Capítulo 27
25/02/2018
—Dispara, Tino —dijo Jules enderezando la cabeza sentado en el sofá.
Su hermano había estado más de una hora caminando nerviosamente por su sala con las palabras atoradas en la garganta. No era el único que se sentía abandonado. Mañana por la mañana habría una mujer más en Irlanda y una menos en Nueva York, la ciudad perdería un toque de su magia.
Un trueno rompió el cielo, los días soleados aparecían por sorteo desde hace semanas, las tormentas proclamaban libertad como si vinieran en cuotas de un diluvio cada setenta y dos horas. El apartamento se adaptaba a la depresión del clima, frío y gris con atisbos de mutismos concretos.
Tino se sentó a su lado con el rostro contrariado.
—¿Se va mañana?
—Sí.
—¿Entonces lo de ustedes...
—Se terminó —respondió amargo.
—Diablos, ¿no intentarán eso de las relaciones a distancia?
—¿Cuándo has visto que funcione?
—Odio cuando te pones negativo.
—Perdón, no me siento bien.
Tenía un agujero creciendo en su pecho conforme el reloj avanzaba, cada vez que esas manecillas se movían significaban un recorte de tiempo para que la irlandesa se fuera para no volver. Se imaginó atrapado en un reloj de arena, esta lo aplastaba y le impediría respirar en cualquier momento. Centró su atención en la televisión, intentó distraerse con uno de esos estúpidos reality que le gustaban.
—Lo llevas mejor de lo que pensé —opinó el muchacho.
—¿De verdad?
—Sí, digo, aún vas con tu terapeuta y no te has comportado como un imbécil autodestructivo. Aunque sí estas triste. —Asintió desprovisto de energía para comentar otra cosa— ¿Realmente no vas a ir a despedirte?
—¿Tú lo hiciste?
—Claro, desayuné con ella en nuestra cafetería favorita hoy —respondió el mellizo de Fiorella con sumo orgullo.
A Jules lo mataron los celos durante un latido. También quería verla, besarla y tocarla hasta que le dolieran las manos porque ya no tendría la oportunidad de hacerlo cuando un nuevo amanecer llegara en unas horas. Habían hablado mucho la semana pasada, el arreglo terminó por sugerir que lo más propicio sería olvidarse y si aquella mujer había sido suya y él suyo, guardarlo como un buen recuerdo.
—Mmnnn... —soltó pensativo.
—Erin me habló de ti y de lo que siente. Además, te conozco. Sé que quieres hacerlo, así que llámala o ve a verla ¿Okey?
—¿Y qué le diré? —Se encorvó hacia adelante con los codos en las rodillas— ¿Qué la amo? ¿Qué extrañarla será como tener una bala alojada en el pecho? ¿Qué se quede y renuncie a lo que quiere? No puedo hacerlo y tampoco decirle que me alegra porque no lo hace, ya ves que no soy tan buena persona... no quiero despedirme.
El otro hombre le palmeó la espalda con apremio.
—Tal vez por hoy no se necesiten palabras, hermano. Este silencio solo alarga el final que quieres evitar.
—¿Y si me equivoco? ¿Y si solo nos hiere a los dos?
—Bueno, si te equivocas hazlo con ella. Ya sea acostados en la cama, hablando toda la noche o mirando el techo, puede que no tengas el final feliz que querías... pero así no dejarás una historia con páginas en blanco.
Jules miró a su hermano menor, era un niño en el cuerpo de un hombre, de contextura normal y piel más pálida que la habitual, su rizado cabello rubio aminoraba la oscuridad de sus iris haciéndolo ver adorable. Tendría perpetuamente cara de infante, sus rasgos eran tenues y su nariz pequeña, pero aplastada. Él siempre había sido el más pequeño de los seis y poseía una sensibilidad que preocupaba a los demás porque hasta la mínima brisa podía derrumbarlo. No obstante, aquí estaba siendo más maduro de lo jamás considero posible; lo había subestimado demasiados años.
—¿Desde cuando eres más adulto que yo? —cuestionó bromeando.
