Capítulo 38
Essex, julio de 1895.
Anne olvidó un poco sus preocupaciones en cuanto escuchó con más detenimiento el proyecto de su abuela para Clifford Manor. Acompañándola en el salón principal de la mansión recién adquirida, la duquesa discutía con el arquitecto los pormenores de las reformas que deseaba introducir para la casa. No obstante, el señor Burton aún no comprendía bien algunas de las ideas de lady Lucille, afanada en que Clifford Manor recuperara el esplendor que tuvo en el siglo anterior, pero sin desmerecer la utilidad que sus espacios brindarían a las actividades que ella pretendía desarrollar.
Además de los servicios del señor Burton, lady Lucille había contratado a los Carlson, un encantador matrimonio de origen escandinavo asentados en la región desde hacía dos décadas y que representarían a lady Lucille en su ausencia. El señor Carlson era un profesor de Arte e Historia, que había abandonado el magisterio y marchado a una pequeña casa en el campo con su esposa, con el objetivo de terminar un libro de Historia Antigua que había comenzado a escribir. Cinco años después, el proyecto del libro se había frustrado y el dinero del señor Carlson agotado.
La duquesa los había conocido en sus acostumbradas reuniones literarias del verano y había advertido que, aunque el señor Carlson era un buen profesor, carecía de la agudeza de un investigador histórico. Al adquirir Clifford Manor, había pensado en el matrimonio para que se trasladaran a vivir a la casa, y en un futuro, que el señor Carlson retomara sus clases para niños y jóvenes, completando la formación que aspiraba a ofrecerles Anne. La señora Carlson no era adusta como su esposo, sino que tenía un carácter muy agradable. Asimismo, poseía una formación bastante buena en música y era una mujer despierta.
Lady Lucille le pidió a Anne que fuese a explorar las habitaciones superiores con los Carlson, a fin de escoger las adecuadas para las clases de música y de canto. La señora Carlson tenía la encomienda de mandar a acondicionar las aulas, según las indicaciones de lady Lucille y de su nieta y según su propio criterio. La Duquesa de Portland era la presidenta de la Liga de Damas de Essex; con el apoyo de esta institución y de las donaciones que lograra obtener, sufragaría el salario de los Carlson y de los empleados de Clifford Manor.
En realidad, a sus años, la duquesa había pensado muy bien en los detalles de su proyecto. Las habitaciones que iba a destinar para las clases de los niños, eran para complacer a Anne. Sabía cuánto deseaba instruirles en el canto y ayudar al coro de la parroquia. De igual manera diseñaría un salón de conciertos para que su nieta pudiese dar alguno, si se decidía a volver a cantar. El dinero recaudado con esas presentaciones, serviría para asumir los gastos de la escuela de los niños.
No obstante, eran los salones para exponer sus colecciones de arte antiguo y sus valiosas pinturas, los que más le interesaban. La Duquesa de Portland era conocida por su buen gusto y sus piezas invaluables, una de las colecciones más completas y envidiadas de la nación. Los salones principales de Clifford Manor, estarían destinados a albergar esos objetos y la mansión estaba lo bastante cerca de Londres para atraer visitantes.
La dama era en extremo organizada y poseía el control absoluto de cuanto poseía. Las piezas las tenía catalogadas por la cultura a la que pertenecían, el siglo o año estimado de su creación, el lugar donde se había hallado y una pequeña descripción del objeto con su significado. Acostumbraba igualmente a registrar el lugar de la compra y el costo que le había reportado. Es cierto que algunas fueron regalos de los buenos amigos que había hecho durante sus viajes, pero el resto las había adquirido ella misma. Podía decir, con orgullo, que había invertido miles de libras.
Anne subió por la enorme escalera de Clifford Manor hasta el piso superior; los señores Carlson le pisaban los talones, admirando la construcción de la casa. El pasillo estaba lleno de luminosos ventanales de cristal, adornados por cortinas que llegaban al piso. Las paredes desnudas, eran el reflejo de la decadencia de los últimos tiempos y de los bienes de los cuales se había desprendido el difunto barón para costear su estilo de vida. Anne entró a una habitación y se sobresaltó cuando vio la cama y los muebles del dormitorio. Cerró la puerta enseguida y se ruborizó al pensar que pudo haber sido la habitación de Charles, aunque no tenía certeza de ello. Continuó explorando los recintos hasta que halló uno bastante amplio, con vistas a la arboleda que se encontraba al fondo de la casa.
