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Tus ojos, tus manos, tu risa, tu todo

Quiero hacer una pequeña aclaración.

Esta historia está basada en un sueño que tuve, pero más que eso, es una descarga de emociones.

Habrá quien no le encuentre la gracia, tal vez, o a quien no le guste, o no la entienda. Yo siempre me preocupo por gustar a mis lectores y espero sus comentarios positivos, pero esta vez, tal vez única vez, eso no me importa. Porque aquí en realidad escribí para mí y dije cosas que quería decirme a mí misma.

Así que lean, y si les gusta, bien. Si no les gusta, también. Ahora sí, los dejo con la lectura.

* * *

—Eres increíble. ¿En qué pensabas anoche?

Lo único que recibí por respuesta fue un 'mmhh' ahogado. Dejé una taza de té humeante frente a él y me recliné en la mesada de la cocina, observándolo. Tom tenía sepultada la cabeza en los brazos, apoyando la frente en la fría superficie de mármol.

—Hey —lo empujé con un dedo insistentemente—. Ahí tienes el té.

—Gracias —dijo él, incorporándose con lentitud. Sujetó la taza con ambas manos, la llevó a su boca y soltó una maldición cuando se quemó los labios.

—Cuidado, está caliente —dije. Quise reír pero no pude.

—Gracias por avisar —contestó malhumorado, soplando el té con suavidad.

—De nada —contesté, cruzándome de brazos—. Pero la verdad no capto por qué te emborrachaste.

—No pensaba hacerlo, pero entre una cosa y otra, me di cuenta de que habíamos acabado dos botellas de vodka después de la cena. Hace mil años que no veía a Chris y supongo que la conversación nos mantuvo absortos. Él debe estar peor que yo, igual.

Torcí el gesto. La primera vez lo había consolado y mimado. La segunda también. La tercera, lo mismo. Pero a partir de la sexta vez que Tom llegó a casa ebrio, no pude evitar sentir una punzada de molestia en el pecho. Me gustaba que tuviese amigos, pero ahora seriamente dudaba de que fuesen una buena influencia. Esta vez tampoco había sido de las peores, porque simplemente había bebido dentro de un lugar seguro. Pero ya había tenido que esperarlo despierta a la madrugada, con el corazón ansioso, a que él volviese de algún bar, o de un club nocturno y me mandase un mensaje para decirme que se encontraba bien. Muchas veces se olvidaba de hacerlo. Podía imaginármelo rodeado de otras mujeres, y un nudo se instalaba en mi garganta, incluso aunque no tuviese pruebas.

No sé qué esperaba cuando nos pusimos de novios. Sabía que él hacía cosas así, de hecho había sido su aguante durante nuestros muchos años de amistad y había cubierto sus resacas frente a mis padres para que no pensasen mal de él. Esperar que cambiase de la noche a la mañana no era algo coherente, pero una parte de mí quería eso y ya me había comenzado a frustrar.

Me apoyé contra la heladera y eché la cabeza atrás, cerrando los ojos. No era sólo eso. Había muchas cosas más que estaban yendo hacia atrás en nuestra relación, y eso que llevábamos sólo dos años de novios y ni siquiera vivíamos juntos. A pesar de estar a punto de cumplir los treinta años, él no trabajaba, era un mantenido por su familia y la mía. Nunca me había molestado hasta ahora que estábamos intentando planear nuestra vida juntos y él no hacía ningún esfuerzo por conseguir un empleo o aportar de alguna forma. O al menos, yo no lo veía.

Abrí los ojos con un pesado suspiro y lo observé. Tom tenía la barbilla recargada en la mano derecha, con el codo apoyado en la mesada. Casi no había tocado el té, y dibujaba signos sin sentido en el mármol con la yema de su dedo índice. Me tomé el tiempo de detallarlo. La barba de apenas dos días, de un rubio tirando a rojo; el cabello dorado con un tinte cobrizo, corto y ondulado como el de un príncipe de Disney; los ojos entre azules y verdes, los más bonitos que yo había visto en mi vida; y aquellas manos, elegantes y fuertes, que tantas veces me había quedado observando por el simple placer de ver algo perfecto.

—¿En qué piensas? —interrogué, sin dejar mi lugar. Él tardó un largo momento en contestar, pero luego lo hizo alzando la mirada hacia mí.

