• I - El Demonio •
https://youtu.be/vWBzdReqg1s
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Eloi no se parecía a ninguno de nosotros, chiquillos andrajosos, mugrientos, con las manos heridas por el trabajo y los pies curtidos por el polvo y el lodo; con la piel atezada por el sol y el cabello pajoso. Sus ojos, grandes y brillantes, eran los más raros que hubiera visto en la vida. Un punto medio entre el verde y el azul, como el color de las turquesas que había visto alguna vez en las joyas que usaban los ricos y nobles. Te atrapaban e hipnotizaban... Te hacían olvidar por un instante en dónde estabas parado. En realidad, todo en él resultaba atrayente de un modo extraño para hombres y mujeres; para viejos y jóvenes; para los esclavos y para los «altos señores» por igual.
Él era, en pocas palabras, y sin desgastarse con los calificativos altisonantes que la gente solía usar para aludirlo, sencillamente hermoso.
Se hallaba esa noche sentado a la mesa, sumido en su acostumbrado silencio y haciendo absolutamente nada, como era habitual. Parecía haber estado muy inmerso en sus pensamientos, pues en el momento en que, mientras apilaba los trastos de la cena, una escudilla resbaló desde mis dedos y se estrelló contra las otras con un estruendo, Eloi viró tan rápido que todo el cabello se le agolpó en torno al rostro y los aretes de sus orejas tintinearon.
Recuperado de la sorpresa, suspiró y volvió a apartarme la mirada. La luz ambarina del hogar perfiló sus delicados rasgos, a la vez que su cabello devolvió los reflejos rojizos del fuego.
—¿Acaso podrías ser más ruidoso?
Exhalé lento por la nariz y procuré ignorarlo. Estaba de un humor encantador, como siempre...
No tenía remedio. Laila, quien le conocía desde la niñez, solía decir que los años le habían transformado por completo; que había habido una época en que solía ser un chico risueño y alegre. Pero para Inoe y para mí, los menores de nuestra pequeña familia y quienes podíamos recordarle sólo después de su curiosa metamorfosis, aquello no podía distar más de la realidad; pues el muchacho de belleza arrebatadora que agitaba las largas pestañas y cautivaba con su sonrisa de dientes perlados y perfectos, que se movía con la donosura de un cervatillo y que acaparaba las miradas allá a dondequiera que fuese, era alguien por completo diferente cuando estaba en casa.
Para nosotros, Eloi era un completo demonio.
Tenía un temperamento terrible e impredecible. Estallaba en intensos ataques de cólera, y nada escapaba a su ira cuando algo lo enfurecía; lo cual ocurría con mucha frecuencia. Sus ojos de turquesas se encendían como llamaradas y aquel menudo muchacho era capaz de estrangular con sus finos dedos a cualquiera que se cruzara en su camino.
Por esa razón, ninguno de nosotros trataba con él más que lo necesario; de manera que siempre estaba solo.
Obra de la debilidad de mis manos, cortadas y adoloridas por las arduas labores de ese día, otra escudilla se me resbaló de los dedos mientras las lavaba, y fue a precipitarse contra el viejo piso de madera, en donde se partió en pedazos. Encogí los hombros y apreté los dientes en un reflejo. Esperaba haber despertado ahora sí la ira del demonio; pues ya había sido bastante amable la primera vez. Pero en cambio, todo lo que hizo fue dar un chasquido con la lengua y mascullar:
—Inútil...
El comentario fue a media voz. El problema fue que yo había sido capaz de oírlo perfectamente. Nadie jamás replicaba a sus insultos, por más hirientes que fueran. Nadie... excepto yo.
—Lo siento... Algunos aquí trabajamos todo el día y estamos exhaustos.
Sentí su mirada acuchillar mi nuca y, antes siquiera de que terminara de secarme las manos para recoger los fragmentos de la escudilla rota, uno de ellos —que había ido a parar para mi mala fortuna a sus pies— se estrelló contra la pared frente a mí, muy cerca de mi rostro. Di un paso atrás por reflejo, y después vi su sombra proyectarse sobre la mía demasiado tarde como para reaccionar y defenderme antes de que su mano encontrase mi cuello y se cerrase con fuerza, provocándome una arcada.
Me hizo virar con esa fuerza endemoniada que no sabía de dónde sacaba alguien tan menudo, y después retroceder hasta que mi espalda chocó contra el mesón, acorralándome contra el mismo.
Sus ojos refulgieron de furia al clavarse en los míos.
—¿Qué fue lo que dijiste?
Estuve a punto de lanzarle un puñetazo directo al rostro —aun a sabiendas de que aquello podía no terminar nada bien para mí— cuando el sonido de la puerta nos hizo a los dos desviar la mirada del otro, y justo después el cuerpo fornido de Ashun se puso en medio de ambos, obligándolo a soltarme.
—¿No puedo dejarlos solos ni por una hora?
Hubimos de alzar los dos el rostro para poder mirar a nuestro hermano al suyo. Yo con más razón, que apenas le llegaba al pecho.
Eloi era más alto que yo, pero más pequeño de estatura que Ashun, aunque tenían la misma edad; y al contrario que aquel, que era robusto y musculoso, incluso para sus escasos quince años, «el demonio» era esbelto y delicado. Demasiado. No serviría para ninguna clase de labor física demandante como las que Ashun y yo realizábamos a diario.