La habitación estaba casi desprovista de muebles, salvo por algún diván y estantería de libros. A Anne le agradó porque era espaciosa sin ser gigantesca, la luz era buena y la vista agradable. La señora Carlson parecía concordar con ella en que el salón era el adecuado. Incluso tenía cerca una escalera —quizás de servicio—, que daba al fondo de la casa, lo cual resultaba muy útil para que los niños no tuviesen que entrar por la puerta principal, destinada a la gran exposición de la duquesa.
—Este salón es perfecto, señorita Cavendish —le comentó la señora Carlson, mientras su esposo permanecía impasible observando por la ventana—. Su abuela nos pidió que nos hiciésemos cargo de todo en su ausencia, así que puede decirme lo que necesite.
Anne se quedó pensativa, era la primera vez que daría clases y no tenía mucha noción sobre el asunto.
—Al menos dos pianos —comenzó a decir—, que también podrá utilizar usted, señora Carlson, para su clase de música. Uno de ellos de estudio, el otro de ser posible un piano de cola, no tengo especial predilección por una marca en específico, aunque he practicado en un Erard en Londres. También necesitaremos de algunas mesas, sillas y material para las clases.
—¿Cuántos niños acogerá, señorita Anne?
—En principio, no pienso sean más de quince niños. Es una responsabilidad muy grande y jamás he estado a cargo de tantos…
—Es muy joven —le respondió la señora Carlson con simpatía—, en cuanto tenga hijos sabrá muy bien cómo tratarles. Nosotros tenemos un pequeño de diez años, y la duquesa me prometió que participaría de las clases.
—¡Sería muy bueno! —repuso Anne.
—A nuestro hijo Pete le encanta la música, pero en casa no tenemos las condiciones para instruirle. Yo misma me he encargado de tocar el órgano en la parroquia y a veces me encuentro torpe por no poseer un instrumento para practicar.
El señor Carlson se acercó a su esposa.
—La duquesa ha dicho que podrás utilizar el piano de Clifford Manor.
Anne advirtió que el señor Carlson poseía un buen corazón.
—¡Por supuesto! —exclamó Anne—. Usted misma se encargará de seleccionar los instrumentos. El difunto barón poseía un piano, pero debe estar muy deteriorado, no sé si podamos hacer algo por repararlo.
—Le echaré un vistazo —se ofreció la señora Carlson—, quizás tenga arreglo.
—Ahora dígame —le pidió Anne con una sonrisa—, ¿qué más podremos necesitar para los niños?
La señora Carlson sonrió encantada y le expuso a Anne sus ideas.
Cuando bajaron al salón principal, encontraron que la duquesa y el señor Burton habían concluido. La anciana estaba satisfecha y segura de que el resultado final sería bastante parecido a lo que ella había imaginado para Clifford Manor. El señor Carlson le pidió al arquitecto subir a las habitaciones superiores, estaba al tanto de lo que debía hacerse para las dependencias de los niños, según las cuestiones que su esposa y la señorita Cavendish habían señalado.
La duquesa y Anne salieron al exterior, pero antes que pudiesen subir al carruaje, se toparon con el Barón de Clifford. Anne se sintió cohibida en cuanto lo vio, puesto que aquel había sido su hogar y no se sentía cómoda con la compra. Adoraba la idea de su abuela y le entusiasmaba que hiciese realidad su sueño, pero le dolía que para ello Charles hubiese tenido que deshacerse de su propiedad.
—Espero que me perdone, lady Lucille, por presentarme sin previo aviso, pero necesito pedirle un favor —le dijo el barón, luego de haberlas saludado.
La duquesa asintió.
