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CAPÍTULO CUARENTA - PRIORIDADES

Jueves, 30 de diciembre del 2010

Llevo una semana sin ver a mi novia y cada día que pasa, me arrepiento más de no haber ido con ella a pasar las Navidades a Nueva York.

—¿Qué sucede hijo? ¿Qué haces aquí fuera con el frío que hace? Son las doce y media, deberías descansar porque en menos de cuarenta y ocho horas celebraremos la entrada de un nuevo año —me dice mi madre, que acaba de llegar a casa.

—Estaba pensando, más bien, organizándome para tener todo bien atado el año que viene —le digo.

—¿Tienes miedo?

—¿A qué? —le pregunto sin entenderla.

—Vas a tener un hijo y te casarás en verano. Son muchos cambios juntos.

—Solo tuve miedo cuando vi a Nicole llorando e imaginé que me iba a dejar, ahí sí que tuve miedo. Y no fui el único, mamá. Nau, Gonzalo y Joaquín suspiraron aliviados cuando por fin nos dijo que estaba embarazada.

—¿Por qué iba a dejarte? Ella te quiere, Gabi. Se parece tanto a su madre cuando te mira o te sonríe. Era exactamente la misma mirada que tenía Gabriela cuando miraba a Colacho. No sabía hasta hace poco que Colacho y ella volvieron a estar juntos unas horas antes de que él falleciese, pero me alegro, porque sé que así se fue mucho más feliz —dice mi madre, triste.

—Si hubieses estado en ese coche, cuando Nicole solo me pedía perdón y me repetía que no la iba a perdonar, tú también hubieses pensado que había hecho algo horrible.

—¿Y qué hubieses hecho? —me pregunta mi madre, curiosa.

—Le hubiese perdonado cualquier cosa, en ese momento solo pedía que fuese lo que fuese, me permitiese seguir a su lado, sin importarme lo había hecho. ¿Soy un imbécil?

—No, hijo. Solo has sufrido demasiado para poder vivir tu amor y no querías volverlo a perder por nada del mundo —me consuela mamá.

—¿Dónde está mi padre? —le pregunto, cuando veo que Samuel no le acompaña.

—Santiago le prometió a Emilia que la dejaría dormir en fin de año en casa de los Yeyos y fue a llevarla acompañado de David. Imagino que habrán cenado con tus bisabuelos y ahora se estarán tomando una copa en algún lugar cerca de casa.

—¿Por qué no fuiste con él?

—Porque tu madre es una tozuda, que siempre se quiere salir con la suya —me dice sin aclararme nada.

—Aun así, papá te adora —le recuerdo.

—Sí, pero también es el único que puede sacarme realmente de mis casillas.

—Porque es el único que te hace frente, mamá. Una vez los abuelos me contaron que cuando estabas en el instituto solo él y Colacho se atrevían a llevarte la contraria.

—¿Por qué mis padres serán tan chivatos? —se queja.

—¿Quieres que le pregunte por dónde anda? —me apiado de mamá.

—No le digas que yo te he dicho nada —me dice, con una sonrisa traviesa.

Mi padre me dice que está pescando con David y mi madre se echa a reír. No sé lo que le hace gracia, pero se emociona cuando le enseño la foto del cubo con tres peces que me ha enviado mi padre.

—Ya sabemos lo que vamos a almorzar mañana —dice mi madre, contenta.

—Me está preguntando si ya llegaste a casa —le hago saber a mamá.

—Dile que no —me pide ella, orgullosa.

—Mamá —le riño con cariño para que entienda que no puede ser siempre tan impulsiva.

—Vale, dile que llegué hace diez minutos y que ya estoy en la cama. ¿Eso está mejor?

—Sí, buenas noches —le digo, cuando veo que se levanta para irse.

—Buenas noches, hijo. Y tranquilo, todos confiamos en que sabrás elegir bien tus prioridades —me dice, antes de entrar en la casa.

Mi madre tiene razón, mañana estaremos todo el día en la playa y pasado mañana vamos a trasnochar. Conociendo a mis amigos, amaneceremos aún con nuestros esmóquines y empataremos cogiendo olas.