—¿Por qué estás conmigo? —dijo como respuesta. No supe qué decir, así que me acerqué a él y me senté del otro lado de la mesada de mármol. Él me mantuvo la mirada. ¿Tenía resaca o seguía bajo los efectos del alcohol? Debía ser lo segundo.

—¿Qué quieres decir?

—No soy idiota —murmuró. Incluso arrastrando ligeramente las palabras, su voz era preciosa. Grave, melódica, digna de una obra de Shakespeare en el teatro. Una de las primeras cosas que me habían gustado de él—. Sé que no te convengo, que soy un bueno para nada. ¿Por qué estás conmigo? ¿Por qué no me dejas? —su voz ahora sonaba amarga, y continuó—. ¿Qué pensabas aquel día en que dijiste que sí?

Extendí las manos sobre la mesada y tomé las suyas. Acaricié sus dedos y tracé las líneas de vida en sus palmas, mientras meditaba mi respuesta. El recuerdo llegó a mí como un sueño olvidado, devastándome con su fuerza.

—Era sobrecogedor —comencé, sin mirarlo a los ojos— lo completa y perfecta que me sentía mientras te oía hablar y miraba tus manos. Como si no precisase nada más en el mundo.

» Estábamos en esta misma mesada. Tú con tu camisa blanca, y yo con mi falda azul. Mamá estaba sentada a mi lado, y ambas te prestábamos todo nuestro interés. Estabas escribiendo una carta hacia tu padre mientras yo escuchaba tu redacción atentamente. Estabas siendo muy correcto pero irónico a la vez, muy divertido. Me encantaba cómo podías armar frases tan picantes pero a la vez exentas de toda grosería hacia una persona como tu padre, que tantos insultos merecía.

» Recitabas cada párrafo de la carta en una gramática perfecta antes de escribirlo, y yo estaba intentando memorizar lo que decías porque sabía que te ibas a olvidar de las frases que habías usado. Estabas diciendo mucho sin escribir, mientras despedías definitivamente a tu padre de tu vida, después de haber soportado su ahogante presencia por tantos años. Yo estaba orgullosa de ti. Me reí bastante cuando quisiste ser especialmente retorcido y le tuviste que preguntar a mi mamá sobre un tiempo verbal difícil, por el simple placer de ser complicado y que tu padre quedase en blanco ante esa frase. Era el tipo de venganza que sólo tú y yo encontrábamos graciosa.

» Me miraste y volvimos a reír. Mamá se marchó porque tenía que hacer algo, y quedamos solos en la cocina. Compartimos una broma interna y reímos de nuevo. Con tu mano hiciste una imitación del movimiento que yo no podía hacer por la cirugía que me había atrofiado un músculo de la palma, y el pecho se me llenó de calidez. Porque era algo tonto, pero muy familiar. Muy mío. Tan tuyo cuando lo hacían tus manos.

» Hacía tantos años que éramos amigos que ya no podía recordar un momento de mi vida donde tú no estuvieses presente. Habías estado ahí en mi fiesta de quince años, en mi graduación, en mi primer enamoramiento y mi primer corazón roto. Mi primer viaje por carretera y mi primera noche bajo las estrellas. Todas las noches bajo las estrellas después de esa. Cada Navidad y cada Año Nuevo. Cada cumpleaños y cada fiesta, cada risa y cada lágrima. Cuando me tiré en paracaídas y cuando me subí a la montaña rusa. En mi primera y única resaca y cuando lloré por el final de más de un libro.

» Mientras tú hablabas, yo me acordé del momento en que nos conocimos, ocho años antes. Hubo un accidente en la carretera cuando yo tenía catorce años, y me acerqué hacia el ciclista tirado en el piso. Había mucha sangre y no soportaba verla, pero algo me atrajo. Ahí te vi por primera vez, pálido, medio muerto, mucho mayor que yo—luego me enteré de que eran cinco años de diferencia, nada más. Alguien llamó a la ambulancia pero yo me arrodillé a tu lado e intenté acordarme qué hacían en las películas en esos casos. Te dije que no cerraras los ojos, como dicen en todas las escenas similares, aunque realmente no estaba muy segura de por qué no tenías que hacerlo.

» Me miraste y lo único que pude pensar era en que esos eran los ojos más bonitos que había visto en mi corta vida. Pero no era momento para ser una niña tonta, así que seguí hablando de cualquier cosa, repitiéndote que me miraras y que no te durmieras. Eventualmente llegó la ambulancia y te llevaron al hospital. Luego mis padres me dejaron ir a visitarte, y me enteré de que habías preguntado por mí. Te volví a visitar casi cada día hasta que te dieron de alta y luego nos seguimos viendo.

