Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

• IX. Los Jardines Señoriales •

https://youtu.be/MFbMoaCWBCA

Reunidos los elegidos en la puerta poniente del Ribete los nervios empezaban a carcomerme. Había mucho ruido y un gran caos. Todos los chicos parloteaban entre ellos, extasiados con la idea de entrar en la casa de un alto señor y contemplar, aunque fuera desde lejos, el esplendor de sus vidas. Uno como el que nosotros, los obreros, no conoceríamos jamás.

—Han de tener tigres como mascotas —dijo un chico cerca de mí a otro.

Sentí un retortijón en el estómago. Nunca había visto un tigre, pero tener a uno rondándome no me emocionaba a mí para nada. No podía descartarlo, ya que los altos señores adoraban rodearse de cosas grandes y exóticas. Pensé entonces que sería apropiado que, en representación de su casa, Mailard tuviera de mascota a un oso. Y me estremecí con más fuerza.

Ser sorprendido y asesinado por Astor era una cosa; pero tampoco quería acabar destazado y convertido en mierda de oso.

—Un esclavo me contó una vez que su señor tenía un elefante en su casa; con pendientes de gemas en las orejas y ajorcas de oro alrededor de las patas.

Sin darme cuenta me había quedado prendado de la conversación que tenía lugar a mi lado y mi cabeza iba recreando todo lo que oía.

—No seas ridículo. ¿Un elefante? ¿Dónde lo meterían? —terció otro.

—Que ignorante eres, ¿no sabes que las casas de los altos señores son tan grandes como el palacio del rey de Mahashtán? Pueden meter allí a dos elefantes; uno a cada lado de la puerta para cuidar la entrada.

Rodé los ojos. Mahashtán era la nación más rica de Nimia. ¿Creían en verdad esos tontos que cada alto señor tenía una casa tan grande como el palacio de su rey? La conversación dejó de ser interesante en cuanto se tornó tan absurda que me causaba pena ajena.

De pronto, el sonido de un cuerno nos silenció a todos, llamando nuestra atención. Un esclavo lo tocaba. Después, un hombre de ropas coloridas, seguido de un séquito de más esclavos, se presentó ante nosotros. Era alto, flaco y las mangas anchas de su larga túnica colgaban hasta el suelo. Bajo la holgura de estas divisé sendos brazaletes de oro. ¿Incluso los sirvientes de Mailard eran ricos? Habló de forma severa, pero desde una graciosa voz nasal:

—Yo soy el maestro Salim —se presentó—. Harán cuatro filas parejas y no romperán formación hasta que lleguemos a la casa del amo y alto señor Zahir Bin Mailard, el Oso Bermejo. Allí recibirán sus siguientes indicaciones.

Después de un breve caos para adquirir la formación indicada —valiéndonos de empujones para quedar al frente o a los costados, desde donde poder ver mejor los Jardines Señoriales a nuestro paso—, y el sucesivo lío de sumar y restar chicos para que las filas quedaran más o menos parejas, el maestro Salim recorrió cada una verificando que todos poseyeran el símbolo del blasón de Mailard en las muñecas. Un esclavo caminaba detrás de él tomando nuestros nombres y me percaté de que tachaba de la lista a quienes no se presentaron. La revisión tomó un tiempo odiosamente largo y más bajo el sol ardiente. Y solo terminada fue que pudimos avanzar; vigilados por un esclavo a cada costado, al frente y a la retaguardia, como si pastoreasen a un grupo de ganado. Miré con detenimiento a ver si podía ver a Astor entre ellos, pero no estaba allí y pude respirar.

Para cuando llegamos a la muralla que resguardaba en su interior los Jardines Señoriales el sol ya estaba en lo más alto y pronto empezaría a descender. Supuse que habría que poner manos a la obra antes de eso, pues era entonces cuando comenzaría la celebración y todo debía estar listo para ese momento. Las puertas frente a nosotros eran el triple de altas que las del Ribete y mucho más pomposas. Estaban enchapadas con metales preciosos y tenían torretas a cada lado. Había soldados Yroseos tanto en la cima de estas como a los costados de la entrada, uno frente a cada hoja de la puerta doble.

A la orden del maestro Salim, se abrieron revelando ante nuestros ojos lo que solo podía describirse como un paraíso en la tierra de los hombres. A mi alrededor oí desde boqueos y susurros, hasta gritos y maldiciones.

—¡Te lo dije! —le susurró el mismo chico de antes al otro.

Yo todavía dudaba que fueran del tamaño del palacio del rey de Mahashtán, pero con toda certeza eran lo que le seguía. Casas colosales y mayestáticas. Con varias plantas, altísimos iwanes, magníficos pórticos con pilares altos, balcones inmensos y enormes ventanas con preciosas celosías de intricado diseño, desde las que colgaban y se balanceaban largas cortinas de seda y oro.

Comprendí por qué los llamaban «jardines», pues lo primero que noté fue que una espesa, variada y muy cuidada vegetación colmaba tanto las calles como los esplendorosos jardines frontales.

Conforme nos internábamos, me fijé en que el portal de cada casa estaba adornado por un blasón con la figura de un animal poderoso sobre un fondo de un color brillante, enriquecidos y acentuados de piedras y gemas preciosas. Asimismo, el consabido animal se hallaba presente por cada rincón de su respectiva casa; tallados en los pilares y puertas, representados en mosaicos en los muros o suelos, esculpidos en estatuas o incluso en los diseños de las celosías. Distinguí un buey azul; un tigre dorado, un águila blanca y una serpiente plateada. Ningún oso bermejo.

Durante el trayecto, los boqueos de asombro y risas emocionadas no cesaron, y eran apenas mermadas por los intentos de los esclavos que nos escoltaban por restablecer el silencio con amenazas. Pero ¿acaso podían culpar a un grupo de niños que habían vivido la vida sumidos en la pobreza más absoluta de reaccionar de ese modo? Yo mismo no me percaté de que llevaba la boca abierta sino hasta sentir secos los labios y la lengua. Aquella era la cúspide de nuestra sociedad. Un mundo con el que hasta hoy solo había podido soñar y fantasear. Cuantas veces desee verlo con mis propios ojos... y ahora al fin podía hacerlo. Y era consecuencia de una tragedia.

https://youtu.be/bMCHGA0J9Qk

Llegamos así a la zona céntrica de los Jardines. El rio que cruzaba Kajhun transcurría cerca; lo supe por su murmullo lejano y el aroma. Y al fin, tras mucha caminata, nos detuvimos frente a una casa. Como si las dos sendas estatuas de piedra roja en la forma de osos a cada lado de la puerta no fueran pista suficiente, mi vista voló al blasón del portal, buscando corroborar lo que ya sabía. Era el de un oso rugiente sobre un esmalte rojo, igual al símbolo del anillo de Eloi. Esa era la casa de Zahir Bin Mailard.

Rodeada por murallas colosales, antelada por un jardín vasto y hermoso, y siguiendo un camino de baldosas brillantes de jaspe, era la casa más alta y magnífica de todas. Las paredes claras se sostenían sobre gruesas pilastras de granito rojo, terminadas en zócalos esculpidos en oro. El techo era una cúpula gigantesca que descansaba sobre un cimborrio rodeado de ventanas ojivales con celosías de madera roja brillante. Cuatro alminares altos se alzaban a los extremos, dotados de balcones abovedados. Al frente, bajo un imponente iwán de mosaicos color escarlata, a cada lado del cual se extendían largas galerías protegidas por elegantes arcadas de piedra, la puerta —doble y enchapada en bronce, tan alta como para otorgar la entrada a un gigante— aguardaba abierta. Mi vista fue de una en una por todas las ventanas y me pregunté si Eloi estaría en alguna de esas habitaciones, preparándose para el evento. El estómago me dolió con la sola idea de verlo otra vez y pensar en cómo reaccionaría.