—Sé que adquirió la casa con cuanto poseía dentro, pero me preguntaba si no le molestaría que yo me llevase algunos objetos que no tienen un gran valor patrimonial, sino exclusivamente afectivo. Me refiero a algunos retratos de familia, documentos que aún se hallan en los cajones, algún libro…
—Puede disponer de cuanto desee, señor barón —contestó la duquesa con generosidad—, es libre de llevarse lo que estime, sin límites. He visto los objetos de la casa y no tengo especial deseo en conservar ninguno en particular, así que puede tomar lo que le plazca.
—Le agradezco mucho, lady Lucille, es usted muy amable y quisiera pedirle otro favor...
La dama volvió a asentir.
—No dispongo de mucho tiempo libre para ausentarme del bufete de abogados de Londres donde me encuentro trabajando y desearía permanecer en Clifford Manor hasta mañana temprano, revisar así los objetos que deseo tomar durante la tarde y la noche para luego partir de regreso a la ciudad.
—No tengo ningún inconveniente, señor Clifford. Puede permanecer el tiempo que desee en Clifford Manor y asegurarse de tomar los bienes que considere.
Anne quedó satisfecha con las palabras de su abuela, había sido considerada con él. Charles, la había mirado de soslayo en un par de ocasiones, pero no tuvo oportunidad de hablarle como deseaba. De cualquier manera, ya tendría tiempo de reconquistarla. Clifford Manor volvería a ser su hogar, de eso no tenía la menor duda.
—Señor Clifford —le advirtió la duquesa antes de marcharse—, dentro de la casa se hallan mi arquitecto, el señor Burton y los señores Carlson, que son de mi confianza. Espero no le moleste su presencia. Puede decirles que ya ha hablado conmigo y que no tengo objeción alguna en que permanezca en la propiedad. Los Carlson le asistirán en lo que necesite.
Él no contaba con que esas personas se encontraran tan pronto en la casa, pero agradeció a la duquesa una vez más y se despidieron. Anne no comentó nada sobre Charles, lo notaba un poco triste y no era para menos. Su abuela, en cambio, se veía más vital y entusiasmada que de costumbre, así que no quiso ensombrecerla con ninguna observación sobre el barón.
Edward había hallado en Gregory un gran apoyo en esas horas de desconcierto. Para su sorpresa, había sido maduro, sensato y lo había escuchado en silencio durante el trayecto hacia Essex. Gregory no estaba informado de muchas cosas, prácticamente de nada, así que Edward tuvo que comenzar explicándole quién era el Barón de Clifford, el vínculo que tenía con Anne, su relación con ella y la última visita que le había hecho, acusando a la joven de serle desleal.
—Pienso que se trata de una artimaña del barón para separarte de Anne —dijo Gregory al fin—. Está resentido, endeudado y ve ese matrimonio como la última escapatoria a su comprometida situación. Quizás el viaje de Anne a su casa de Essex no haya estado planificado y le fuese imposible avisarte acerca de él. Me has confesado que no habías ido a visitarla desde que se marchó de Hay House hace unos días, por lo que tal vez estuviera disgustada contigo y por ese motivo no te advirtió.
Edward asintió.
—Ese es, de todos los elementos vertidos por el barón, el que menos me ha alarmado. ¿Cómo justificas entonces la compra de Clifford Manor?
—Seamos razonables —comenzó su hermano—, hace muy pocos días que la duquesa regresó a Londres y ya la venta se efectuó. Anne no sabía que su abuela viajaría, fue un imprevisto a consecuencia de la muerte de mamá, lo que permitió que la duquesa acompañara a Prudence en ese viaje impensado hasta ese momento. ¿Cómo crees posible que convenciera a su abuela de efectuar una compra de esa envergadura en tan poco tiempo?
—¿Qué quieres decir?
—Que la idea debió ser de la duquesa, una idea que ya había acariciado durante algún tiempo. Tal vez a Ámsterdam le llegó la noticia de la puesta en venta de la propiedad y, a consecuencia de sus rencillas con el difunto dueño, decidió comprarla. Es probable que ese fuera su verdadero propósito para regresar a Londres. ¿No podía Anne retornar con Prudence y Johannes? ¿Por qué venir la duquesa a buscarla de no ser por un interés poderosísimo?
Edward comprendió que tenía lógica su razonamiento.
—Entonces sugieres que la duquesa siempre quiso comprar la casa y que Anne estaba ajena a ese asunto.
