Capítulo 8
La noticia del embarazo de Elizabeth disipó los pensamientos que fueron formándose en la mente de los presentes. Edward, que disfrutaba de una inesperada comodidad ante la compañía de lady Lucille y de la señorita Cavendish, supo que la velada no podría seguir y que sería bastante difícil coincidir con Anne a solas en otra oportunidad. Lo mismo pensaba ella. Deseaba retomar la conversación que su abuela había interrumpido en el invernadero, aunque quizás, —se decía— era mejor no ahondar en sus sentimientos cuando no tenía voluntad alguna de compartirlos con un desconocido. Toda su atención debía centrarse en su querida tía Elizabeth.
A lady Lucille le había parecido muy interesante el encuentro de lord Hay con su nieta, del cual fue testigo. Se alegraba que comenzara a mirar a Anne con otros ojos, algo que ella se había atrevido a pronosticar pese a una primera impresión tan desfavorable entre ambos. Estos pensamientos y esta satisfacción repentina, se vieron opacados ante la noticia del embarazo de Elizabeth. Imaginaba lo feliz que estaría su hija ante la posibilidad de ser madre, una idea que ya debía haber descartado por completo años atrás. Cierto que un embarazo y un parto a su edad podrían conllevar a un buen número de complicaciones; ella misma había experimentado dos embarazos bien difíciles a pesar de haber sido mucho más joven que su querida hija. Por otra parte, Pieter le había comentado que el médico se mostraba optimista; su esposa era sana y no tenía por qué sucederle ninguna eventualidad.
No obstante, Pieter se encontraba muy asustado. Él había perdido a su primera esposa en el parto, y a su hijo le había sucedido lo mismo. Ahora que volvía a tener una esposa después de más de treinta años, se veía en una circunstancia parecida, lo cual le aterraba. La edad de Beth era una desventaja; por mucha salud que rebozara o por muy joven que pudiese parecerle todavía, era un embarazo riesgoso.
Pieter insistió en que lady Lucille se trasladara en un carruaje para ir a ver a Elizabeth. Aunque las casas estaban cercanas, la distancia que las separaba no era despreciable para una anciana. Fue así que los cuatro, incluido Edward, subieron al carruaje; la señorita Norris se quedó en la Casa Sur.
El trayecto se hizo en silencio la mayor parte del tiempo. Todos estaban demasiado preocupados como para hablar; Edward hizo un comentario sin importancia, pero ante el mutismo general optó por callar también. Fue entonces que fijó su atención en Anne, y se preguntó cómo era posible que experimentase tantos sentimientos contradictorios por ella: aquella misma mañana había pasado del disgusto a una sensación de familiaridad que le sorprendió. Tenía carácter, pero también podía verse muy frágil cuando la embargaba la tristeza. Era inteligente, sensible, y le generaba una fascinación que le costaba admitir. En tres días lo había colocado en su sitio: dudó de su honestidad, criticó su falta de caballerosidad, y lo más sorprendente de todo era que él se había equivocado al juzgarla de la manera en que lo hizo. Ella era la mujer más interesante que había conocido en los últimos diez años, pensamiento peligroso, sin duda, pero no tuvo más remedio que aceptarlo.
Cuando Anne levantó la vista, lo descubrió observándola con detenimiento. Él desvió la mirada y no volvió a posarla en ella hasta que llegaron a la Casa Norte. A Anne le parecía un caballero difícil y complejo, pero su abuela había acertado al hablar de sus cualidades. Era demasiado pronto para tener una opinión cabal de su persona, pero estaba convencida de que ya no le generaba desagrado, a pesar de la sospecha que albergaba sobre su misiva. La posibilidad de que la hubiese leído le mortificaba mucho, pero decidió no pensar más en ello pues la verdad la conocía únicamente el propio lord Hay.
