Capítulo 4
A la mañana siguiente, un diluvio impidió que el grupo de jóvenes congregados en el salón de la Casa Norte, llevara a cabo alguno de sus planes al aire libre. Gregory estaba entusiasmado, esperando que el cielo permaneciese despejado y con algo de sol, cuando comenzó a llover.
Lady Lucille había preferido quedarse en la biblioteca de la Casa Sur. Según había dicho, tenía algunos libros que leer y un par de cartas que contestar; su ritmo de trabajo no se alteraba, ni siquiera por el hecho de estar en casa de su hija. Elizabeth, su esposo y Anne, se habían trasladado antes de la lluvia, para compartir la mañana con los hermanos Hay. Prudence había recibido una nota de su marido, donde le decía que demoraría uno o dos días en llegar y la noticia había afectado su humor. Georgiana se sentó al piano por sugerencia de la propia Prudence, para que su talento y el límpido sonido del Broadwood, la animaran un poco; María leía en un rincón de la estancia, mientras observaba de cerca a los hermanos Hay que le parecían muy intimidantes.
La señorita Cavendish se hallaba de pie, junto a uno de los enormes ventanales del salón. Observaba caer la lluvia sobre la hierba y los arbustos del jardín de los van Lehmann. A poca distancia se hallaba la entrada al invernadero: el bello Palacio de Cristal que unía a ambas casas y que tanto le había impresionado.
Edward mantuvo una breve charla con Gregory, pero pronto este último, impaciente ante los planes frustrados, se acercó a Anne. Edward, lo siguió con la mirada, no conforme de dejarlo en manos de la soprano. Gregory inició una conversación con la dama mientras lord Hay se sentaba en una butaca a escasos metros. Apenas la había mirado, pero Anne sintió de parte suya la misma frialdad de la noche anterior. Él continuó ignorándola por completo, tomó un diario que estaba encima de una mesa y se dispuso a leerlo con expresión distraída.
Gregory Hay, muy por el contrario, era un joven encantador: en su sonrisa, en sus ademanes, sin embargo, su conducta exquisita no la seducía en lo más mínimo. Anne no era ingenua, reconocía el interés de un caballero; tampoco era del todo inexperta a la hora de llevar una conversación de esa clase sin llegar a ningún trance difícil. Lamentablemente, —y en eso debía darle la razón a Charles—, su posición tanto social como de artista la habían colocado con frecuencia en el centro de las adulaciones y adoraciones del sexo opuesto. Pese a esto, a nadie había amado más que a Charles, y aunque reconocía que Gregory era un hombre apuesto y simpático, ella no se dejaría encandilar por su atractivo.
—Mi querida señorita Cavendish —le dijo en un susurro—, observar la lluvia puede ser una actividad bastante tediosa.
—No para los artistas, señor Hay. Estoy convencida de que un poeta o un escritor encuentran más inspiración en un día lluvioso que en una mañana llena de sol.
Edward, enfundado en su diario, no perdía el hilo de lo que decían desde su puesto. Le resultaba bastante difícil escuchar sin remordimientos una charla ajena, pero consideraba que Anne era una compañía nefasta para su familia y no iba a perder ocasión de observarla de cerca.
—¿Y para una cantante? —insistió Gregory mientras la miraba sin esconder su interés—, ¿puede serle provechoso este tiempo horrible? La humedad resulta bastante dañina en su profesión, señorita Anne.
—Es cierto —admitió ella—, acepté la víspera el compromiso de Prudence, pero salvo por eso, no pretendo volver a cantar en el futuro, así que esta mañana me place ver llover sin pensar demasiado en que afecte mi calidad vocal.
—Le confieso que no me recupero de su decisión de renunciar a cantar en público. Sé que anoche me dijo que tiene otras aspiraciones, pero me resisto a pensar que dejemos de apreciar su arte. ¿Es acaso una decisión definitiva?
Anne asintió.
—Lo siento, lo es.
Gregory dio un paso hacia ella, como si la pregunta que fuese a hacer a continuación justificara un mayor acercamiento.
—¿Me consideraría atrevido si le hiciera otra pregunta?
—No puedo responderle sin saber de qué se trata —razonó ella—; mas no tengo reparos en que la formule. Intuyo que su curiosidad no me resultará vergonzosa. Viniendo de su persona, no debe haber nada que no pueda contestarle.
