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Capítulo 16- Regreso.

La ansiedad hacia mella en Luisa con fuerza. Habían salido en tren desde la estación más cercada dos días después de la llegada de Camilo y su familia; ese fue el tiempo que les tomó organizar todo: contrataron dos trabajadores para la finca de Don Alonso, y que luego atendieran los caballos de Luisa, a la vez que Emilia habló con las otras dos profesoras de la escuela para que suplieran sus clases y se quedaran con el dinero de esos turnos; Luisa realizó la venta que tenía prevista de los dos caballos de las primeras tomas que habían sido llevadas a cabo en el mismo año, por lo que tenían dinero más que suficiente para pagar los boletos del tren y darse el lujo de alejarse de casa un tiempo.

El problema para Luisa fue el momento en que vio las altas montañas de Encanto desde su posición en la parte posterior de la carreta que José había rentado, su pecho se sintió apretado, su respiración se aceleró considerablemente y podía sentir un frío interno calando sus huesos; su nerviosismo alcanzó a Emilia, quien rápido colocó una mano encima de su hombro y la otra la entrelazó con la suya, transmitiéndole una calma que internamente no sentía, pero que sabía que Luisa necesitaba.

La trayectoria fue silenciosa, incluso Pepe podía sentir que algo tenso colgaba entre los presentes, por lo que se había limitado a jugar con su muñeco de madera tallada y hacer el menor ruido posible, algo que Luisa internamente agradeció. Cuando llegaron al pie de la montaña, José cargó a uno de los burros que habían tirado de la carreta con el equipaje, cada uno de ellos montando en los otros restantes y dejando la carreta para ser recogida por un vecino del otro pueblo que era quien se las había retado, de todas formas nadie pasaba por esos lares.

Subieron en los burros, Luisa y Camilo guiando en camino, pues José nunca había ido y Emilia no había estado consciente de su entorno cuando subió por primera vez hacia seis años. Mientras ascendían, Luisa se preguntaba cuántas cosas habrían cambiado desde su partida, qué había pasado con su familia y cómo estarían los demás. Lo que más le preocupaba de todo era cómo serían recibidos ella y Camilo ahora que regresaban, después de sus tempestuosas partidas.

Antes de tener tiempo para siquiera pensarlo, los cinco se vieron en la cima de la loma, observando desde esta el pueblo; habían cambios visibles para Luisa: habían más colores, podía contar más casas y al parecer, habían dado mejor utilización a los terrenos aledaños, veía el huerto dos veces más grande y alcanzaba a divisar diferentes ganados pastando en la loma contraria.

Luisa no necesitaba que nadie le dijera que eso era obra de Mirabel, absolutamente todo tenía la marca de su hermana, y sonrió por eso. Sintió una mano pesada en su hombro, mirando a su izquierda, donde Camilo le sonreía mudamente y señalaba con la cabeza hacia el pueblo, una petición clara y, a la vez, el honor de ser ella quien declarara su regreso.

—Dolores, estamos de vuelta, vamos a veros —avisó Luisa, sabiendo que sus palabras llegarían a los oídos de su prima.

Avanzaron loma abajo con facilidad, la añoranza de las tardes en aquella área con Emilia golpeando a la pareja mientras descendían, pero no se detuvieron. Lo primero que Luisa vio fue a Osvaldo y sus burros, considerando que había evitado a propósito el descenso que la llevaba hacia la casa que Emilia nunca pudo vivir enteramente, el hombre se quedó atónito mirándolos, sin comprender del todo la imagen ante sus ojos, sino hasta que Luisa lo saludó de esa forma afable que tenía siempre, viendo como el pobre se desmayaba de la impresión.

Después de lograr despertarlo y disculparse por la impresión causada, Luisa se vio rodeada de los brazos del hombre, que le pidió disculpas por abusar de sus servicios durante años, le agradeció por su labor y le dijo que se le había extrañado mucho en el pueblo.

Luisa logró contener las lágrimas, agradeciendo por las dulces palabras y volviendo a trepar al burro, siguiendo su camino. Cuando entraron al pueblo, los ojos de todos fueron volteando hacia ellos, Camilo iba más carismático, saludando con la mano y una sonrisa a cuanta persona reconocía, dejándolos estupefactos, Emilia y José se mantenían detrás, ajenos a las miradas y con aire serio, hasta que Pepe pidió cambiarse para ir con ella y juntaron los burros para que el niño saltara, dándole con la mano en la barbilla a su padre sin querer, y haciéndolos reír, imagen que confundió a los del pueblo.