Nada más llegar al cuarto, mi teléfono comienza a vibrar. Pienso que es Samuel, ya que Nicole se iba a pasar el día con su abuela y su madre visitando a unos amigos de su abuela y quedamos en hablarnos mañana. Por eso me pongo tenso cuando veo que es una llamada de Nicole por Skype.

—¿Pasó algo, Col? —le pregunto, preocupado, aquí es casi la una de la madrugada, lo que significa que en Nueva York son casi las ocho de la tarde.

—Ha muerto mi abuelo —dice llorando y me sorprende, porque no sabía que tuviese una relación muy estrecha con los padres de James.

—Lo siento mucho, Col. Puedo coger un vuelo y estar allí mañana al mediodía —le digo, mientras enciendo el ordenador para buscar un vuelo y poder volar lo antes posible a Nueva York.

—No lo entiendes, Gabi, el padre de mi madre ha muerto hace una semana y nos acabamos de enterar —me dice entre sollozos.

—Tranquila, Col. Eso que me estás diciendo no tiene sentido. Ayer estuve discutiendo con él y dos amigos suyos sobre un prototipo industrial robotizado y estaba bien.

—No, Gabi, ese no era el padre de mi madre —me dice y entiendo el porqué me ha llamado desesperada.

—¿Dónde está Gabriela? —le pregunto.

—Está en el baño, llorando y no quiere salir —me dice preocupada mientras alguien le pregunta con quién está hablando.

—¿Con quién estás?

—Con mi abuela, pero espera para decirle que estoy hablando contigo. Es un amigo, abuela —le grita la última frase, intentando sonar más tranquila.

—¿Tu abuela no sabe que existo? —le pregunto, contrariado.

—No he tenido tiempo de contarle todo, ni siquiera sabe a ciencia cierta que estoy embarazada, solo lo supone —me responde mi novia, nerviosa.

—¿Lo supone? Pero si ya se te nota la barriguita —le digo, sin creerme lo que me está contando mientras busco desesperado un vuelo para traerme a Nicole y a su madre a Tenerife.

—Me he puesto ropa muy holgada —se defiende.

—¿Podrías pasarme a tu abuela? —le pido a Nicole.

—¿Para qué? —se pone a la defensiva.

—Quiero que tu madre y tú vengan en el próximo avión que viaja directo a Tenerife y, como va a despegar en un poco más de dos horas, necesitaré toda la ayuda que pueda para que se suban a ese avión —le digo y Nicole tiene que entender mi desesperación porque no dice nada y solo escucho un murmullo de ella discutiendo con alguien.

No sé muy bien lo que hablan porque mi novia tapa el micro para tener un poco de privacidad, pero unos segundos después alguien está al otro lado del teléfono.

—¿Diga? —me pregunta alguien con acento similar al de Nicole y entiendo que es su abuela.

—Buenas tardes, siento mucho conocerla en estas circunstancias, pero voy a tener que pedirle un favor —comienzo a decirle.

—¿Quién eres? —me pregunta nerviosa.

—¿Su nieta no se lo dijo?

—Solo me contó que eras un amigo que quería hablar conmigo.

—Mi nombre es Gabriel y soy el hijo de Colacho —me presento.

—¿Colacho el de Gabriela? —pregunta, asombrada.

—Sí, su nieta me acaba de contar lo que su hija ha descubierto hoy y entiendo el dolor que está sintiendo. Los dos sabemos que durante algunos días va a odiarla mucho, porque no fue capaz de contarle la verdad, independientemente de las razones que haya tenido.

—¿Me has llamado para echarme algo en cara?

—No, la he llamado para pedirle que haga todo lo posible para que su hija esté en el Aeropuerto Internacional Libertad de Newark en cuarenta minutos y que no pierda el avión para el que le he comprado unos billetes a ella y a su nieta.

—¿Ni siquiera tiene la maleta preparada?

—No se preocupe, aquí no le faltará de nada. Además, sé que esta mañana han ido a buscar los pasaportes nuevos, por lo que seguro que aún los tiene en el bolso —le hago saber.

