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Capítulo 30 | Cuatro palabras

"𝑾𝒉𝒆𝒏 𝒂𝒍𝒍 𝒚𝒐𝒖 𝒘𝒂𝒏𝒕𝒆𝒅 𝒘𝒂𝒔 𝒕𝒐 𝒃𝒆 𝒘𝒂𝒏𝒕𝒆𝒅"

𝐓𝐚𝐲𝐥𝐨𝐫 𝐒𝐰𝐢𝐟𝐭


Había pasado una década desde la última vez que se vieron, bueno casi una década. Tiffany tampoco podía decir que no contó los días que pasó sin verlo, porque lo sabía a la perfección. Fueron muchos cumpleaños en los que no recibió el saludo que esperaba, así que sí, lo recordaba.

Pero había algo diferente esta vez y es que jamás había visto a su padre tan... nervioso. Miraba todo a su alrededor, sus ojos verdes se paseaban inquietos por todo el lugar sin detenerse a ver a su hija. Sus manos estaban sobre la mesa y las movía un poco inquietas, intentaba ser disimulado, claro, pero Tiffany lo conocía demasiado bien, y se daba cuenta que estaba nervioso. Mientras que ella... no sentía nada.

Bueno, estaba un poco afectada y sorprendida: ¿su padre aparece después de una década sin verse afuera de su trabajo actual? ¡Por supuesto que la afectaba!

Pero ella no se sentía nerviosa, en absoluto. Estaba tranquila, a la espera de la razón que explicase porque su padre había aparecido desde el Mas allá para verla (el Mas allá era Virginia, pero estaban en Nueva York así que tenía sentido pensarlo de esa forma) y que esta razón no le desorganizara la vida por completo, ya bastante caótica estaba ahora. Como para que además de tener que lidiar con su crisis en el trabajo y su crisis sentimental, tuviera que lidiar con sus crisis paternales.

En cuanto se vieron en la acera, su padre no dijo nada. Como siempre, era un hombre de pocas palabras a excepción de su trabajo y los juicios que debía llevar a cabo, pero en todos los demás aspectos de su vida era muy reacio a hablar y cuando lo hacía siempre usaba palabras que podían tocar la fibra más sensible, y aunque no tuviera la intención de hacer daño, lo hacía con sus palabras.

Tiffany lo sabía muy bien porque las últimas palabras que le dijo marcaron un antes y un después en ella.

Así que ahí estaban, sin decir nada, sin saludarla siquiera, le hizo señas para que entraran a un café pequeño que había al lado de su trabajo. Entraron, se sentaron en una mesa para dos y esperaron pacientemente a que les trajeran sus bebidas. Ambos pidieron café negro, y aunque Tiffany lo odiaría sabía que necesitaba algo fuerte para sobrellevar la charla que se venía.

Y ¿para qué mentir? No era correcto pedir un trago de whisky. Así que se conformó con el café negro y amargo que bebía su padre.

Cuando un mesero se acercó con su orden ella rodeo la taza humeante con sus dedos y suspiró con la vista fija en el líquido negro. Se contuvo de hacer una mueca antes de beberlo y luego, cuando el sabor amargo bajó por su garganta, necesitó de toda su fuerza de voluntad para no vomitar ahí mismo.

Solo ahí su padre la miró con atención y ella se sintió un tanto... cohibida.

—¿Qué haces aquí? —preguntó en voz baja.

—Debí venir a Nueva York por trabajo.

—No. ¿Qué haces aquí? —repitió.

A su padre le costó unos segundos darse cuenta de la verdadera pregunta, bajó la vista a su café, bebió un trago y luego volvió a verla. Separó los labios para hablar, pero no dijo nada, hizo eso varias veces y ella alzó una ceja sin dejar de verlo, sin poder creer que Jacob Hamilton no tuviera palabras.

—Quería... —se aclaró la garganta—. Quería hablar contigo, pensé que... podríamos hablar.

Es un robot sin sentimientos al cual le cuesta comunicarse como una persona normal, pensó.

Un adicto al trabajo que no sabe poner en palabras sus pensamientos y sentimientos, pero... ¿No era ella un poco así también?

Bajó la vista un poco nerviosa.

Se había imaginado este momento en muchas ocasiones, nunca dejó de fantasear con que su padre apareciera en la puerta de su apartamento diciendo que la extrañaba, que quería verla y ser parte de su vida. En sus fantasías, su padre le pedía disculpas por lo que había dicho y hecho, por todos esos años de ausencia, incluso desde antes de que ella se marchara, cuando nunca estaba presente. Y ella corría a abrazarlo, hundía la cara en su cuello y le perdonaba porque... porque era su padre. Y era un robot sin sentimientos, pero no dejaba de ser su padre.

Quizás el problema es ese, que espero demasiado por el título que lleva pero que al final del día no quiere decir nada; pensó.

Suspiró, llenó de aire sus pulmones y se armó de valentía para hablar de nuevo.

—¿Y sobre qué quieres hablar?

