Capítulo 15- Encuentro.
El tiempo, en su magnificencia, pasaba veloz aunque no lo percibieras; en un abrir y cerrar de ojos, seis años habían transcurrido. En ese tiempo Luisa y Emilia habían logrado sostener una relación amena con el pueblo, su mentira de que eran primeras nunca fue cuestionada, y la ayuda constante de Luisa en el pueblo, además de su trabajo significativo en la finca, junto con la dulzura de Emilia cuidando y educando a los niños más pequeños, las habían hecho merecedoras del afecto general de la población.
Al año de trabajar con Don Alonso, Luisa había reunido el dinero suficiente para emprender un negocio propio, en Encanto siempre había sido la fuerte que construía y movía objetos pesados, pero allí ella tenía una nueva vida, podía ser quién quisiera ser. Invirtió el dinero en dos caballos, un semental y una yegua retirados de las carreras, y compró una pequeña parcela de tierra, con ayuda de Emilia, lo que estableció el inicio para lo que se convertiría en un criadero de caballos. No dejó de trabajar con Don Alonso, aun cuando pudo extender su propio terreno y comprar más caballos, haciéndose con más crías una vez que las yeguas parían, porque esto era una gran inversión y el dinero era necesario.
Por su parte, Emilia había incursado en la escuela, durante el día cuidaba a los niños, y en las noches estudiaba en la escuela nocturna, buscando superarse a sí misma. En dos años había avanzado todos los años que no pudo estudiar, por lo que dedicó los otros dos años a conseguir el nivel adecuado para subir su posición en la escuela, desde hacía un año estaba dando clases a los niños de edades entre seis y diez años. Lo cual había ayudado con si situación económica.
Sus vidas privadas ocurrían todo el tiempo de puertas para adentro, si bien siempre estaban disponibles ante cualquier necesidad de sus vecinos, cuando la noche caía, las puertas y ventanas de la casa Madrigal, como los aldeanos habían nombrado a su vivienda, se cerraban permanentemente y ellas dos daban rienda suelta a los impulsos que durante el día debían contener.
Bailaban al ritmo de la músicadel televisor pequeño en blanco y negro, un invento muy curioso según Luisa, que nunca había visto una, se hacían chistes cariñosos y reía en los brazos de la otra, desperdigando besos de amor en diferentes partes de la casa, hasta que dejaban que el fuego abrazador que ardía en llama baja durante el día, se alzara por encima de su control y las quemara a ambas, fundiéndolas con sus cuerpos enredados.
La vida, si bien no perfecta, había sido agradable con ellas, por eso Luisa no comprendía la añoranza que por momentos la dominaba, haciéndola extrañar Encanto y la vida que allí había tenido; Emilia le aseguraba que era normal, hasta comprensible, si se tenía en cuenta lo devota que era Luisa a su labor y responsabilidad para con sus familiares, pero Luisa seguía sintiendo que tener esos deseos era como traicionar la vida que llevaban, aun cuando Emilia la apaciguaba diciendo que comprendía lo que ella sentía.
Le había tomado tiempo entender esa habilidad extraña de su mujer, como le gustaba llamarla en la seguridad de su hogar; Emilia podía percibir las emociones y sentimientos de una persona si las tocaba, a veces ni siquiera eso era necesario, si las emociones eran muy fuertes. Luisa lo había descubierto una noche de tormenta, en el período de lluvias, Emilia se había enfermado y Luisa no sabía tratar con enfermos, porque su madre había sido quien curaba todos los males en Encanto siempre; el miedo se asentó en su cuerpo mientras Emilia evolucionaba con fiebre.
Doña Gertrudis le había dado indicaciones de lo que debía de hacer, creyendo la historia de Luisa cuando explicó que ella era quien siempre enfermaba y Emilia quien la cuidaba, incluso les había cocinado un caldo de pollo bien fuerte con mucha sustancia para que Emilia comiera. Durante tres días, Luisa se dedicó únicamente a cuidarla, pasando paños húmedos a una temperatura fría por su cuerpo para bajar el calor, humedeciendo sus labios con algodones mojados y dándole los caldos de Doña Gertrudis.