—¿La vas a cuidar? —me dice, antes de empezar a sollozar ella también.

—La vamos a cuidar, le doy mi palabra —le aseguro.

—Estamos cerca del campus de la universidad de Newark, en quince minutos estará en el aeropuerto. Le pediré al medio hermano de Graciela que me eche una mano —me dice gimiendo.

Nicole tarda unos segundos en ponerse otra vez al teléfono.

—¿Dónde ha ido mi abuela? —me pregunta nerviosa.

—A buscar ayuda para meter a tu madre en el próximo avión. Mientras hablaba con ella, he comparado los pasajes, el avión sale a las nueve y cuarenta, no les queda mucho tiempo. Los billetes son en primera, para que puedan dormir y descansar y durará solo siete horas, te enviaré los datos por mensaje en cuanto colguemos —le digo mimoso, me encantaría poder estar ahora mismo con ella.

—¿Por qué dura media hora menos? —me pregunta.

—Porque vendrás directamente a Tenerife, sin escalas, y estamos más cerca de Nueva York que Madrid. ¿Tienes los pasaportes?

—Los tiene mi madre en su bolso.

—No te preocupes por tus cosas Nicole, haré que algún pariente de mi abuelo quede con tu abuela y te haga llegar lo que necesites antes de que acaben las vacaciones de Navidad.

—Mi abuela ha llegado.

—Cuelga y avísame cuando estés en el avión. Necesito saber que vienen a casa —le pido antes de colgar.

Le envío los datos del vuelo y los códigos de los localizadores de los billetes a mi novia y me quedo paralizado, sin saber qué hacer. Ahora mismo solo se me pasan dos posibilidades por la cabeza. O me voy al gimnasio a romper el saco de boxeo o me desahogo hablando con alguien.

No puedo contarle esto a mi madre, la destrozaría y ahora mismo no soy capaz de consolar a nadie.

—¿Tu madre me ha pedido que me llamaras para saber cuándo voy a volver? —me pregunta Samuel al contestar al teléfono.

—Está durmiendo. ¿Dónde están? —le pregunto, intentando que no se me note todo lo que me está quemando por dentro.

—En la Playa de los Patos.

—¿Puedo ir?

—¿Ahora? —se extraña mi padre.

—Necesito hablar contigo.

—¿Está bien tu madre?

—Todo el mundo está bien.

—¿Y Nicole?

—También.

—Entonces, ¿de qué quieres hablar? —me pregunta, nervioso.

—De Colacho —es lo único que le puedo decir sin que se me quiebre la voz.

—No hace falta que traigas linterna, hay una luna espectacular. Ven en taxi y así nos volvemos los tres juntos —me dice antes de colgar.

Mientras espero por el taxi, que me dijo que tardaría cinco minutos, cojo una chaqueta, una linterna, por si mi padre exageró con lo de la luna, y lleno la mochila de comida y bebida, por si nos pasamos horas pescando no morir de hambre o sed.

El taxi tarda media hora en llevarme hasta la playa de Los Patos. A pesar de los intentos del pobre señor, no puedo entablar una conversación normal, es imposible quitarme de la cabeza cómo el destino ha jugado con la vida de mi padre biológico y cómo mi abuelo no fue capaz de mover un dedo para resolver el problema y decirle la verdad a su hijo.

Antes de llegar a la playa, Nicole me envía un mensaje, diciéndome que están en la puerta de embarque, aunque aún tardarán un rato para que los llamen para embarcar. Su madre está más tranquila y se están tomando un té y luego quieren comprar un libro.

Yo le respondo que cuide de su madre, que la quiero mucho y que no se ponga nerviosa, porque no es bueno en su estado. Además, le aseguro que cuando lleguen a Tenerife, las estaré esperando en el aeropuerto y que tendré todo preparado para que se sientan como en casa.

Tengo que respirar hondo tres veces antes de pagar al taxista para no ponerme a llorar. El tipo tiene que darse cuenta de que estoy hecho polvo, porque se despide de mí dándome dos golpes en la espada con afecto y me pongo a caminar hacia donde veo la única luz de la playa.