Su padre parpadeo un poco confundido y sorprendido por el tono que ella usaba, Tiffany estaba un poco cansada y algo impaciente porque sabía la dirección que podría tomar esa conversación y desde ya no le gustaba en absoluto.

—Solo... quería saber cómo estabas.

Una gota. Una gota más y su vaso de paciencia se rebalsaría. Así que pensó que esto podía acortarse y no extenderse demasiado.

—¿Podríamos evitarnos todo este juego innecesario? Ya sabes, ese en el que finges que de verdad quieres saber cómo estoy porque no te atreves a decirme la verdadera razón por la que estas aquí. Te conozco, sé que no me dirás la verdad, tratarás de esconderla bajo palabras secas y serias —pestañeó varias veces y ella suspiró—. No estoy para juegos, tengo una mañana complicada y te agradecería si, por una vez en tu vida, consideraras el tiempo y la vida de otras personas que no sean la tuya para que podamos terminar con esta situación totalmente innecesaria para regresar a mi trabajo.

Ni siquiera consideró sus palabras, simplemente brotaron desde lo más hondo de su ser y las vomitó sobre la mesa. Su padre la miraba imperturbable, abrió y cerró la boca varias veces, sin saber muy bien qué decir, estaba claro que no se esperaba aquella reacción de su propia hija porque Tiffany jamás le había hablado de aquella forma.

Pero esta Tiffany no era la adolescente de dieciséis años a la que le habían roto el corazón, era una adulta y... estaba cansada.

—Yo... —dudó un instante, pero se aclaró la garganta y enderezó la espalda, ella alzó una ceja—. Lo lamento, tienes razón.

Eso era nuevo, pensó.

—Quiero hablar de todo lo que ocurrió.

Tiffany no quería hablar de lo que ocurrió; para ella le bastaban dos palabras simples: una disculpa. Pero una sincera, una en la que ella sintiera que él estaba siendo honesto por primera vez. No necesitaba una conversación de dos horas sobre lo que había pasado hace una década porque no estaba de ánimos para abrir esa herida.

Quería cerrarla. Y lo haría con esas dos palabras.

—No creo que sea necesario hablar de eso.

—Yo creo que sí lo es.

—Y lo que creas me tiene sin cuidado —volvió a verla confundido por sus palabras, pero no le dio tiempo a responder—. Quizás para ti lo creas necesario, pero para mí no lo es. Si tienes algo que decir, escríbela en una carta y quémala, pero yo no quiero escucharte.

Sabía que él jamás se disculparía, al igual que su madre tampoco lo haría. Llegó a pensar que ellos eran simplemente de esa forma: no podían ver sus errores y en su cabeza no era posible la idea de disculparse. Los Hamilton no se disculpaban, si Olivia y Jacob lo hacían sería admitir sus errores, y ella sabía que jamás lo harían.

Darse cuenta de eso fue como recibir una bofetada mental.

Sus padres nunca se disculparían con ella.

Jamás se arrepentirían de darle la espalda siendo una niña.

Por enviar postales de sus viajes al extranjero deseando una Feliz Navidad.

Por no poder llamar en su cumpleaños.

Llenó de aire sus pulmones y cerró los ojos un segundo, lo suficiente para evitar que las lágrimas salgan de sus ojos como una cascada. Pero el nudo en su garganta se hizo más y más grande.

Antes de poder intentar abandonar aquel lugar sin volver, las palabras de su padre la interrumpieron.

—Lo siento.

Ya no se oía confundido y nervioso, eran palabras firmes y seguras. Algo en su interior se contrajo y se obligó a permanecer en aquella silla.

—¿Qué es lo que sientes?

—Todo lo que hice, Tiff.

—¿Qué es lo que hiciste?

—Vamos hija, ¿es necesario que lo diga?

Negó, dándose cuenta que todo era falso.

—No es verdad, no sientes absolutamente nada.

Por un instante su padre se mantuvo serio, con una expresión intacta, como si su rostro fuera una máscara de hielo sin facciones. Hasta que de repente exhaló y acercó su mano por encima de la mesa, esperando que ella pusiera la suya sobre la de él, pero Tiffany no lo hizo. Observó su mano y luego volvió a verlo a los ojos.

—Sé que hice cosas que te llevaron a actuar como lo hiciste, con el tiempo pude comprender tu enojo y dejé que se te pasara. Por eso tardé tanto en contactarte —el nudo en su garganta se contrajo, interrumpiendo toda posibilidad de hablar, de interrumpirlo y replicar—. Pero quería que supieras que te perdono y espero puedas hacer lo mismo conmigo.

—¿Qué tu... qué? —hizo una mueca sin comprender nada de lo que su padre decía, como si le estuviera tomando el pelo— ¿Qué es lo que hice para que tuvieras que perdonarme?

—¿No es obvio? Irte y dejarnos, a todos nosotros.

El mundo entero se tambaleó, de no haber estado sentada, de seguro habría terminado en el piso porque las palabras de su padre la golpearon, directo en el pecho. Le quitaron el aire y por un segundo sintió que perdía el conocimiento, pero tomó aire y se recompuso.