Tuvo miedo, mucho, pensó que sus esfuerzos no serían suficientes, que Emilia se veía tan pálida que era imposible que se recuperara, que tal vez había sido un error irse de Encanto, pero entonces Emilia sostuvo su mano dulcemente durante la noche.
—Deja de temer, estaré bien, mi amor —aseguró, deslizando su dedo pulgar tembloroso por el dorso de la mano grande de Luisa.
—No tengo miedo —aseguró Luisa, una vulgar mentira, pero había logrado mantener la compostura y seriedad en todo momento mientras cuidaba de Emilia, no entendía cómo podía ella haber visto a través de eso.
—Puedo sentirlo, puedo sentir tus sentimientos en mí —afirmó Emilia débilmente, volviendo a dormirse con un paño frío en la cabeza.
En su momento, Luisa se quedó desconcertada, pero lo atribuyó a delirios febriles de la enfermedad, hasta que Emilia, una semana después y ya totalmente recuperada, ayudó a uno de sus estudiantes que se apareció en la casa, llorando y con miedo porque había roto un jarrón que a su mamá le gustaba mucho; Luisa pensó que su reacción era por miedo al regaño, pero apenas Emilia tocó al niño supo cuidarlo con calma, asegurándole que su mamá no se sentiría decepcionada de él solo porque hubiera cometido un error. Cuando todo se resolvió con el pequeño, Luisa se enfrentó a la posibilidad de que Emilia le hubiera dicho la verdad aquella noche.
—Empezó cuando era pequeña, tenía unos siete años y mi papá estaba feliz mientras bailaba conmigo encima de sus zapatos, y yo podía percibirlo. Creí que solo pasaba con él, hasta que murió y la desesperación de las deudas consumió a mí madre, arrastrándome a mí también —le había contado Emilia, sentadas en el sofá, una frente a la otra y con tazas de café caliente entre sus manos—. No me gustaba sentir sus sentimientos negativos, pero todo empeoró cuando me casaron con Carlos, podía sentirlo cuando me tocaba, su deseo, su ira, todo lo que él sentía por mí iba magnificando mi asco hacía él, así que lo cerré. A veces todavía algo se filtraba, y me seguía siendo fácil interpretar lo que otros sentían, pero ya no pasaba tan a menudo, y en algún punto, simplemente se detuvo.
—¿Cómo es que volvió a ser tan fácil entonces? —había cuestionado Luisa, viendo a Emilia soltar su taza y quitarle la suya, tomando entre sus manos las de Luisa con cariño.
—Porque te conocí a ti y, poco a poco, esa parte de mí fue reapareciendo, sintiendo nuevamente todo lo que durante años preferí ignorar. Ahora ya es algo natural, casi instintivo, en mí —había asegurado, dejando que dentro de ella fluyeran los sentimientos de amor que Luisa profesaba con cada fibra de su ser.
De alguna forma, Luisa se había acostumbrado a ser un libro abierto para Emilia, no le veía mucha diferencia a su falta de privacidad en Encanto con el don de Dolores. Así, Luisa podía mantener su jornada tranquila, arando la tierra de Don Alonso y llevando sus ovejas a pastar en la zona alta de la loma antes de bajar con ellas e irse a atender los potros de su tierra, como hacía en esos momentos.
Iba rumbo a casa después de una larga mañana de trabajo, Emilia ese día se quedaría en el turno de la tarde para darle clase a las personas analfabetas que intentaban superarse, como ella había hecho, por lo que Luisa pensaba ir directo a casa, almorzar algo e ir a atender a los caballos.
El sonido de un caballo saliéndose de control mientras corría en dirección a ella captó su atención, Luisa se giró a tiempo para apartarse y tomar las bridas del caballo, notando al pequeño que iba montando encima, corrió al lado del caballo, frenándolo lentamente al cabo de algunos metros. Usó sus conocimientos adquiridos en el trato con sus propios animales para calmar a la yegua, dato que había notado cuando dejó de correr, tranquilizándola lo suficiente como para que se quedara quieta.