—Exactamente —afirmó Gregory—. El barón, molesto por verse forzado a vender, torció la historia a su conveniencia, haciéndote ver que la compra fue parte de una estrategia por parte de Anne para ayudarle.
—Muy bien, si hasta ahí hubiese sido el asunto, yo no estuviera ni la mitad de consternado. Estás olvidando que el barón tenía en sus manos la gargantilla que le obsequié a Anne por nuestro compromiso.
Gregory se quedó pensativo.
—Es cierto que esa parte es un tanto desconcertante. No obstante, puede tener cualquier explicación lógica, salvo que Anne te haya mentido y te traicione con el barón, me resisto a creer eso.
—¿Qué explicación le atribuyes?
—No lo sé, pero por más que lo pienso no imagino que Anne sea ese tipo de mujer.
—Lo dices porque jamás se rindió a tus pies —masculló con ironía.
—En parte por eso —reconoció—, y porque no la creo capaz de hacer algo tan sórdido como lo que dice el barón. Ni siquiera mi amante sería capaz, y eso que estoy consciente de que no es un ángel.
—Tu relación ha perdurado… —se atrevió a apuntar Edward.
Gregory se encogió de hombros.
—Me gusta —admitió—, y la debilidad por las sopranos parece ser algo de familia.
Edward no estaba de humor.
—Por más que lo pienso, no puedo imaginar una buena explicación al hecho de que el Barón de Clifford tuviese en su poder esa gargantilla. No la examiné bien, pero no tengo duda de que es la misma que le obsequié a Anne.
—Quisiera serte útil en ese aspecto, pero no sé qué opinar. Puede incluso que Anne le haya dado la gargantilla para ayudarlo de alguna forma, por bondad, por generosidad, en nombre del afecto que se profesaban en el pasado, pero jamás traicionarte de la manera que supones. Si el barón amara a Anne y tuviese un acuerdo con ella, jamás se arriesgaría a delatarla. Se expone a perderlo todo y a que la dama no le perdone lo que hizo. No pienso que sea tan tonto…
—El barón está al tanto de ciertas cuestiones íntimas que tan solo podemos conocer Anne y yo. Es un elemento más importante que la gargantilla, que me inclina a pensar que es cierto cuanto me ha dicho.
Gregory, en vez de horrorizarse por aquella confesión, se echó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó divertido—. ¡Yo que pensé que eras un mojigato! Me tienes impresionado…
Edward se ruborizó.
—No pienso hablar de ese asunto, lo mencioné porque es un elemento más a tener en cuenta. ¿Cómo puede saber algo tan privado de Anne, si no es porque es su amante?
—Tal vez se arriesgó en lo que dijo y acertó —dijo Gregory—. Anne se fue contigo a Hay Park y luego permaneció bajo tu mismo techo en Londres… Quizás tuvo suerte al decir eso.
Edward recordó el incidente de su tía viéndolo salir del cuarto de Anne. Luego fue ella misma quien le contó de la carta del barón y quien presenció el supuesto encuentro de Anne con Charles aquella noche en el jardín. ¿Habría utilizado al barón para separarlo de Anne? ¿Podría ser ella la útil aliada que le entregó la joya? Tal vez su tía se había asociado a él para separarlo de la joven. Cuando le expuso a su hermano su razonamiento, él se quedó pensativo.
—Por más que me duela reconocerlo, pienso que quizás tengas razón. Resulta evidente que el barón debe tener un cómplice. Tía Julie está involucrada de alguna manera en esta historia.
Edward se sintió de pronto más aliviado.
—Después de lo último que me has confesado —repuso Gregory—, creo que, si una mujer como Anne se ha entregado a ti, ha sido por amor. Alguien que actúa de esa forma no puede ser la persona mezquina a la que se refiere el barón. Estoy convencido de que hemos dado este viaje en vano. Lo mejor que podemos hacer es presentarnos ante la duquesa y pedirle la mano de su nieta cuanto antes.
Edward negó con la cabeza.