—Siéntate. Te vas a cortar así descalzo —lo reprendió Ashun, con suavidad, al tiempo en que se agachaba a recoger las piezas de la escudilla rota, dándome la vista de su espalda amplia y morena, surcada de cicatrices dejadas por las puntas de látigo del pasado, y sobre la que contrastaba su cabello rubio.
El demonio retrocedió hasta su silla y se sentó con los pies arriba, abrazando sus rodillas a la altura de su rostro. Al levantar la vista para verme otra vez, sus ojos ya no ardían, sino que humeaban como una hoguera recién apagada. Había una sola fuerza capaz de aplacar la ira incendiaria de Eloi. Y aquella era Ashun.
No sabía cómo lo conseguía, pero de alguna manera lograba siempre mitigar su furia. Y aunque no se escapaba de sus amenazas ni de sus miradas de cuchillas, nunca sufría las consecuencias de su enojo, más allá de un golpe medido o un insulto poco elaborado. Al fin y al cabo, todos le debíamos mucho. Ashun era quien se ocupaba de nosotros y velaba por nuestro bienestar. Era quien levantaba nuestras esperanzas cuando estábamos abatidos y quien nos protegía del peligro. Era todo lo contrario del demonio.
Por esa razón, Ashun era mi hermano favorito, mi héroe; mientras que a Eloi... yo lo detestaba con todo mi ser.
Me quedé sujeto al mesón con una mano, y con la otra alrededor del cuello adolorido, respirando agitado, tanto en el intento de recuperar el aire como de calmar mi propia rabia, para no arrojarme sobre Eloi y arrancarle de la cabeza cada mechón del sedoso cabello en el que mis dedos pudieran enredarse antes de que me asesinara; lo cual era lo más probable, pues Eloi no necesitaba ser alto ni fuerte como Ashun para ganar una pelea. Era rápido con las manos y siempre encontraba la manera de hacerse con algo contundente o afilado antes de que cualquier golpe encontrase su rostro, el cual protegía de forma fiera.
Decidí olvidar el asunto y me arrodillé para ayudar a Ashun.
—Hemos tenido que cenar sin ti, ¿por qué llegaste tan tarde?
—Fui al zoco del «Ribete». Me quedé esperando a que todos se fueran y desarmaran los puestos. Junto a la puerta hay una bolsa con bananas, manzanas y algunas naranjas que pude recoger. No están muy frescas, pero no tendremos otra oportunidad de comer fruta en un largo tiempo, así que hay que acabarlas antes de que se pongan malas —dijo al erguirse con las piezas rotas reunidas en la mano, y después me quitó las mías para echar todo al cubo de la basura.
Después se acomodó el cabello, el cual intercalaba mechones más claros y más oscuros de rubio, retirándoselo fuera del rostro. Ashun era bien parecido de un modo muy diferente al de Eloi; más varonil. Las muchachas no le quitaban la vista de encima y cuchicheaban entre ellas a su paso; sobre todo cuando el calor del sol lo obligaba a librarse de la camisa en medio de la jornada de trabajo.
Sin embargo, había una chica de la edad de ambos quien parecía ser inmune, tanto a la belleza del uno, como al atractivo tosco del otro.
—¡Has llegado, Ashun! Me tenías preocupada —dijo Laila, al momento de salir debajo de la cortina que servía de puerta a la pequeña habitación junto a las escaleras—. Espérame, te serviré la comida.
Traía una escudilla de guiso de verduras sin tocar que dejó sobre la mesa. Acomodó exhausta un mechón suelto de su cabello negro detrás de su oreja y suspiró. Después, al momento de cruzar la estancia, nos arrojó una mirada a cada uno con sus ojos marrón melado:
—Y ustedes dos, peleando como siempre. Inoe tiene que descansar ahora. ¿Podrían comportarse?
Eloi llevó los ojos hacia una esquina, en un gesto arrogante, y yo me mordí los labios y me arredré, escarmentado.
Ashun observó con expresión triste el plato de Inoe.
—Hoy tampoco ha comido casi nada...
—Yo haré que lo termine —resolví.
Nuestro pequeño hermano no podía pasar otro día sin comer nada en su delicado estado, así que tomé el plato del mesón, fui hacia la bolsa junto a la puerta para elegir la mejor banana, que eran las favoritas de Inoe, y me encaminé con todo a la habitación:
—Ayer casi se terminó todo, ¿recuerdan? Lo haré comer todos los días a partir de ahora hasta que mejore, de ser necesario.
Laila sonrió de aquella forma maternal en que solía hacerlo, y Ashun dio una cabeceada, animándome a entrar:
—Que tengas suerte.
—El chiquillo haría bien en morir —terció Eloi. Ni siquiera la suavidad de su voz aterciopelada consiguió mermar la crueldad de su comentario—. Si yo fuera ustedes, dejaría que pase y le ahorraría el seguir alargando este suplicio. Esa enfermedad lo está consumiendo vivo —añadió, perdiendo la mirada en las hendiduras de la madera de la mesa.
Sus palabras viles fueron para mí como el viento sobre brasas encendidas, y reavivaron mi rabia con el vigor de una hoguera. Bajé con fuerza la escudilla a la mesa, provocando un sonido seco, y me envaré con los puños a los costados:
—¿Es que no puedes mantener la boca cerrada?