Cuando Anne y lady Lucille entraron a la recámara de Prudence, se encontraron a Elizabeth reposando con una expresión de felicidad que las tomó desprevenidas. En su rostro no había rastro de preocupación alguna, y era tan fuerte su confianza, que no pasó mucho tiempo para que se convencieran de que todo saldría bien.
Pieter era más difícil de tranquilizar. La muerte de su primera esposa había sido traumática para él por lo que se resistía a la idea. La vida lo había puesto nuevamente en un trance semejante. Sin embargo, sabía cuán importante era para su esposa aquel momento. A pesar de ser abuelo, la idea de tener un hijo con Elizabeth lo llenaría también de orgullo y de mucha felicidad. Por indicaciones del doctor, Beth debía guardar reposo por unas semanas. Al menos no debía salir ni agitarse, durante un mes.
Anne permaneció con su tía, en lo que lady Lucille se recostó un rato en una habitación de invitados de la Casa Norte. Pese a que Elizabeth debía descansar, su entusiasmo le impidió conciliar el sueño y Prudence y Georgie no demoraron en unírseles, invadiendo la recámara con complicidad. Tanto Anne como Beth se alegraron de verlas, así la tarde sería muy amena y el tiempo pasaría aprisa hasta retornar a la Casa Sur.
Prudence se deleitó al describirles sus progresos en la preparación de la fiesta. En el amplio salón cercano a la terraza y el jardín, se había construido en unos días un amplio escenario de madera que iría revestido con una alfombra y jarrones de flores, que ocultarían su rusticidad. En él añadiría como ornamento, una columna o una estatua, y al fondo, una pintura que no había seleccionado todavía, rodeada de cortinajes.
Anne debía compartir el escenario con la orquesta, pero esperaba que todos tuviesen espacio suficiente. Prudence había asegurado que el salón tendría una acústica muy buena, y aunque Anne no lo hubiese corroborado, confiaba en que fuese así. Todo cuanto le dedicó a Prudence fueron palabras de elogio, alabando su buen gusto y su visión para el decorado y la utilización de los espacios. Solo se atrevió a hacerle una pregunta:
—¿Ya ha seleccionado las flores que estarán bordeando el escenario?
—Aún no —reconoció—, pero el señor Havicksz se encargará mañana de ello.
El señor Havicksz era una especie de mayordomo y hombre de confianza en el hogar de su esposo y se ocupaba de todos los detalles que pedía su exigente patrona. Como era joven, no se agotaba demasiado en el proceso.
—¿Podría hacer una sugerencia al respecto? —preguntó Anne con timidez.
—¡Por supuesto! —contestó Prudence—. ¿Qué flores prefieres?
—Camelias blancas y rojas —repuso Anne—, sé que quedarán muy bien con el decorado.
Elizabeth se estremeció:
—¡Oh, Anne! ¡No me digas que cantarás lo que estoy pensando!
Fue entonces que Prudence cayó en cuenta de la pieza que Anne había escogido, pero la aludida no quiso confirmarlo.
—Es mi sorpresa y tendrán que aguardar —dijo con una sonrisa.
Georgie no comentó nada, pues de las presentes era la única que sabía lo que Anne iba a cantar esa noche, pero le guardaría el secreto a su amiga.
—¡Si pudiese escucharte! —exclamó Elizabeth desanimada, ante la perspectiva de perderse su interpretación—. Con el reposo que me ha indicado el doctor, no tendré oportunidad de participar en la fiesta de Prudence.
—Me has visto cantar muchas veces, tía Beth, y debes hacer caso a lo que dijo el doctor. Prometo que te contaré lo antes posible los pormenores.
—Siento que te pierdas la fiesta, Elizabeth —le dijo Prudence con pesar—, pero ya no podemos echarnos atrás con tan poca anticipación.
—Ni yo me sentiría bien si hicieses eso, querida. Me da mucha ilusión esa celebración y aguardo con gran interés la presentación de mi Anne. Tampoco quisiera que perdieran el concierto de mañana en la noche. ¡Sé cuántos deseos tienen de ir al Concertgebouw!