» Acababas de terminar el colegio secundario y no trabajabas, así que pasabas mucho de tu tiempo libre conmigo. Me ibas a buscar cuando acababan las clases y estabas siempre dispuesto a ir donde yo fuera, a hacer lo que yo quisiera. Fuimos creciendo y nunca nos separamos. Me enamoré de un chico que me dejó por otra, y estuviste ahí para secar mis lágrimas y planear la venganza. Cómo me reí a pesar de la tristeza. Creo que ahí fue cuando me di cuenta de que me había enamorado de ti, cuando vi tus ojos centelleando, vivaces y traviesos, sin ningún asomo de celos. Cuando me di cuenta de lo bien que me hacía escuchar tu risa, de lo mucho que me gustaba cuando me tomabas de la mano para perseguir el autobús. De lo plena que me sentía contigo a mi lado.

» Nunca dije nada, porque no quería estropear el lazo que nos unía, la lealtad, la camaradería, la confianza, el cariño que nos había acompañado por años. Prefería guardar ese sentimiento—tal vez no correspondido—muy dentro de mí y seguir a tu lado como amiga, porque ya así era suficiente.

» Volví a la realidad. Tú estabas hablando. ¿Qué decías? ¿Seguías elaborando el final de la carta? Recitabas y no escribías. Ya no sé si te interesaba escribir. Me miraste a los ojos, y me di cuenta de que ya no le hablabas a tu padre sino a mí. Era un discurso digno de novela, y yo me lo había perdido, pero no importaba. Ver tus ojos brillando y tu sonrisa amada y sincera era suficiente. Me había perdido todas tus palabras, pero recibí atenta las únicas que importaban.

Alcé la cabeza. Tom me estaba mirando y en sus ojos centelleaba una lágrima. Se deslizó lentamente por su mejilla mientras repetía las palabras de aquel momento, con el mismo tono, con la misma voz, tomando mis manos de la misma manera que lo había hecho dos años atrás:

—No te merezco, pero has estado a mi lado por tanto tiempo que no puedo pensar en una vida sin ti. Anhelo tomar tu mano y que caminemos juntos. No quiero que cambie nuestra amistad; si ese fuera el precio nunca lo aceptaría.

—¿Qué quieres decir, Tom? —pregunté en un susurro, igual que aquella vez.

—Cásate conmigo —me pidió, y siguió hablando antes de que yo pudiese responder—. Chris me ofreció trabajo y acepté. Comienzo el lunes. Tendremos una casa y te llevaré de luna de miel. Sé que es tarde, pero de verdad quiero que lo nuestro funcione. Por favor. Cásate conmigo.

Podía funcionar. Podíamos comenzar de nuevo. Habíamos jurado no cambiar nuestra amistad, pero pronto se había hecho obvio que ser novios y planear un hogar juntos no era lo mismo que ser sólo amigos. Ambos habíamos cometido errores y evidentemente no éramos tan compatibles como creíamos. Pero yo, quisiese o no, seguía amándolo con cada fibra de mi ser. Quería mirar esos ojos y escuchar esa voz por el resto de mis días, y compartir risas y lágrimas.

—Me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida —contesté con un deje de humor, a pesar de que sentía el llanto inminente.

Nos miramos de nuevo a los ojos, él llorando y yo casi. Qué absurdos que éramos. Él aferró mis manos con fuerza. El té y la resaca habían quedado olvidados, pero los recuerdos de nuestra vida juntos eran más patentes que nunca.

—Prometo que no volveré a emborracharme —dijo con seriedad.

—Prometo que no volveré a dejar que te quemes con el té —prometí, imitando su tono. Mis lágrimas finalmente cayeron mientras soltaba una carcajada. Sepulté la cabeza entre los brazos y lloré entre risas hasta agotar mis emociones, mientras Tom me acariciaba el pelo y reía conmigo.

Tal vez tendríamos que comenzar de nuevo mil veces más, y tal vez, en cada oportunidad, yo volvería a decir que sí, y volveríamos a llorar y reír a la vez. Éramos una catástrofe, y eso era lo que nos hacía tan ardientes, tan únicos, tan nosotros.

Era sobrecogedor lo completa y perfecta que me sentía. Como si no precisase nada más en el mundo.

Quizás así era.

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