—Me halaga, Anne, pero temo que me tilde usted de impertinente. A pesar de ello, confiando en su generosidad, me aventuraré a formularla. Partiendo de su repentina decisión de abandonar una carrera exitosa y en franco ascenso; teniendo usted un talento indubitable, me preguntaba si esta decisión de abandonar el arte, se debía a la proximidad de un matrimonio...
La expresión de asombro de Anne fue evidente, y el propio lord Hay levantó la vista de su diario.
—¿Un matrimonio? —repitió atónita.
—Su matrimonio, por supuesto —se explicó él, no muy seguro de que la joven lo hubiese entendido—. Un compromiso de esa naturaleza sería lo suficientemente fuerte para alejarla de su vocación de un modo definitivo. Al menos, esa es la justificación que considero más atinada...
Anne suspiró. La idea de casarse con Charles había sido de peso para su retiro, pero ya no existía compromiso ni posibilidad de matrimonio. El pensamiento la dejaba más melancólica.
—Siento si lo decepciono al negar su teoría, señor Hay, pero su suposición es errónea. —Anne no iba a confesarle la verdad.
—¡No me decepciona en lo más mínimo! —contestó Gregory con una sonrisa, sus deseos podrían ser correspondidos de manera más fácil sin un pretendiente en la vida de Anne—. No obstante, me sorprende sobremanera: ya que ha optado por prescindir del escenario, no hay destino más adecuado para una dama como usted que la felicidad conyugal.
Edward se preguntaba cuál era la intención de Gregory con aquellas palabras. Jamás había intentado buscarse una esposa; de cualquier modo, era descabellado que la señorita Cavendish fuese una elección plausible para su hermano. Ninguna joven llenaba los estándares de Gregory, lo cual resultaba lógico teniendo en cuenta la vida licenciosa de la que disfrutaba. ¿Acaso la señorita Cavendish, por ser artista, era la candidata ideal? Pensar en ello lo mortificaba tanto, que era incapaz de concentrarse en la noticia que tenía delante.
La dulce voz de Anne se volvió a escuchar.
—Señor Hay, no abandoné mi carrera para casarme, pero ello no significa que renuncie a considerar un matrimonio, si bien no es una idea que me seduzca en estos momentos. No hay nada que desee más que formar una familia. Tal vez le parezca algo incompatible con el temperamento que se figura el público de los artistas: almas que envejecen jóvenes, sin ataduras, pero nada dista más de mi verdadero carácter y de mis más anhelados sueños.
Anne se quedó sorprendida de haber hablado tan descarnadamente de sus deseos; había reconocido en voz alta algo que le provocaba profundo dolor cuando lo meditaba: no renunciar a formar una familia, incluso si esa familia no podía formarla con su adorado Charles. Estaba decidida a no cerrar su corazón, si bien no toleraría ninguna unión sin base en el más profundo afecto. Quizás amar fuera más difícil, sin duda, pero un cariño respetuoso y sincero a veces puede hacer más feliz.
Edward también meditó sobre las palabras que le había escuchado decir, nunca hubiese pensado en los sueños de una artista retirada, ni que aquellas fueran las aspiraciones de la joven, por demás tan naturales que le resultaba molesto admitir que le parecían sensatas. Empero, lo que le seguía incomodando era que el sueño de la artista pudiese realizarse con su hermano, ya que Gregory le demostraba un gran interés.
—Nada me gustaría más que descubrir los anhelos y aspiraciones que alberga su corazón, Anne —le respondió Gregory.
Edward cerró el diario de golpe y volvió a colocarlo sobre la mesa, se levantó lo más rápido que le fue posible y caminó los escasos metros que lo separaban de la pareja, a tiempo de ver el rostro sonrojado de Anne y la expresión de fastidio de Gregory por su interrupción. Había llegado hasta ellos sin elaborar nada que decirles, por lo que optó por la improvisación.
—¡Siento interrumpir! —exclamó con ironía—. Estoy seguro de que la charla será más amena que ese diario que estaba leyendo. Comienza a exasperarme la lluvia que no ha cesado todavía.
—Lamento la causa de tu exasperación, hermano —repuso Gregory con la misma sutileza irónica, imaginando que la lluvia no era la verdadera causa de su disgusto—, aunque sospecho que no estabas tan entusiasmado con las actividades que teníamos proyectadas para hoy.