—Pero tía —comenzó Anne con dulzura—, no me atrevería a dejarte sola.
—¡Tonterías! Me quedo con Pieter y con mamá, pero tú eres demasiado joven para estar enclaustrada aquí conmigo. Irán juntas, conocerán la sala de conciertos que ha tenido tanta acogida y será una buena oportunidad para que conozcas al Director de la orquesta.
Anne no dijo más, sabía que era inútil discutir. Las muchachas estaban entusiasmadas, no era tanto por el concierto que iban escuchar —un programa variado de obras de Bach, Handel y Beethoven—, sino por el propio lugar en sí. Era un salón muy prestigioso y la acústica era maravillosa.
—Pues bien, queda así convenido —sentenció Prudence—. Espero tengamos un espacio para presentarle el Director, de lo contrario deberá ser en otra oportunidad. Por cierto —prosiguió ella, cambiando de tema y mirando a Anne con particular atención—, ¿qué hacía Edward en la Casa Sur? Me extrañó muchísimo verlo llegar con ustedes y tengo entendido que no salió por la mañana al puerto.
La pregunta y el comentario, hicieron enrojecer a Anne por algún motivo desconocido para ella. Ciertamente, la sutileza no era una virtud de Prudence, pues parecía ser muy directa. A Anne le resultaba muy difícil hablar de lord Hay frente a sus hermanas, incluso frente a su tía Beth. El encuentro con él había sido tan extraño, que le era imposible describirlo.
—Hallé a lord Hay en el invernadero esta mañana —se apresuró a decir—, ambos estábamos dando un paseo y coincidimos en algún sitio. Luego me acompañó a casa y abuela lo invitó a comer con nosotros; justo al final llegó el señor van Lehmann con la notica sobre mi tía Beth.
—¿Edward comió con ustedes? —preguntó Georgie, atónita.
Nadie se atrevía a decir con franqueza, por qué el hecho les resultaba tan extraordinario, pues no querían herir a Anne recordando la anterior situación de disgusto que había creado Edward.
—Sí, comió con nosotras —afirmó la aludida—. Mi abuela disfrutó mucho de su compañía, y yo también.
Esta última frase, dicha casi sin meditar, sorprendió aún más a Prudence, que no salía de su asombro. Sabía que Edward era un hombre introvertido, imaginaba que se debía sentir avergonzado por lo sucedido, pero jamás hubiese esperado tanta cordialidad con una familia a la que había considerado indigna de su atención. No era muy propio de él cambiar su conducta de una forma tan radical, aunque hubiese reconocido de corazón su equivocación.
—¡Qué bien! —dijo al fin Prudence, sin disimular del todo la sorpresa que denotaba su voz—. Estoy segura de que Edward también disfrutó mucho de la compañía de ustedes…
Anne no podía afirmar que así hubiese sido, pero intuía que la velada había sido más que agradable para todos los presentes.
—¿Alguna historia de interés? —indagó Elizabeth, con tacto.
—Las viejas historias de la abuela que ya conocemos —respondió—, pero lord Hay se mostró muy complacido con ellas e incluso habló de sus amistades de Londres —esta vez la mirada la dirigió hacia las hermanas—, y estuvimos hablando de los Holland y del señor Percy.
—¿Los conoces? —le preguntó Georgie, con el semblante iluminado.
—No, pero conversamos sobre el primer retrato de lady Holland, del cual yo recordaba haber leído una reseña.
Elizabeth no estaba al corriente sobre aquel asunto, pero no quiso interrumpir.
—¡Oh, sí! —exclamó Georgie—. Pese a las críticas, opino que es un retrato muy bien logrado de nuestro querido Percy. Beatrix conserva las dos pinturas, la osada y la tradicional, en su casa de Londres, pero según me ha confesado, el primer retrato es el que más le gusta. Me encantaría que los conocieras, Anne —prosiguió la muchacha con cariño—, son muy buenos amigos nuestros y Beatrix es como una hermana para mí.