—Yuren —me reprendió Ashun. Como siempre, omitió por completo el comentario virulento de Eloi.
—¡¿No lo has oído?!
—Es suficiente. Llévale a Inoe su plato de vuelta y ve que coma.
—¡No! ¡Ya me tiene harto! —grité.
Laila se estremeció en su sitio, a sabiendas de que a ese paso pronto despertaría la ira de Eloi, y con ello, a todo el vecindario.
Ashun me detuvo en cuanto me arrojé en su dirección, dispuesto a terminar con lo que habíamos empezado antes de que él llegase.
—¡Maldito seas! —le grité al demonio mientras me debatía presa de los brazos de Ashun, consciente de que no había forma en que pudiera zafarme de él— ¡Ojalá fueras tú quien se estuviese muriendo! ¡Maldito seas, Eloi!
—¡Yuren! —gritó Ashun y me sostuvo por los hombros para mirarme alarmado.
De pronto, todo quedó en silencio. Y al mirar a mis espaldas, llevado por un presentimiento, Inoe estaba bajo la cortina de su cuarto y nos observaba de uno en uno desde sus ojos marrones, tan abiertos como la debilidad de sus párpados le permitía.
Los mechones de su cabello del color del trigo se hallaban compactos por el sudor alrededor de su rostro rubicundo por la fiebre. Lucía alarmado y confundido.
—¿Por qué están peleando ahora? —pidió saber con voz llorosa.
Laila fue a su encuentro, lo alzó del piso entre sus delgados brazos y le depositó un beso en la mejilla como la madre cariñosa en la cual se había visto obligada a convertirse para nosotros, tras haber sido todos arrancados de los brazos de la propia antes de guardar memoria de ella, tal y como era el destino de todos los niños en Yrose, nuestra nación.
—No es nada. Vamos a la cama —le dijo con dulzura—. ¿Quieres que me recueste junto a ti? Te haré caricias hasta que te duermas.
Laila nos arrojó a Eloi y a mí una mirada llena de reproche, después se dio la vuelta y se adentró con Inoe en los brazos en el cuarto que compartían ambos, dejándonos a los tres mudos.
Ashun dejó salir un suspiro agobiado:
—En verdad espero que no los haya oído. A ninguno de los dos.
—¿Qué creen que pasaría por la cabeza de un niño de ocho años si oyese a sus hermanos mayores gritando que se va a morir?
—¡Pero... Ashun...! —intenté razonar con él, mas sólo obtuve de su parte una dura mirada, la cual me silenció al acto.
No tuvo que hacer nada más que eso para que empezara a sentir que las lágrimas me picaban en las esquinas de los ojos. Maldije mi bocaza y mi mal genio.
Pero en cuanto llevé la mirada a Eloi, esperando encontrar aunque fuera un poco de remordimiento en la suya y llegar a alguna especie de consenso con él, el demonio torció una sonrisa. No como la sonrisa afable de Ashun o dulce como la de Laila; sino una de sus sonrisas cínicas y crueles, las cuales jamás lograban transmitir la menor felicidad...
Sentí que las venas me palpitaban en las sienes, e incapaz de seguir mirándolo salí de la casa dando un portazo.
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https://youtu.be/c5-kwn11YPI
Corrí sin detenerme hasta que llegué al canal que atravesaba la ciudad, al costado de cuya ribera me acuclillé para dejar salir todo lo que guardaba en el pecho, en un grito que se levantó en el vacío del cielo.
La noche estaba helada —como acostumbraban serlo las noches de otoño en Kajhun, dada su proximidad al mar—, pero el cielo estaba despejado y las estrellas brillaban con claridad. Por lo usual, siempre me reconfortaban; mas no esta vez. Estaba demasiado enojado. Me senté entre los juncos y me quedé por largo rato a contemplarlas.
Sentí pasos en la hierba a mis espaldas y advertí en la oscuridad la silueta fornida de Ashun. Lo ignoré, pero en cuanto sentí su mano tibia sobre el hombro, las lágrimas me pincharon en las esquinas de los ojos. Mi hermano favorito tenía ese extraño efecto en mí.
—Lo odio... —susurré, abrazando mis rodillas con fuerza y hablando entre ellas.
Ashun guardó silencio un momento antes de replicar:
—No lo odias.
—¡Lo hago! —grité— ¿Por qué tiene que ser de esa manera? ¿Por qué tiene que ser tan cruel? Si Inoe se muere...
—No digas esas cosas. Eso no pasará.
—Si pasara, Eloi no derramaría una sola lágrima.
—No... No lo haría —concordó Ashun—. Pero sufriría igual o más que ninguno de nosotros.
—No digas estupideces. Para sufrir más que ninguno de nosotros tendría que quererlo más que todos nosotros, y ese idiota infeliz no quiere a nadie. A nadie sino a sí mismo.
Ashun me permitió desahogar todo lo que tenía para decir sin decir palabra alguna. Maldije una vez más a nuestro hermano; me perdí en un largo recuento de ocasiones en que había dicho o hecho cosas similares, no hacía mucho; luego juré y perjuré que un día lo haría puré... Y al final, solo suspiré exhausto. Y me di cuenta de que estaba más calmado.