Samuel me mira preocupado cuando llego al lado suyo y espera a que le diga algo.

—¿Qué es eso tan importante que tienes que contarme, que no puede esperar a que llegue a casa? —me dice, intentando sonar tranquilo, cuando se da cuenta de que yo no voy a hablar.

Ni siquiera intento explicárselo, solo me pongo a llorar como un niño pequeño y mi padre se acerca y me abraza, aunque yo ya sea algunos centímetros más alto que él.

—Tranquilo, hijo. No importa lo que haya pasado, nosotros estamos aquí —me dice mi padre, sin soltarme de su abrazo.

—Colacho y Gabriela no tenían el mismo padre —consigo decir después de llorar dos o tres minutos sin parar.

—¡Qué! —dicen David y mi padre a la vez.

—El verdadero padre de Gabriela se murió hace unos días y ella se acaba de enterar de todo el engaño hace unas horas —intento explicarle.

—¿Cómo está? —se preocupa Samuel.

—Desolada, pero en menos de una hora estarán volando y aterrizarán en el aeropuerto del sur a las nueve y cuarenta y cinco de la mañana.

—Bien hecho, hijo —me dice mi padre, dándome otro abrazo.

No puedo evitar contarles toda la rabia que siento en estos momentos, aunque tengo la sensación de que David y Samuel se sienten igual o peor que yo. David acaba llorando conmigo y sé que si Samuel no lo hace, es porque sabe que alguien tiene que demostrar ser fuerte y hoy le tocó a él.

En cuanto Nicole me dice que ya están en el avión y que nos veremos en unas horas, dejamos nuestro lugar de pesca y nos vamos a casa. David está empeñado en que quiere acompañarme al aeropuerto y Samuel también, por lo que pasamos por la casa de David para coger ropa limpia y dejarle una nota a Silvia advirtiéndola que se queda a dormir en casa.

***

Son las ocho y mi madre pone la música en la cocina como si fuese el día más feliz de nuestras vidas y el amor estuviese por todas partes.

—¿En serio vas a ponerte a cantar esa canción de grupo masculino para jovencitas? —le digo para molestarla.

Anoche decidimos que iríamos los tres solos y que luego le contaríamos a Silvia y a mamá lo que está pasando. También supusimos que lo mejor sería ir primero a casa de los Yeyos, puesto que la Yeya sabrá cómo hacer que Gabriela se sienta mejor.

—No es un grupo, solo cantan juntos un montón de cantantes —se defiende mi madre.

—¿Cuáles? —le pregunto, para que no note lo decaídos que estamos los tres.

—Luis Fonsi, David Bisbal y otros dos que no conozco.

—Pues suenan como una banda de chicos —sigo intentando irritarla.

—¿Vas a pasarte con mi marido los tres días que has cogido de vacaciones? Tu mujer no va a estar muy contenta —interroga mi madre a David, que tiene cara de no haber dormido nada.

—Se lo compensaré —le contesta el padre de Nau, sin levantar la mirada de su café.

—¿Almorzamos todos juntos? —pregunta mi madre ajena a la mierda de día que ya llevamos los demás.

—Deja que nos organicemos y te llamo. ¿Quieres que te alcance a algún sitio? —le pregunta Samuel, levantándose y dándole un abrazo y un beso en la coronilla de la cabeza.

—No, solo voy a la clínica un rato y vuelvo —le responde mi madre antes de desaparecer por la cocina.

—¿Se ha ido? —pregunta David, nervioso.

—Sí, pero espera un minuto por si se ha olvidado de algo —le respondo, porque es lo que le diría Samuel.

—¿Y ahora qué? —continúa David con su cuestionario.

—Nos preparamos para ir al aeropuerto y por el camino llamamos a Joaquín —contesto yo.

—¿Por qué a Joaquín? —se molesta Samuel.

—Porque es como tú, pero con más experiencia —le hago un poco la pelota, aunque la verdad es que Joaquín sabrá allanar el terreno en casa de los Yeyos para cuando lleguemos.