Prudence había hablado de visitar una laguna que se encontraba en la propiedad de los van Lehmann; la familia poseía unos botes en un pequeño embarcadero y cuando tenían invitados en primavera o verano, se utilizaban para cruzarla hasta el otro lado, donde había un prado silvestre muy agradable, las ruinas de una antigua casa de piedra que Johannes, el esposo de Prudence, aseguraba que eran los restos de una torre de un castillo de la Edad Media.
Edward se encogió de hombros al recordar el plan que habían hecho.
—He estado otras veces en el lago —comentó—, así que no estoy demasiado entusiasmado, si esa es la palabra que has utilizado. Entiendo que la señorita Cavendish —dijo mirándola de soslayo—, que es su primera visita, disfrute más que yo del paseo y, por supuesto, de la compañía.
Anne comprendió lo que las palabras de lord Hay dejaban entrever. Era evidente que la atención que recibía de su hermano no le satisfacía o, al menos, le placía incomodarlo en público.
—Me esfuerzo en que no me encuentre aburrido —expresó Gregory con una sonrisa.
—Entonces la conversación será deliciosa —intervino lord Hay—. Una dama con la visión del mundo de la señorita Cavendish tendrá siempre mucho que decir.
A Anne el comentario volvió a parecerle ofensivo. A veces se le hacía difícil reconocer la ironía de lord Hay, dada la frecuencia con que la utilizaba.
—Me temo, lord Hay, que exagera bastante sobre mis vivencias —le contestó—. Una corta carrera en el arte no resulta tan extraordinaria, se lo aseguro.
—Es mucho más de lo que la mayoría de las jóvenes pueden decir a su edad —señaló él, mirándola por primera vez de forma directa—. Al menos tendrá que admitir que el talento que se le atribuye, la ha hecho vivir experiencias distintas al resto de las damas de su condición.
—No sé si tomarlo como un elogio o una crítica —apuntó ella—. Viniendo de usted, supongo que lo primero.
Lord Hay sonrió con frialdad.
—Lamento contrariarla en ese sentido; no suelo ser pródigo en elogios, señorita Cavendish. En este caso, fue simplemente una observación...
Gregory se sintió incómodo en el acto, percatándose enseguida del rumbo que había tomado la charla entre ellos.
—Su talento merece constantes elogios, Anne —se apresuró a decir—. Recuerde que mi hermano aún no ha tenido el placer de escucharla, quizás en la fiesta de Prudence su interpretación le valga, más que una observación, un verdadero aplauso.
Lord Hay volvió a sonreír, pero su sonrisa carecía de cualquier muestra de simpatía.
—Será un reto entonces —comentó la joven, devolviéndole la mirada—. Imagino que no será fácil recibir un aplauso suyo.
—No acostumbro a ser descortés con los intérpretes en el teatro, señorita Cavendish; siento no tener un criterio sobre sus pasadas presentaciones, pero le aseguro que suelo ser asiduo admirador del arte lírico y sé que el aplauso es el cierre que merece y espera un buen artista.
—Por supuesto —admitió Anne—, pero no me refería al convencionalismo de aplaudir ante una puesta, el simple acto de hacerlo puede no ser sincero y, por el contrario, venir revestido de cinismo, lord Hay. Cuando me refería a recibir su aplauso, lo hacía de manera metafórica, aludiendo a recibir su aprobación, y no solo como artista, pues siento que me juzga desde el primer momento en que nos conocimos.
La respuesta había sido audaz, pero Anne había hablado con una calma y una contención que había dejado a los hermanos Hay sin habla.
—Todos los seres humanos juzgamos por naturaleza, señorita Cavendish —respondió lord Hay plácidamente al fin—, en especial a las personas que no conocemos. Imagino que usted haya hecho lo mismo con nosotros. A diferencia suya, no me preocupa demasiado cuál sea el resultado de sus cavilaciones sobre mí.
Anne sonrió.
—Es demasiado pronto para tener un resultado, lord Hay, y tampoco dedico tanto tiempo a pensar en usted.
—En ese caso —interrumpió Gregory, intentando aliviar la tensión—, me esforzaré en lograr que el criterio que se forje sobre mí sea el mejor. No tendrá quejas, ¡se lo aseguro! Por supuesto, siempre contando con que me dedique alguno de sus pensamientos, ¿verdad?
Lord Hay hizo un discreto ademán, hastiado de la frivolidad de Gregory, y se alejó de la pareja.