—No, no lo haremos —contestó resuelto—. Haremos lo convenido: Anne no puede saber que estoy cerca de su casa. Permaneceré muy alerta del balcón con la enredadera de flores y esperaré. Si no acontece nada, como pensamos y deseo, aguardaré hasta la mañana siguiente para conversar con ella. Le diré lo que ha sucedido y me dará alguna explicación. Luego podré hablar con lady Lucille de mis intenciones, pero para ello debo comprobar que el barón ha mentido.
Gregory no lo contrarió, pues no serviría de nada y siempre tendría aquella duda si no se arriesgaba a hacer lo que el barón había sugerido.
El carruaje en el que viajaban los hermanos Hay se mantuvo esperando en el camino principal con el cochero, mientras Edward y Gregory caminaban hacia la casa de la duquesa. Ya estaba oscureciendo, aunque quedaban algunas luces; cuando se hizo de noche, ya habían entrado a la propiedad de la duquesa y se acercaron a la casa. La luna era llena, así que brindaba bastante iluminación. Edward y su hermano se refugiaron debajo de un árbol, desde donde veían a cierta distancia, el costado de la mansión. Era un único balcón el que poseía una enredadera, que trepaba sobre una estructura de madera casi hasta el primer piso. Esa debía ser la ventana de Anne, a la que el barón se había referido, ya que no había ninguna otra parecida alrededor de la casa.
Un par de horas después, la exasperación de Gregory era más que justificada, no había sucedido nada relevante, cualquier sirviente de la duquesa podría descubrirlos y se moría de hambre. Estaba seguro de que sus esfuerzos eran baldíos, además a Edward debía dolerle la pierna por el esfuerzo que había hecho.
En el momento en el que Edward comenzó a considerar marcharse, sintió que un caballo se acercaba. En la oscuridad reconoció la silueta del majestuoso semental de Charles Clifford; el animal avanzaba con un trote lento, rítmico y poco bullicioso, para no alertar a nadie. La luz de la luna le permitía observar al caballo y al jinete e imaginó que no podría ser otro que el barón.
El caballero se desmontó y ató su caballo a un árbol cercano; en ese momento la habitación consabida, que hasta ese momento se mantenía a oscuras, se encendió. Gregory no dijo ni una palabra, su hermano tampoco, pues la situación parecía casi irreal. La puerta que daba al balcón se abrió y una dama, de pelo oscuro, salió al exterior ataviada con un vestido que en la distancia parecía blanco. El corazón de Edward se detuvo al observarla; la luz de la habitación ayudaba a ver la figura, aunque algunos detalles le resultaban imposibles de advertir, como la expresión de su rostro. A pesar de ello, había reconocido el vestido en la distancia, así como el perfil de la joven. ¡Era Anne! Sintió deseos de salir corriendo, pero Gregory le colocó una mano en el hombro y aguardaron.
El barón retornó a la enredadera y con gran habilidad fue subiendo por la estructura de madera hasta llegar a un saliente del balcón, donde se afincó con sus botas. La dama se acercó para ayudarlo, y el barón, guiado por sus manos, dio un salto hasta caer dentro, en sus brazos. Edward observó en la distancia cómo las dos siluetas resaltaban sobre la luz de la habitación que se filtraba por la puerta entreabierta. Se fundieron en lo que era un beso apasionado, para luego entrar y cerrar la puerta. Unos minutos después, las luces se apagaron y Edward se sumió también en las tinieblas.
Un largo silencio invadió a los hermanos, sin que Gregory fuese capaz de hallar una palabra oportuna que le sirviese a Edward de consuelo. La hipótesis plausible que encontraron para justificar lo sucedido, se había desvanecido con la última escena. No cabía duda de que el barón no había faltado a la verdad. De esta manera garantizaba quitar de en medio al único que podría entorpecer su deseo de casarse con Anne. Jamás hubiese podido imaginar que la joven fuese capaz de hacer algo así. Preferían pensar que su tía Julie había sido cómplice del barón a imaginar que Anne le traicionaba.
Edward comenzó a andar en dirección a la casa, pero Gregory lo detuvo. Necesitó hacer bastante fuerza para sujetarlo, pues no pensaba desistir de su idea de ir en esa dirección.
—No puedes hacer nada —le gritó su hermano—. ¡No tiene remedio!
