Capítulo 14
13/04/2015
Asher comprobó por quinta vez como se veía en el espejo, el traje azulado completo le quedaba como un guante y aunque nunca pensó que se casaría con el cabello rubio atado en una coleta, egocéntricamente aceptaba que lo hacía ver sofisticado y atractivo. Unas diminutas flores blancas prevalecían en su pecho distrayéndolo del resto, la ventana abierta le permitía oler el aroma salado del mar. Algo faltaba y desconocía qué. La puerta de la habitación del hotel en la que se hallaba se abrió, Clyde entró con Timothy de la mano —su amigo con un traje negro y su sobrino con un chaleco diminuto que le iba adorable—, y vinieron directamente a abrazarlo.
—¿Qué es esto? Mira esta corbata —señaló el otro hombre—¿Tienes once años que no sabes ajustar una corbata? Viejo, es el día de tu boda.
—¿Y si me ayudas en lugar de criticarme?
—Dios mío ¿Qué harías sin mí?
El tipo prosiguió a ayudarlo y empezó a arreglarla mientras su hijo de cinco años investigaba la habitación. Tenerlo aquí con él le tranquilizaba, habían pasado meses sin verse ni hablarse en persona claramente; la interacción humana era más reconfortante que comunicarse por medio de una pantalla que tenía que cargarse cada cierto tiempo.
—Oye, Clyde.
—¿Sí?
—¿Cómo te sentías el día que te casaste? —preguntó inquieto.
Su amigo permaneció estático.
—Viejo, no inventes ¿Te quieres fugar? Ni siquiera tengo dinero para un taxi, Skye tiene mi billetera.
Se escandalizó.
—¿Qué? No, no me quiero fugar ¿Por qué diablos pensaste eso?
—Es que lo dijiste con la expresión de: estoy triste, se murió mi perrito, Pulgoso. No te juzgaría igualmente.
—Sé que Erin no te agrada, pero guárdate el comentario.
—Yo solo dije que no te juzgaría. Soy tu mejor amigo, aunque soy el único que tienes, y mi trabajo es apoyarte en todas las idioteces que hagas. —Hizo una pausa—. Aclaro: no pienso que casarse sea una idiotez que deba tomarse a la ligera, me explico porque después quieren lincharme.
—Eres un idiota, hablo en serio. Cuando tú te casaste te veías tan feliz e histérico que se lo transmitías a los demás.
—Y así me sentía, eso se siente cuando encuentras al amor de tu vida —dijo con determinación en su voz. Entonces se puso serio—¿Estas dudando?
—Tengo miedo, algo falta y no sé qué es. Es como si hubiera un fallo en la ecuación que hace que toda la operación esté errada, pero esto no es matemática... es amor.
—Ay, amigo mío —bramó el padre de Timothy—, está bien. Es natural. Casarte es lo más loco y estúpido que puedes hacer, pero es lo que haces cuando estás perdidamente enamorado de esa persona. ¿Tú la amas?
—Sí... lo hago.
—Bien, como tú padrino de bodas es mi obligación darte las palabras correctas llenas de metáforas cursis como ocurre en las películas para que te llenes de confianza —argumento el hombre y luego se dirigió a su hijo—¿No, Timothy?
El niño no había estado prestando atención por estar jugando con la lámpara de la mesa de noche así que pareció confundirse.
—¡No! —gritó nervioso viendo a su papá golpearse la frente.
—No te preocupes, Timmy. Tu padre es muy especial —dijo Asher sarcástico.
Su sobrino le dio la mano y le sonrió, él le devolvió la sonrisa un poco forzada. Más tarde, ellos se fueron y vinieron a verlos las dos mujeres más importantes en su vida antes de su futura esposa; una de ellas a punto de cumplir ocho meses de embarazo. La boda se celebró en una playa en Gurney' Mountak, la temática se enfocaba en una boda estilo náutica con vibraciones urbanas. Habían llevado a Nueva York a la playa de alguna manera. Optaron por flores y acentos modernos y minimalistas para creaban un ambiente chic de playa y ciudad. La paleta de colores mezclaba tonos arena neutros, blancos y verdes clásicos con un toque de color aquí y allá.
Una elegante suite de invitación presentó a los invitados a la ceremonia, que tuvo lugar con vistas al océano. Su madre se enamoró de unas hojas de monstera y anthurium blanco que se alineaban en el pasillo, mientras que las luces de cuerda colgaban sobre el espacio.
Erin fue la sirena salida del mar con su vestido blanco de escote corazón y brillos que parecían miles de piedras compitiendo con el atardecer. Fue una ceremonia muy pacífica en la que intercambiaron sus propios votos y cumplieron con el intercambio de anillos.
Ivelisse frunció el ceño mientras miraba el helado de vainilla en el pote, hundió la cuchara y se metió una gran cantidad en la boca. La cocina era pequeña, amarilla y silenciosa. La invitación a la boda de su prima estaba junto a su brazo en la mesa, el nombre de Nessa y de su madre se ilustraba con una perfecta caligrafía cursiva.
No la habían invitado y era mejor así porque no podía dejar de llorar desde que la maldita invitación llegó por correo, había pasado días convenciendo a su madre para ir a festejar con todos los demás mientras ella se quedaba sola en Tucson comiendo helado de vainilla porque a la condenada heladería se le había acabado el de fresa.
¡Un maldito pote de helado de fresa era lo único que quería y ni eso le daba el universo!
Salió como una tortuga hacia su habitación, con sus pantuflas amarillas arrastrándose por la alfombra, el helado en sus brazos y la cama esperándola para jugarle fidelidad eterna. Fue la vez número 1728 que vio la película de John Travolta que tanto le gustaba, la número 60 en que lloró cubriéndose la cara hasta que sufrió de un dolor de cabeza que la obligó a tomar una aspirina. El amor era un infierno al que había pasado como una ingenua, ni siquiera tomó precauciones para no enamorarse de Asher porque él no era el hombre con el que se imaginó terminar con el alma desnuda y ella no era la mujer con la que él soñó, allí estaba Erin de ejemplo. Incluso si él hubiera dejado a su prima, tampoco habría sido un camino buscar el amor en sus labios porque existía cierta lealtad entre ella y Erin; aparte no quería ser el plato de segunda mesa de nadie.
Se cubrió hasta la cabeza con las sábanas dispuesta a dormir. Descubría el caos en la sencilla decisión de olvidarlo, la ataba el conflicto en la armonía de la solemnidad de su monotonía y no encontraba la posibilidad en medio de esta dificultad.
Necesitaba que su corazón hiciera un acto de suicidio para reconstruirse. Huir de su cuerpo, levitar y perderse. Sentir el pecho vacío, agotado y adolorido. Mudar la piel que aún recordaba la escasez de toques y caricias que no significaban nada, beber, vomitar, tocar fondo y tener sexo con desesperación. Olvidar todo a lo que se esforzaba por aferrarse. Ausentarse de su vida unos días para regresar con sus zapatos amarillos, andar a paso ligero y sonreír andando en bicicleta.
Su móvil vibró una y otra vez en una secuencia interminable, lo cogió para ver que Erin le había enviado un millar de fotografías de la boda. No quería malinterpretar sus intenciones, pero... la frustración la colmó y la arrolló la tristeza de mil demonios que picaban su corazón.
—¡Maldita perra! —gritó y arrojó el móvil sobre la cama.
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