—Lord Hay dijo lo mismo —reconoció Anne—, y expresó su deseo de que los conozca algún día.
Prudence y Elizabeth intercambiaron una mirada significativa, de la cual las muchachas no se percataron. La primera, conocía tan bien a su hermano, que sabía que aquel no era un deseo que Edward le expresara con facilidad a cualquier persona. Su círculo más íntimo de amigos era muy importante para él, así que el ofrecimiento le resultaba insospechado y a la vez, sin precedentes.
—También quisiese que la conocieras, Anne —dijo Prudence—. Beatrix es de las personas que más extraño de Londres, aparte de mi familia, por supuesto. Éramos las mejores amigas y en cierto modo lo seguimos siendo a pesar de la distancia. A ella le agradezco que se ocupe de Georgie como si fuese su hermana menor, asumiendo un puesto que en ocasiones no puedo desempeñar a cabalidad por motivos evidentes. Cuando regreses a Inglaterra confío en que mi hermano te presente a esos amigos y que Georgie y tú sigan siendo tan cercanas como hasta ahora.
—Por supuesto —apoyó Georgie—, me gustaría mucho que Anne fuese a Hay Park con nosotros este año. ¡Es un lugar maravilloso para los meses de verano!
Ya Anne había escuchado hablar de la casa de campo de los Hay. Según le había dicho Georgie, no solían tener muchos invitados, salvo los más allegados, donde se encontraban los Holland y Percy. Esto hizo que Anne se sobresaltara con una propuesta que resultaba ser una novedad para los Hay.
—Les agradezco, Georgiana, pero esa es una invitación que debe partir de lord Hay —comenzó a decir—. No quisiera importunarlos con mi presencia o modificar algún plan ya hecho y quizás sea demasiado pronto para hablar de ello.
—No importunas nunca, querida —contestó Prudence, con naturalidad—. Sobre la invitación, has dicho bien, es algo que le corresponde a nuestro querido Edward, pero me extrañaría mucho si terminada tu estancia con nosotros te marcharas sin recibir ninguna de parte suya.
Era un comentario arriesgado, Prudence lo sabía. No podía estar segura de que su hermano extendiese una invitación de esa naturaleza, pero tenía una corazonada. Algo había percibido en la mirada de Edward cuando descendió del carruaje de regreso de la Casa Sur y algo más increíble había advertido en Anne unos instantes atrás, tanto en su expresión como en sus palabras. Estaba haciendo una apuesta arriesgada, pero en ese tipo de asuntos, Prudence van Lehmann acostumbraba a apostar y ganar.
La noche siguiente llenó de regocijo a Prudence. Adoraba asistir al Concertgebouw y más con la compañía de sus queridísimos hermanos. También comprobaría si su teoría era acertada y, los resultados de su observación hasta ese instante, le hacían sentir más que satisfecha por su agudeza.
Anne lucía un lindo vestido azul oscuro con pechera y puños de blanco encaje. Llevaba también un collar de perlas como principal joya, que realzaba su tez blanca y sus cabellos oscuros. Estaba muy hermosa, pues tenía una distinción que resultaba más importante que un rostro perfecto. Su esmerada apariencia y su encanto personal, cautivaron a Gregory quien, desde que arribaron al teatro, no se había despegado de ella. Él era un hombre muy atractivo, pero Prudence estaba casi convencida de que Anne no había sucumbido demasiado a sus atenciones.
La expresión de Edward, en cambio, denotaba que el interés de su hermano por la señorita Cavendish, no le agradaba en lo más mínimo. Había permanecido en la distancia, absorto, mientras Gregory y Anne charlaban. Georgiana se movía indistintamente conversando con Prudence y Johannes, o interrumpiendo a Gregory, sin darse cuenta de la incomodidad que le causaba.