—Vamos a casa. No aflijamos a Laila —sugirió Ashun.
—No quiero ver a ese monstruo otra vez.
—Eloi ya debe haberse ido. Tenía que acudir hoy con su señor.
Oír aquello me alivió. En realidad... yo sí quería volver a casa. Quería disculparme con Laila y asegurarme de que Inoe terminara su comida. Y sin el demonio allí me sentí más seguro de hacerlo. Me puse de pie con ayuda de mi hermano mayor cuando éste me tendió la mano y me sacudí los posteriores del pantalón de la tierra y el lodo del suelo. Antes de encaminarnos, eché un último vistazo a las estrellas.
Dada la asfixiante aglomeración de las casas altas y cuadradas de adobe, arcilla y piedra, no se podían ver con demasiada claridad desde «las periferias». Era algo que extrañaba de cuando vivíamos todos en los campamentos de «los cantos» —el área más externa de las ciudadelas, rayana a las murallas— junto a los demás obreros. Aunque, claro... el frío y la humedad que subían desde el río y los bicharracos venenosos eran algo que no extrañaba demasiado.
—Yuren... —me llamó mi hermano mayor.
—¿Qué pasa? —quise saber.
Ashun inhaló una profunda bocanada de aire nocturno, hinchando el pecho antes de hablar:
—¿Puedes prometerme que intentarás ignorarlo?
—¿Huh?
—Me refiero a Eloi. Solo busca hacerte enojar y siempre permites que lo haga. Si dejas de ser un chiquillo irascible, dejará de meterse contigo. —Ashun hizo una pausa y me miró con gesto divertido—. Tienes un carácter tan horrible como el suyo a veces, ¿lo sabías?
—¡Por supuesto que no! —vociferé entre los dientes, y con ello sólo reafirmé su punto. Ashun me observó con las cejas en alto, y yo encogí los hombros, avergonzado—. No me compares con ese idiota.
—No lo hago. Y sé que no es fácil entenderlo; pero...
—¡¿Qué es lo que hay que entender?! ¡Es un mocoso malcriado! —repliqué, agitando los brazos en todas direcciones al hablar, como solía hacer cuando me sulfuraba—. Ya ni siquiera ha de acordarse cómo era trabajar, igual que nosotros; por eso se volvió así: un niño mimado, consentido y sin empatía por nadie. No sirve para hacer nada, porque es un alfeñique, y además tiene un genio de mierda. Es sólo por su aspecto que está ahora en donde está.
—Basta ya... —suspiró mi hermano mayor.
—¡Lo digo en serio! ¿Acaso tú no lo piensas? ¡Lo que no daría yo por trabajar en la casa de algún alto señor como él lo hace; cantando canciones, tocando instrumentos, llevando bandejas con botanas para los huéspedes y luciendo bonito ante ellos. ¡Lo que no daría cualquiera de nosotros por ser la mascota de alguno de esos viejos pomposos, y pasar el día acomodado en cojines de plumas; en vez de estar afuera partiéndonos la espalda en los campos; sudando y jadeando bajo el calor ardiente del sol, y llorando por las noches del dolor de las manos y los pies heridos! ¡Es tan, pero tan...! —grité, y luego solté un suspiro exhausto—. Tan injusto...
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Ashun me observaba en silencio. La tristeza de su expresión diluyó parte de mi enojo.
—Mira a tu alrededor, Yuren —pidió tras un instante.
Hice lo que me indicó. Las calles estaban desiertas.
—No a la ciudad. Allá. —Me impelió a dar la vuelta, sosteniendo mis hombros y me señaló los cantos, del otro lado del canal, en donde cientos de viejas tiendas de lona de cáñamo y esparto se alzaban apenas visibles en la negrura de la noche—. ¿Qué ves?
—Tiendas.
—¿Sólo eso?
No; no eran solo tiendas... Afuera había tendederos con ropa colgada, hogueras apagadas, carretas, uno que otro animal... y, desde luego, sus ocupantes. Muchachos, como nosotros. Aquel era sólo uno de los muchos asentamientos destinados a nuestra clase: los obreros. La cual abarcaba a todos los niños y adolescentes de nuestra nación.
—Chicos viviendo en ellas. ¿Y qué? ¿Qué pasa con eso?
Ashun me hizo virar de regreso y volvió a acaparar mi atención:
—Es gracias a Eloi que nosotros vivimos en una casa y que Inoe está a salvo del frío —me recordó Ashun—. Le debemos mucho.
—¡Eso no es cierto! —chillé, librándome de sus manos, enfermo con la sola idea de que le regalase todo el mérito—. Aún si vivimos en una casa gracias a él, eres tú quien trabaja más duro de entre todos nosotros. ¡Tú eres quien pone el pan en la mesa y nos protege! ¡Y Laila! Sin ella estaríamos perdidos. Es quien nos cuida y nos alimenta.
Ashun se había quedado en silencio otra vez, observándome sin verme en realidad. Estaba cansado; podía saber eso sólo con mirarlo a los ojos. Y yo no hacía más que empeorarlo...
—Vamos a casa —dijo al final.
Asentí. Ashun tenía que dormir... y yo también. Así que caminé cuando él lo hizo y pusimos rumbo de regreso a nuestro hogar.