Se obligó a reaccionar.

Aunque sintiera el cuerpo entumecido por completo, como si un balde de agua helada hubiera caído sobre ella y ahora debiera esforzarse por recuperar el calor. Así se sentía Tiffany: la visita de su padre desde ya era sorpresiva y nada esperada, pero esto... el escuchar sus palabras fue lo que terminó de helarle hasta la sangre.

No sólo no se estaba disculpando, no sólo no admitía sus errores y la responsabilidad que él mismo tenía, sino que se atrevía a hacerla responsable a ella. A ella.

Como si Tiffany fuera responsable de las acciones de sus padres, como si su actitud justificara el que ellos hayan decidido abandonarla a su suerte sin mirar atrás.

De repente, toda la valentía que sentía se desvaneció al instante. Su padre la miraba con la barbilla en alto y una ceja alzada, su cara por supuesto era un poema y para los Hamilton ese fue siempre el defecto de su hija menor: demasiado sentimental, demasiado impulsiva y soñadora, que se dejaba guiar mucho por las emociones.

Y Tiffany siempre creyó que en serio eso era un defecto. Lo seguía creyendo.

—¿Tienes idea de lo que tuve que pasar? —dijo en voz baja.

—Por supuesto que lo sé, sé todo sobre ti y lo que pasaron en estos años. Jamás iba a dejar que te pasara nada, por supuesto...

—Fue Margaret quien me ayudó —murmuró con la voz estrangulada—. Ustedes... ustedes simplemente me dejaron a la deriva. Y todo lo que conseguí, lo hice sola. Sin depender de ti o de tu maldito apellido.

Jacob trago saliva con un semblante serio, no le gustaba que hablasen así de su apellido. Aunque fuera su hija y esta estuviera enojada, nada lo justificaba.

—Lamento decirte que, de haber tenido otro apellido, jamás habrías conseguido lo que tienes.

¿Y que tengo?, pensó. ¿Una crisis emocional, un problema de autoestima y un piso lleno de humedad porque no llego a cubrir la renta de un lugar decente?

Sí, su apartamento en Brooklyn estaba plagado de humedad y ni siquiera se veía como un hogar, pero ella se esforzó por tenerlo y mantenerlo a pesar de todas las adversidades. Ella lo consiguió.

Tenía un maldito diploma con una maestría en periodismo. Ella lo consiguió.

El trabajo de sus sueños por primera vez. Ella lo consiguió.

No necesitaba ser una Hamilton.

Tragó saliva. Las crisis emocionales y los problemas de autoestima eran culpa de sus fantasmas del pasado, y dos de esos fantasmas eran sus padres.

Ya había decidido salir de aquel lugar, que ahora parecía mucho más pequeño, la asfixiaba y las paredes parecían cerrarse más a su alrededor. Pero en realidad era la presencia de su padre, tan intensa y absorbente como la de su madre.

Un par de robots sin alma que le chupan el alma a otras personas, que irónico, pensó.

Estaba a punto de dejar el café a medio empezar cuando la voz de su padre de nuevo la interrumpió.

—Lo que quiero decir, hija —había cambiado su tono, más afectuoso y tranquilo—. Es que, pese a todo ello, conseguiste cosas y... estoy orgulloso de ti.

Estoy orgulloso de ti.

Estoy. Orgulloso. De. Ti.

Cuatro palabras que había anhelado y ansiado durante toda su vida, no solo la última década, sino desde niña. Porque lo único que siempre había querido era que sus padres se detuvieran un momento y dejaran de lado sus trabajos asfixiantes para prestarle atención a ella. Que la vieran, pero de verdad y por primera vez, y que la hicieran sentir suficiente, que le hicieran saber que estaban orgullosos de ella.

Pero ahora... esas palabras fueron como ácido sobre su piel, destrozándola por completo.

No las quería. Sabía que no eran ciertas.

—Todo lo que hago, todo lo que he hecho y conseguido en estos años fue por mí. Solo por mí. Ni tú, ni Olivia, entran en esa ecuación, así que me tiene sin cuidado si te sientes orgulloso —sentenció con una voz tan firme que hasta a ella le sorprendió la seguridad que irradiaba, aunque por dentro estuviera temblando de miedo—. Si conservo este apellido solo es por Margaret, espero lo sepas.

Se levantó de la silla y abandonó la mesa, pero solo hizo dos pasos antes de que su padre la llamara con suavidad. Decidió que tenía algo más que decirle y lo enfrentó: él aun sentado, ella frente a él, erguida, derecha y con la barbilla en alto.

—No quiero volver a saber de ustedes, ni tú ni Olivia pueden contactarme otra vez. Espero sean capaces de eso, es lo mínimo que pueden hacer por mí.

Su padre parpadeó un poco confundido, agachó la cabeza un tanto avergonzado, pero se obligó a ponerse serio y verla. Asintió, de forma casi imperceptible, y ella le respondió el gesto antes de abandonar aquel lugar.

Solo al salir, cuandopuso distancia entre ella y su padre, dejó que las lágrimas brotaran de susojos.


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