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Capítulo 16

30/10/2017

—¡Mira, esa hoja tiene forma de corazón! —gritó Ivelisse enseñándole la hoja a Dalan.

Erin gateó sobre la manta que habían puesto sobre el suelo y se asomó con Enya abrazada a su pecho para ver la hoja roja del sauce que la otra niña sostenía con admiración. El sol acariciaba el campo con armonía, el lago brillaba como diamante y en el aire flotaba el perfume de su tía Moira. Tenían un día de picnic los cuatro.

—¡Qué bonita! ¿Me la regalas?

—¿Para qué? Se va a marchitar —preguntó su prima.

Su papá tomó la hoja y la pendió entre las dos. Él se veía feliz hoy, no se sentía cansado como el día anterior, el amor brotaba de sus ojos y se remarcaba en el calor de su rostro; usaba su camisa más cara por algún motivo que desconocía.

—Nosotros coleccionamos cosas hermosas ¿Verdad, Hadita mía?

—¡Sí, las ponemos entre las páginas de los libros y duran para siempre!

—¿De verdad?

—Si, te lo juro por mi papá —habló Erin en voz alta.

Ivelisse arrugó la nariz, miró a su mamá sentada con las piernas cruzadas mientras afinaba las cuerdas de su guitarra y luego soltó:

—Oh, mi mamá colecciona botones... pero eso no es lindo, es raro y aburrido. Perdón mamá, eres rara.

Moira y Dalan rieron, Erin se tapó la boca para que su tía no la viera burlarse. Ella no pensaba que fuera aburrida, le parecía la mujer más bella y amable del mundo, ese día llevaba un vestido blanco que la hizo pensar en una novia. Su cabello tan pelirrojo como el suyo y los ojos tan similares como gotas de agua, en ocasiones le gustaba imaginar que era su verdadera mamá.

—Tu hija te dijo rara —molestó su padre con una sonrisa gigante.

—¿Y que si soy rara? El mundo tiene muchas anormalidades y son hermosas. Así como yo.

—Lo que eres es una egocéntrica, chica amarilla —comentó él desafiante.

Su tía se mordió el labio riendo, había un rosado en sus pómulos y un velo mágico entre los dos adultos. Erin se preguntó si así se vería el amor, de esos que se leían en cuentos y que mostraban en películas. Su papá estaba casado con su mamá, pero jamás sintió entre ellos esta sensación de amistad que dibujaba él con la madre de su prima.

Los adultos eran gigantes y extraños.

—La tía Moira no es rara, ella es un hada de tormenta y a nosotras nos gusta coleccionar cosas —objetó la niña pelirroja en defensa de la mujer.

—¿Ustedes son hadas de tormenta? ¿Y yo qué soy? —preguntó Ivelisse desanimada.

—Tú eres un hada del amarillo —dijo Dalan revolviendo su cabello.

—Oh, qué injusto. Ellas tienen el poder de las tormentas y yo el de un lápiz —se quejó la pequeña inflando los mofletes.

—No te enfades, Lissy —exclamó ella.

—Muy tarde, ya me enfadé.

Moira dejó su guitarra, cogió por la cintura a su hija y la sentó en su regazo, le picó las mejillas hasta que borró su malhumorada cara. La besó en los robotizados mofletes a la par que le hacía cosquillas, Erin sintió un poco se celos y se abrazó a su papá, él sopló sus cabellos para próximamente a besar su nariz.

—Bueno, no tienen por qué discutir ¿Saben por qué? —preguntó la hermana de Nessa.

—¿Por qué? —increparon las infantes al unísono.

—Es porque no importa de qué clase sean, son hadas y ellas son tan mágicas como lo dicte su corazón —intervino su padre.

—Claro. —Siguió su tía—. Nosotras somos hadas, volamos libres y cumplimos deseos. No dejamos que las cosas o las personas crueles nos desanimen, volamos sobre todas las tormentas y con nuestro polvo mágico iluminamos la oscuridad. No le tenemos miedo a nada.

—Wow, y yo que pensaba que era una niña normal —bromeó su prima.