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https://youtu.be/r3Arb5j2ECc
Tal y como Ashun había prometido, Eloi ya no estaba por ninguna parte. Su horario no era fijo como el de nosotros. A veces trabajaba todo el día, y otras era solicitado en casa de su amo sólo por las noches; durante las esplendorosas fiestas que daban los altos señores.
Mientras que Mahashtán, la nación a «austral» de Yrose, tenía un rey; Milwan, la nación «poniente», un emperador; y Hadiveh, la nación «levante», un sultán, en Yrose los altos señores eran el escalafón más alto de nuestra sociedad, y por lo tanto el equivalente a la realeza.
Vivían todos ellos vidas de indulgencia y placeres desmedidos. Fiestas y banquetes sin importar el día y la hora; en especial al final del año, en conmemoración de ciertos días festivos u ocasiones meritorias, y durante los cambios de estaciones.
Yo nunca había visto a ninguno, pero se comentaba entre los demás obreros que todos ellos eran hombres gigantes y obesos. Y el alto señor Ibn Mailard, el amo de Eloi, con toda certeza no era la excepción. Nosotros no lo conocíamos; mas teníamos por cierta una cosa: era el hombre más poderoso y rico en Kajhun. Más allá de eso no sabíamos mucho, pues Eloi nunca hablaba de él, y se ponía de mal humor sólo con la mención de su nombre; por lo que sospechaba que no debía tener muy buen carácter. Al fin al cabo, eran el uno para el otro.
Pero por mucho que odiara admitirlo, Ashun tenía razón. Si bien era él quien trabajaba más duro y ponía comida en la mesa, era gracias a Eloi que nosotros, como simples obreros, gozábamos del lujo de una casa sólo para nosotros cinco —y por lo demás, aledaña a las murallas que separaban las periferias del Ribete; una zona privilegiada, incluso para la pobreza—, aunque fuera pequeña y sólo tuviese dos cuartos. Era todo gracias a la generosidad de su amo, Ibn Mailard, el señor de la casa del «Oso Bermejo». Claro que la comida nutritiva, la ropa de calidad y el no tener que trabajar al sol, eran privilegios exclusivos de Eloi; quien no podía correr el riesgo de contraer alguna enfermedad que le hiciera perder el hermoso cabello cobrizo, o los perfectos dientes. El resto de nosotros sólo gozábamos del lujo que significaba un techo sólido, y por lo demás, debíamos continuar trabajando, igual que todos los obreros.
Y cada obrero en Yrose tenía una labor, según sus aptitudes.
Los muchachos más robustos eran enviados a las minas de metales, piedras y oros valiosos; a los bosques, para talar árboles y trabajar la madera; o a los campos, en donde cosechaban, acarreaban costales y tiraban de carretas. Otros más, como Ashun, quienes eran excepcionalmente fuertes, eran enviados a las obras de construcción; ya fuera para contribuir en la edificación de diversas estructuras con distintos propósitos, o para engrandecer las mansiones y palacios en los que vivían los altos señores, allá en las zonas de más alta clase de la ciudad; llamadas «Jardines Señoriales».
Los chicos más jóvenes y débiles, como Inoe —aunque este estaba eximido temporalmente de trabajar gracias a la enfermedad que había contraído— eran enviados a las granjas para alimentar y cuidar los criaderos de animales pequeños como pollos y conejos, limpiar los establos, y sembrar; o también podía tocarles trabajar en fábricas textiles, tiñendo telas, trabajando en los telares, cosiendo ropajes y calzados; o incluso, quienes tenían las manos más hábiles, trabajar como asistentes de orfebre, elaborando joyería. O bien en «hamanes», asistiendo al baño de los ricos.
Los más listos y quienes estaban alfabetizados, como Laila, eran bien apreciados en bibliotecas, notarías, escribanías y oficinas. Laila trabajaba como mensajera y moza de cordel, trayendo y llevando paquetes pequeños o cartas por toda la ciudad, y leyéndolas a sus destinatarios; debido a lo cual terminaba el día agotada y con las piernas muy adoloridas.
Y luego, por supuesto, estaba la otra clase. A esta última pertenecía Eloi: los mozos de compañía.
Se trataba de muchachos de poca edad elegidos en base a tres únicas características: ser varones, pertenecer a la clase obrera —la clase que podía comprarse—, y ser particularmente bellos. Estos eran muy populares entre los altos señores quienes les adquirían y mantenían cerca como si de mascotas se tratase; más limpios e inteligentes que un animal, y además capaces de cumplir órdenes. Su función se limitaba a servir a sus amos en las tareas y actividades diarias más simples; como acompañantes o como simple entretenimiento; cantando, danzando, leyendo, o tocando instrumentos.
En la clase obrera, dada la escasez de alimentos y debido a las terribles condiciones de salubridad de los cantos, las enfermedades e infecciones estaban a la orden del día. Por lo que la desnutrición severa, la calvicie, los parásitos, las afecciones a la piel, las malformaciones, la ausencia de miembros, la pérdida de piezas dentales y en general los estragos que causaban en una persona las pésimas condiciones de vida, eran frecuentes; de manera que resultaba difícil encontrar ejemplares atractivos.
Los pocos que llegaban a aparecer eran codiciados. Y Eloi era uno de los que más.