—¡No van a reírse en mi propia cara! —exclamó Edward iracundo—. No voy a permitir que el barón se salga con la suya.
—No es el momento oportuno para que irrumpas en la casa de la duquesa haciendo un escándalo; es una anciana y no sabemos cómo pueda reaccionar ante la conducta de su nieta. Sé que le tienes estima a lady Lucille y no querrás despertarla a estas horas con semejante disgusto…
Edward se detuvo, pero se llevó las manos al rostro. Gregory no supo si el sonido que escuchó salir de su garganta era un sollozo o expresión de su frustración.
—Iremos a Clifford Manor —dijo por fin, irguiéndose—. Aguardaremos al barón allí.
—Ha vendido la casa…
—No importa —le contestó Edward—. Es lo único que puedo hacer. Si el barón se ha arriesgado a venir hasta Essex es porque todavía tiene algún interés en esa casa. Según me ha dicho, ha viajado para recoger algunas de sus pertenencias y tal vez esté parando allí.
Gregory comprendió que sería imposible discutir con él acerca de eso, al menos serviría para alejarlo del hogar de la duquesa. Clifford Manor fue la primera residencia que divisaron en el camino, así que conocían cómo llegar.
El barón arribó a Clifford Manor con las primeras luces del alba. Había pasado una noche espléndida, en especial porque cuando se dirigía hacia la casa de lady Lucille, había visto el carruaje de lord Hay a una orilla del camino. Se imaginaba que el hombre había ido a comprobar lo que él le había dicho, por lo que se congratulaba a sí mismo por el éxito de su plan. Esta fue la razón por la cual permaneció más tiempo en casa de la duquesa, a riesgo de ser descubierto. No iba a regresar a medianoche por el temor de encontrarse a un furioso lord Hay que le pegara un tiro. Había preferido dormir en los brazos de su amante y retornar a caballo con las primeras luces del amanecer.
Una vez que llegó a Clifford Manor, se dirigió hacia las caballerizas para dejar a Raven. Luego se encaminó a la casa, con el propósito de tomar los documentos y algunos objetos que le había pedido a lady Lucille. Cuando se hallaba en el zaguán, palideció al toparse a Edward y a otro caballero aguardando por él.
Edward fue paciente, pese a que su estado de ánimo era lo opuesto a la calma; se había atrevido a esperar al barón toda la noche en vela. Aunque no estaba seguro de que regresaría a Clifford Manor, tenía la corazonada de que así sería. No se había equivocado, allí estaba. Gregory se encontraba agotado, hambriento, pero no iba a dejar que su hermano se enfrentara solo al barón. Trató de razonar con él durante la larga espera e intentó que regresara a Londres, pero no tuvo éxito.
—Por sus expresiones —repuso el barón—, intuyo que ya se ha percatado de que no le he mentido. Lamento si pensaba que estaría equivocado, pero Anne se ha burlado de usted.
A Edward las palabras del barón le dolieron en lo más profundo, pero sabía que era cierto.
—Puede que yo haya confiado en ella —le contestó molesto—, pero usted entró a mi casa sin mi permiso, sedujo a mi prometida, se apropió de un regalo que yo le hice y se ha burlado de mí tanto como ella. Le he esperado para resolver este asunto, como corresponde.
Charles dio dos pasos hacia él, no estaba amedrentado.
—Muy bien —dijo con una sonrisa—, pero usted está en desventaja y no quisiera aprovecharme de eso.
—Según recuerdo la última vez que nos vimos yo le asesté un puñetazo bastante fuerte —le replicó Edward.
Charles se rio y caminó delante de los dos caballeros hasta llegar a la hierba y sobre ella dejó su chaqueta; Edward hizo lo mismo y se colocó frente a él. Gregory se acercó a ambos:
—Voy a advertirle, señor barón, que no permitiré que haga nada a traición.
—¡No será necesario! —respondió su hermano exasperado.
—Por supuesto —aseguró el barón, y antes que Edward se diera cuenta de que la pelea había comenzado, lo lanzó al suelo de un golpe en la mandíbula.