Había comenzado a escampar y Anne deseaba marcharse. ¡Lord Hay la crispaba y el excesivo encanto de Gregory le irritaba! Reconocía que tal vez había ido demasiado lejos en sus respuestas, algo que no resultaba habitual en ella. Lord Hay sacaba a relucir en ella la mordacidad de una manera que le sorprendía y, por supuesto, tampoco ayudaría a la mala opinión que el caballero debía tener sobre ella.
La mañana siguiente había resultado espléndida; si en la anterior la lluvia había entorpecido los planes de los jóvenes, el débil sol de aquel día de finales de abril, invitaba a un agradable paseo. Anne evitó a toda costa aceptar el brazo de Gregory Hay durante la caminata, y optó por unirse a Georgie y a María que se encontraban justo en el medio del pelotón encabezado por una entusiasta Prudence y por Gregory. Al fondo iban los mayores de la comitiva, Edward a quien le resultaba imposible alcanzar el paso de su hermano menor y Beth.
El grupo anduvo por el camino de grava casi media milla; Gregory había sacado bastante ventaja, mientras Prudence se apuraba para alcanzarle, escoltada por María, que había dejado a Georgie conversando con Anne. La señorita Hay estaba muy alegre con la compañía de su nueva amiga, juntas planeaban los ensayos para el concierto y disfrutaban del paisaje; Georgie había estado en Ámsterdam algunas veces, pero para ella el trayecto conservaba siempre el mismo encanto de la primera vez.
Edward veía a las dos jóvenes conversando a cierta distancia, a veces escuchaba alguna sonora carcajada de su hermana, siempre tan bien humorada, pero la percepción que tenía era que entre las dos se había forjado un estrecho lazo de amistad.
—Me complace mucho que Anne haya tenido la oportunidad de conocer a la señorita Hay —le comentó Elizabeth con satisfacción, mientras contemplaba a las muchachas—. Sé que una amiga es una compañía esencial en cualquier etapa de la vida, pero más en la juventud.
Beth esperaba algún comentario semejante de Edward, pero este no se precipitó al hablar.
—Mi hermana Georgiana, pese a su buen carácter, es muy tímida; únicamente con personas muy cercanas se muestra tan alegre, lo cual sin duda me sorprende bastante, ya que no conoce mucho a la señorita Cavendish.
—Yo lo esperaba así —insistió Beth—, Anne también puede ser muy tímida. Personalidades semejantes suelen agradarse con facilidad, sin que medien demasiadas formalidades en una conversación. Como le decía, los jóvenes se comprenden a la perfección.
—Me cuesta creer que su sobrina pueda ser tímida —apuntó Edward, guardando para sí el comentario más hiriente que llegó a su mente—. La he visto desenvolverse muy bien y no ha tenido reparos en verter sus opiniones. Asimismo, ¿no resulta contraproducente que una artista, acostumbrada a presentaciones de envergadura, sea en realidad una muchacha tímida?
—En lo absoluto —contestó Beth con la misma calma y sonrisa de siempre, aunque no le resultó desapercibida la crítica subyacente—. Anne es, en efecto, una joven tímida, reservada; prefiere las actividades en solitario y no lleva una vida demasiado pública. Puede confiar en mi criterio, pues me considero su madre y pocas personas pueden conocerla como yo. Su talento la hizo caer poco tiempo en la trampa de la fama y del reconocimiento; Anne deseaba encontrarse como artista, pero el resultado fue demasiado pesado para ella, no acostumbrada a una agenda social tan importante. Fueron estas las razones que le hicieron abandonar el teatro —prosiguió Elizabeth—, pues resultaba incompatible con su naturaleza y con sus propias aspiraciones. En cuanto a su carácter, me maravilla que se haya expresado con tanta libertad, mi sobrina tiene una aguda inteligencia, pero rara vez comparte sus impresiones con simples conocidos. Es en un ambiente familiar donde acostumbra a hacer gala de su sagacidad.
Para Edward, la sagacidad y los comentarios inteligentes de la señorita Cavendish no eran más que el resultado de una mala educación; se quedó en silencio pues le resultaba obvia la ingenuidad de Elizabeth, típica madre que se ciega ante los defectos de sus hijos. Para él, el hecho de que la señorita Cavendish hubiese dedicado parte de su tiempo a la ópera, resultaba un disparate y era muestra de la formación displicente brindada por su tía y por su abuela. Al menos, Elizabeth van Lehmann parecía un poco más sensata que lady Lucille, una dama liberal y desequilibrada. Para fortuna suya, hacía dos días que la anciana no salía de la biblioteca de la Casa Sur, centrada en un nuevo trabajo literario.