Tino sonrió.
—Solo estoy repitiendo las palabras de un amigo.
Erin recontó mentalmente los artículos de su equipaje, se rascó la mejilla y terminó de enloquecer por meter su vida en cuatro maletas. Una a una las colocó junto a la puerta listas para cuando saliera temprano a la mañana siguiente, al acabar metió las manos en los bolsillos traseros de sus tejanos y retrocedió con los pies descalzos para girarse a admirar su semi desierto departamento. Había vendido los muebles que compró desde que vivía ahí —exceptuando la cama, un escritorio y los sofás—, pagó una indemnización por la resolución anticipada del contrato de alquiler y pues, aquí estaba, de pie en aquel lugar hueco. Irónico, la sensación era la misma que tenía aun cuando residía allí. Grande. Displicente. Soberbio. Igual que su pretérito ego.
Caminó hacia los ventanales y disfrutó de la vista de la ciudad que nunca duerme en pleno torrencial, reemplazaría esa imagen con naturaleza viva. Ya tenía planes hechos para cuando su trasero regresara a Irlanda.
El timbre sonó y no se movió por la insania de una visita que no esperaba, su corazón bombeó ilusiones a su sistema; se le atravesó la garganta con el nombre de un hombre. El segundo timbrazo la hizo sudar, corrió hacia la puerta con la emoción doblando sus rodillas y abrió de un tirón que podría haber roto la cerradura. Su pecho se hundió violentamente, Jules se veía más apuesto y enorme que nunca, sus ojos negros resplandecían como piedras oscuras ahogadas en pasión, estaba empapado de pies a cabeza y de su ruda expresión caían gotas frescas. Ella dio un paso atrás y él entró al sitió en silencio. El sonido de la puerta al cerrarse fue tan leve que retumbó en sus oídos. Ocupaba todo el espacio, consumía todo el oxígeno del departamento y llegó a intimidarla.
La última vez que hablaron las cosas habían terminado mal. Ambos continuaban enfadados, se amaban y se separarían en cuestión de una noche. Erin tragó saliva con las lágrimas acumulándose en sus retinas y dijo:
—Por favor, entiende... esto no tiene nada que ver contigo. —Inhaló hondo y exhaló pesadamente—. No es tu culpa. Es personal, hay... hay cosas que mi interior y yo tenemos que reparar. Y te juro que voy a extrañarte como una condenada, pero... lo siento, yo te amo... pero necesito volver a casa, ya he estado mucho tiempo postergándolo... perdóname, Jules... perdón...
Él avanzó a zancadas hasta ella, sus pisadas la hicieron levantar la cabeza justo cuando ese hombre cogía su rostro para invadir salvajemente su boca y degustarla como un caramelo que no volvería a probar.
—Te amo y lo lamento muchísimo —murmuró D'amico apesadumbrado—. Debí aprovechar el tiempo contigo... debí hacer tantas cosas, pude amarte por muy poco y me enferma saberlo. No te disculpes más, tenme esta noche porque me siento desesperado viéndote irte.
Gimió cuando profundizó el beso enviado un impulso de placer a su cerebro, sus labios estaban húmedos y fríos por la lluvia. La pólvora en sus venas se encendió por el fuego en su alma, se abrazó a su cuello mientras la parte frontal de su cuerpo se adhería a la de él generando que su ropa se mojara, jaló de esa fea chaqueta que traía puesta y la hirió saber que esta sería la última vez que lo besara. Las palabras le quitarían demasiados minutos que ahora eran oro, muy caros como para perderlos o malgastarlos. Después de mañana, desaparecería de su vida. Quería que esta noche fuera especial. Deseaba hablar de lo que sea con tal de tenerlo a su lado y mirarlo a los ojos. Tenía ganas de todo y los minutos contados.
—Entiende, por favor... —pidió más para ella que para él.
—Lo hago... te lo juro.
—Entonces déjame amarte, se mío por hoy y déjame el recuerdo vivo de tu roce en mi piel.