Gregory quiso intervenir, pero Edward se levantó lo más rápido que pudo, a pesar de su cojera. Charles se acercó con la guardia en alto, tratando de asestarle otro golpe. Tenía a su favor que era más joven, un gran deportista, pero Edward había tenido un buen entrenamiento como pugilista en sus años de Oxford y aún no había olvidado parte de aquellas enseñanzas. Con destreza, logró golpear dos veces al barón en la mandíbula, lo cual le hizo tambalear y sangrar por la boca. Charles no había caído al suelo y no iba a permitir que un cojo le ganara en esa contienda. Se acercó a él con la supuesta intención de darle un golpe en el rostro, pero le sorprendió con uno bajo en el abdomen. Edward se dobló por el dolor.
El barón se rio al verlo gemir, no podía negar que se sentía satisfecho con su sufrimiento. En cierta medida, se estaba vengando de él por haberle arrebatado a Anne, por haberla hecho su mujer… La venganza era dulce y la estaba disfrutando.
Edward se incorporó y dio dos pasos hacia Charles, reunió toda la energía que pudo y le devolvió el golpe. A pesar de que Charles trató de evitarlo, le sorprendió la fuerza de su contrincante, que se sobrepuso al dolor que le había infringido. Edward le golpeó una vez más, y esta vez cayó al suelo. Estuvo así unos cuantos segundos, con la respiración entrecortada, jadeando y Edward dio un paso hacia él. Estaba tan violento que pudo haber continuado allí mismo, pero sabía que no debía hacerlo.
—No has ganado —murmuró Charles con una sonrisa—. Has perdido lo peor que puede perder un hombre y ha sido por mi causa. Estos golpes no significan nada…
Él lo sabía, así que no le contestó y le dio la espalda.
—¡Edward, cuidado! —exclamó Gregory cuando vio el peligro que se cernía sobre él.
El Barón de Clifford había tomado el bastón de Edward antes que él, asestándole un duro golpe por la espalda que le hizo caer. El bastón era de madera oscura y empuñadura de marfil y tenía un peso bastante considerable. El dolor que Edward sintió era agudo y pudo haberse multiplicado de no ser porque Gregory le arrebató el bastón al barón y lo tumbó al suelo otra vez, golpeándolo repetidas veces hasta que lo dejó fuera de combate. Charles nunca se esperó la rápida reacción del más joven de los Hay, pero había sido efectiva. Sentía un fuerte dolor en sus costillas, por lo que era probable que le hubiese roto un par de ellas.
Charles y Edward aún estaban tendidos sobre la hierba, cuando el matrimonio Carlson apareció en el zaguán, consternados ante la escena y los gritos que habían sentido. Gregory trató de incorporar a Edward, pero lo más que pudo fue sentarlo, no se había recuperado todavía del dolor que sentía.
—¿Pero qué ha sucedido? —profirió el señor Carlson—. ¡Qué es esto! Señor barón, ¿qué le ha sucedido? ¿Cómo puedo explicarle esto a lady Lucille?
Charles no respondió, se quedó adolorido sobre el césped.
—Yo se lo explicaré —le dijo Gregory—. Puede decirle a lady Lucille que el barón ofendió y agredió a lord Hay, amigo de la duquesa.
—Ha sido al revés —musitó Charles—, por mi estado podrá percatarse.
—Ocúpese de él —le sugirió Gregory—. No vale nada, pero intuyo que necesitará de un médico. Nosotros ya nos retiramos.
La señora Carlson se acercó a Edward, que ya había logrado levantarse. Su hermano le tendió el bastón y le ayudó a mantenerse en pie.
—Si son amigos de la duquesa pueden pasar a la cocina y les ofreceré algo de comer o de beber.
—Muchas gracias —contestó Gregory—. No quisiera ser inoportuno, pero le aceptaré su ofrecimiento.
Llevaba horas muerto de hambre y de sed y lo mismo sucedía con Edward.
—¿Tiene algo roto? —le preguntó la señora, señalando a lord Hay.
—Pienso que no —respondió el aludido, aunque le hubiese gustado responder que el corazón.
—Ha tenido suerte —señaló su hermano con una sonrisa triste.
Edward, en cambio, tenía la sensación de haberlo perdido todo.
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