—Ahora seguro dirán que ustedes están casados —comentó Camilo en un susurro, sonriendo traviesamente; Emilia pudo sentir la emoción florida que desprendió José al verlo de esa forma, el hombre realmente amaba a Camilo.

Luisa quiso sonreír ante la broma, pero captó por el rabillo del ojo una imagen familiar: Ana estaba parada al lado de una chica trigueña de cabello rubio que a Luisa le resultaba familiar, pero no lograba identificar, y le sonreía suavemente, dándole la bienvenida. La Madrigal se limitó a devolverle una sonrisa corta, siguiendo su camino, no sin antes dedicarle una mirada da Emilia, que se mostró relajada ante la situación.

Cuando solo quedó el camino que llevaba hacia Casita, ni siquiera Camilo pudo hacer una broma, fue la parte más difícil de la trayectoria, la ansiedad cubrió sus cuerpos y apenas podían mantener los temblores a raya, ambos sentían que sus corazones latían desaforados, de tal forma que debía ser audible, pero entonces Casita se mostró ante ellos, y fue como si todo se paralizara.

Bajaron de los burros, atándolos a los postes de afuera antes de tomar el equipaje, Luisa haciendo los honores con su don, y pararse delante de la puerta. Casita les recibió con movimientos eufóricos de las ventanas y lo que para ellos se interpretaba como una sonrisa con los barrotes, moviendo las baldosas bajo sus pies alegremente y haciéndolos brincar unos momentos, lo cual los relajó mucho, hasta que sintieron la puerta abrirse y la mirada de alguien sobre ellos.

Camilo fue el primero en girar, encontrando el rostro en lágrimas de su hermana, que sonreía abiertamente ante su regreso, luego miró Luisa, que le dedicó una suave sonrisa a Dolores antes de sentir uno de los brazos de esta pasar por su cuello y tirar de ella hacia abajo, atrayendo con el otro a Camilo.

—Están de regreso —murmuró Dolores, su voz rompiéndose entre la felicidad y el llanto.

—Estamos aquí, Lola —aseguró Camilo, como si su sola presencia no fuera suficiente.

—Me alegra tanto verlos, los he extrañado mucho —afirmó Dolores, apartándose y acariciando sus mejillas con sus manos—. Emilia, querida, que alegría verte –saludó, corriendo hacia la chica y abrazándose mutuamente.

—Lo mismo digo, Lola, un placer poder verte de nuevo —dijo Emilia, dándole palmadas a Dolores en la espalda mientras la dejaba disimular su llanto de forma débil.

—Lola, este es José, mi esposo —presentó Camilo cuando Dolores se apartó de Emilia, mirando al hombre que acompañaba a su hermano—, o, bueno, esposo de Camila —bromeó, transformándose rápidamente en su versión femenina y haciendo a Dolores reír.

—Mucho gusto, José, espero que hayas cuidado de mi hermanito menor —saludó Dolores, dejando que José le diera un beso en la mano por cortesía y notando al pequeño que se escondía tras sus piernas—. ¿Y tú quién eres? —preguntó ella, inclinándose suave hacia el niño y sonriendo.

—Es Pepe, nuestro hijo —dijo José, haciendo que Dolores se incorporara atónita de forma abrupta.

—Tengo mucho que contarte —comentó Camilo, riéndose en complicidad con Luisa, quien sabía lo que era reaccionar así.

—Bueno, Pepe, yo soy tu tía Lola, y tengo un hijo de cinco años que estará encantado de tener otro niño en la familia con quien jugar —aseguró Dolores.

—¿Tienes un hijo? —preguntó Luisa, estupefacta.

—En realidad, tengo dos, pero Adela es de apenas cinco meses de edad —explicó Dolores, riéndose ante las miradas estupefactas de los presentes—. Vamos dentro, como Camilo dijo, hay mucho que conversar.

Luisa cargó el equipaje y siguieron todos a Dolores dentro de Casita, la cual no había cambiado tanto como el pueblo, tenía más colores en la sala y había adornos de mariposas en ciertas partes, pero la estructura y esencia seguía siendo la misma. Luego de que Dolores le dijera a Luisa que podía dejar las bolsas en el suelo y Casita se las llevara a quién sabía dónde, todos fueron a la cocina, donde Dolores puso a hacer café mientras los demás tomaban asiento.