Seguimos al maestro Salim por el portal y caminamos a través del jardín. Jamás vi árboles de tal tamaño, ni flores de los brillantes colores y exóticas formas como las que allí crecían. Fue como entrar en una jungla en la cual sería fácil perderse si uno se rezagaba. A lo lejos, en la distancia, me pareció oír el rugido de un animal grande, el cual me estremeció hasta los huesos. Nunca había oído el rugido de ninguna fiera, por lo que no pude identificarla, pero sonaba peligrosa. Pensé en un tigre... y después en un oso.

Creí que entraríamos por la puerta principal, pero en cambio nos desviamos por un camino de grava que serpenteaba por el césped y rodeamos la casa hacia un costado de la misma. Cruzamos otra puerta más modesta y llegamos a un patio extenso al descubierto delimitado por setos y arcos de piedra. Aún para ese momento, estaba atento por si veía aparecer a Astor, pero por más que miré no lo vi por ningún lugar.

Un grupo de esclavas jóvenes se aproximaron a nosotros. Usaban faldas largas de color durazno con orlas doradas, pero en la parte superior llevaban una prenda corta a juego que acababa bajo la curva del hombro en las mangas y justo debajo del busto en el torso, dejando a la vista una amplia porción de sus cinturas y vientres. Tragué saliva con la visión y sentí mi rostro acalorarse. Algunas cargaban jofainas de agua, y otras atadijos de tela que no pude ver qué eran. El maestro tomó de la pila de una de ellas lo que parecía ser una prenda y la levantó en alto para enseñarla. Eran sirwales de color gris claro, ceñidos en los tobillos y atildada el área de los mismos y el cinturón por brocado dorado, y un chaleco a juego, ribeteado de más oro en las orlas.

—Todo aquel que llame pasará al frente y se le entregará un uniforme —dijo—. Los afortunados elegidos servirán a los altos señores en el salón principal rellenando sus copas, abanicando, llevando y alcanzando bandejas y bebidas para ellos y ofreciendo botanas. El resto del tiempo permanecerán cerca y de pie para acudir a su llamado.

»Habrán de hacer todo esto con la cabeza gacha y en silencio. No han de hablar con ellos, mirarlos a los ojos ni tocarlos; a menos que estos les otorguen su venia, a lo cual responderán con el oído y la obediencia o callarán al acto en caso de ser silenciados. Han de obedecer a cualquier orden de sus mercedes sin chistar y sin demora. De lo contrario serán sancionados.

»No han de tocar la comida del banquete. Podrán comer después de la media noche y se les pagará al término de las celebraciones un salario de doscientos cincuenta dinares de cobre, si han hecho una buena labor.

Hubo exclamaciones altas por todo el lugar; la mía incluida. Yo ganaba alrededor de cuarenta y cinco dinares en un mes de trabajo duro... Si hubiésemos tenido una oportunidad como esta hace tres meses, hubiésemos podido comprar enseguida la medicina de Inoe. Ashun y yo no hubiésemos tenido que trabajar sin descanso, yo no me hubiese enfermado, Eloi no hubiese tenido que quedarse a cuidarme... e Inoe estaría vivo. Quizá estuviera curado.

Inmerso en mis pensamientos, apenas escuché las siguientes indicaciones que nos dio el maestro. Volví a la realidad cuando ya terminaba su discurso.

—El resto ayudará en las cocinas asistiendo a los cocineros, disponiendo la comida en los platos, llenando jarras de vino en los barriles cuando lleguen vacías y lavando los trastos sucios. Y eso es todo. Atentos a su llamado y a su designación. No se les repetirá.

Esa parte reclamó el resto de mi atención. Si yo no era elegido, estaría confinado a las cocinas... Me sería todavía más difícil encontrar a Eloi.

Conforme recitaba un nombre tras otro y los aludidos pasaban al frente, yo me iba poniendo más y más nervioso. Algunos fueron designados a abanicar, otros a atender bandejas, otros a llevar y ofrecer botanas. Pero no tenía idea de qué criterio utilizaba para elegirlos. Y entonces me percaté de algo. Todos los chicos al frente tenían una cosa en común: eran apuestos.

Fue ahí donde perdí toda mi fe. Parecía una mala chanza...

—Yuren, obrero de construcción: copero —dijo de pronto Salim y levanté el rostro, creyendo haber oído mal.

Miré a mi alrededor, esperando que algún chico acudiera. Debía ser una coincidencia... Debía haber otro Yuren en otra obra de construcción. Pero nadie se movió. El maestro repitió mi nombre más alto, malhumorado.

Sentí un empujón a las espaldas y al darme la vuelta reconocí a un chico de mi obra. Quien, sino Tonur.

—Imbécil. ¡Eres tú! —dijo en un grito mudo.

Sin entender cómo o por qué estaba entre los designados, avancé entre los demás presa de la mirada torva e impaciente del maestro. No llamó a más chicos después de mí. Quizá era el último por ser el menos guapo... Pero al menos no estaba entre los tristes despreciados. Aún así no podía creerlo. Debía haberse equivocado; así que cuando pasé junto a él lo hice con el rostro gacho y andando rápido, para que no tuviera oportunidad de verme bien y darse cuenta de que había cometido un error.

Recibí mi uniforme de manos de una de las muchachas. Esta me sonrió y mi rostro volvió a acalorarse. La tela de las prendas era suave y delicada; una como la que jamás hubiese creído que tendría la oportunidad de vestir.

Apremiados por la voz nasal de Salim y por las muchachas que se quedaron para ayudar a prepararnos, tuvimos que olvidar el pudor y desnudarnos frente a ellas para que nos tallaran con esponjas enjabonadas y luego nos echasen por encima una jofaina de agua fría que empapó el suelo dejando un reguero a nuestros pies. Después, desnudos como animales, nos trasladamos a un área seca y nos ataviamos con el uniforme. La ropa era tan cómoda como me había imaginado, fresca y suave. Moverse en ella era casi un deleite. No obstante, me percaté de que, aunque las piernas de mis sirwales estaban bien, el cinturón caía casi a la altura de mis caderas y que el chaleco, aunque no me apretaba, era ajustado y demasiado corto. Me exponía el pecho y una parte del vientre.

—Oye... Tonur —llamé a mi compañero, quien se hallaba cerca—. Creo que este me queda pequeño —dije, tirando de la tela de mi ropa hacia abajo.

—¿Y qué quieres que haga yo? —gruñó él—. No puedo cambiártelo; a mí ya me queda corto el mío.

—¡Eh, ustedes! ¡Silencio y apresúrense! —nos riñó un esclavo.

Tuvimos que conformarnos. Si no toleraban la charla, menos aún quejas... Y no había con quien cambiar, pues ya todos estaban vestidos. Aunque, fijándome mejor, parecía que todos los demás tenían el mismo problema.