Prudence contemplaba a sus hermanos con visible interés: no era nada nuevo para ella ser testigo de las atenciones de Gregory a alguna dama en particular, conocía de su predilección por la seducción y el coqueteo, más si la dama en cuestión descollaba en el arte. A pesar de ello, Anne seguía sin languidecer sobremanera por su atento compañero.
Lo que sí resultaba novedoso para Prudence, era la actitud de Edward. Cierto que él nunca aprobaba la conducta licenciosa de Gregory, pero tampoco manifestaba una expresión tan elocuente de fastidio. Prudence se preguntaba incluso si no sería consciente de la molestia que se advertía en su rostro. Por supuesto, nadie lo conocía como ella. Para cualquier otra persona podía tomarse por cansancio o impaciencia. Para ella había algo más, algo que ni siquiera se atrevía a elaborar en su mente por miedo a que su precipitada percepción estuviese equivocada.
Había visto a Edward interesado seriamente por una mujer en una ocasión: por la que fue su prometida, por la que hubiese sido su esposa… En aquel momento había entendido los profundos sentimientos que podía sentir alguien tan reservado como él; para muchos era arrogante o indiferente, para ella era el que más había sufrido de los cuatro, el más sensible, el más digno de compasión. Ahora, más de diez años después, había vuelto a pensar que su hermano se interesaba por alguien, por una mujer que se había empeñado en alejar y despreciar para luego adentrarse en el sendero de la rectificación.
Tan solo un profundo reconocimiento de su error pudo haberlo llevado hasta Anne, a hablarle de sus más cercanos amigos; a aceptar y disfrutar de aquella comida con las personas a las que debió haber rehuido durante toda su estancia. Se había tragado su orgullo —algo que pocas veces había hecho— por un interés inconfesable, para seguir adelante con un sentimiento que era incapaz de nombrar y mucho menos de entender.
Prudence no dudó en acercarse a Edward, que se encontraba de pie, escondido casi por una columna, mientras tenía la vista perdida hacia los rostros desconocidos que subían por la escalera en busca de sus palcos. ¡Cuánto le había costado subir los peldaños de mármol! Anne lo había hecho con tanta rapidez, en compañía de su ágil hermano, que él se había sentido el doble de torpe que otras veces. Quiso acercarse a conversar con ella, pero Gregory acaparó su atención de una manera que lo exasperaba. ¡Su comportamiento era ridículo! Pero la ridiculez llegaba a sus extremos más grandes cuando se analizaba a sí mismo, y comprobaba que su malhumor no tenía ningún sentido. ¿Por qué debía molestarse? ¿Por qué se consideraba incapaz de entablar con ella una conversación con la misma habilidad que poseía Gregory?
Estos eran sus pensamientos cuando una intuitiva Prudence se colocó a su lado, con una sonrisa de condescendencia.
—Hermano mío —dijo con un tono que a Edward le irritaba mucho—, noto que no te encuentras bien y me gustaría saber qué te sucede para poder ayudarte.
—Estoy muy bien, Prudence, ¿por qué no habría de estarlo?
Ella trató de obviar lo desalentador de las palabras de Edward, y no se dejó vencer tan rápido.
—Porque pienso que quizás te moleste la atención tan abierta que le dispensa Gregory a nuestra querida Anne.
Prudence no era una mujer que se fuera por las ramas. Era tan directa, que a veces resultaba fastidiosa.
—¡No seas ridícula! —exclamó él, todo lo alto que el lugar y las condiciones permitían—. Eso que has dicho es un soberano disparate.
Trató de moverse de sitio, para evadir a su hermana, pero constató que le tenía bloqueado el paso y no pudo hacerlo. Era verdad que el parto la había dejado más robusta, un comentario que le hubiese disgustado, así que no se sintió en condiciones de ofenderla.
—Me has preocupado, Edward —prosiguió ella—. Si me he percatado yo de ello, cualquiera puede hacerlo, ¿no te parece?
Aquello lo alarmó tanto que poco le faltó para desaparecer del salón y regresar a casa. No había reparado en que pudiese resultar tan evidente su irritación.