Al cabo de unos pocos minutos, el grupo fue llegando al embarcadero. Atadas a los pilares de madera se hallaban dos barcas, que como máximo admitían en su interior a cuatro personas. A juzgar porque contaban con dos caballeros en el grupo, cada uno debía hacerse cargo de un bote. Gregory, que fue el primero en llegar, soltó las amarras de una de las embarcaciones y ayudó a bajar a la joven María y a Prudence, y aguardó a que arribaran Georgie y Anne.
—Me temo —comenzó el muchacho—, que solo una de ustedes podrá acompañarnos, o si lo prefieren pueden las dos esperar por Edward —agregó con una sonrisa—, imagino que sea capaz de apañárselas con cuatro personas en su bote.
Prudence regañó a Gregory desde el agua; llevaba un hermoso vestido blanco con estampados azules y verdes y un sombrero en la cabeza; al lado suyo, la figura de María desgarbada y fea, no resaltaba mucho; la jovencita tenía una espesa cabellera roja, su mayor belleza, pero estaba recogida en unas trenzas que no la hacían lucir. Prudence había sabido ser para ella una buena madre y se profesaban un profundo cariño. Estaba segura de que María no tardaría en florecer y convertirse en una joven muy bonita, para ello debía esperar con paciencia a que la madurez hiciese destacar su figura y su rostro.
—Georgie —dijo Anne—, pienso que deberías bajar con tus hermanos en este bote, no tengan pena de mí, yo esperaré a mi tía Beth que debe estar contando con mi compañía.
Georgie no quería dejar a Anne sola, pero la oferta era tentadora, sobre todo por la presencia de Prudence y de Gregory que eran mucho más alegres que su hermano mayor.
—¿Está segura? —repuso Gregory decepcionado—. ¡Le afirmo que nuestro bote será el más divertido!
—Estoy segura —asintió Anne—. El trayecto no es largo, la otra ribera no está lejos y nos reuniremos allí.
Gregory no tuvo más remedio que acomodar a Georgiana en el bote, pero decidió permanecer en el muelle conversando con Anne, ya que Beth y Edward que estaban próximos a llegar. Quizás su hermano necesitara que le echara una mano para desamarrar la barca y ayudar a bajar a las damas. Aunque fue incapaz de compartir ese comentario con las jóvenes, Prudence había pensado lo mismo. A Edward no le gustaba demostrar su vulnerabilidad, pero en ocasiones precisaba de la colaboración de otros.
Anne no se arrepentía de haber alentado a Georgie a irse en el primer bote, pero tampoco sentía mucho entusiasmo a causa de lord Hay. Todavía recordaba su impertinencia de la víspera y el desagrado que al instante había sentido por él; no estaba satisfecha por haberle hablado como lo hizo, no se enorgullecía de enfrentar a nadie, pero estaba convencida de que merecía cada palabra, pues las suyas no habían sido bienintencionadas.
—Está muy hermosa hoy, Anne —le murmuró Gregory al oído.
La joven se sonrojó y le agradeció. Esta vez Gregory no había exagerado en lo más mínimo: lucía un precioso vestido azul celeste muy primaveral y un amplio sombrero con pañuelo a tono con el vestido. Edward estaba a unos pasos de la pareja y pudo advertir también la belleza de la dama. Apartó este pensamiento, pues la femineidad de la soprano poco podía hacer a su favor ante el cúmulo de defectos que él le atribuía. Lo único que le interesaba era controlar bien de cerca las muestras de afecto e interés de su hermano menor, así como la peligrosa amistad que iban forjando Anne y Georgie.
—Aguardábamos por ustedes —comentó Gregory como si no resultara evidente—. Georgie y Prudence están listas para partir en el primer bote conmigo; estarás a cargo del segundo acompañando a la señora van Lehmann y a la señorita Cavendish.
—Recuerdo el procedimiento —musitó Edward, que prefería encargarse del primer bote, pero calló para no ser descortés—. Bien, si todos estamos listos, podemos irnos ya.
—Voy a ayudarlas a embarcar —dijo Gregory tomando del brazo a Anne y a la señora van Lehmann.