Una vez uniformados, a cada uno le fue entregado un aro delgado confeccionado de plata que tuvimos que ponernos alrededor de la cabeza, a la altura de la frente. Vestido de modo tan rico y además llevando joyería me sentí extraño y fuera de lugar. Jamás lo hubiese creído posible.

Ya solo restaba esperar a que nos dieran la indicación de salir a servir. Primero nos hicieron saber tres reglas importantes y las consecuencias de desobedecerlas: La primera, que si alguno era sorprendido haraganeando o husmeando recibiría varillazos y sería recluido a las cocinas, sin salario. La segunda, que si ofendíamos a un alto señor seríamos azotados en función de la ofensa. Y por último, que si cualquiera de nosotros era sorprendido robando, se nos cortaría una mano. Me pregunté quién se atrevería... o si alguien lo había hecho en el pasado; o no se hubiera implementado esa regla.

https://youtu.be/r3Arb5j2ECc

Nos trasladamos después a las cocinas. El lugar era amplio y estaba caluroso y húmedo por los fuegos donde se cocinaba el banquete. Una gran parte del cual ya estaba listo para ser llevados a los invitados y se disponía sobre dos larguísimas mesas. No pude ver qué eran, pues estaban cubiertos con tapas, hojas de banano y paños para mantenerlos libres de moscas y que conservasen el calor; pero solo el aroma me hizo agua la boca. Esclavos y sirvientes corrían de aquí para allá presurosos, llevando a cabo sus tareas.

Fuimos separados en grupos según nuestra misión designada. A los coperos se nos ordenó tomar una de las decenas de jarras de cobre sobre un mesón y aguardar por la indicación para salir. Hice como se me ordenó y me hice con una de ellas. A mi alrededor oí a chicos quejarse de que estaban pesadas, pero a mí no me lo parecieron en absoluto y pensé que se debía a los años de trabajo cargando pesos en la construcción.

Se nos anunció que los primeros invitados comenzaban a llegar y, sin perder un solo segundo, fuimos conducidos fuera de las cocinas hacia un corredor. Este se extendía eterno hacia un lado y al otro, jalonado de puertas, pero nosotros seguimos al maestro en dirección a un arco protegido por cortinas. Las ansias crecían de forma desmedida. Risitas y murmullos por todos lados; acallados por el maestro que nos acompañaba. El corredor ya era elegante; amplio, flanqueado de pilastras y con techos altos. Pero en cuanto la estancia principal se abrió ante nosotros tras una cortina boqueé estupefacto a coro con los demás chicos, quienes prorrumpieron en reacciones similares. Las palabras no bastaban para describir el esplendor de la visión desplegada frente a nosotros.

El chico que había dicho que se podía meter allí a un elefante estaba equivocado, pues yo calculé que fácilmente podían entrar diez y andar con soltura. El salón era gigantesco; con pisos de mármol claro y reluciente que intercalaba baldosas de granito bermejo sobre el cual se tendían largas alfombras tejidas de colores brillantes; paredes claras revestidas por hermosos tapices; coronado por un altísimo techo abovedado de artesones de ébano, con incrustaciones de oro y jaspe. Pendían cortinas de raso rojo ribeteado en oro desde lo alto de cada arco y ventana, mientras que hermosas vasijas de cerámica de Milwan, tan altas como una persona, y prístinas estatuas de alabastro y oro se ubicaban rayanas a los pilares y paredes. Un largo soportal de arcadas rodeaba el «majilis», cobijando las numerosas puertas ojivales que rodeaban la estancia, por una de las cuales emergimos nosotros.

Además de las riquezas que lo atestaban, toda la estancia estaba decorada en honor a la llegada de la primavera con las más amplias variedades de lo que debían ser las primeras flores de la temporada, las cuales llenaban el lugar de un aroma fresco y silvestre. Había, entre otras, blanquísimos jazmines, anémonas tan rojas como la sangre, narcisos y nenúfares en variedad de colores, violetas, lavandas, rosas de todos los tamaños, lirios, jacintos y flores de granado y cerezo. Se hallaban en guirnaldas que colgaban de las paredes, y que escalaban por los pilares; en jarrones grandes por toda la sala, y pequeños sobre la mesa; y en espectaculares arreglos con la forma de personas o animales. En el área del majilis, frente a los elegantes divanes ubicados en corro y repletos de cojines brocados con flecos, sembrados de oro y lentejuelas, se habían dispuesto largas y robustas mesas en donde ya habían bebidas y donde de seguro se dispondría más tarde el banquete.

Elegí un lugar que me pareció apropiado entre dos divanes, justo en frente de un jarrón con plantas, para aguardar allí a ser requerido. Entonces, el maestro nos encomendó guardar silencio y se apresuró a la puerta.

Un silencio expectante se extendió entre todos los chicos allí presentes. El estómago se me constriñó. Pronto, uno a uno, los altos señores yroseos fueron ingresando en la estancia, después de ser saludados por Salim.

Estos eran todo cuanto había oído que eran: hombres grandes —muchos de ellos obesos—, todos barbudos, ataviados con trajes coloridos confeccionados de las sedas más finas y envueltas las prominentes barrigas de anchos cinturones. Se prolongaban los ojos con kohl y todos ellos usaban barba y el cabello en una larga trenza. Creí saber entonces por qué los esclavos eran obligados a raparse la cabeza y afeitarse: era un modo de establecer su inferioridad con respecto a sus amos.

Durante la antesala de la fiesta se sirvieron las bebidas y algunas botanas ligeras, y los altos señores se dedicaron a beber y hablar entre ellos. Todo el lugar se colmó de pláticas y risas estrepitosas. Por mi parte, me dediqué a buscar a Eloi, pero no podía evitar distraerme en los gigantes que atestaban la sala. Cuando pensaba haber visto al que estaba vestido de la manera más magnífica, aparecía otro a superarle. Las largas telas de sus túnicas y ropones se movían con ellos cuando estos se desplazaban sobre sus grandes y pesados cuerpos, y las joyas que les adornaban de pies a cabeza tintineaban de un modo desesperante. A cada uno le acompañaba un muchacho, los cuales supuse que debían ser sus respectivos mozos de compañía, solo a juzgar por una característica en común: eran todos hermosos. Muy hermosos... y muy jóvenes. Algunos de la edad de Eloi, otros de mi edad y algunos tan pequeños como Inoe. Distinguí a dos o tres que lucían algo más mayores, mas eran imberbes y conservaban sus rasgos delicados. Vestían a juego con sus amos, de un modo tan elegante y adornado como ellos, y los acompañaban a todos lados siempre callados y sumisos, asistiéndoles en tareas tan burdas como acomodarles la trenza y las joyas, sostenerles las copas y ponerles uvas, y otros frutos pequeños, confituras, o nueces peladas en la boca.

Empecé a preguntarme por qué debían ser todos varones. Y luego pensé en lo vergonzoso que había sido que una chica me bañara, poco antes, y lo comprendí. Si sus tareas incluían ayudarles a vestirse o asistirles en el aseo, era obvio que estarían más a gusto con un muchacho que con una chica.

En principio, dada la manera en que descollaban por su estatura y la forma en que sus pequeños mozos se perdían entre la piara que conformaban, busqué a algún alto señor que se correspondiese con la descripción de Mailard, pero muchos de esos hombres se parecían. Todos eran robustos y grandes y muchos tenían el pelo y la barba de color negro. De manera que me concentré en buscar a Eloi con la certeza de que, aún si me costaba más divisarlo, me sería imposible pasarlo por alto. Incluso el mozo más bello del lugar hasta ahora no se podía comparar al hermoso demonio. Ninguno tenía además ese particular color de cabello. Y ninguno tenía sus ojos.