Sumado al hecho de haber tenido la inmensa fortuna de nacer con el privilegio de la belleza, el demonio había comenzado a trabajar en su aspecto en cuanto alcanzó la madurez suficiente para percatarse de cómo funcionaba nuestro mundo. Cuidaba de su dentadura y de su piel, trataba su cabello lavándolo con vinagre —que era barato, y lo mantenía brillante y libre de parásitos—, cepillándolo a diario para tenerlo suave y sedoso, y había moldeado su personalidad hasta convertirse en la criatura encantadora que era hoy en día; aunque sólo fuera una fachada para esconder su verdadera naturaleza hostil, agresiva y arrogante.
También había aprendido a leer y a escribir por su cuenta, y además sabía cantar y tocar algunos instrumentos musicales.
Los altos señores no habían tardado demasiado en fijarse en él, y de esa forma era que había obtenido su preeminente posición como el mozo de compañía de uno de ellos, en cuya casa actualmente servía como si fuera uno más de los animales exóticos del amo Ibn Mailard.
Yo solía preguntarme con frecuencia como sería trabajar allí; cuantas comodidades y lujos tendría... Solía preguntárselo a Ashun, quien era la única persona con la que Eloi trataba en términos más o menos cordiales. Sólo a través de él era que podía pintarme una imagen mental de su esplendoroso y perfecto mundo; aquel al que Eloi había nacido destinado, y el cual que no se dignaba nunca a compartir.
Esa noche, cuando Ashun y yo nos acostamos a dormir junto a la hoguera al fondo de la casa —sitio que ocupábamos por desde que habíamos cedido por completo la única otra habitación de la casa a Inoe y Laila, la cual era pequeña y difícilmente podía albergarnos a los cuatro—, supe tan sólo con poner la cabeza sobre la almohada que no conciliaría pronto el sueño.
Ashun se quedó dormido casi al instante, y por algún tiempo me entretuve en los visos ambarinos que la luz del hogar le proyectaba sobre el rostro, perfilando sus rasgos. No podía culparlo por caer muerto casi todas las noches, después de las duras jornadas. Yo trabajaba junto a Ashun en obras como peón de construcción. Mis labores se limitaban a tareas simples; como traer y llevar herramientas, poner clavos, sujetar cosas, acarrear agua y asistir a quienes realizaban el trabajo más pesado. Esto debido a que, si bien no era tan débil como para enviarme a trabajar en las granjas, tampoco tenía la fuerza de Ashun; aunque aspiraba a ello quizás en unos dos años más, cuando tuviera su misma edad. La gente de Yrose, en especial los hombres, solían ser muy altos y fuertes; por lo que yo solo esperaba mi estirón. Aunque con cada mes que pasaba sin crecer ni un poco, perdía las esperanzas.
Giré sobre mi estera, inquieto e incómodo. La pelea de antes me había dejado con los ánimos enardecidos, y al final me levanté, resuelto a salir a dar una vuelta o a lanzar un par de piedras por el canal para descargar algo de energía hasta que me diera sueño.
Fue allí que la visión de la puerta del único cuarto de arriba me detuvo sobre mis pasos.
Por supuesto que Eloi tenía un cuarto propio en la diminuta casa, y casi todo el tiempo que pasaba en ella se confinaba allí en soledad. Nadie sabía en qué ocupaba ese tiempo enclaustrado cuando estaba libre, mientras que los demás nos molíamos los huesos trabajando como asnos. Pero tanto si estaba allí o no, él solía cerrarlo a cal y canto. Y esa noche, la puerta estaba entreabierta.
Me vi atacado por una inmensa curiosidad. Nunca la había visto por dentro, pues se nos tenía estrictamente prohibida la entrada a todos; menos a Ashun, aunque incluso él tenía un acceso bastante restringido. Miré por sobre mi hombro a mi hermano mayor dormido y después espié a través de la cortina que servía de puerta al segundo cuarto donde Laila e Inoe dormían profundamente, acurrucados para paliar el frío. Entonces, encendí una lámpara en el hogar y subí las escaleras con cuidado.
Me detuve en la puerta sin animarme a girar la perilla, sintiendo que en cualquier momento el Demonio surgiría desde sus adentros para intentar estrangularme otra vez. Pero él no estaba allí, y seguro que no regresaría hasta el día siguiente. No haría daño echar un rápido vistazo dentro para ver cómo vivía su graciosa majestad y después salir, volver a la cama y hacer como si nada hubiese pasado. Nadie se enteraría.
Pero... ¿y si Ashun despertaba? ¿O si Laila se levantaba en busca de agua para Inoe y me sorprendía? O si Eloi se enteraba... Y tenía que admitir que esa segunda posibilidad me aterraba más que la de que un tigre entrase por la ventana en el instante en que pusiera dentro un pie y me desollara. Tragué saliva y, armándome de valor, entré en el cuarto y cerré con cuidado la puerta a mis espaldas.
https://youtu.be/StKlbiCliC0
Me había esperado una gran cama doble de ébano, engalanada quizá de oro y piedras preciosas, con sábanas de seda; vasijas de porcelana tintada de Milwan, llenas de delicias finas y fruta fresca; divanes repletos de almohadones rellenos de plumas de pato... Sin duda tenía demasiada imaginación, pues todo lo que había en el cuarto era un catre pequeño y sencillo —en un estado no mucho mejor que el otro que había en la casa—, una mesa de noche con una lámpara de bronce y un libro, y un tocador pequeño con tres cajones, sobre el cual había objetos variados. Por lo demás, tampoco era grande; quizá solo un poco más que la que ocupaban Laila e Inoe.