Todos rieron. Más tarde, después de comer los sándwiches que habían preparado, las niñas se recostaron sobre la manta a cada lado de Dalan y contemplaron los destellos de luz que atravesaban las ramas del árbol bajo el cual estaban descansando. La música acompañaba la brisa, su padre y su tía empezaron a cantar juntos una linda canción sobre secretos que era muy pequeña para entender.

Moira entonó:

Estuve despierto desde que la luna se levantó anoche,
Reavivando el fuego y manteniéndolo encendido,
La familia está en la cama y aquí estoy solo,
Los gallos cantan y el mundo duerme salvo yo.

Dalan exclamó con una voz melódica:

Me gustan tu boca, tus cejas y tus mejillas,
Tus ojos azules y brillantes para los cuales dejé todo contento,
Por anhelarte, no puedo ver a donde voy,
Amiga de mi corazón, las montañas están entre tú y yo.

Sabios dicen que el amor es una enfermedad,
Nunca lo creí hasta ahora, cuando mi corazón está partido,
Es una enfermedad dolorosa que por desgracia no evité,
Son cien flechas taladrando el centro de mi corazón.

Moira sonrió como si estuviera triste y cantó alto:

Encontré a una hechicera cerca de Lisbellaw,
Le pregunté si podría ser librado de este amor,
Contestó suave y simplemente:
"Cuando el amor entra en un corazón, no se puede soltar."

Erin abrió los ojos, estos sueños se hacían cada vez más comunes. Lo que no era común es que fueran tan felices. En su interior sentía que su tierra y su padre la llamaban, que había algo que tenía que encontrar en los escondites de su pasado.

Un secreto atado a las raíces de su familia y a ella.

Aunque era demasiado temprano para pensar en eso, se levantó y fue directamente al baño para ducharse, después de todo saldría con Tino. Cuando acabó no esperó lo que vio al regresar a su habitación.

—¿Por qué hiciste esto? —preguntó Erin afónica por las lágrimas que amenazaban con huir al ver el vestido que había preparado para su cita despedazado con tijeras.

Estaba desnuda y cubierta por una toalla, el agua se escurría de su cuerpo para acabar en el suelo de mármol negro de aquel cuarto puramente gris.

Su madre la miró intolerante junto al armario de su habitación, la anciana mujer acomodó su falda larga con sus temblorosas manos arrugadas y avanzó con su bastón indiferente a la molestia de su hija. Nessa Mckenna era una inconmovible octogenaria de semblante pedante, la palidez de su piel se confundía con la de su cabello canoso con escasos mechones pelirrojos.

Con ella compartía sus ojos verdes.

Con ella compartía el puesto de bruja del cuento.

—Salir con un hombre tantos años menor que tú luego de divorciarte te hace ver como una cualquiera desesperada por atención, no me hagas pensar que malgasté el tiempo que imprimí en criarte y se decente —comentó Nessa sentándose en la cama con cuidado.

La joven pelirroja se forzó a simular apatía por esa acusación, actuaría como una delicada e inexpresiva muñeca de porcelana. Preciosa, pero silenciosa y con el pecho hueco.

—Es solo una cita, una salida y es todo. No voy a casarme con él.

—Gracias a Dios por eso —alabó la mayor con burla—. Imagínate que volvieras a casarte.

—¿Qué tendría de malo?

Ella no planeaba hacerlo luego de lo mal que acabó su matrimonio, pero tampoco deseaba renunciar a conocer a alguien más en el futuro.

—En primer lugar, eres posesiva y egoísta. No tienes personalidad ni talentos, si alguien dice blanco tú dirás blanco aunque quieras negro y si dicen negro dirás negro aunque quieras blanco; no tienes carácter. Conseguiste casarte porque un hombre quedó cautivado por tu belleza, pero cuando notó lo poco que ofreces te dejó. Allí está el segundo punto, estas envejeciendo y esa belleza no durará mucho. Evítate más decepciones y concéntrate en seguir trabajando porque lo peor de envejecer es hacerlo sin un centavo.