Pero no pude hallarlo. ¿Y si alguno de esos hombres era Mailard, y tenía ahora a otro mozo a su servicio? ¿Y si Laila estaba en lo correcto y se había desecho de Eloi? Conforme más tiempo pasaba sin encontrarlo, me iba poniendo más inquieto y pensaba en escenarios cada vez más siniestros. ¿Cuál había sido su destino? ¿Encerrado? ¿Vendido? ¿Enviado a las minas de Ikaina? ¿Asesinado por Astor o por Mailard debido a su ofensa?

Sacudí la cabeza con fuerza y me percaté de que jadeaba por aire y me temblaban las manos, así que respiré hondo.

https://youtu.be/StKlbiCliC0

En ese momento, un coro de vítores, aplausos y gritos de jolgorio me hicieron levantar la vista. Me di cuenta de que todos miraban en dirección a un altísimo arco con doseles de raso rojo, los cuales se abrieron para dar paso a una figura colosal.

Fue allí que, luego de años imaginándolo, pude conocerle al fin. Y su imagen en mi cabeza jamás hubiese podido hacerle ninguna justicia.

Ataviado de una rica túnica de color rojo vibrante, bordada de oro y pedrería, abierta sobre un amplio pecho cubierto de una espesa mata de vello, emergió entre las cortinas un hombre muy alto, barbudo, de pétreo rostro moreno y con una larga y gruesa trenza del color del ébano cayéndole por uno de los hombros. Era muy robusto, mas no a fuer de gordura; sino de unos hombros amplios que delataban una espalda ancha y con brazos largos cuyos músculos se advertían incluso bajo la tela de su túnica. Parecía un oso.

Supe que era Mailard; mas no por su aspecto, ni por su ceremoniosa entrada. Entendí que era él y no otro... porque Eloi estaba a su lado.

Sin duda era muy distinto de lo que me había imaginado. No parecía que su inmenso tamaño le dificultara moverse y, pese a que tenía el cabello y la barba salpicados de canas, no lucía viejo en absoluto; como había creído hasta ahora que lo era una persona de cincuenta años. Parecía en realidad más joven que muchos de los altos señores allí presentes. Y, sin embargo, fue el que más me intimidó de entre todos; no por su imponente estatura —junto a la cual Eloi lucía diminuto—, sino porque su ceño espeso y sus ojos hendidos hacían que su sola mirada resultara más amenazadora que cualquier otro atributo.

Aun así, me encontré apretando la mandíbula hasta que mis dientes crujieron. Allí estaba el hombre responsable de la muerte de Inoe.

Este se abrió paso por el salón y saludó a sus huéspedes uno a uno. El muy maldito sonreía impenitente; como si el brutal asesinato de un niño de ocho años no le pesara en la consciencia. Pero aquello no me dolió tanto como el hecho de que, a su lado... Eloi también sonreía.

Una vez que Mailard saludó a todos sus invitados, estos fueron a ocupar lugar en los divanes frente a las mesas y el centro del salón volvió a quedar abierto. Me extrañé del hecho de que, mientras que el resto de los mozuelos se sentaron a los pies de sus amos en los cojines dispuestos para ellos o se quedaron de pie, atentos a sus órdenes, Eloi ocupó sitio nada menos que en el mismo diván de Mailard y además a su diestra; lo cual, según Ashun me había contado, constituía un gran honor y un privilegio solo reservado para esposas, el hijo primogénito o el amigo más cercano y leal.

Y entonces, a la señal del maestro Salim, los chicos encargados de acarrear la comida del banquete emergieron desde el corredor de la cocina, cargando con el festín que fueron a desplegar sobre las mesas, saturándola de platillos, y que fue mayor que cualquier cosa que me hubiese podido llegar a imaginar.

Había pollos rellenos, gordos y dorados, sazonados de especias finas; carne de carnero salpicado de sésamo y romero; pescado fresco, frito en harina y manteca, acompañado de gajos de limón; alas asadas de ave que brillaban bañadas en miel y perdices rostizadas, aderezadas con hierbas aromáticas. Algunos muchachos iban además de aquí para allá cargando bandejas colmada de confites apetitosos como trozos de baklava y halvas, pastelillos y bollos rellenos, variedad de nueces tostadas y caramelizadas, y todo tipo de frutas; albaricoques sonrosados y jugosos, dátiles frescos, higos bien maduros, uvas rojas, verdes y negras en sus racimos, trozos de sandía y melón.

Así, el festín dio comienzo. Hube de dedicarme a mi labor de llenar copas de vino cada vez que alguna se alzaba cerca de mi posición y, aunque las manos me temblaban de manera frenética, procuré no derramar ni una gota.

https://youtu.be/vWBzdReqg1s

Gracias a mi ubicación al lado del jarrón que me ocultaba parcialmente, mi hermano no reparó en mí. Pero yo no le quité los ojos de encima en ningún momento. Estaba más hermoso que nunca, vestido a juego con su amo con un ropón color rojo sangre, largo y vaporoso, sobre un chaleco y sirwales bordados del mismo color. La visión me trajo un profundo malestar. Lucía como en mi sueño... Usaba un aro dorado alrededor de la frente, pendientes largos de granates, un grueso collar a juego alrededor del cuello, brazaletes y ajorcas. Entre el rojo de sus ropas y el cobrizo de su cabello, el turquesa de sus ojos fulguraba de manera feroz.

Me pregunté si bajo la suntuosidad de su atuendo escondía heridas... pero él parecía encontrarse en perfecto estado. La furia me quemaba por dentro cada vez que observaba a Zahir Bin Mailard reír y regocijarse con sus huéspedes; pero era solo dolor lo que me recorría al ver a mi hermano sonreír junto al hombre quien nos había quitado a Inoe de aquel modo cruento.

Nuevos vítores se alzaron en el lugar gracias a algo que dijo Mailard y presté atención para ver qué estaba ocurriendo.

Eloi se levantó del sitio junto a su amo y caminó hacia el centro del salón. Un trío de músicos portando un derbake, un barbat y un pandero se le unieron allí y se situaron detrás de él. El amo Mailard recitó una frase que no entendí, pero con lo cual al fin pude oír el sonido de su voz. Era gruesa y grave; cargaba la potencia gutural de un rugido como el del jardín. Los músicos acataron y empezaron a tañer los instrumentos en una briosa tonada.

https://youtu.be/UM6gTHaKkjM

Entonces, Eloi llenó el pecho en un aliento, abrió los labios y acompañó el son de la música con una canción.

Su voz se elevó de forma dulce y suave, pero aun así con el volumen suficiente para colmar toda la estancia. Cantaba en la misma lengua que usaba la primera vez que lo había escuchado: la lengua de los poemas. No obstante, era muy distinta de la que le oí cantar en esa ocasión. Esta era más a tono con el ambiente jolgorioso de la fiesta. Aun así, no podía dejar de percibir un aura en Eloi que distaba mucho de ser alegre. Su voz seguía teniendo aquella cadencia triste de la primera vez. Sus labios perdían la sonrisa al final de cada estrofa y con cada nota fuerte, cuando cerraba los ojos, sentía que reunía fuerzas para volver a sonreír y entonar la siguiente. Era doloroso de ver...

