Capítulo 19
03/03/2016
Asher deslizó los papeles de divorcio y la pluma sobre la barra de la cocina en dirección a Erin, el ambiente entre los dos por más estaba decir que era rígido y negativo, se mantuvieron por unos minutos en un silencio tenso. Ella se había negado a firmar los papeles cuando su abogado se los dio y exigió que él se los entregara en persona. El principio de todo este proceso había sido tanto agobiante como violento, lo peor fue el día que se marchó del apartamento que compartían. La irlandesa había destrozado todo en un ataque de ira desmedida.
En definitiva, un muy mal recuerdo.
Él no subió la mirada hasta que pasó el momento de inevitable tensión mortal, pero cuando lo hizo recibió un golpe en el pecho, Erin llevaba el pelirrojo cabello grasiento y enmarañado en una coleta, su rostro demacrado por la falta de sueño deslumbraba negras ojeras y maquillaje corrido por las lágrimas en sus nebulosos ojos verdes, llevaba un vaso de cristal medio lleno con vodka en una mano. No movió ni un solo músculo al verlo y resultaba evidente de que no lo saludaría. Al contrario, sus ojos lo miraban con tanto desprecio como si se tratara de una rata; esa miradita lo decía todo. Sin embargo, el momento de hablar cara a cara había llegado para terminar con esto de una buena vez.
—Llegas tarde —dijo ella finalmente con un tono incisivo prendido en llamas.
—Mucho tráfico —repuso él entornando los ojos.
—Te dije un millón de veces que te portaras como un hombre y consiguieras un auto, pareces un niño con esa estúpida bici.
—Vine en taxi —recalcó indignado.
—Toma asiento —dijo la pelirroja haciendo una mueca.
—Prefiero estar de pie, tengo que irme pronto.
Erin bebió un trago de vodka.
—¿A dónde vas, se puede saber?
—Por eso te envié los papeles hace una semana, hoy tengo que abordar un vuelo de regreso a Tucson.
—A Tucson ¿Eh? —cuestionó con bribonada.
—Sí.
Asher apoyó los codos en la barra haciendo caso omiso a la mirada de desaprobación de su futura ex esposa, que irritada empezó a golpear rítmicamente la superficie de mármol con la pluma mientras lo desafiaba con la barbilla alzada.
Entonces Erin se llenó de hostilidad, el pulso del profesor de física se aceleró preparándose para la guerra que le declaraba sin uso de palabras.
—¿Ahora vas a ir a acostarte felizmente con mi prima?
La sangre hirvió dentro de sus vasos al oírla mencionar a Ivelisse cuando no tenía nada que ver con el tema que los convenía.
—¿Vas a recurrir a esto de nuevo? —exclamó despectivamente.
—Solo estoy preguntando, cariño.
—Voy a recuperar mi vida es todo.
Erin sonrió altanera.
—¿Entonces tenías vida allí? Ni siquiera recordaba que tuvieras una antes de que yo apareciera.
Se mordió la lengua, la tensión se cortaba con un cuchillo.
—Escucha, no quiero iniciar una pelea porque sé como terminara. Pensé que íbamos a hacer esto de forma civilizada.
—Siempre estuviste listo para dejarme por ella —escupió la hija de Nessa incisivamente.
Ya no lo soportó, plantó las manos en la superficie de la barra y apretó la mandíbula.
—Ivelisse no tiene nada que ver en esto, el problema es entre tú y yo, de como nunca hubo un nosotros. Por favor, dejemos de engañarnos ¿En alguna parte de nuestra relación realmente sentiste que fuera real? Por Dios, Erin, estábamos a tiempo prestado fingiendo que sabíamos amarnos. Fuimos una mierda el uno con el otro.
Ella entornó los ojos y se levantó con la pluma apretada entre los dedos dispuesta a soltar feroces dentelladas antes de quedar exhausta. Lo dejaría ir, pero con todas las heridas que fuera capaz de provocarle con sus astutas palabras.
—¿Quieres que te reconozca algo? Tienes razón, los dos fuimos una mierda. Tú me engañaste y yo te engañé, cariño.
La bomba lo sorprendió, una burbuja explotó liberando su cólera y su amargura, no porque le enfadara que le hubiera sido infiel sino porque se dio cuenta de que podría haber quedado libre antes. Tal vez ni siquiera se habrían casado. Ninguno era mejor que el otro, habían robado la juventud de ambos y pisoteado su optimismo con la estúpida idea de aferrarse a los vestigios de un amor hecho jirones que se extinguió en un punto desconocido, masacraron el orgullo y los sueños del otro al meterse de cabeza a un matrimonio sin amor que no terminó como ellos querían.
Lo más impactante fue que de golpe, como si fuera un bajón de energía, Asher sintió alivio y se alegró de marcharse.
—No me importa lo que hayas hecho, yo tengo las manos limpias y te pido que firmes esos papeles —murmuró con una sonrisa provocadora.
—Vamos, Asher. —Ella extendió la mano hasta acariciarle la mandíbula con las uñas lacadas en color rosa—. No quieres esto, sabes que no hay nada como meses de odio desenfrenado para tener el mejor sexo.
Apartó su mano de su cara con el ceño fruncido, el rostro de Erin se torció por el rechazo.
—¿Creíste que me quedaría con eso? —preguntó con seriedad—. Entiende, lo que teníamos no era ni justo ni sano para ninguno. Eso no fue amor. Merecemos algo más de la vida que vivir arrepintiéndonos de un matrimonio sin futuro.
La mujer se abrazó a sí misma y comenzó a llorar, el maquillaje en sus ojos continuó corriéndose mientras negaba repetidamente absorta en la negación. Lo miró suplicante con la respiración cortada.
