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Brahms Heelshire [El Niño]

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Susurros en la Mansión

La mansión Heelshire estaba envuelta en un silencio sepulcral. Las sombras se alargaban con la tenue luz de las velas, y el aire tenía un peso extraño, como si cada rincón ocultara un secreto.

Tú lo sabías. Desde que habías llegado, esa sensación de ser observado nunca te abandonaba.

Cada noche, al apagar las luces, sentías la presencia de algo—o alguien. Alguien que nunca se mostraba por completo, pero que siempre estaba allí.

Esta vez no fue diferente.

Te habías acostado temprano, pero el sonido de pasos suaves en el pasillo te hizo contener la respiración. No fue el crujir de la madera vieja lo que te inquietó, sino el ritmo pausado y cuidadoso de esos pasos.

No estabas solo.

Un susurro apenas audible se deslizó en la habitación.

—No te vayas…

El escalofrío recorrió tu espalda. No era la primera vez que escuchabas su voz.

Giraste lentamente en la cama, con el corazón latiendo fuerte. La tenue luz de la luna proyectaba sombras a través de la ventana, y en la esquina de la habitación, entre las cortinas, una figura se mantenía inmóvil.

Brahms.

No el muñeco de porcelana que los Heelshire habían dejado atrás. No. Brahms real.

Su máscara blanca apenas reflejaba la luz, y su respiración, profunda y contenida, llenaba el aire entre ustedes.

—Pensé que estabas dormido —susurraste, sin poder apartar la mirada de él.

Se quedó en silencio por unos segundos. Luego, con un movimiento lento, salió de las sombras, acercándose poco a poco.

—No quería asustarte —su voz era áspera, como si no hablara con frecuencia—. Pero no quiero que te vayas.

No supiste qué responder. Su presencia debería haberte aterrorizado, pero en lugar de eso, sentiste algo más profundo. Una extraña conexión, un anhelo oculto en sus palabras.

—No me iré… si me lo pides.

Brahms inclinó ligeramente la cabeza, como si analizara cada palabra. Luego, sin previo aviso, extendió una mano, sus dedos cubiertos por los guantes negros que siempre llevaba.

No dudaste. Con lentitud, llevaste tu mano hacia la suya, sintiendo la calidez que emanaba a pesar de la tela.

La máscara ocultaba su rostro, pero su respiración temblorosa revelaba lo que sus palabras no podían.

—Prométemelo… —susurró, y aunque su tono tenía una súplica, también había algo más. Una advertencia.

Sonreíste suavemente, apretando su mano con firmeza.

—Lo prometo.

Brahms se quedó quieto por un momento, luego, en un movimiento inesperado, se inclinó más cerca, su presencia envolviéndote por completo.

—Mío… —murmuró con voz rota, como si esas palabras hubieran estado atrapadas en su garganta durante años.

Y supiste que, a partir de esa noche, jamás volverías a estar solo.

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