***

Salimos media hora antes de lo necesario de casa, por eso llevamos media hora en el aeropuerto temblando como tres flanes y esperando a que llegue Nicole y su madre.

En parte, me alegro de no compartir abuelo con Nicole, aunque era algo que no me quitaba el sueño, imagino que cuando es tu padre, es diferente. Sin embargo, el saber que todo lo que pasaron Gabriela y mi padre fue en vano, me mata por dentro y no sé qué voy a hacer con toda esta frustración.

Sé que Samuel y David están peor que yo, al fin y al cabo, ellos lo vivieron de cerca. Así que, cuando vemos aparecer a Nicole abrazada de su madre y las dos aún llorando, corremos los tres a abrazarlas.

No planeamos nada, pero yo abrazo a Nicole y mi padre y su amigo casi dejan sin respiración a mi futura suegra.

Ya en el coche, Gabriela se sienta detrás con Samuel y a David y los primeros diez minutos no hace sino llorar. En cuanto se tranquiliza un poco, mi padre le cuenta lo que en un principio la buscaron y le ofrece que se quede con ellos el tiempo que necesite, porque todo lo que era de Colacho también es de ella y le ayudará a rehacer su vida en la isla o en cualquier parte del mundo que ella quiera.

No vamos directamente a casa de los Yeyos, sino que paramos en El Corte Inglés, donde David conoce a una personal shopper, que nos está esperando en la entrada del centro comercial.

Gabriela no tiene ganas de compras, pero se la llevan entre los dos amigos y a nosotros nos atiende otra señora, mi novia también necesita ropa, preferiblemente, que permita admirar un poco más la barriguita que ya tiene.

Hora y media después, Samuel paga todo lo que meten en el maletero, que tengo que admitir es mucho más de lo que he visto comprar en mi vida, y nos vamos a casa de los Yeyos.

Aún son las doce y media, pero Joaquín nos espera por fuera de la casa. Lo conozco lo suficiente para saber que él también está hecho un manojo de nervios.

—¡Mi niña! —grita la Yeya, cuando la ve y le da un abrazo como si estuviera meciendo a un bebé.

—Yeya —la saluda Gabriela, sin dejar de sollozar.

—No llores, Gabi. Al final Colacho y tú estarán juntos para siempre. Tendrán juntos un nieto —le dice la abuela, con lágrimas en los ojos.

Todos intentan consolarla, pero sé que están tan tristes como ella. Ni siquiera el Yeyo puede poner cara de póker y por sus ojos rojos sé que ha estado llorando. A pesar de todo, toda tranquilidad se esfuma cuando alguien toca el timbre y Joaquín va a abrir.

—¿Dónde está? —pregunta mi madre y por su tono de voz sé que ha estado llorando.

—En el patio —le responde mi abuelo, tranquilo.

Luego solo se escuchan los pasos de alguien corriendo y a mi madre lanzándose sobre Gabriela sin decir nada. Las dos se abrazan y lloran juntas. Yo aparto la mirada, porque no quiero ponerme a llorar también y Nicole se esconde entre mis brazos, lleva sin separarse de mí desde que nos vimos en el aeropuerto, incluso he tenido que acompañarla al baño.

Un minuto después, Silvia entra también al patio y las tres amigas se abrazan llorando mientras los demás no sabemos qué hacer o decir.

—Muy bonito todo, como de película de Hollywood, pero tenemos que ayudar al Yeyo a preparar el almuerzo. Tenemos a una embarazada con nosotros, que no se ha puesto lo gorda que debería de estar para los cinco meses que tiene de embarazo —interviene mi padre, separando a su mujer y a Silvia de Gabriela, aunque las tres continúen llorando.

Mamá se esconde entre los brazos de mi padre que se la lleva hasta donde estamos Nicole y yo.

—Gracias, Samu —escucho, que mi madre le dice a papá.

—Ha sido mi hijo —le responde él en voz baja.

Mi madre no dice nada, solo levanta la mirada y se encuentra con la mía y me sonríe agradecida. Es entonces cuando entiendo que lo vamos a superar todos juntos, como familia, porque Colacho no hubiese permitido que algo así, acabara con nosotros. 

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