Edward ya había desatado las amarras y había entrado él mismo -con cierta dificultad- al bote. Las damas fueron bajando una a una: él les daba la mano y Gregory las auxiliaba desde el embarcadero. Pocos minutos después, ya se hallaban en sus puestos: Anne y Elizabeth sentadas juntas del mismo lado y lord Hay al frente de ellas, hecho cargo de los remos. Junto a él estaba su bastón, y Anne se preguntó si sería lo suficientemente ágil y fuerte para hacer que el bote se moviera con rapidez por el lago. Ella hubiese esperado que le delegara la función de remar a un criado, en cambio se veía calmado y muy dueño de la situación.
Los dos botes comenzaron a avanzar casi al mismo tiempo por las aguas esmeraldas; Edward remaba rítmicamente, con una destreza y facilidad que impresionaron a Anne. Pronto se adelantaron sobre el bote de Gregory, que iba más rezagado.
—¡Llegaremos primero! —comentó Beth cuando pasaron junto a ellos.
—¡Llevamos a una persona más! —se defendió Prudence—. No es justo...
—¡María es casi una niña! —exclamó Beth, ya más lejana—. ¡Es muy delgada!
En la distancia se escuchó a Gregory hacer un comentario simpático:
—¡Pero Prudence ha engordado mucho!
Las sonoras carcajadas inundaron el silencioso lago. Anne se fijó en lord Hay y, para su sorpresa, al menos lo vio sonreír.
—Rema con mucha habilidad —le comentó Elizabeth por ser amable.
—Gracias —masculló él—, solía hacerlo con frecuencia en Oxford.
Una vez que llegaron a la otra ribera, encontraron un embarcadero parecido. Lord Hay se apeó del bote con cierta inestabilidad, pero pudo amarrarlo y luego darles la mano a las damas para salir; la primera fue Elizabeth, que al levantarse tuvo un ligero mareo; Edward la sujetó por la cintura como le fue posible y Anne hizo otro tanto, pero Beth se recuperó rápido y no llegó a desmayarse.
—Muchas gracias, lo siento... —dijo con una sonrisa—, me he mareado un poco durante el trayecto, por lo visto. Supongo que ya no soy tan joven.
—¿Estás bien, tía Beth? —insistió Anne con preocupación—. Te noto un poco pálida.
—Es cierto, señora van Lehmann —comentó Edward—, está muy pálida, ¿se siente bien?
—Sí, estoy bien, muchas gracias —contestó mientras pisaba tierra firme—, ya pasó. No tienen por qué alarmarse.
Prudence y los demás del otro bote, enseguida se acercaron para constatar que Beth no se encontrara enferma, pero no hallaron en ella nada alarmante. La señora trató de disimular las náuseas que sentía, y unos minutos después se encontró más aliviada.
El grupo avanzó por el prado, que comenzaba a reverdecer y a llenarse de flores. A poca distancia se veía una estructura de piedra que debía ser la antigua casa o torre que los van Lehmann habían dicho; no era demasiado grande ni tenía mucho atractivo, pero para Prudence, ir hasta allí resultaba toda una aventura. Al pasar por una enorme mesa hecha de tablones de madera, diseñada para un picnic, Beth se detuvo y comentó que deseaba quedarse en ese lugar. Allí, bajo los frondosos árboles, podría descansar un poco.
—No deben angustiarse, me siento bien y los esperaré para comer algo al regreso. He estado en las ruinas en otras ocasiones.
Gregory llevaba un morral con algo de fruta, queso, pan y vino que Prudence había mandado a preparar. El joven lo dejó sobre la mesa para liberarse del peso.
—Yo me quedo contigo, tía Beth —se ofreció Anne.
—De ninguna manera, cariño —repuso Beth con dulzura—. Nunca has estado aquí y no conoces las ruinas, será un paseo divertido que no deberías perderte. Me sentiría muy mal si por mi causa no vas.
—No quiero dejarte sola —expuso Anne con preocupación.
—No se inquiete por eso, señorita Cavendish —la interrumpió Edward, que se encontraba a su espalda—. Conozco las ruinas y no deseo andar hasta allá. Con gusto me quedaré acompañando a la señora van Lehmann.
—¡Excelente! —exclamó Prudence—. Me parece una buena idea, mi querido Edward. Si es así, no tenemos mucho más tiempo que perder. Pronto estaremos de regreso para el picnic. Si sintieras mucha debilidad no tengas pena, Elizabeth y come algo, he mandado a traer suficiente para todos.