—No puedes dejarme. No puedo soportarlo ¿Podemos volver a fingir si lo hace más fácil? Simplemente no me dejes. Solo déjame amarte y finge que me amas, por favor.
—¿Y cuánto duraría eso, Erin? —indagó levantando los brazos—. No fuimos ni seremos felices. Vamos a acabar haciéndonos más daño.
—Un hombre de verdad haría que esto funcionara. Cambiaría por mí —musitó desdeñosa.
—¡Ya no me queda nada que cambiar por ti! —gritó cansado—. Me miro al espejo y ya no sé quién soy o cómo llegué aquí. Extraño al hombre que solía ser. Quiero recuperar mi hogar, a mis amigos y dejar de extrañar todo como si nunca más tuviera la posibilidad de ser feliz.
—¡No es justo! —bramó fúrica—¡Se suponía que tú serias diferente, que no dirías ese tipo de cosas y que me amarías! ¡Te invité a mi hogar! ¡A mi mundo! ¡Y tú no hiciste ni una miserable cosa por mí!
—¡Yo hice sacrificios por ti! ¡No sabes las cosas a las que renuncié y los pedazos de mí que me obligué a cambiar por ti, pero tú decidiste que el resto del mundo era más importante que lo que teníamos!
—¡No me eches la culpa! ¡Es tu culpa, única y absolutamente tuya!
Se hartó de ella, se dio media vuelta para salir de la cocina de concepto abierto y dirigirse a la entrada.
—Ya me cansé de esto, dejaré que los abogados se encarguen.
—¡Cada vez que beses a Ivelisse estarás pensando en mí, lo sé! —aulló la mujer a sus espaldas.
No lo pudo evitar, estaba tan enojado que sacó lo peor de él y respondió con la sola idea de hacerla comerse sus palabras:
—¡Créeme que si eso pasa, la abré deseado tanto tiempo que en lo que menos pensaré será en ti!
El vaso de cristal salió volando a un punto fijo en la pared junto a él, de haber estado unos centímetros más a la derecha le habría dado en la cabeza, se viró hacia ella consternado y advirtió el propio estupor en el semblante de la mujer.
—Eres igual a tu madre —murmuró lo suficientemente alto como para que lo escuchara.
Habiéndola paralizado con su acusación, salió del apartamento y tomó el ascensor con los nervios a flor de piel. La manera en que las cosas habían acabado con la noticia del divorcio lo enloquecían, si se esforzaba podía recordad días felices: como cuando iban plácidamente recostados uno contra el otro en los asientos del metro, ella apoyaba la cabeza en su hombro y su pelo pelirrojo destellaba bajo el sol que ingresaba por las ventanas, él la cubría bajo su brazo protector mientras la oía tararear una canción. Sin embargo, ambos levantaron un muro con las piedras del silencio y el rencor de una falsa idealización del amor verdadero.
Cuando salió fuera del edificio se enfrentó al bullicio de la calle, avanzó con la corriente de gentío rumbo a la derecha y se metió las manos en los bolsillos.
En el hemisferio norte era marzo y, por lo tanto, invierno, así que hacía un frío helado inevitable, se trataba de un frío cruel carente de belleza y con una quietud profundamente ligada a su humor. Cerró su abrigo hasta el cuello para que le dejaran de tiritar los dientes.
—¡Asher!
Frenó y se giró para encontrarse a Erin corriendo hacia él agitada, desabrigada y echa un desastre. Cuando estuvo de pie a pocos centímetros de distancia, la mujer también se detuvo, le tendió los papeles del divorcio con el cabello cubriéndole la mitad del rostro y él los cogió descubriendo que estaban firmados.
Sonrió estupefacto y la miró fijamente, sí que lo habían arruinado entre ellos, pero merecían un nuevo comienzo.
—Gracias, Erin.
—Púdrete —respondió ella devolviéndole la sonrisa con lágrimas en los ojos.
Quería demostrar que no era como su madre, Asher lo supo.
—Espero que seas feliz —susurró con sinceridad.
Ella asintió y regresó al edificio sin más palabras, pero estaba bien.
No había más que decir.
Ivelisse pisó el freno, sacó la llave y el motor se apagó. Estacionada en el garaje de su casa, respiró hondo antes de empezar a reír como una lunática abrazada al volante y a los asientos. Tenía un auto. Había pasado unos meses siendo refaccionado en un taller, pero finalmente lo tenía en sus manos: funcional, limpio con olor a limón con naranja y sobre todo lo demás... ¡COLOR AMARILLO! ¡SU HERMOSO HERBIE, PERO SIN NÚMERO 53!
Se recostó sobre los asientos del piloto y copiloto con un brazo cubriéndole los ojos para ocultar sus lágrimas. Lloraba mucho, claro que sí, pero al diablo. Con arduo esfuerzo había logrado una meta enorme. Podría llevar a su madre a Memphis y a ver el océano por última vez. La débil luz anaranjada del atardecer invernal inundó el auto haciéndola sentir mágica, los destellos en el espejo retrovisor y el lustre del volante color blanco generaba un brillo iridiscente que la enamoraba.
—¡Gracias! —gritó al universo. A Dios. A la Mujer Maravilla. A quien quiera que la escuchara y la hubiera ayudado.
—¿Lissy? ¡Oh, virgen santa!
Se enderezó al escuchar a su madre y verla casi corriendo hasta el auto con su bastón fue un acto que la emocionó aún más. Abrió la puerta del copiloto para después adoptar una falsa actuación de rompecorazones.
—¿Quiere dar un paseo jovencita?
Moira rió radiante mientras se esforzaba por subir al coche.
—¡Ja! ¡Claro que sí, niña!
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