—Te lo dije, Hada. —Se quitó la chaqueta a tirones, llevó sus manos a la espalda agarrando su camisa y arrastrándola por encima de su cabeza—. No más disculpas, solo toma de mi lo que quieras.
El hombre se quedó estático mientras la pelirroja tocaba sus hombros, descendiendo con dilación sobre sus pectorales y siguiendo por su abdomen hacía su vientre plano; su piel tenía una suavidad que le ponía nerviosa. Apabullada, pegó su frente al pecho masculino y lloró, Jules le acarició la espalda dulcemente mientras enredaba sus dedos en su cabello.
No había sabido quererlo, tampoco sabía dejarlo y dudaba de poder olvidarlo. ¿Cómo podría dejarlo ir? Tal vez el correr de los días la haría aceptar lo que fueron y agradecer en lo que los convertiría la distancia. Dejarlo ir y sobrevivir a otro amor que se esfumaba por su culpa. Entregarse de esta manera nunca fue parte de su estrategia, de hecho, luego de que la invitara a salir había pensado que se divertirían algunas noches y tras eso tendrían sexo casual para nunca más cruzar palabras. Pero aquí podían verla, muriendo porque el tipo a quien le chocó el auto la tocara y se hundiera en su interior hasta dejarle una marca que no se borrara.
—Bésame —dijo alzando el mentón y juntado los párpados.
—Sí —susurró él.
Apresó sus labios entre los suyos dándole una caricia lenta que le habló de amor y convirtió en ceniza sus miedos, ella se fue desabotonando la camisa roja y jadeó cuando Jules palpó su torso desnudo; se le hizo agua la boca y el frío de su tacto por consecuencia de la lluvia le dio escalofríos. Pronto entraría en calor así que no se alarmó.
—Cómeme —ordenó cortando sus besos y volvió a acariciarlo.
Jules seguía el movimiento con los ojos y en su rostro se fue dibujando una expresión hambrienta, mientras observaba cómo los músculos se estremecían y temblaban a medida que ella los tocaba. Impaciente, se inclinó hacia delante y apoyó los labios contra el hombro, luego la clavícula y la parte superior de los pectorales. De repente, él la cargó y sus pies quedaron suspendidos sobre el suelo de blanco mármol. Lo miró y halló al hombre con las mejillas encendidas.
—Sí —respondió llevándola al sofá.
La recostó sobre los cojines y las imágenes inundaron toda realidad, revivía un deja vú constante de sus manos en su cuerpo y su lengua llegando a espacios ocultos mientras sus ropas terminaban en charcos en el piso. El placer empezaba a embestirla en oleajes que la transformaban en alguien cínica y despreocupada. Era hermoso, más aún con el rostro entre sus senos... sus pestañas largas le hacían cosquillas. Continuaba cada vez más abajo, besó su ombligo y quiso reír por ello, pero gimió cuando le mordió la piel. Estiró los brazos hacia el apoyabrazos y se sujetó de él, su espalda se arqueó por un nuevo mordisco.
Le gustaba. No eran lo suficientemente fuertes como para dejar una huella, pero sí para acelerar sus pulsaciones.
—Muérdeme más —dijo sin aire.
—Sí.
D'amico se estiró sobre el sofá, metió los brazos por debajo de sus rodillas y llenó totalmente el espacio entre sus muslos... Con infinita calma, comenzó a plantar las marcas de pequeñas succiones en la parte interna de sus piernas. Su respiración era caliente y entrecortada, su boca parecía ávida y desesperada. La exploraba con una adoración dolorosa, besando, acariciándola con la lengua y enloqueciéndola con los labios.
La irlandesa se estremecía, sus gemidos inundaban la habitación como si fuera aliento de vida. Había una dulce batalla que perdía y ganaba en contra del amor, perdiendo en ello la ropa, el pudor y el miedo; ganando placeres, un momento en desenfreno y el recuerdo de un buen amante. Un amigo. Un confidente fiel. Un compañero. Un sueño cumplido. Una fantasía realizada que brotaba en su mente como una rosa en plena primavera. Toda vida humana se dividía en estaciones, ella se había estado enfriando en un invierno crudo, entre ramas oscuras y tierra resquebrajada por el hielo, pero al conocer a este hombre la alcanzó el verano y la primavera.