Beth asintió, mientras Georgie, Prudence, Gregory y María echaban a andar. Anne permaneció unos instantes más, agradeció a lord Hay por su gesto y le dio un beso a Beth, luego apuró el paso para alcanzar al resto del grupo.
La ruina no resultó ser una excursión tan extraordinaria como Prudence decía, al menos a Anne no le pareció así, pero fue incapaz de expresarlo; quizás estaba preocupada por su tía Beth y eso la hizo disfrutar menos, tal vez fue la atención constante de Gregory la que le hizo desear marcharse.
El lugar estaba compuesto por varias paredes de piedra, semiderruidas en algunas partes, pero en otras alcanzaban varios metros de altura. Alrededor del sitio se encontraban diversas piedras en el suelo pertenecientes a la estructura, que con el tiempo fueron dejando su lugar original, desplazadas por la maleza y los árboles que crecían en torno a ella. No había nada más, solo espacio para especular si se trataba de un torreón aislado o era parte de un castillo medieval desaparecido en el tiempo. Quizás fuese una antigua casa para los cazadores, pero Prudence aludía con tino que la altura de algunos tramos de las paredes sugería que se trataba de algo más.
Al cabo de un rato, luego de rodear las ruinas varias veces y de hacer varios comentarios sobre ellas, el grupo retornó por el camino que habían tomado. Anne no confiaba del todo en haber dejado a su tía Beth al cuidado de lord Hay. Fue un alivio cuando al llegar a la rústica mesa de madera sobre el prado, los encontró conversando con cordialidad. Beth tenía mejor semblante, aunque la expresión de lord Hay seguía siendo igual de indescifrable como de costumbre.
Después de comer, el grupo se dispersó para descansar un poco: Beth, Prudence y María permanecieron sentadas en la mesa, conversando con Gregory. Georgie se había alejado un poco, para recoger unas flores y Anne se encontraba de pie bajo la sombra de un árbol, observando a Georgie en la distancia. Estaba algo distraída y no se percató de inmediato cuando Edward pasó junto a ella y se detuvo, sin razón aparente. Anne dio dos pasos hacia él cuando lo divisó.
—Lord Hay, quería agradecerle por haber permanecido junto a mi tía Beth, me preocupaba dejarla sola. Ha sido muy amable al ofrecerse para acompañarle.
—Ya me agradeció hace un rato, señorita Anne —contestó él—, y no tiene por qué volver a hacerlo. En realidad, no merezco su agradecimiento, me sentía algo cansado y sin interés de ir hasta las ruinas.
Anne se quedó sorprendida ante la franqueza del caballero. Aunque ese fuese su verdadero motivo, hubiese esperado de él una respuesta más afable.
—Siento entonces haberlo importunado con mi agradecimiento —ripostó—, el error fue mío al considerar que permanecía con mi tía Beth por nobleza y buena voluntad.
Edward le dirigió una mirada significativa.
—Le tengo estima a la señora van Lehmann, eso no lo dude y me complace haberle sido útil, me hubiese ofrecido a acompañarle de cualquier manera. A diferencia de sus intencionadas palabras, mi comentario no pretendió ser descortés, simplemente le dije la verdad.
—Yo tampoco quise ser descortés, lord Hay. Mi intención era agradecerle.
—No tiene por qué hacerlo.
Dicho esto, siguió su camino hasta que se reunió con las damas y su hermano cerca de la mesa. Poco después los botes recorrían el camino inverso, en esta oportunidad iban todos más cansados, pero Anne sabía que el silencio de lord Hay se debía también a la antipatía que sentía por ella. No le preocupaba demasiado, pues a ella no le resultaba agradable tampoco.
Una vez en el embarcadero, dos berlinas enviadas por Pieter los estaban aguardando para llegar a la casa, ya que el regreso andando iba a resultar muy incómodo luego de una mañana completa al aire libre. Elizabeth y Anne, que iban directo hacia la Casa Sur, se despidieron del resto. Georgie le aseguró que al día siguiente iniciarían los ensayos sin más dilación y aunque la joven estaba alegre por contar con su compañía, no le pasó inadvertida la expresión huraña de lord Hay. El caballero no objetó nada, y el entusiasmo de Prudence eclipsó cualquier rastro del desagrado experimentado por su hermano mayor.
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