—La familia está trabajando —dijo ella, explicando la ausencia de personas en la casa—. Isabela sigue en la floristería, a veces se queda a dormir allá, aunque últimamente todos han regresado a la casa, mamá y papá deben de estar en los huertos del norte, hoy debían retoñar las primeras verduras y querían estar atentos. Mirabel y el tío Bruno fueron a arreglar un trato con uno de los nuevos comerciantes de Encanto; Ignacio, el marido de Mirabel, estaba nervioso porque ella está embarazada, casi debe de dar a luz, y aun así no pudo convencerla de quedarse y que los dejara ocuparse a ellos.

—¿Casada? ¿Embarazada? —preguntó Luisa, que se mantenía ajena a todo lo que Dolores aclaraba porque, a diferencia de Camilo, ella no había vuelto a saber de ninguno.

—Ignacio es un hombre de tu edad, llegó al pueblo con equipos como radios modernos para mejorar nuestra vida y Mirabel estuvo maravillada de inmediato, le encantó la forma moderna y avanzada que él tenía de ver la vida, se casaron un año después y ya llevan dos años de matrimonio —explicó Dolores, entregándole una taza de café caliente a cada uno.

—¿Y Mariano? —preguntó Emilia, queriendo interesarse por la vida de Dolores.

—Está con Pedrito visitando a su madre, mi suegra se queja de que no ve a su nieto lo suficiente aun cuando vivimos en el mismo pueblo —dijo Dolores, el sonido de un llanto de bebé llegó hasta ellos, haciendo que la mujer pidiera disculpas y corriera hacia la habitación de los niños, regresando a los pocos minutos con una bebé de piel acaramelada y escaso pelo negro y lacio que ya no estaba llorando—. Ella es Adela.

—Es preciosa —murmuró Luisa, mirando a la bebé como si fuera el ser más frágil del universo; Dolores volvió a tomar asiento.

—La tía Julieta a esta hora está atendiendo un parto, los dolores eran muy fuertes para Doña Laura y la comadrona pidió la asistencia de tía —comentó, mirando como José cargaba a Pepe y se disculpaba, saliendo de la casa para darle privacidad a la familia.

Camilo simplemente optó por transformarse en su versión femenina, dejando a Dolores un tanto descolocada, pero ayudándola con la vergüenza antes de bajar el escote de su vestido y darle de lactar a su hija.

—Así que… ¿por qué no me dijiste que estabas casado? —preguntó Dolores, mirando a Camila.

—Prefiero que se refieran a mí como mujer cuando me veo así —rectificó él, observando a su hermana asentir quedamente—. Consideré mantener mi vida lo más privada posible, porque en Casita y en Encanto eso no existe y no quería que supieras mucho de mí —Dolores se quedó en silencio unos segundos, como procesando las palabras de Camila.

—Lo entiendo —dijo finalmente, sonriéndole a su hermana y girándose hacia Luisa—. ¿Y ustedes qué tal? Cuéntenme de sus vidas.

Emilia le colocó la mano a Luisa en la espalda, dándole valor para iniciar a narrar lo que habían sido sus vidas y cómo habían sobrevivido todos esos años, hablándole de sus aspiraciones, de sus logros, cómo era su vida en el pueblo y por qué habían llegado a quedarse en uno que estaba tan lejos de Encanto. Dolores escuchó atentamente todo, incluso cuando Adela dejó de lactar y ella se la colocó sobre el hombro para darle palmaditas en la espalda y sacarle los gases, en todo momento les dedicó su atención, sonriendo ante sus buenas noticias.

—Parece que han vivido bien —comentó Dolores, meciéndose para que Adela se durmiera en sus brazos.

—¿Cómo está la abuela? —finalmente, fue Camila quien hizo la pregunta difícil, viendo como Dolores se tensaba.

—Su salud fue desmejorando mucho en los últimos años, pero estas dos últimas semanas, ya ni siquiera camina, a veces da algunos pasos hasta la ventana, pero le cuesta mucho. Tememos que pronto ya no esté con nosotros, por eso te mandé a llamar, la verdad es que fue una suerte que encontraras a Luisa también, estará feliz de tener a todos sus nietos aquí para su última ceremonia —explicó Dolores, dándole un beso suave a Adela en la cabeza cuando la sintió dormida.