—¿Estás bien, niño? —preguntó Luisa, observando al pequeño de cabellos rizos negros y piel oscura que la miraba, trayéndole el recuerdo de Toñito en su infancia.
—Sí, muchas gracias, señora —murmuró el niñito, sus manitas temblando cuando soltó las bridas y aceptó las manos de Luisa, que lo ayudaron a bajar del caballo.
—Yo soy Luisa, ¿y tú eres? —se presentó dulcemente, recordando la gracia innata que tenía Mirabel para tratar con los pequeños, y lamentando no tenerla ella.
—Soy José Madrigal —dijo el niño, haciendo que un escalofrío bajara por la columna de Luisa cuando lo escuchó, girándose ante el ruido de la cabalgata de otro caballo, que se detenían a un metro detrás de ella.
—¡Pepe! —llamó una voz femenina, con un matiz de terror detectable; Luisa vio al niño correr hacia los brazos de una mujer trigueña, con rizos castaños oscuros que estaban perfectamente sujetos con un pañuelo rojo, que combinaba con la falda roja con vuelos naranjas que lucía debajo de la blusa blanca—. Estábamos tan preocupados.
—¿Estás bien, hijo? ¿No te pasó nada? —preguntó un hombre alto, de marcados músculos debajo de la camisa blanca que contrastaba con su oscura piel y el cabello afro que llevaba recogido, para que entrara debajo del sombrero que se le había caído.
—Estoy bien, la señora Luisa me ayudó —afirmó Pepe, señalando con su manita hacia Luisa, quien se quedó impávida ante la imagen de la muchacha.
—José, llévate a Pepe contigo un momento —pidió la mujer, después de un minuto de silencio que se extendió en el tiempo. José no preguntó nada, la expresión de su esposa era suficiente para que cargara a su hijo y se alejara unos pasos, diciendo que irían a comprar algún dulce para que Pepe se sintiera mejor—. Ha pasado un tiempo, Luisa —comentó, acercándose dos pasos a Luisa y viéndola retroceder instintivamente—. ¿Qué pasa? ¿Tanto he cambiado que no me reconoces?
—Tú… —Luisa tragó saliva, mojándose los labios con la lengua y juntando las manos, todos gestos nerviosos hechos para comprar más tiempo, para permitirse a sí misma aceptar la imagen que veía—. Camilo —susurró, sabiendo que decirlo demasiado alto era peligroso.
—Tenemos mucho que hablar, prima —aseguró Camilo, sonriendo dulcemente y mostrando dos hoyuelos que Luisa sabía que no estaban allí en su forma masculina—. ¿Tienes tiempo?
—Tengo… —Luisa se detuvo, carraspeando un momento para aclarar su voz—. Tengo mi casa cerca, pueden venir y allí hablamos tranquilamente.
Camilo asintió, llamando con un grito a su esposo, quien tomó ambos caballos por las bridas y dejó que Pepe fuera con Luisa, petición especial del niño, que quería pasar tiempo con la mujer fuerte que lo había salvado. Luisa no pudo negarse, por lo que, en lugar de tenderle la mano, simplemente lo cargó sobre sus hombros, haciendo al niño reír y usándolo de distracción, dándose a sí misma el tiempo para calmar los nervios que se habían apoderado de ella.
Su primo, o prima, Luisa no sabía, no podía creer lo bella que era la casita de Luisa, ni los hermosos especímenes de caballos que tenía en su terreno. Luisa sonrió cuando Pepe pidió conocerlos, por lo que le dio permiso a José para guardar los caballos en el establo y que se fuera con el niño por el borde de la cerca para que viera los demás, de forma que ella pudiera tener una conversación con Camilo. Ambas entraron a la casa, Luisa poniendo a hacer un poco de café, solo por mantener las manos ocupadas en algo, mientras Camilo tomaba asiento en una de las sillas de la mesa.
—¡Mierda! —maldijo Luisa, mala costumbre que se le había pegado de Don Alonso cuando alguna oveja se escapaba, al ver a Camilo en su forma masculina sentado a su mesa, un cambio radical en comparación con la mujer que ella había visto.
