietos.

—Tu padre también se quejaba al principio y no estaba tan fuerte como tú cuando empezó —me infunde el Yeyo entusiasmo.

—Intentaré estar a la altura —le respondo, como siempre que me intenta comparar con mi padre.

—El que debe estar a la altura es el sinvergüenza de tu abuelo. Si sucede algo, deja al Guiri que se muera, Gabriel, y sálvate tú. No necesitamos más héroes en la familia —interviene la Yeya enfadada.

Como me han contado, mi padre falleció salvando a casi una docena de personas de morir asfixiadas en una discoteca. Mi abuelo fue la última persona en salir con vida de allí y fue casi un milagro. Colacho, mi padre, entró y salió de la sala de fiestas varias veces a salvar a su padre y a quienes lo acompañaban, pero perdió el conocimiento a unos metros de la salida cuando entró la última vez.

Esta historia también me la ha contado mi abuelo, protagonista de primera mano. Siempre añade que si hubiese estado más consciente, hubiese vuelto a buscar a Colacho y, exactamente de eso, es de lo que lo culpa mi abuela. Según ella, solo hay algo que no perdonará en la vida, que Colacho haya tenido que dar la vida por un padre que nunca estuvo presente, solo le envió regalos y le compró cosas y que cuando lo vino a ver, fuese porque tenía trabajo que hacer en Madrid.

Sé que la Yeya tiene razón, sin embargo, así es mi abuelo. Solo se preocupa de los lenguajes de programación, soluciones informáticas y tendencias en las comunicaciones.

Según mi abuelo, Colacho era un visionario y más genio que él, que se ha creado un nombre entre los entendidos, pero la diferencia entre ellos dos era que mi padre tenía otras prioridades o no se obsesionaba de tal forma que se olvidaba del resto del mundo.

Mi madre dice que la diferencia la marcó su familia, sus amigos y la lista que recibió de mi tío antes de fallecer en el hospital de SIDA, no obstante, la Yeya dice que la diferencia era él mismo. Él nunca dejaría que nada fuese tan importante como sus seres queridos, aunque a veces se evadía del mundo y se pasaba las horas en su ordenador.

—¿Ya está listo el bigotudo? —escucho que dice Samuel desde la entrada de la casa.

—¡Pero si aún no me ha salido ni un pelo! —me quejo, porque, últimamente, me echa en cara cuando puede que aún no me he desarrollado.

—Pues por eso mismo. Seguro que no desayunas con gofio —me contesta y sé que lo hace para que Yeyo comience con el sermón de que no me alimento como un hombre.

—Lo único que se toma es un bocadillo y esa aguachirre —le contesta mi bisabuelo, que mucho estaba tardando.

—Es un colacao y no sabes lo bueno que está —me defiendo, como siempre.

—Lo del colacao se lo perdonamos porque eso lo sacó de mí —presume Samuel.

—No, lo saqué de mi padre —digo para molestarlo.

—Lo que acabo de decir, lo sacaste de mí.

—Me refiero a Colacho —le explico, aunque sé que él me entiende.

—No se pueden tener mil abuelos y cien padres, Gabriel. Vamos a tener que delimitar más a tus parientes —continúa, metiéndose conmigo.

—No vas a ver al niño durante tres semanas. ¿Por qué sigues metiéndote con él? —me defiende mi madre.

—Son los celos. Me he despertado solo y con una nota que decía: "me voy a ver al niño a casa de los Yeyos". Ni siquiera mi madre te ha visto salir —dice Samuel, mimoso.

—¿Cómo se puede estar celoso de tu propio hijo? —lo chincho esta vez yo.

—¿En qué quedamos? ¿Soy tu padre o no? —me fastidia de nuevo.

—Papá, supera que soy más listo, más simpático y más guapo que tú —le respondo, como siempre que quiero importunarlo.

—Lo que tienes son veinte años menos y un ego tan grande como el de tu tío Gabriel. Además de que la Yeya no ayuda en que seas un poco realista y aceptes tus limitaciones —contesta Samuel, que ya está acostumbrado a nuestros rifirrafes.

—Pero si la Yeya te consiente más a ti que a su propio nieto —sale mi madre en mi defensa.

En realidad, Samuel y yo nos llevamos genial. Él siempre me recuerda que conmigo es como tener a sus dos mejores amigos de vuelta. Parece ser que físicamente soy igual que mi padre biológico, menos cuando sonrío, que me parezco a mi madre y a mi tío Gabriel. De carácter tengo mucho de mi padre, pero mi madre siempre presume que de ella saqué el ritmo, porque Colacho, aunque no tenía problema alguno en bailar, lo hacía de pena.

Tengo que darle la razón a mi madre, porque he visto algunos vídeos y, aunque mi parecido con él es increíble, bailando no era muy hábil.

Tampoco sabía mucho inglés, aunque su padre era americano, por eso mis padres se preocuparon desde que cumplí dos años en que practicase en casa el idioma con una chica de Irlanda que me cuidaba y me mandaban a campamentos de inglés todos los veranos hasta que cumplí los diez, que comenzaron a enviarme a Estados Unidos para que pasara un tiempo con mi familia paterna.

Yo no puedo estar más agradecido, porque lo hablo y lo escribo casi como el español. Así que, cuando salimos por el sur de la isla, después de coger olas, siempre soy el que se encarga de ligar con las chicas que han venido a pasar una semana a Tenerife.

***

El tiempo pasa volando y cuando me quiero dar cuenta, estoy en el coche con Samuel en dirección al aeropuerto, aunque tengo que admitir que Colacho tenía razón en quejarse de las clases de boxeo, hoy el Yeyo y sus amigos han abusado de mí.

—¿Por qué no ha venido mamá a traerme? —le pregunto a Samuel, cuando arranca el coche.

—Porque hoy por la mañana me pasé de gracioso y quiere que te lleve yo para hacer las paces —me responde sin pensárselo.

—¿Qué paces?

—Eso quisiera saber yo. Le he dicho que estamos bien, no obstante, creo que a veces se olvida de que has crecido y supone que no entiendes lo que es una broma o hablar con ironía. Pero si eres un calco de Colacho —se queja, como si su mujer le sacara de quicio y, en realidad, no estuviese contando los minutos para estar con ella.

Nunca he visto a nadie tan enamorado como mis padres, sobre todo Samuel. Ni siquiera Joaquín, que adora a mi abuela, la mira como Samuel lo hace con mamá, aunque le encante importunarla.

—Aprovecharás estos días que los dejo solos —lo intento molestar.

—Por supuesto, pero si tú quieres aprovechar también no te olvides de utilizar protección, aunque te la folles por el culo —me recuerda Samuel.

—Sí, pesado, mamá me ha puesto condones en la maleta.

—Y si hace falta, compras más —me dice, juicioso.

Samuel puede ser muy divertido, sin embargo, se toma muy en serio el uso de protección en el sexo. Perdió a mi tío por no cuidarse y me ha repetido hasta la saciedad que debo ponerme siempre un preservativo.

La primera vez que tuve sexo anal no lo usé y cuando se lo conté, me obligó a hacerme mil pruebas. Me echó en cara que ya solo quedaba cuidarme, si había contraído alguna enfermedad, pero que, bajo ningún concepto, contagiaría a más personas.

Al final todo quedó en una mala experiencia, aun así, pienso ponerme el maldito condón siempre, puesto que no voy a pasar por lo mismo dos veces.

Cuando llegaron los resultados y se difuminó el susto, me contó que a mi padre le encantaba el sexo anal. Parece que hasta en eso nos parecemos Colacho y yo.

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