—¿Qué tratas de decirme, hermana? —atacó con impaciencia—. ¿Qué idea absurda es la que te ronda en estos momentos para venir a hablar conmigo?
—Que los presentes pueden imaginar o incluso malinterpretar tu expresión, pensando que tu desagrado por Anne no se ha quedado en el pasado, y que te parece inadecuado que Gregory pueda tener una intención seria por alguien como ella.
Edward suspiró, aliviado. Así que eso era lo que pensaba su hermana: que él seguía considerando a Anne indigna de llevar el apellido Hay. ¡Cuán equivocada estaba!
—Prudence —le regañó—, no es el lugar ni el momento para tener esta conversación.
Ella asintió.
—Hazme sentir más tranquila diciéndome que ha cambiado tu inicial impresión sobre Anne.
El dudó si responder, pero al fin contestó.
—Sí —le confirmó—, ha cambiado. Incluso sin conocerla a cabalidad, he podido comprender que estaba en un error. Sobre el disgusto que pretendes ver en mi rostro, debo decirte que estás equivocada, no desapruebo el interés de Gregory por Anne, no tengo ningún motivo para hacerlo.
Prudence supo enseguida que esa última frase no había sido cierta. Su percepción estaba confirmada: Edward sentía un interés real por ella, pero no sabía cómo actuar ante aquellas nuevas emociones ni mucho menos cómo manejar la competencia que podría suponer Gregory para él.
—Si buscas mi opinión —le dijo Prudence casi retirándose—, estoy convencida de que Anne no reciproca en modo alguno la inclinación que siente Gregory por ella. Es lo suficientemente sensata para intuir que ese tipo de veneración no es solo pueril, sino también pasajera.
Edward no respondió. Las palabras de su hermana lo hicieron dirigir su mirada hacia la pareja en cuestión: Gregory se había volteado hacia Anne en un discurso que lo tenía ensimismado, pero ella no lo miraba, sino que tenía los ojos situados en él. Se sintió tan sorprendido cuando sus miradas se encontraron, qué no supo cómo conducirse, así que no demoró en entrar a la Grote Zaal, muy confundido. Unos minutos más tarde los demás tomaron sus asientos en el palco, pero no hubo espacio para la conversación: casi enseguida el Director de orquesta, el señor Mengelberg, hizo su entrada y los primeros acordes no se hicieron esperar. Edward agradeció la música en silencio y que Georgiana se hubiese sentado a su lado.
Cuando el concierto terminó, estaba mucho más tranquilo. Había disfrutado de la música, y no le importó demasiado que, a la salida del palco, Gregory se encontrara al lado de Anne. Él había decidido actuar de forma sensata: no tenía ningún interés en ella, y tampoco podía preocuparse porque Gregory lo tuviese, pues no poseía la habilidad de cambiar el rumbo de los sentimientos ajenos. Recordó la tristeza de la joven al leer su carta, y ello le dio la certeza de que su hermano jamás podría conquistarla, si esa era su intención. Anne estaba tan afectada por su reciente desilusión, que resultaría muy difícil que alguien pudiese ganarse su amor.
Una vez que bajaron la escalera de mármol, un rostro desconocido para él se detuvo a saludarlos. Edward era el más retrasado, pero pudo percibir que el joven se separaba de su grupo de amigos al reconocer a Johannes. Se trataba de un hombre alto y rubio con una mirada muy expresiva. Enseguida Johannes lo reconoció e hizo las presentaciones. Se trataba nada menos que de su Alteza el Duque de Mecklemburgo—Schwerin, a quien había conocido en una visita a Schwerin con su padre, el verano pasado gracias a un amigo en común.
—Su Alteza —dijo Johannes—, me alegra mucho saludarlo. Lo había divisado en la distancia, en el Palco Real. Deseo que su padre se encuentre bien de salud.
—Así es, muchas gracias —respondió el aludido—. Se ha quedado en Schwerin esta vez, pero yo pasaré una temporada en Ámsterdam.