De todas las maravillas que esperaba encontrarme en el cuarto de Eloi y que no había allí, aquello que en cambio sí descubrí y en lo cual no se me había ocurrido pensar, fue por lo que sentí más envidia de él. Tenía una ventana ojival con postigos abatibles, amplia y a través de cuyas celosías podía verse el cielo estrellado. Pese a mi fascinación, intenté no distraerme demasiado en ella para tener tiempo de curiosear los objetos sobre el tocador.
Había sobre él una jofaina sencilla de cerámica llena de agua que olía a rosas junto a un aguamanil y una toalla a juego. También una arca pequeña de ébano, adornada de gemas de vidrio que contenía joyas. Era costumbre que los jóvenes que servían en las casas de Altos Señores como mozos de compañía llevasen aretes en ambas orejas y un anillo en el dedo con la insignia del escudo de la casa a la cual servían. El anillo de Eloi, por ejemplo, tenía un oso rugiente sobre un fondo de color rojo.
Además de algunos aretes y el anillo, que obviamente no estaba allí, encontré un par de brazaletes, ajorcas y collares de metales preciosos, engarzados de gemas y piedras. Entre ellas, turquesas y rubíes de sangre; los cuales eran en extremo raros y valiosos.
Si eso me perteneciera, lo hubiese vendido para comprar mejores medicinas para Inoe. Pero todo lo que Eloi poseía era en realidad del amo Ibn Mailard. Propiedades destinadas a usarse sólo en su presencia y que no tenía la autoridad para vender. Sería acusado de robar, con toda seguridad. No sólo perdería su posición, sino que era posible que también una mano. En cuyo caso, ya no tendría con qué intentar estrangularme todo el tiempo. Reí con la sola idea.
Había además entre sus pertenencias frascos de unturas y aceites perfumados que olían muy caros, un pebetero de piedra, un peine de carey y un espejo de mano cuya posición exacta procuré memorizar antes de levantarlo. No me extrañaría que alguien tan celoso con su espacio privado y de la talla de lunático que era Eloi tuviera calculado de manera milimétrica dónde se disponían cada una de sus pertenencias con el fin de detectar enseguida el allanamiento de algún intruso. De manera que no podía arriesgarme.
Nunca había visto mi reflejo con tanta claridad en alguna parte; los espejos eran objetos que servían sólo a la clase alta; brillantes, hermosos, sin otro propósito que devolver el reflejo del esplendor de sus dueños. Objetos como Eloi.
En cuanto al resto de nosotros, no me cabían dudas de que la mayoría había pasado su vida entera sin conocer su aspecto. Yo acarreaba agua tantas veces al día que mi reflejo no me era ajeno y tenía la dicha —o la desdicha...— de conocerlo bastante bien. Aun así, me sobrecogió un poco el poder verlo por primera vez con tanto detalle.
Miré mi rostro desde cada ángulo posible buscando alguno que luciera favorable, preguntándome si con el debido cuidado sería posible que algún alto señor se fijase en mí y me permitiera trabajar en su casa, aunque solo fuera alimentando a sus perros, o abriendo sus cartas. Pero la respuesta llegó a mí en la forma de una rotunda negativa. No me faltaban más que dos dientes —por fortuna ninguno que fuera visible—, no tenía deformidades ni cicatrices demasiado notorias en el rostro, y conservaba ambos ojos, por lo que no podía decir que mi rostro fuera del todo desagradable. No obstante, me había pasado la vida bajo el mismo techo que la criatura más hermosa de Kajhun; de manera que mi concepto de la belleza estaba muy torcido. Quizá limpio, con joyas encima y si tuviera un cabello bonito, podría considerarme un muchacho bien parecido; pero entonces bastaría con pararme junto a Eloi frente a ese espejo y con mi falta de quijada, mis ojos oscuros, mi nariz larga y recta, y mi cabello rebelde que, al igual que el de Laila, no tenía ningún color llamativo, parecería más un ganso enjaezado.
Dejé el espejo sobre el tocador con un suspiro y fui a sentarme sobre la cama donde dormía «su majestad». Era mucho más cómoda que mi estera de esparto, pero me desagradaba el hecho de que oliera como él. El bastardo olía demasiado bien para lo que tendría que oler un muchachito miserable. Suspiré, y determiné que estaba siendo un chiquillo otra vez, y que en realidad no tenía razones para odiar así a Eloi. Era cruel, violento, apático, egoísta y odioso... pero no me había hecho nada; salvo haber nacido con un rostro bonito y ser un completo amargado a pesar de ello. Merecía quizá mi desagrado —y se lo ganaba con méritos—, pero no mi odio. Y con ese último pensamiento me levanté de su cama, ordené lo mejor que pude las colchas, abandoné su habitación cerrando la puerta y regresé a mi esterilla junto al hogar, en donde, después de algunos minutos y algo más tranquilo, me dormí.