—Jules, te quiero... por favor...
—Shhh... está bien.
El hombre se puso a horcajadas sobre sus piernas. Pero antes de que pudiera hundirse entre su piel, las manos femeninas lo interceptaron, y él se estremeció observando cómo lo tocaba, se dejó ir por un instante en lo que Erin se enderezaba hasta sentarse, gateó sobre el cuerpo masculino dando rienda suelta a la pureza de su deseo y se sentó sobre su regazo. Piel contra piel. Hacía calor y calor, el fuego la quemaba desde adentro. Su melena los cubrió en una densidad de rojo cuando se inclinó para besarlo, dio inicio al infernal movimiento de sus caderas y murmuraciones de promesas de sueños. De ensoñaciones de entrega y amor. De repente, Jules la abrazó y un gutural sonido salió de su garganta. Sus cuerpos se estremecieron juntos bajo una capa de sudor.
—Te amo... te amo... te amo, Hada mía.
—Te amo, Jules. Te amo tanto que duele.
La irlandesa saboreó sus lágrimas cuando se besaron de nuevo. Respiró sus suspiros y murió presa de su boca sintiéndose dueña de sus latidos. Enamorada de la medianoche en sus ojos y de su invierno derritiéndose por caricias prohibidas. El viento y la tormenta se reflejaban a través de los ventanales, los refusilos iluminaban su acto por mili segundos y los truenos retumbantes hacían vibrar sus corazones.
—Te echaré de menos —develó Jules. Después rió—. Tenías que enamorarme ¿Verdad? Dios mío, eres la más dulce autodestrucción que he conocido nunca.
—¿Quieres animarme con eso?... —Suspiró—. Perdóname, jamás quise lastimarte.
Él besó su hombro.
—No hagas eso, me hiciste muy feliz. Te metiste en mí y yo te di permiso. Así que ya no pidas disculpas y amémonos hasta que salga el sol. Nunca me arrepentiré de haberte conocido, Erin Mckenna. Te amo.
—Por favor, cuida de ti y no dejes que esto te derrumbe —dijo entre lágrimas.
—Hey, está bien. No llores, lo haré.
—Promételo.
—Te lo prometo... pero debes saber que si algún día vuelves, en diez o cincuenta años más, estaré en el mismo lugar.
—¿Piensas que tendríamos oportunidad en cincuenta años?
—Contigo, sé que podría esperar hasta cien. Vamos ¿Qué me dices? No me dejes con la proposición en el aire.
Rió como una idiota.
—Sí, acepto. Si vuelvo en cincuenta años, iré por ti aunque seas un anciano calvo y obeso con dentadura postiza.
—Hada ¿Has visto a mi padre? La genética está de mi lado.
Rieron juntos. Sin embargo, la tristeza los invadió y se estrecharon fuertemente. Ella hundió el rostro en su cuello para luchar contra las ganas de decirle: "Ven conmigo".
No. Había cometido ese error una vez, aprovechando el amor de una persona para llevarla con ella a donde quiso, alejándole de su familia, de sus sueños y de sí; todo eso acabó en un divorcio. Hacerle eso a Jules la mataría. No podía desproveerle de aspectos tan importantes porque le haría más daño. Lo amaba demasiado como para intentarlo, pero también se amaba a sí misma y está decisión la ayudaría a crecer. Debía arriendar su pasado y su presente. Algo de lo que ya había huido bastante.
Después de aquello, durmieron abrazados por horas ya en la cama y en comparación, fue mejor que haber hecho el amor. Erin lo observó hasta cansarse, casi no descansó esa noche y cuando amaneció, se levantó en silencio antes de que sonara la alarma.
Plantó un último beso suave en los labios del hombre que amaba, imperceptible como un soplido en su tez, sería cobarde y se iría en silencio porque de otra forma podría cometer el error de arrepentirse.
Entonces tomó sus maletas, pidió un taxi... y así se fue, simplemente emprendió vuelo.
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