—Está bien —mintió y la saliva que tragó le pareció acida.

—Debes aceptar esto, Erin. Lo mejor para ti sería quedarte soltera y concentrarte en tu carrera, déjate de soñar despierta. No seas como tu padre o terminaras como él.

Una caricia. Aquello fue una caricia con un cuchillo falto de filo sobre su carne, la gotas de agua circulaban en caída libre por sus piernas y el charco a sus pies se hacía cada vez más grande. Por esto odiaba hablar de su padre, cuando se le mencionaba todo lo que se decía de él era un error; por lo menos si salía de la boca de su progenitora.

—Por favor, no hables así de él. Fue un buen hombre —balbuceó con ligera furia.

—Una cosa no quita la otra. Fue un buen hombre y un bueno para nada incapaz de mantener a su familia también.

—No es cierto, di la verdad. Lo mínimo que deberías hacer como su esposa es hablar con la verdad.

Su madre pensaba que Dalan había sido un fracaso, un esposo desempleado que se encargaba de la granja donde vivían y soñaba demasiado con su máquina de escribir en el jardín.

—¿Puedes aceptar la verdad, hija? —indagó Nessa con su lengua de víbora haciendo un chasquido al final—. Hablemos de verdad entonces, tu padre fue un parásito con ínfulas de grandeza que se veía capaz de escribir un libro y murió sin publicar ni una palabra. Antes de casarse conmigo era una rata que rogaba por migajas de pan en una granja, podrá haberte contado historias, pero es lo único que podía hacer. Vivir en sueños. Despierta, niña.

—Ya basta, remover el pasado no sirve de nada —rogó sintiendo que podía ahogarse en ese charco de agua.

—Tú quisiste hablar, es tu culpa. —La anciana se desplazó hacia la salida con paso lento—. Ya vístete, estás empapando el suelo.

La puerta se cerró, la soledad y el eco del silencio la enloquecieron, sintiendo que el auto desprecio corría por sus venas; abrió su armario para sacar un vestido negro. Arrojó los retazos de la prenda roja que su madre cortó y con los tacones en la mano se abrió paso fuera del apartamento, no deparó en las preguntas de Nessa y salió sola con el cabello mojado.

Después de todo, tenía una cita y ganas de gritarle a la vida.

Daban las 00:15 A.M.

Jules lavaba el plato que había utilizado para la cena y tras terminar lo secó para guardarlo, apagó la luz de la cocina con desgano. Había sido un día ajetreado en la florería, armó cientos de arreglos florales para una boda y una fiesta de aniversario para una pareja de cincuenta.

Caminó arrastrando los pies hasta la sala, al pasar cerca de la estantería su pantalón se atoró en un tornillo que sobresalía y tiró de él oyendo el sonido de la tela rasgándose, pesaroso estudió su ropa hasta hallar un agujero a la altura de su muslo. Reprimió un insulto, era su prenda favorita. Años atrás había comprado ese pantalón con sus hermanas en una rebaja en Virginia y cuando empezó a desgastarse lo convirtió en ropa de dormir, era más práctico que gastar dinero en una pijama. Además, le daba como bonus el placer de molestar a los demás porque todo mundo odiaba ese adefesio beige tres talles más grandes que sus piernas. Se resignó a la evidencia de que era un tacaño y un vago, así que prefirió irse a dormir de una merecida vez.

La melodía de su móvil sonó insistentemente acompañada del sonido que alertaba que recibía un mensaje, alguien estaba llamándolo y mensajeándolo al mismo tiempo. Tomó el dispositivo que descansaba sobre el mueble del televisor y leyó los mensajes de Tino:

"Contéstame, es urgente"

Llamada perdida: le preocupó.

"Necesito ayuda ya mismo"

Llamada perdida: lo espantó.

"LLÁMAME YA"

Otra llamada y la contestó enseguida con las manos sudando por los nervios.

—¡¿Tino?! ¡¿Qué pa...

—¡Abre la puerta! ¡Abre la puerta! ¡Abre la puerta! —exigió su hermano menor.