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Pasé una mala noche, pese a haber conseguido conciliar el sueño, y desperté cuando el sol aún no había salido. Pronto sería la hora de ir a cumplir jornada como cada día, de manera que no me quedó otra cosa que hacer sino levantarme. Resolví dar una vuelta por la calle para espabilar, y luego regresar a casa para desayunar algo junto a Ashun y partir a nuestras tareas diarias.
Cuando me calzaba los zapatos, creí oír los cascos de un caballo en la calle desierta. Y, poco después, el sonido de las ruedas de un carruaje. Conocía ese sonido. Se trataba del carruaje que venía a dejar a Eloi a la puerta de la casa. Me propuse salir antes de que se bajase del carruaje para no tener que encontrármelo y me apresuré hacia la puerta para alejarme rápido. No obstante, me lo encontré frente a frente al momento de abrir, y víctima de sus ojos de turquesas me paralicé de terror, como si aquellos tuviesen algún poder mágico para saber que había estado husmeando en su habitación. Esperé a que dijera algo, pero Eloi no hizo otra cosa que apartarse de la puerta permitiéndome el paso, en vez de quitarme de su camino de un empujón como era su costumbre.
Extrañado por ello, pasé por su lado aprisa y bajé los escalones de la entrada. Frente a la casa estaba el elegante carruaje labrado; algo más discreto que los que usaban los altos señores para pasear por la ciudadela, pero igual de rico. El cochero no se dignó a mirarme. Tan sólo azotó las riendas del único caballo que tiraba del carruaje, alto, fornido y de un color negro lustroso, y avanzó hasta perderse al final de la calle.
Sólo cuando se hubo esfumado el olor característico a equino fue que percibí un segundo aroma, viniendo de Eloi. Era fuerte y dulce. No tuve el valor de preguntar, mas eso no evitó que la curiosidad me llevase a indagarlo en busca de algo que me diera una pista. A veces el demonio traía a casa dulces y golosinas obsequiadas por su amo, las cuales jamás tocaba y que nos regalaba. No se debía a ninguna gentileza de su parte; más bien era que Eloi odiaba cualquier cosa que fuera dulce. Naturalmente... Pero hoy tenía las manos vacías.
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Fue entonces que me fijé en otros detalles que antes, debido al nerviosismo, no noté. Había algo diferente en su aspecto. Lucía fatigado y débil, sus ojos del color de turquesas se ocultaban entre párpados pesados y densas ojeras, y sus hermosas facciones se torcían con un ligero temblor, como si fuera víctima de un profundo malestar.
Nos observamos el uno al otro por algunos instantes, antes de que Eloi hiciera algo que jamás, en todos los años que había vivido con él le había visto hacer: bajar la mirada, avergonzado.
La mandíbula me cayó abierta en el afán de decir algo pero sin hallar nada apropiado que decir en circunstancias tan extrañas. Mas no tuve que pensar demasiado en algo, pues se me escapó la posibilidad en el momento en que al, dar un paso para reanudar su marcha y entrar en la casa, Eloi se tambaleó en un tumbo y se desplomó sobre sus rodillas, azotándolas en la entrada. Consiguió salvar su rostro de sufrir el mismo destino y estamparse contra la piedra sólo gracias a su rápida reacción al asirse de la manija de la puerta, antes de desmoronarse por completo.
Todo el disgusto y el resentimiento por nuestra pelea del día anterior se esfumaron de mi ser y subí corriendo los dos peldaños de la escalinata de la casa para ir en socorro de mi hermano:
—¡Oye! —exclamé al agacharme junto a él y poner una mano sobre su fina espalda.
Este se llevó una mano a la boca, y un intenso estremecimiento lo sacudió por completo, como si estuviese a punto de vomitar. Sus ojos estaban abiertos de par en par, llorosos a fuerza de la arcada que pareció contener, y había comenzado a respirar de forma ardua y agitada.
—¡¿Qué tienes?! —farfullé, empezando a temer que hubiese pescado alguna enfermedad, como Inoe— ¡Eloi!
No vi el momento en que sus manos encontraron mi pecho hasta que la fuerza de ellas contra mi cuerpo me arrojó lejos de sí, apartándome de un violento empujón que me hizo sobrevolar los dos escalones que había subido para ir en su auxilio y caer con el trasero sobre la tierra.
El hermoso demonio respiró un par de veces más con cierta dificultad y luego se irguió en su sitio, altivo y tan impetuoso como siempre.
Viró entonces sobre su hombro solo para arrojarme una mirada fría y llena de desprecio.
—No me toques —fue todo lo que dijo antes de entrar en la casa, y cerrar la puerta a sus espaldas con un azote.
Yo me quedé allí, sentado sobre el piso; mudo, paralizado y sintiendo en las nalgas el frío y la humedad de la piedra a través de la ropa, demasiado perplejo para reaccionar a lo que fuera que hubiera pasado.
Glosario:
Zoco: mercado al aire libre donde se vende toda clase de productos
Austral: En Nimia, punto cardinal equivalente al Sur.
Poniente: En Nimia, punto cardinal equivalente al Oeste.
Levante: En Nimia, punto cardinal equivalente al Este.
Hamán: Recinto comunitario destinado al aseo y al baño, caracterizado por sus cuartos de vapor y aguas termales. En Yrose, estos están reservados para la clase alta.
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