—Lo lamento, pensé que te sería más fácil si me vieras de esta forma —comentó Camilo, aceptando la taza de café que Luisa colocó delante suyo con manos temblorosas—. Iba a preguntar cómo has estado, pero parece que todo ha ido perfectamente.
—Sí, tengo un trabajo en la finca del vecino y mantengo con eso la cría de caballos, este año debo de vender los caballos de la primera toma —respondió Luisa, dándole un sorbo al café antes de continuar—. Emilia trabaja de maestra en la escuelita del pueblo, enseña a niños en la mañana y adultos analfabetos con deseos de aprender en las tardes.
—Me alegra saber que siguen juntas, aunque supongo que nadie lo sabe —comentó Camilo, terminando su taza y dejándola a un lado.
—Hemos hecho una vida aquí, no queremos perderla —fue la respuesta de Luisa, confirmando las palabras de Camilo.
—Deja de verme así, no voy a transformarme en uno de tus caballos de repente —repuso él, riéndose de la expresión atónita de Luisa.
—Es solo que… no lo sabía, no sé cómo reaccionar —dijo Luisa, gesticulando nerviosamente con las manos.
—Sigo siendo yo, solo que a veces me gusta verme como mujer, así que se refieren a mí como Camila —explicó el joven, apoyando ambos antebrazos cruzados sobre la mesa—. Empezó desde que tenía doce años, pero no fue hasta el día en que te fuiste que tuve el valor de aceptarlo, me fui poco después de ti ese mismo día. Viajé durante dos años a donde pudiera, adoptando el físico de distintas personas para facilitarme diversos trabajos, hasta que llegué a un poblado a doce kilómetros al norte de aquí, allí fue donde conocí a José.
—¿Él sabe? —preguntó Luisa, mirando por la ventana a donde José cargaba a Pepe para que acariciara la crin de uno de los caballos más jóvenes.
—Al inicio lo oculté, me presenté como mujer y fingía que éramos hermanos mellizos, pero una noche en una cita muy… larga, me quedé dormido y al despertar, volvía a ser yo —explicó Camilo, sonriendo ante el sonrojo de Luisa cuando entendió a qué se refería—. Se sintió engañado y dejó de hablarme durante un mes, pero poco a poco fuimos interactuando de nuevo, me admitió su gusto culposo por hombres y mujeres, una noticia que su difunta esposa descubrió por un amigo cercano de su infancia que vino a visitarla y lo conocía a él de otro pueblo, esto la deprimió tanto que terminó huyendo de casa, el caballo se desbocó y ella se cayó, murió del golpe en la cabeza.
—Debió ser una tortura para él —comentó Luisa, no necesitaba la habilidad de Emilia para entender que era algo que generaba una culpa capaz de consumir en vida a la otra persona.
—Lo fue, a veces todavía lo es, pero aprendió a sobrellevar la culpa hasta casi desaparecerla, poco a poco —admitió Camilo, mirando por la ventana con ojos soñadores, Luisa sonrió, más calmada ya.
—Realmente lo amas —dijo con suavidad, sonriendo más cuando Camilo volteó a verla con una sonrisa.
—Sí, lo hago —afirmó firmemente—. El caso es que, conmigo él sentía que podía tener todo lo que quería, un hombre o una mujer, acorde a lo que yo deseara, aun si le tomó mucho tiempo aceptar que la magia existía y entender los dones de la familia. Nos enamoramos y decidimos, por cuestiones de comodidad, decir que “Camilo” se fue a otro pueblo, y que “Camila” se quedaba, para así casarnos.
—Considerando el tiempo, imagino que el niño no es tuyo —insinuó Luisa, que había hecho unas matemáticas básicas en su cabeza según la historia de Camilo.
—No, es de su primera esposa, pero tristemente el niño no la recuerda, así que me ha aceptado a mí como madre, por lo que José prefirió mantener el apellido Madrigal, para respetar la tradición de mi familia; aunque no los conozca, él comprendió que era algo importante para mí —respondió Camilo, mordiendo su labio inferior con tristeza—. No puedo tener hijos, mi don cambia mi físico externo, pero no altera mi interior, así que Pepe es el único hijo que tendremos.