No parpadeó, corrió hacía el umbral de la entrada a su apartamento, cogió las llaves colgadas en un gancho y en cuanto abrió la puerta el cuerpo de una mujer le cayó encima, la sostuvo por reflejo para impedir que se precipitara al suelo bruscamente, la irlandesa se colgó de su cuello mientras reía como una niña de cinco años en navidad y a él le latió el corazón en los oídos.

—¡HOLA, JULEEES! —gritó ella muy alto.

—¡¿Señoría Mckenna?!

—Que feo a sonado eso ¿Acaso no era un "Hada" para ti? —rió la pelirroja

La miró en shock y levantó la cabeza para cuestionar al joven que lo observaba aliviado. Atisbó a distinguir el enrojecimiento en las mejillas del muchacho, frotaba su frente visiblemente mareado y acalorado. Diablos, también parecía haber bebido de más.

—¿Qué es esto, Tino?

—Ayúdame, es una demente —dijo alegre por el alcohol.

—Tú eres un demente —cantó Erin arqueándose hacia atrás para ver al chico sin soltar al hombre de quien se colgaba.

Jules apretó la mandíbula confundido y chasqueó los dedos para que Tino se centrara en él.

—¡¿Qué pasa?! —indagó enfadado oyendo como la dama tarareaba abrazada a su cuello.

—Es que bebimos mucho, unos... —Contaba sus dedos tambaleándose de un lado a otro—. No sé, varios tragos.

—¡¿Manejaste en esas condiciones?!

—¿Estás loco? No tengo auto y ella no trajo el suyo, pero es más inteligente que yo y pidió un taxi.

—Bailamos tantas canciones... todas las canciones, no le digas a mamá —murmuró Erin en su oído a modo de secreto.

Él se estremeció por la cercanía de su boca a su piel, fue incómodo como el infierno. Toda la situación estaba fuera de control, estar allí en la puerta de su apartamento con una mujer pegada a su cuerpo mientras le rodeaba la cintura para que no paseara de cara al piso y tener a su hermano con una clara expresión de náusea en su rostro. Necesitaba soledad, silencio y tranquilidad, pero el jodido planeta le daba esto.

—Tino, métete y ve a lavarte la cara —ordenó con autoridad, el muchacho obedeció y entró a tropezones dirigiéndose al baño. Jules cerró la puerta enfurruñado, giró la cabeza para ver unos curiosos paramos verdes mirándolo con expectación—. No me acuerdo de tu dirección ¿Qué tal si te sientas en el sofá y yo te doy un vaso de agua fría para que me digas dónde vives así te enviamos a casa? ¿Escuchaste, Mckenna?

—No me llames Mckenna —reprochó frunciendo los labios.

Bufó nervioso, no los separaba ningún tipo de espacio y la ansiedad calaba en su cerebro como los golpes de un mazo en las sienes. Alejarse de ella había sido su principal prioridad.

—Erin ¿Puedes soltarme? —pidió aparentando seriedad.

—No me llames Erin —susurró ella con la suavidad de una seda a centímetros de su boca.

¿Qué rayos era esto? ¿Por qué tenía que pasar su noche de miércoles con una modelo arrimada que le hablaba entre susurros al oído? ¿Por qué eso no le podía pasar a otro malnacido que lo quisiese?

—Eres... —Exhaló tenso— ¿Hadita? ¿Eso quieres que diga?

Erin sonrió y Jules se petrificó cuando una de las manos femeninas comenzó a recorrer el borde lateral de su rostro en un roce lento.

—¿Puedes dejarme ir, Hadita? —preguntó atento al movimiento de la dama.

—Si me lo preguntas diré que no —respondió haciéndolo avanzar a la par que ella retrocedía hacía algún sitio—. Quería verte, te he extrañado con toda mi alma.

Esto iba muy rápido, también había querido verla desesperadamente día a día. Añoraba su voz. Su risa empalagosa. El tacto de su sedoso pelo en contraste con la aspereza de sus propias manos. El calor de su cuerpo pasaba al suyo, el cosquilleo de su cabello le erizaba la piel de los brazos y como no llevaba maquillaje podía distinguir las ojeras producidas por insomnios constantes bajo sus largas pestañas. El dolor que le transmitió lo aturdió un instante.