—Si es así, nos daría mucho placer recibirlos en nuestro hogar. Dentro de unos días será el bautizo de nuestro hijo más pequeño y el próximo sábado daremos una fiesta en nuestra casa, nos encantaría contar con su presencia en ambos momentos.
El duque no se comprometió de inicio, pero agradeció la gentileza y le dijo a Johannes donde se alojaba para que enviase la invitación. Luego miró a Anne con fijeza; algo estaba pensando, pues no habló de inmediato.
—Discúlpeme —se dirigió a ella—, ¿es usted la señorita Cavendish? ¿La maravillosa soprano?
La aludida asintió con timidez ante el elogio.
—¡Perdone que no me haya percatado cuando el señor van Lehmann nos presentó! —exclamó, mientras le besaba la mano y la miraba con una intensidad casi desagradable—. He leído que estaba en una visita privada en Ámsterdam y un amigo mío la reconoció hace unos instantes, pero no di crédito a su palabra pues nunca imaginé encontrarla realmente en la ciudad. ¡Estuve la noche de su debut en el Opera House! ¡Una actuación magnífica!
—Le agradezco, Alteza —contestó por fin Anne—. Tengo muy gratos recuerdos de esa noche.
—¡Pero he escuchado que va a retirarse! —prosiguió él, sin perderla de vista ni un instante.
—Ya lo he hecho. Ha sido una decisión difícil, pero el teatro dejó de ser ya mi aspiración principal.
El duque reprimió una pregunta acerca de sus aspiraciones, le pareció demasiado personal.
—A pesar de ello —les interrumpió Johannes—, nuestra querida Anne ha decidido hacer una excepción. Se ha comprometido a cantar para nosotros la noche del sábado en nuestra fiesta. Le aseguro que será inolvidable.
—En ese caso —añadió el duque con una sonrisa—, haré todo lo posible por estar esa noche con ustedes. Me encantará volver a verlos y a usted también, señorita Cavendish.
Sin más, el Duque de Mecklemburgo—Schwerin volvió a reunirse con su grupo y desapareció por una puerta lateral sin mirar atrás. Anne no quiso coartar el entusiasmo de Prudence y de Johannes ante la posibilidad de contar con la presencia de aquel invitado, pero a ella le parecía demasiado empalagoso. Una de las cosas que más había detestado de ser una figura conocida, había sido aquel tratamiento que recibía por parte de los hombres. ¡Nunca se acostumbró a semejante admiración!
El grupo aguardó unos instantes para saludar al Director, el señor Mengelberg, joven y talentoso, con quien Anne ya había intercambiado algunos mensajes. En la breve entrevista con él, acordaron realizar un ensayo general en el Concertgebouw, imprescindible para que la presentación en la casa de Prudence alcanzara el éxito esperado.
Antes de subir al carruaje, Edward se le acercó con una expresión más asombrada que irónica.
—Señorita Cavendish —le susurró al oído, cercanía que la estremeció— nunca imaginé que fuese tan conocida. Supongo que le halagaría mucho que el duque asistiera el sábado… —Esta última frase no pudo reprimirla, pues había advertido muy bien cómo la miraba aquel caballero y eso lo había disgustado.
Anne se volteó hacia él con una sonrisa triste.
—Creo haberle dicho una vez, lord Hay, que para mí existen cosas más importantes que el reconocimiento, los aplausos y el público. No quisiese ser severa con ningún invitado de los señores van Lehmann, y no pretendo juzgarlo por una primera impresión que pudiera estar equivocada, pero le aseguro que la presencia del duque no me halaga en lo más mínimo.
Edward se sorprendió de que el duque tampoco le hubiese simpatizado. Al igual que ella, no se sentía con el derecho de expresar su desagrado sobre un invitado ajeno. Prudence y Johannes estaban tan felices ante la perspectiva de su asistencia, que él no era nadie para criticar a un desconocido con tan pocos argumentos.
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