Pero los altos señores observaban embelesados y atentos, deleitados tanto por la voz clara y hermosa como por su bello dueño, sin percatarse de nada. Mientras que para ellos la tonada resultaba gozosa y el espectáculo era vivaz, a mí solo podía transmitirme una turbadora amargura.

Terminada la canción y de regreso a su sitio, Eloi recibió aplausos, zalemas y cumplidos a los que hizo caso omiso durante todo el trayecto de vuelta al lado de su amo. Los músicos continuaron tocando, pero la voz de Eloi parecía ser un privilegio que solo podía otorgarse una vez, pues no volvió a acompañarlos. Yo volví a dedicarme a mi tarea de escanciar vino.

La celebración se reanudó a partir de allí entre risas y charlas. Mientras que yo apenas podía seguir el hilo a la conversación de los altos señores, pues me perdía entre sus palabras floridas y expresiones complicadas, Eloi parecía comprenderlos a la perfección. Cada vez que su amo o algún otro alto señor preguntaban su opinión sobre un tema —cosa que no los había visto hacer con ningún otro mozuelo—, este respondía de forma elocuente e incluso los más viejos asentían en un solemne acuerdo.

Entre tanto, los altos señores comían como verdaderos cerdos. Las bandejas repletas que se traían desde las cocinas y que se cambiaban por las que se iban vaciando parecían no dar abasto. Y justo cuando creía que toda la comida se había terminado, las mesas volvían a colmarse de los manjares más apetitosos, haciéndome gruñir el estómago.

Cuando no estaba llenando copas, contemplaba atento a mi hermano desempeñar sus tareas como mozo acompañante. Eloi ofrecía a su amo aperitivos que tomaba de las bandejas que paseaban los obreros, le quitaba con suavidad la copa vacía de la mano para hacer que alguno de los coperos la llenase e incluso llegaba al extremo de ponerle a Mailard bocadillos cerca de los labios, cuando este tenía las manos ocupadas con la copa y un nuevo platillo. Las migajas caían resbalando por sus delicados dedos cuando aquel recibía gustoso las botanas y me pregunté cómo lo soportaba alguien con tantos escrúpulos por la suciedad como lo era Eloi.

Pero otra cosa todavía más inusual me tenía intrigado y atento a cada una de sus interacciones. Mailard trataba con rudeza a todos los sirvientes y obreros a los cuales se dirigía, o bien los miraba con desprecio y repugnancia, levantando las aletas de su ancha nariz como quien mira a una cucaracha recién aplastada retorcerse. Pero el trato a Eloi era un mundo de diferencia. Su voz tronadora se volvía suave y dulce al dirigirse a él, pasaba tendidos ratos sin quitarle los ojos de encima, le hacía participe de la conversación de los altos señores, buscaba su aprobación primero que la de todos sus huéspedes cada vez que hacía una chanza —a lo cual este se reía de ese modo encantador en que sabía hacerlo, cosa que parecía complacer sobremanera a su amo— e iba tan lejos incluso como para ofrecerle bebidas en su propia copa o bocados con sus propios dedos.

Su forma de actuar no se correspondía para nada con las lesiones de Eloi. Ahora me resultaba impensable que fuera capaz de lastimar de cualquier manera a su mozuelo; pues, después de observarlo con atención, me atrevía a decir con toda certeza que el amo Mailard, aquel hombre cruel ante la sola mención de cuyo nombre todos temblaban, sentía por su mozo algo más que simple complicidad o confianza para con un servidor leal.

Algo que yo solo podía describir como afecto.

No obstante, algo con respecto a Eloi continuaba preocupándome. Estaba seguro de que nadie más lo veía; era demasiado sutil... pero yo había vivido con él desde que tenía memoria y para mí era evidente. El modo imperceptible en que su expresión se torcía al final de cada risa, ninguna de las cuales llegaba a sus ojos; la forma tortuosa en que su rostro pasaba de la más luminosa sonrisa a la más absoluta apatía y el cómo, cuando nadie lo estaba mirando, su faz decaía, inexpresiva y ausente, como si sus pensamientos se perdiesen en el vacío... Hasta que alguien volvía a reclamar su atención y el hermoso demonio volvía a usar su encantadora careta.

—Siempre es el mayor de los placeres ser recibido en tu casa, hermano Mailard —comentó, en un breve momento de silencio, uno de los altos señores. El resto de ellos corearon en acuerdo por medio de asentimientos y exclamaciones aprobatorias y aquel prosiguió—: Deliciosa comida, vinos excelentes... y compañía exquisita —dijo echando un vistazo alrededor.

—Exquisita sin duda —dijo otro antes de morder un ala de pato con miel, y que la grasa le escurriera por la barba—. Eloi es elocuente, versado, toca instrumentos y además canta. Me atrevo a decir que muchos de tus invitados vienen cada año más por el placer que resulta su presencia que el de beber tu mejor vino.

Un coro de risas se desplegó a lo largo de todo el salón. Mailard sonrió con una complacencia casi arrogante. Parecía atribuirse algún mérito con ello.

—Haz el favor de enterarnos cómo fue que tuviste tanta suerte —dijo el primer alto señor—. ¿Dónde y cómo fue que lo hallaste?

Mailard le acomodó a su mozuelo un mechón de cabello detrás de la oreja y yo apreté los dientes. Eloi detestaba que lo tocaran. Apenas toleraba la presencia de otra persona en la misma habitación. ¿Cómo podía soportar esa clase de gestos? ¿Y más viniendo del asesino de Inoe? Pero la apostura de mi hermano se tensó al acto y le vi arredrarse incómodo; aunque de un modo tan sutil que pasó inadvertido a todos.

—Estaba sentado en la orilla de la costa mirando el océano cuando le hallé —reveló Mailard y hallé en ello una contradicción que me hizo ladear el rostro—. Lo encontré como quien tropieza con una perla en la arena.

Eloi me había dicho que detestaba el mar. ¿En qué momento había comenzado a odiarlo? Y además los obreros no podíamos salir de las murallas. ¿Cómo se las había arreglado para salir a verlo? De pronto, tuve la sensación de haber recordado algo que hubiese estado mucho tiempo luchando por rememorar, pero se me escapó con la misma rapidez, dejándome una extraña e inquietante sensación de ausencia. Como si hubiese perdido algo importante.

—¡Y qué perla! —exclamó otro alto señor, haciendo que los demás estallasen en risas como si hubiese sido la mejor chanza del mundo.

Todo allí empezaba a irritarme en demasía; los altos señores, sus risas escandalosas, su forma de comer, su manera de hablar... Pero esto último de manera desmedida, desde que habían empezado a hablar nada menos que de mi hermano. No era como si oír cumplidos y halagos referidos a su persona fuera algo inusual, pero había algo diferente esta vez. Algo acerca de sus palabras se sentía extraño... Me ponía incómodo al punto de atemorizarme.

—Una muy rara y valiosa sin duda —dijo otro alto señor, bastante más viejo que el resto, llevándose a la boca un ramillete de uvas rojas para chupetearlas de un modo desagradable—. Talentoso, inteligente y apuesto.

—¿«Apuesto»? —rió otro—. Es más hermoso que cualquiera de nuestras esposas; en especial que la tuya.