—¿Última ceremonia? —cuestionó Luisa, notando la gravedad del asunto.

—Mañana es la ceremonia de Pedrito, aunque supongo que ahora será de Pedrito y Pepe —dijo, reflexionando al respecto.

—No creo que abuela acepte a mi hijo en la ceremonia —se quejó Camilo, negando con la cabeza y volviendo a su forma masculina.

—No es cuestión de querer o no, es un Madrigal, tiene que estar en la ceremonia —repuso Dolores con firmeza, ganándose una mirada extraña de Camilo, que nunca la había visto en esa forma.

—Lola —intervino Luisa, captando la atención de su prima—. ¿Y mi padre? Quisiera verle.

Luisa supo que algo malo había pasado cuando Dolores se quedó callada, mirándola con una disculpa escrita en los ojos, y le pidió a Camilo que llevara a Adelita a la habitación de niños. Cuando Dolores habló, Luisa no podía creerlo, ni siquiera lo llegaba a entender, pero solo preguntó el dónde y luego salió corriendo de la casa, dejando a Dolores, que colocó una mano encima del hombro de Emilia confortantemente, pidiendo de forma silenciosa que todo estuviera bien.

El sudor hacía que la tela blanca de su blusa, contrastando con el azul oscuro de la falda, se pegara a su torso, algunos de sus rizos también estaban pegados a su frente, pero eso no detuvo a Luisa, quien siguió corriendo, ignorando a todos, sin detenerse sino hasta que llegó a las afueras de Encanto, en la loma este, donde una pequeña casita pintoresca se mostraba, y un humo claro salía de la parte trasera.

Caminó lentamente, con miedo de lo que pudiera encontrar, siguiendo el curso de la cerca hasta encontrar en el jardín la figura delgada, con cabello gris canoso con algunos mechones negros, que cantaba suave una canción que debía ser alegre mientras intentaba hacer una barbacoa, comiéndose una empanada de una cesta para tratar la hinchazón que tenía en su mano derecha.

—Papá —llamó Luisa con cuidado, temiendo que su voz no saliera. Vio como todo quedó en silencio y Agustín dejó de moverse, girando con parsimonia hasta encontrar cara a cara a su hija: se veía mayor, el cabello lo tenía un poco más largo y recogido en una cebolla desordenada, también la percibía más musculosa y algunas arrugar de risa ya se mostraban en su rostro; era simplemente hermosa, y Agustín lloró.

—¡Lulu! —exclamó, corriendo hacia ella mientras Luisa se brincaba la cerca y lo atrapaba en un abrazo apretado, ambos mostrándose ese amor fraternal que siempre habían compartido—. ¡Estás en casa! No puedo creerlo.

—Estoy de vuelta, papá —afirmó Luisa, abrazado con la fuerza necesaria a su padre, teniendo cuidado de no aplastarlo, hasta que lo escuchó luchar por respirar, entonces lo soltó abruptamente, sonriendo cuando lo vio reír.

—Ven, vamos adentro, tenemos que hablar —dijo Agustín, animado ante el regreso de su hija.

—¿Qué hay de la barbacoa? —preguntó Luisa, señalando a donde la carne estaba siendo quemada hasta volverse negra.

—No iba a quedar bien de todas formas —afirmó Agustín, tirándole un cubo de agua encima y tomando la mano de su hija para guiarla dentro de la casa—. ¿Quieres tomar algo? ¿Comer?

—No, estoy bien papá, solo quería verte —aseguró Luisa, tomando asiento en el sofá de mimbre, al lado de su padre—.Vine tan pronto Dolores me dijo que tú y mamá se habían separado. ¿Qué sucedió?

—Supongo que eso sería lo primero que te preocuparía —comentó Agustín, una mirada melancólica dominando sus ojos.

—Papá, es que no entiendo, siempre te viste tan enamorado de mamá —dijo Luisa, frunciendo el ceño cuando vio a su padre sonreír tristemente.