—Son una bella familia —afirmó Luisa, extendiendo su mano hacia Camilo, quien no dudó en tomarla—. Y tú estás más maduro, no me acostumbro a eso —bromeó, haciendo a Camilo reír.
—Es porque estamos hablando de esto y ambos estábamos un poco consternados, dame dos minutos y verás que sigo siendo el mismo imprudente de siempre —aseguró él, palmeando la mano de Luisa y viéndola carcajearse.
—Eso suena más a ti mismo —dijo ella, en una obvia burla.
—Tú lo pediste —amenazó Camilo, sonriendo malvadamente cuando escuchó la puerta principal abrirse y la voz de Emilia avisando que estaba en la casa.
—¡Luisa! —gritó Emilia al entrar a la cocina, encontrando a Luisa en una silla, con otra mujer hermosa sentada sobre ella.
—No es lo que crees, te juro que no —aseguró Luisa, aterrada de que Emilia malentendiera las cosas—. Este es Camilo, ¡es Camilo!
—¿Qué? —Emilia se encontraba desconcertada, sus ojos viajando del rostro de Luisa al de la mujer.
—¡Mamá! —el grito infantil de Pepe hizo a Camilo chasquear la lengua, incorporándose y adoptando su forma masculina nuevamente mientras el niño entraba a la casa y corría a sus brazos—. Toque a un caballito pequeño de un lindo color dorado —contó el niño con emoción.
—Me alegro mucho, mi cielo —dijo Camilo, quien no se molestaba con que Pepe se refiriera a él como mamá, aun en su forma de hombre—. Y Emilia, también me alegra volver a verte.
—Ustedes me van a volver loca —comentó Emilia, apoyándose cansada en la encimera y dejando escapar un suspiro, sobresaltándose cuando José entró también a la cocina.
—Buenas, soy José, el marido de… bueno, el papá de Pepe —se presentó, mostrando una sonrisa afable que nada hizo por alivianar el dolor de cabeza que Emilia estaba sintiendo.
—Tengo mucho que contarte —afirmó Luisa, acercándose a Emilia y pasándole un brazo por encima en un gesto cariñoso de apoyo—. José, hay café en el jarro, está todavía algo caliente, puedes servirte si quieres.
—Muchas gracias, Luisa —dijo José de forma educada, avanzando hacia el jarro y sirviéndose café en la taza que Camilo el alcanzó, donde previamente había tomado él.
—De todas formas, ¿qué hacían ustedes tan lejos de su casa? —preguntó Luisa, girándose nuevamente hacia Camilo y viendo la rapidez con que su expresión se ensombreció.
—Mantuve contacto con Dolores todo este tiempo, por eso me pudieron avisar, supongo que no tenían cómo localizarte —comentó Camilo, pensando en voz alta más para sí mismo que para Luisa.
—¿Avisarme de qué? —cuestionó Luisa, Emilia sintió la tensión que rápidamente recorrió su cuerpo.
—La abuela se está muriendo —dijo Camilo, haciendo que Luisa se quedara estática mientras un silencio pesaroso se extendía por la cocina—. Lola me avisó para que regresara, dice que Abuela nos quiere a todos allá —no necesitaba decirlo, sus ojos expresivos mostraban la petición silenciosa que estaba haciendo.
Luisa cerró los ojos con fuerza, cientos de emociones debatiéndose dentro de ella con ferocidad, de repente, todo fue calma, sintiendo la mano de Emilia en su hombro, su pulgar realizando una caricia ligera en forma circular que la relajó, aunque no la preparó para lo siguiente que escuchó por parte de su mujer.
—Iremos con ustedes.
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Holaaa, he regresado, ¿qué les parece la vida de Luisa y Emilia? ¿El arco de Camilo?
Espero que me digan si les ha gustado o no, y de ser sí, pasen al siguiente capítulo ❤.
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