Más risas estrepitosas resonaron; incluso la del aludido, más alta que la de ningún otro. Eloi solo escuchaba, sonriendo como una efigie, como si en algún punto la sonrisa hubiese quedado tallada en su rostro de piedra.

—Y que la mía —declaró otro alto señor, al cual hasta entonces no había prestado atención, elevando su voz por encima de la del resto.

El escándalo se mitigó a un murmullo de risas cautelosas.

Examiné al hombre. Tenía un aire diferente a los demás. Su mirada era casi tan penetrante como la de su anfitrión; pero había en ella algo que me puso inquieto y que no supe descifrar. Noté que no le acompañaba ningún muchacho y me pregunté si no lo habría traído consigo o si no tenía a uno.

—Ven aquí, mozuelo, déjame que te mire de cerca —dijo a Eloi y extendió una mano hacia él, invitándole a acercarse—. Con tu permiso, Zahir.

Las risas se apagaron del todo y el ambiente se volvió tirante de pronto.

Eloi miró a su amo con duda y yo me tensé, expectante. Mailard indagaba de forma fija al hombre con la mano en alto. Le devolvió la mirada a Eloi, luego observó a su alrededor y, solo tras exhalar un profundo respiro, dio su venia con un asentimiento. Sin embargo, noté que tenía la mandíbula apretada y las manos vueltas en puños sobre sus rodillas.

Eloi obedeció y se puso con suavidad de pie, bajándose del diván de su amo para acudir al llamado y aproximarse hasta el hombre quien le requería.

Aquel era casi del tamaño de Mailard, pero su trenza era castaña, a juego con su piel del color del dátil fresco. Este tomó la delgada mano de Eloi en la suya y la levantó por sobre su cabeza para compelerlo a dar una vuelta completa, observándole de un modo que, sin saber por qué, me repugnó.

Tras aquello, atrapó el mentón de mi hermano entre los dedos y le obligó a acercar el rostro para examinarlo tan de cerca que estaba seguro de que Eloi podría oler el licor de su aliento y me sorprendió que fuera capaz de mantener una expresión inalterada. Tuve que morderme la lengua para no decir algo o la perdería; pero me estaba costando cada vez más. La mano me temblaba con la fuerza con que estrujaba el asa de la jarra y respiraba alto.

Después de una larga mirada apreciativa, el hombre sonrió con una turbadora reserva y exhaló un respiro que sonó como el resuello de un toro:

—Bello. Como la luna cuando sale —susurró, casi sin aliento, al momento de soltar su mentón y acariciar el collar que le adornaba el cuello. Tuve la sensación de que al hacerlo, sus dedos se deslizaron sobre la porción desnuda del pecho de mi hermano de forma intencional. Vi los labios de Eloi apretarse por medio segundo—. Mi oferta sigue en pie, hermano Zahir. Vale uno de mis barcos al menos y un par de caballos mahashtunes. Eso o su peso en oro. O cualquier tesoro de mis viajes —listó—; te permitiría elegir el que desearas. Un tesoro por otro. —Hizo un gesto que no pareció agradar a Mailard en lo absoluto, pues este tensó la boca—. Ya sabes que me llevo a mi familia a vivir a Idun, así que, si tienes la inclinación de prescindir de él, dispones de dos días para pensarlo. No te costará nada encontrar otro más joven.

Entorné los ojos. ¿«Un par de caballos»? ¿Por qué seguían hablando de él como si fuese una cosa de valor? Y ¿qué quería decir con «más joven»? Eloi ya era muy joven. El modo en que hablaban de él me pareció vil y humillante. No hablaban de un esclavo; como había dicho Laila; pero tampoco siquiera de un ser humano... Hablaban de una posesión. Un tesoro raro que un hombre posee y que otro codicia. Por otro lado, me tensé con la posibilidad de que fuera llevado lejos si Mailard accedía.

¿Qué les diría entonces a mis hermanos? ¿Y si jamás lo volvíamos a ver? Esperé por su respuesta, rogando por no estar equivocado respecto a Mailard y que no tuviese ninguna intención de acceder.

—Yo tengo un par de mozos bastante bonitos, si necesitas a uno, hermano Alikair. El más joven pertenecía a mi hijo antes de que se fuera a Sidaye. Ya verás qué chiquillo más lindo.

Pero el aludido hizo caso omiso de la propuesta del otro alto señor y esperó la respuesta del Oso Bermejo.

En cuanto Eloi llegó a su lado, Mailard tomó su mano en la suya y le acarició el dorso como un padre amoroso. Aunque, al fijarme bien, noté que sostenía su mano con una fuerza inusitada y no supe decir cuál de las dos manos era la que temblaba. Luego, tras observar un momento a su menudo mozuelo con languidez, Mailard arrojó al hombre al otro lado del salón una mirada de cuchillas y sonrió bajo su tupido bigote rizado, sin rastro de buen humor:

—Que sean tus ojos los únicos que se deleiten de su belleza, Alikair —sentenció—. Porque nunca pondrás tus pezuñas sobre él.

Se me escapó un boqueo. Ante la incordia teñida de chanza, los demás altos señores rieron nerviosos y de manera forzosa, arrojándose miradas discretas entre ellos. Parecía haber una aspereza palpable entre Mailard y Alikair. Incluso Eloi comenzaba a lucir agitado y trasladaba furtivas miradas de uno en uno. El aludido se tomó una pausa; sin reír, pero sin borrar la sonrisa. Dejó salir un lento y pesado respiro y después apuró todo el contenido de su copa de vino antes de volver a hablar.

Su tono de voz fue retador, pero atenuado por palabras cordiales:

—Si ese es tu deseo... hermano. Pero en ese caso, querido Zahir, deja que mis ojos se deleiten un poco más antes de mi partida —decretó, levantando su copa al frente—. Permite que Eloi dance para nosotros.

Aquello despertó un coro de murmullos aprobatorios por todo el salón y tuve el presentimiento de que Mailard no podría negarse a la petición del otro señor, por más inconveniente que le resultase; según intuí a juzgar por la forma en que sus facciones se tensaban a fuer del esfuerzo empleado para que no se le crispasen de rabia. Ya no solo estaría negándose a la petición de uno de sus más distinguidos huéspedes —quienes se sentaban a su diestra—, sino que estaría declinando la petición de todos sus invitados. Sin conocer los protocolos de la aristocracia, me figuraba que eso sería visto como la más soez descortesía hacia los presentes. Alikair era astuto y sabía bien lo que hacía.

—Oigo y obedezco, hermano. —Mailard se inclinó hacia Eloi y le dijo algo en el oído. Los ojos de mi hermano se ensombrecieron, pero acató con una lenta cabeceada antes de levantarse de su sitio otra vez y obedecer la orden.

Si nunca hubiese imaginado que llegaría a oír a Eloi cantar otra vez, verle danzar era otra cosa que jamás pensé que atestiguaría con mis propios ojos.

El hermoso demonio se deshizo de su ropón, quedándose solo con el chaleco ceñido del torso y los sirwales a la cadera —los cuales parecían quedarle tan cortos como a mí— y se desplazó hasta el centro abierto del gran salón, justo debajo de la cúpula del techo. Intuí que era algo que muchos de los hombres allí presentes le habían visto hacer con anterioridad, pues todos guardaron un solemne silencio y se extendió por el lugar una expectación palpable, de la cual incluso yo fui presa. Una música lenta e intensa colmó el salón y dio comienzo al tan ansiado espectáculo.

https://youtu.be/8UkndwE1d1Q

El joven mozo inició siguiendo el son de la melodía, meciendo su cuerpo de un lado al otro en un delicado y moroso vaivén que transmitía un suave contoneo a su cintura y trazando con los brazos formas ondulantes en el aire. Se inclinó a un lado y luego al otro, y por último arqueó la espalda hasta que su cabeza casi tocó el suelo, suscitando boqueos de asombro por todo el salón.