—Lo estoy, hija mía, pero a veces hay cosas más importantes que el amor —afirmó Agustín, tomando la mano de su hija entre la suya—. Tú madre consintió lo que tu abuela hizo con ustedes toda la vida, aun cuando ambos pensábamos que estaba mal, ella siempre terminaba bajando la cabeza y me hacía bajarla, pero aquel día, cuando te fuiste, fue demasiado. La casa estaba sufriendo, la familia se desmoronaba, nuestra hija se había ido porque le habíamos herido y ella aun así escogía defender a Alma. Es su madre, pero si está mal, no debes ponerte de su lado, es tú deber defender a tus hijos; yo lo entendí muy tarde, no debí aceptar nunca nada de lo que pasó.

—No te culpes, papá, fuiste un gran padre —aseguró Luisa, interrumpiéndolo.

—Pude haberlo hecho mejor, pude haberlas defendido desde pequeñas, pero no lo hice, y cuando todos te atacaron aquel día, debí de haberte defendido como lo hicieron tus primos y hermanas, pero fui tan cobarde y llevaba tanto tiempo negándolo, que preferí callar —dijo Agustín, negando con la cabeza de forma queda, confundiendo a Luisa.

—¿Callar qué, papá? —preguntó Luisa, sin entender lo que este decía.

—Cuando cortejé a tu madre, no fue porque me había enamorado de ella, hija; era una época oscura de mi vida, mi mejor amigo se estaba casando con la mujer que había amado siempre, pero aun así solía encontrarse por las noches conmigo, porque tu padre, Luisa, amaba con fervor a ese chico —contó Agustín, observando la expresión de asombro de su hija—. Su boda me dolió en lo más profundo, me hirió tanto que creí que nadie podría sanarme, pero entonces Julieta me salvó de las picaduras de abejas y pensé que si alguien tenía un talento como aquel para sanar el cuerpo, capaz podía cuidar del alma.

—¿La usaste para mejorar tú? —preguntó acusadoramente Luisa, en un susurro bajo.

—Sí —admitió Agustín, no se sentía orgulloso de aquello, pero no encontraba sentido a negarlo—, sin embargo, en poco tiempo eso había cambiado, lo que había iniciado como apenas una prueba para mejorar yo, se fue transformando poco a poco en amor. Me enfrenté a Miguel, le dije que dejaríamos de vernos y que me había enamorado de Julieta, el día antes de nuestra boda él y su esposa embarazada se fueron de Encanto, no volví a saber de él y oculté esa parte de mí tan profundo, que llegué a pensar que nunca había pasado, ni siquiera me atrevía a recordarlo, hasta aquel día cuando te fuiste.

—Eso no explica por qué se separaron mamá y tú —advirtió Luisa, procesando tanta información y sabiendo que su padre no había hecho nada malo.

—Me culpé por no defenderte y admití la verdad ante la familia, Alma me acusó de que por mí culpa era que tú habías salido como eras y Julieta, tal vez por el shock, no hizo nada. Me fui esa noche y ella nunca vino a verme, aunque deja en el correo del pueblo una cesta de empanadas o algo similar todos los días para mí, para que pueda lidiar con las picaduras de abejas —explicó Agustín, sintiendo como Luisa pasaba un brazo por sobre sus hombros.

—Papá, agradezco que me hayas contado esto y que me hayas defendido aquel día, pero esto no es forma de terminar un matrimonio de tantos años —declaró Luisa, apretando suave la mano de su padre—. Creo que ha pasado el tiempo suficiente, quizás mamá y tú deban hablar, aclarar las cosas.

—¿Cuándo maduraste tanto? —preguntó Agustín, asombrado, sonriéndole a su hija.

—Ha pasado un tiempo —argumentó ella, viéndolo asentir con una risa queda.

—Así es, ha pasado un tiempo —coincidió Agustín, dejando escapar un suspiro—. Intentaré hablar con ella —aseguró, sintiendo la emoción de Luisa aun cuando ella la mantuvo en calma—, pero, ahora, cuéntame de ti hija. ¿Cómo has estado? ¿Cómo está Emilia?

—Oh, papá, tengo mucho que contar —afirmó Luisa, sonriendo suavemente a su padre y embarcándose en un relato de horas, donde describió al detalle cada cosa que ella y Emilia habían vivido desde que se habían ido, viendo a su padre feliz y emocionado por sus logros. Al menos, su regreso no había sido del todo malo.

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Tan bellos Luisa y Agustín, yo quiero un papá así.

En fin, eso fue todo por esta semana, espero que les haya gustado y nos leemos en otro de mis fanfics si les gustan.

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