—¿Cuál es tu dirección?

—¿Por qué?

—Llamaré un taxi para que te lleve.

—¿Por qué?

—Yo necesito que te vayas.

Ella arrugó el entrecejo contrariada.

—No quiero volver aún, quiero más de ti. Me alejaste, prometiste que no lo harías.

—Erin, basta. No me hagas esto.

Llegaron hasta el sofá, Jules intentó hacer que se sentara y obtuvo el efecto contrario provocando que la irlandesa pegará su frente a la suya. Él se mordió los labios, esos ojos escondían detrás un embrujo que no le permitía cortar esta conexión, tal vez le vencía el deseo... había pasado demasiado tiempo falto de placer, besos y caricias. No, simplemente podía vivir sin esas cosas, no obstante la deseaba a ella.

—Erin quiero que me sueltes ¿No te han dicho que invadir el espacio personal de extraños es malo?

—¿No hay noches en las que te sientes solo, Jules? —Su pregunta lo enmudeció— ¿No los hay? Yo sí las tengo, esas noches donde mi compañera es una sábana helada y el brillo nocturno que entra por la ventana. Cuando hay un silencio tan sordo que mi corazón parece dormido y mi mente juega a la ruleta rusa para descubrir cuál de mis sueños rotos me duele más. ¿No te cansas de estar solo, Jules? ¿No te quema la soledad? A mí sí... cada segundo de ese silencio me quema con hielo seco, me congela la piel hasta que me dan ganas de llorar y... entonces me doy cuenta de que amanece, pero el calor no me quita la sensación gélida y paso el día esperando al anochecer para volver a consumirme en el mismo ciclo ¿Te duele a ti también o soy la única que perdió la razón?

Él no logró evocar ni una sílaba, ni un sonido que demostrara que seguía allí presente y se limitó a mirarla con los labios temblando por las lágrimas que le cortaban las mejillas al igual que lo haría una cuchilla. ¿Si conocía la soledad? Claro que la conocía, era su confidente desde la muerte de Cyliane. Reconocía los síntomas que ella le describía porque aún los padecía, noche a noche, como la alarma de un reloj que suena a las doce.

La ausencia del toque de una mano en su carne, el marchitamiento de sus labios y el condensado frío que invadía el cuerpo como una enfermedad.

—Jules... —Su nombre salió de la boca de Erin como una respiración.

Ella se colocó de puntillas, forzando a sus pies a elevarla cada vez más alto, comía la distancia entre los dos como un predador a punto de dar su mordida letal; el vértigo que revolvió su estómago al hallarse adormecido por el debate refulgente de su corazón entre el deseo, el sufrimiento y la culpa. Cuando los labios de la pelirroja se cerraron sobre los suyos durante un pobre momento se rindió al sentimiento de "hambre" que vibró en sus entrañas, pero había sido eso... un momento. La culpa lo apuñaló en el pecho con las letras C. Y. L. I. A. N. E, se hundieron violentamente hasta atravesarlo de lado a lado dejando un agujero en lugar de su corazón y murió de miedo.

Tomó a Erin por los hombros y la empujó hacia atrás, la mujer trastabilló cayendo en el sofá desconcertada. El exabrupto aparentó espabilar a Erin lo suficiente como para entender que había hecho, se levantó apresuradamente y en dos zancadas ya estaba frente a él con el arrepentimiento desdibujando su bello rostro.

—Dios, lo lamento. Jules te juro que lo siento... me dejé llevar... perdóname —se disculpó acongojada.

Trató de tocarlo y el hombre retrocedió afectado.

—Yo... creo que debes llamar a un taxi —sugirió ronco con una mano masajeando su mandíbula.

—Jules...

Oír su voz lo enloqueció.

—¡Erin, por favor!

Ella se abrazó a sí misma y corrió hacia la puerta, cuando está se cerró Jules pudo oír a Tino vomitar.

Él también quería vomitar... se había jodido.

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