Y en el instante en que la música aumentó de intensidad, así mismo lo hizo él. Se desplazó por el salón con una ligereza de pies tal como si levitase a ras del suelo, moviendo con más brío los hombros y los brazos, y cimbrándose al compás de la percusión de los derbakes con un intenso movimiento de caderas, que me pareció que resultaba demasiado provocador y femenino para tratarse de la danza de un muchacho, pero el cual mantenía hechizados a los huéspedes, quienes incluso habían dejado de comer y beber...

Y fue entonces que me percaté de que yo estaba tan fascinado como los altos señores.

Durante todo el tiempo que duró la danza fui presa de una extraña entremezcla de emociones. No me hallaba capaz de pestañear y noté que incluso medía mi respiración, temeroso de romper la exquisita y embriagadora atmósfera desplegada en el lugar por la música y la danza. Pero, por otro lado, pensaba que el muchacho que se deslizaba de un lado al otro moviéndose con la ligereza de una hoja al viento no podía ser Eloi, el demonio. No podía concebir que alguien como mi hermano; irascible, agresivo y violento, pudiera evocar tales emociones. El modo en que daba vueltas sobre sí mismo y en que se arqueaba, en círculos y luego de un lado a otro, acentuando cada curva de su cuerpo; la manera en que desplegaba los brazos como a punto de alzar el vuelo, se rodeaba a sí mismo con ellos o los movía como si pudiese acariciar la música con sus manos; el cómo sus expresiones y sus intensas miradas de fuego color turquesa se correspondían con las fluctuaciones de la melodía... Todo era un espectáculo hipnotizante del cual era imposible apartar los ojos.

Eloi se desplazó por el centro del salón hacia el corro y se detuvo frente a quién, sino el alto señor Alikair. El ambiente se volvió denso. El hermoso demonio comenzó a delinear un movimiento lento y sugestivo con las caderas sin quitarle su intensa mirada. Yo aparté por un momento los ojos de mi hermano para escrutar al alto señor, preguntándome qué pretendía con eso. Y la expresión en el rostro de aquel me puso los pelos de punta. Este le contemplaba con el ardor en los ojos de un animal hambriento, atento a cada forma que dibujaba su silueta. Tenía la boca abierta, pero no respiraba. Y no fue sino hasta que Eloi volvió a alejarse que pareció recobrar el aliento, resollando de modo tan premioso que su pecho subía y bajaba con brío.

Me pregunté qué cara tendría Mailard ahora mismo y lo busqué en su diván, esperando encontrarle furioso. Pero lo que hallé en cambio me dejó perplejo. Este intercalaba tendidas miradas complacidas sobre el hermoso doncel del que era orgulloso propietario y quien danzaba de nuevo en el centro del salón, girando, oscilando y contorsionándose, y otras llenas de mofa sobre el hombre cuya propuesta había declinado de un modo tan insultante.

Fue entonces que comprendí lo que buscaba Mailard al permitir que Eloi danzara para sus invitados y que me hice una idea de la clase de indicación que le habría dado antes en el oído, la cual mi hermano había acatado de modo tan renuente. Jamás había sido su intención complacer la petición de su huésped; solo buscaba darle una lección. Hacer alarde del hecho de que aquel bello mozo lleno de talentos solo tenía un dueño y que este no le dejaría ir a ningún coste, sin importar cuan soberbio; pues nada lo valía. Solo buscaba darle a Alikair una probada de lo que jamás tendría.

La danza finalizó entre feroces aplausos cuando el danzarín dio un giro sorprendente en el aire con las manos y aterrizó con una pierna bajo su cuerpo y la otra extendida al frente, hacia donde inclinó su torso en una reverencia.

Eloi permaneció un momento allí para recuperar el aliento. Respiraba agitado y los brazos le temblaban. Una vez compuesto se puso de pie y, tras una elegante genuflexión, regresó al lado de su amo. Me hallaba tan inmerso en él que no prestaba atención a mis alrededores y no me di cuenta de que era requerido, hasta que un alto señor tuvo que alzar la voz para llamarme:

—¡Copero! ¡Tú, el de los ojos negros!

https://youtu.be/qryRHOk1Cp8

El demonio se detuvo en seco sobre sus pasos y sentí como si me hubiesen estrujado por dentro en cuanto su mirada asesina me halló, paralizándome. Lo maldije todo... ¿Por qué tenía que tener un oído tan jodidadamente bueno? El mundo a nuestro alrededor pareció detenerse por un instante. Por medio segundo, su rostro se tensó de ese modo característico de cuando estaba a punto de desatar su ira incendiaria. No obstante, se vio obligado a contenerse y reanudó su camino procurando no mirarme, y yo atendí al llamado del alto señor, rogando por no haberle ofendido con mi demora. En cambio, de soslayo vi sus labios delinear una sonrisa bajo el bigote.

Una vez junto a su amo, Eloi volvió a colocarse el ropón y se sentó con piernas rígidas en el diván. No volvió a perderme de vista por todo el tiempo que transcurrió luego de que me descubriese y yo no paré de llenar copas, intentando ocuparme en eso para no tener que mirar al demonio; aunque podía sentir sus miradas feroces sobre mí.

Conforme avanzaba la celebración, los Altos señores se ponían más y más ebrios. Reían como hienas y salpicaban el vino en todas direcciones cada vez que agitaban las manos para hablar. La floritura de sus palabras se había perdido en algún punto de su beodez y me pareció que su discurso era el mismo que oía a diario en la construcción de la obra. El único que parecía mantener cierta compostura y dignidad era Mailard y, aun así, ya empezaba a tambalearse. Eloi permaneció a su lado, dando sorbos cortos con disgusto a la copa que este le ofrecía y atendiendo de forma refleja a sus peticiones por comida y vino. Casi toda disposición para actuar encantador se hallaba desvanecida de sus rasgos tensos de ira. Había llegado allí con el firme propósito de hablarle, pero ya no me emocionaba tanto la idea. El demonio estaba furioso.

Determiné que no teníamos que hablar. Ya lo había visto; estaba vivo y estaba bien. Ya solo restaba terminar esa jornada, ir a casa y decírselos a Ashun y a Laila. Me quedaría contento con eso. Y luego me sentí un completo cobarde... No podía irme así. Todo habría sido por nada.

Intenté pensar en el modo de acercarme.

—Mozuelo —me llamó de pronto el mismo hombre de antes, arrancándome de mis pensamientos. Cuando levanté la vista, procurando no mirarlo directo a los ojos, vi su copa en alto vacía de nuevo—. Llena mi copa, anda.

Acudí aprisa e hice lo que me indicaba, aún inmerso en maquinaciones.

—¿No piensas responder con el oído y la obediencia? —dijo el alto señor—. ¿O es que eres tímido? Puedes mirarme, no tengas miedo.

