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Capítulo 34. Leila.

— ¿Estás segura?

— ¡Por supuesto! — Ana chilla con emoción. — Un cambio de imagen viene bien siempre.

— Podría hacerlo.

Mantengo presionado el móvil entre mi oreja y el hombro mientras la escucho, cortando los trocitos del pollo a la plancha para mi sandwich.

— ¿Alguna vez fuiste castaña?

— No que recuerde. — Dejo el cuchillo a un lado para recargarme en la encimera. — ¿Debería teñirlo de ese color?

— ¡Si! — Su felicidad es casi contagiosa.

Permanece en silencio un momento y yo escucho una voz masculina acercándose, la voz gruesa de Christian volviéndose clara.

— ¡Una puta mierda! ¿Qué está mal con el jodido mundo? ¡Todos están locos!

— ¿Christian? — Incluso yo percibo la duda en su tono. — ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

— ¿Con quién hablas? — Pregunta él. — ¿Es Leila?

— Si.

Antes de que pueda gritarle un saludo, sus palabras me interrumpen.

— Cuelga.

¿Pero qué?

— Ay, carajo. Bien. Leila, dejaré que pienses lo del color, ¿Está bien?

— S...

— ¡Adiós!

Ana termina la llamada y me quedo en la línea por un segundo, intentando descubrir qué es lo que ocurre, luego lo pongo de vuelta en modo silencioso.

La casa permanece tranquila porque papá fue a trabajar y mamá salió con la vecina a tomar un café. Enciendo la televisión para que haga algo de ruido en la cocina.

Termino el sándwich y la taza de café, pensando de nuevo en lo que Ana dijo. Hacer un cambio podría hacerme bien y tengo que admitir que me siento mucho mejor ahora que la tristeza se ha ido.

— Podría hacerlo yo misma, y volver a Seattle el viernes en la tarde.

Incluso tendría qué hacer una limpieza en mi departamento y sacar todos los artículos de Ethan y aquellas cosas que me recuerdan a él. Si, es lo mejor.

Tomo mi móvil, un par de billetes y las llaves de mi auto para conducir hasta la tienda de belleza más cercana. Elijo un tinte para cabello castaño claro y salgo de nuevo de la tienda con la bolsa.

— ¿Las llaves? — Gruño. — Lo único que me falta es perder las malditas llaves.

— ¿Necesitas ayuda?

Levanto la cabeza cuando escucho la voz profunda y el hombre sonríe, señalando mi auto.

— Estoy bien.

El hombre sigue sonriendo, su cabello castaño con algunas canas peinado hacia atrás dándole una apariencia formal.

— Podría ayudarte. — Insiste.

— Dudo mucho que pueda facilitarme una copia de mis llaves.

Sus cejas se juntan cuando entrecierra los ojos.

— Tengo mis propias llaves, puedo llevarte a dónde quieras.

Mierda. Es lindo.

No, no. Aléjate.

— No estoy saliendo con chicos.

Suelto lo primero que viene a mi mente y es ahora un gesto de sorpresa el que se refleja en su rostro.

— No soy gay, — Chillo. — Pero no estoy saliendo con chicos, necesito tiempo.

Cierra la jodida boca, Leila.

— Es una lástima porque conozco un lugar fantástico.

— No, gracias. — Hago lo único que puedo en este momento, que es rodear mi auto para alejarme de él y que entre a la tienda.

Busco las llaves en el suéter, en el pantalón, pegadas al encendido y de nuevo dentro de los bolsillos.

— ¿Señorita? Se le cayeron. — La cajera que me atendió levanta su mano y me muestra mis llaves.

Gracias Dios.

— Gracias.

Ni siquiera me molesto en buscar al hombre de hace un momento, estoy demasiado avergonzada como para mirarlo a la cara.

Conduzco de vuelta a casa lo más rápido que puedo y subo con mis productos hasta la habitación, abriendo la ventana para que el olor del tinte no se impregne.

— Las instrucciones dicen que lo aplico sobre el cabello y lo dejo reposar.

Fácil. Aplico el tinte cuidando de no manchar mi ropa y espero el tiempo indicado, tan aburrida que mi mente comienza a divagar hacia pensamientos peligrosos.

¿Qué estará haciendo Jesse? ¿Por qué no me ha llamado? ¿Ana habló con él? ¿Y Becca? ¿Alguien allá me extraña?

Cuando de cumple el tiempo, entro a la ducha para enjuagar el tinte. Y aunque esperaba un cambio más sutil, algo en todo esto me hace sentir diferente.

— ¿Leila, cariño? — Escucho la voz de mi madre acercándose por el pasillo. — Tu papá quiere saber...

Se queda callada cuando me ve, aún envuelta en mi bata de baño y el cabello corto teñido. Solo yo heredé su cabello rubio porque Lidia lo tiene más oscuro, como papá.

— ¿Qué hiciste? — Pregunta, aunque es obvio.

— Lo teñí. ¿Se ve mal?

— No, no, me gusta. Solo te ves un poco más... Madura.

Mis cejas se arquean.

— Gracias.

— Tu papá pregunta si estarás aquí el sábado.

— No. Tengo que regresar a casa y hacerme cargo de algunas cosas, pero prometo que vendré de visita más seguido.

— Entiendo, cariño. Tal vez podríamos ir a vivir a Seattle el próximo año cuando tu papá se retire.

— Sería genial.

Aún me quedan dos días más en Portland y ya estoy muy aburrida, deseando poder hacer algo más útil que lavar los platos después que mamá hace la cena.

Tomo el móvil del cajón y reviso los mensajes, he conservado cada uno de ellos desde que comenzó mi relación con Ethan. Luego los de Jesse. Incluso los mensajes con Luke y Christian.

Me desplazo dentro de la configuración del teléfono, buscando la opción que me permite borrar toda la información y lo presiono antes de que pueda arrepentirme. Nada de llamadas, nada de mensajes, nada de fotografías o largos audios a mitad de la noche.

— Está hecho, los borré. Ahora solo falta sacar todo lo demás.

Luego lo recuerdo. Cuando vine a Portland traje una camiseta de Ethan que acostumbraba usar como pijama. Y no puedo conservarla... ¡Pero es que es tan cómoda! Podría solo dejarla.

— No. Sé valiente. No conserves nada de él, o de Jesse.

Tomo la camiseta del cajón y la llevo abajo, a la cocina para lanzarla dentro del contenedor de la basura.

— Leila, ¿Qué...? — Mi mamá observa con horror la camisa gris.

— No la necesito.

El entendimiento alcanza sus ojos y sonríe levemente. Besa mi cabeza antes de volverse hacia la estufa.

¿Cabello nuevo, vida nueva?

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