A pesar de su tono amable, para ese momento no podía sentirme otra cosa que asqueado con todos ellos y evité responder, concentrado en no derramar el vino. El alto señor insistió, hablando casi en susurros. La boca le apestaba a licor y a una mescolanza de comida:

—Haz hecho un buen trabajo esta noche, muchacho. Te he estado observando. ¿Quién es tu maestro? Me gustaría hablar con él. Ver que te recompense —susurró—. O quizá podrías trabajar para mí, como mi copero.

No pude evitar levantar el rostro para mirarlo y allí fue que pude ver su rostro con claridad. Era viejo y grande, barbudo como el que más, pero tenía una sonrisa en los labios al dirigirse a mí y me sentí mal por juzgarlo tan pronto. ¿Hablaba en serio o solo estaba borracho? Debía ser eso...

—Eres un joven muy apuesto —dijo entonces y sin pretenderlo hice una mueca que corregí al instante, rogando porque no la hubiese advertido—. Incluso... hasta podrías ser un día mi mozo acompañante. —En ese instante se me escapó un repentino jadeo y lo miré, incrédulo.

Un estruendo hizo a todos levantar la cabeza de golpe, en dirección del ruido. Un joven copero se hallaba paralizado junto al diván de Mailard, mientras que la jarra de vino temblaba de manera frenética en sus manos.

Sobre la elegante túnica de Eloi había una mancha púrpura, su copa de vino estaba derramada a sus pies y mi hermano estaba lívido de furia. Se levantó de su lugar, sacudiéndose la ropa y el chiquillo se aproximó para ayudarlo. No obstante, al momento de poner una mano sobre su ropón, el demonio le cruzó al muchacho el rostro con una dura bofetada. Hubo un coro de boqueos entre los obreros, mientras que los altos señores estallaron en risas. Aun así, podría jurar que el golpe no llevaba ni una cuarta parte de la fuerza de la que Eloi era capaz. Incluso me pareció que el chiquillo había exagerado al girar el rostro. Desde luego que a mí me había ido mucho peor en el pasado.

—Él lo hizo —me dijo cerca una voz. Se trataba de uno de los designados a cambiar las vasijas vacías por llenas. Venía por la mía—. El mozo de compañía de Ibn Mailard es Eloi, «El Demonio». Golpeó la vasija de ese chico con su copa cuando le servían para hacerle derramar el vino y meterlo en problemas. Seguro hará que lo azoten... Es mejor si no te acercas a él.

Di un bufido. ¿Así que pretendía aleccionarme sobre mi propio hermano? Pero estaba equivocado con respecto a él. Ahora lo sabía... O eso quise creer.

Pero justo después la música se detuvo. Lo hizo en el instante en que Mailard levantó la palma de su mano libre en alto y los tañedores se petrificaron con rostros atemorizados.

Me tensé, sin saber qué ocurría, en espera de qué sucedería a continuación.

Mailard apuró un sorbo de vino. No parecía la mitad de divertido que los demás, aunque delineaba una sonrisa en el borde de la copa. En lo que Eloi se sacudía la ropa, su señor echó una mirada alrededor y dejó salir un suspiro grave. Las risas se acallaron poco a poco y los invitados aguardaron expectantes a lo que tenía para decir.

—Me pregunto... ¿cómo castigaremos esta ofensa? —Su mirada fija e inclemente voló al muchacho, quien temblaba con la vista en el suelo.

Enarqué las cejas. Debía haber sido un accidente, seguro. Quise creer que bromeaba, pero todos alrededor se tornaron serios y mi interior sufrió un calambre.

—¿Qué demandas en retribución? —dijo Mailard. Comprendí que le hablaba a Eloi en cuanto este levantó la vista a su amo y lo indagó con cautela.

—Vamos, hermano Zahir —dijo el alto señor más viejo—. Seguro un par de varillazos habrán de bastar. Ha sido un accidente.

Pero Mailard hizo caso omiso de él y sostuvo su mirada inclemente en su mozo, aguardando su respuesta:

—¿Un par de dedos, quizá? —sugirió y yo boqueé, estupefacto. Sólo había derramado vino; nada más—. Apresúrate y decide para él el castigo que mejor te complazca. Veré que se haga efectivo y después continuemos con la fiesta.

El copero se echó al suelo y comenzó a llorar. Farfullaba algo, lo cual imaginé que solo podían ser ruegos por clemencia. Eloi arrojó una mirada fría sobre el chiquillo y comencé a jadear de temor. Él no sería capaz...

Todo el salón aguardó en silencio, en espera de su sentencia. Y con cada segundo estaba más seguro de que, furioso como lo estaba por mi causa, Eloi no se conformaría con menos que la cabeza del chico. ¿Debía intervenir? ¿Me escucharía a mí?

Pero, luego de un instante, el demonio solo sonrió embelesador:

—Mi amo y señor Zahir —dijo a Mailard—, no empañemos el jolgorio de esta grata ocasión por culpa de la torpeza de un obrero miserable.

Mailard lo contempló en silencio y con gesto ceñudo.

Rogué porque se quedase contento con eso. El muchacho todavía lloraba de rodillas en el suelo. Debía tener mi edad. Finalmente, el alto señor hizo un gesto desdeñoso con la mano y apartó la vista de nuevo a su copa:

—Hágase como plazcas —suspiró. Me pareció que lucía decepcionado. Y a otra seña de su mano, los músicos volvieron a tocar.

—Largo —siseó Eloi al chico y este balbuceó un agradecimiento y se marchó con el rostro empapado y piernas débiles a las cocinas, llevándose la vasija en los brazos temblorosos.

Tras el breve escándalo, Mailard dijo algo a Eloi que no alcancé a escuchar. Pero aunque sus palabras se dirigían a su mozuelo los ojos del Oso Bermejo seguían al copero con inquina. Pareció hacer una pregunta, a lo que Eloi se negó con una suave cabeceada. Después, este se inclinó hacia su amo para decirle algo al oído, al cabo de lo cual creí oírle bisbisear un:

—Dispénsame.

Y en el instante en que este le otorgó la venia con una cabeceada, Eloi se puso de pie y caminó en dirección al soportal que rodeaba la estancia, hacia el corredor que comunicaba con las cocinas, no sin antes indicarme con una mirada fiera y un sutil movimiento de su cabeza que le acompañara.

—Cambiemos por un momento. Necesito ir a mear —le dije al copero junto a mí y este aceptó, así que le dejé en mi lugar y partí con mi vasija vacía para seguir a Eloi, nervioso desde ya sobre qué le diría o de qué hablaríamos.

—Eh, copero. ¡Oye! —oí decir al alto señor de antes.

Todavía tenía dificultades para creerlo. Allí se iba la que era quizá la oportunidad de mi vida. Aquella con la que había soñado por años... Sin embargo, dada la facilidad con la que asumí aquello me di cuenta de que algo había cambiado en mí en el último tiempo. Antes, no hubiese dudado en mandar a Eloi al diablo para aceptar la propuesta del hombre que todavía llamaba a mis espaldas.

Ahora, increíblemente... había algo más importante para mí.

Glosario:

Majilis: Sitio designado de asientos en corro en que se reunen los miembros de una comunidad o gremio para festividades o para tratar temas de importancia.

Iwan: es un elemento arquitectónico que consiste en un gran porche bajo un arco, una sala o espacio rectangular, generalmente abovedado, cerrado por muros en tres de sus lados, estando el otro completamente abierto.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro