Capítulo 33
Georgie era demasiado ingenua y pura para saberlo, pero los Holland se percataron enseguida, durante el desayuno, de que algo había sucedido entre Anne y Edward. Las miradas que compartían y la complicidad manifiesta, no existían la víspera, cuando se despidieron de ellos la noche anterior. Henry sonreía mientras sorbía su café y Beatrix miraba a Edward, como si lo interrogase. Él, en cambio, tenía demasiado buen humor para perderlo ante la sutil ironía de su mejor amigo o la inquisitiva mirada de la esposa de él. Frente a sí tenía a Anne, a quien notaba hermosísima, más aún después de la noche que habían pasado juntos.
Estaba perdiendo la cabeza por ella y no veía el momento oportuno para casarse; quizás debía dar por terminada la temporada de verano en Hay Park antes de tiempo, coger un barco enseguida hacia Ámsterdam y pedir la mano de Anne a la Duquesa de Portland. Acariciaba esta idea cuando una pregunta de Henry lo hizo ponerse en evidencia, mostrando que su mente andaba por otros lugares. Su amigo no quiso perturbarlo más y se limitó a repetir lo que había dicho, en relación con unos caballos que deseaba adquirir. Las damas estaban planeando un paseo, cuando la señora Collins anunció que había llegado una visita. Edward se sorprendió pues no esperaba a nadie y mucho menos tan temprano; cuando iba a preguntarle de quien se trataba, la visita en cuestión se tomó la libertad de aparecer frente a ellos.
—¡Percy! —exclamó Georgie en cuanto lo vio.
—¡Brandon! —dijo Edward con alegría—. ¡Qué sorpresa! Eres bienvenido.
Se levantaron todos de la mesa para ir al encuentro de Brandon Percy y saludarle. El pintor era apuesto, pero Beatrix consideraba que poseía un carácter muy lánguido, propio de un artista que con frecuencia pasa tiempo aislado y acostumbra a la introspección. Era alto, delgado y las facciones estilizadas de su rostro parecían cinceladas como las de una escultura.
—Habíamos comentado que Hay Park durante el verano no era el mismo sitio sin ti —dijo Beatrix con una sonrisa—. ¿No dijiste que pasarías varios meses fuera de Inglaterra? ¿Qué ha pasado?
Los presentes le tenían mucho aprecio, pero Beatrix en especial se sentía muy cercana a él, sobre todo a partir de los dos retratos que le había hecho. En ocasiones Percy le despertaba su instinto maternal, cuando solía comportarse como un niño.
—Regresé hace un par de días, pues me cansé un poco de estar en el continente —contestó el pintor ante el interrogatorio—. Me encontré con Gregory por casualidad en Londres y me dijo dónde hallarlos. Me sentí libre de aceptar mi acostumbrada invitación para pasar el verano con ustedes, intuyendo que debían aburrirse lo suficiente sin mí.
Después de saludarse, Edward se decidió a presentar a Anne. Percy la miraba con curiosidad, porque estaba bastante seguro de haberla visto en alguna parte, aunque no recordara quién era. Resultaba raro en él, pues no acostumbraba a olvidarse de un hermoso rostro, pero era tan absurdo pensar que la señorita Cavendish fuese la invitada de Edward en Hay Park, que el pobre Percy renunció a la idea de tratar de identificarla antes que se la presentaran.
—Percy —anunció Edward con seriedad—, ella es la señorita Anne Cavendish, mi prometida.
La noticia causó gran revuelo entre los presentes. Anne se ruborizó enseguida cuando escuchó que la presentaba de aquella manera; Percy no sabía si estaba más maravillado por conocer a la soprano o por el compromiso de Edward que constituía una excelente novedad; asimismo, Georgie empezó a reír de la emoción y le dio un pequeño abrazo a Anne; los Holland eran los menos sorprendidos. Aunque les había tomado de improviso la presentación de Edward, se alegraban de que dejara de ser un secreto y les dieron también su enhorabuena.
—¡Cuánto me place escuchar esto! —comentó Percy con parsimonia—. Recuerdo cuando en Londres comentábamos en una ocasión el retiro de la señorita Cavendish sin adivinar si quiera que pronto la consabida dama llevaría el apellido Hay y se convertiría en la estimada Condesa de Erroll.
Anne conocía de esa reunión; Edward y Gregory se lo habían dicho.
—Yo no lo sabía —declaró Georgie—, pero lo sospechaba. —Se dirigió a Anne con una mirada de complicidad—. Me siento muy feliz con la noticia, pero creí que éramos amigas y que nos lo contábamos todo.
Anne se avergonzó al comprender que no podría contarle "todo" a Georgie.
—Yo le pedí que no dijese nada —explicó Edward—, lo correcto es que hable con la duquesa sobre mis intenciones, pero intuyo que no se opondrá y que verá con muy buenos ojos nuestro matrimonio. He comprendido, no obstante, que este es un asunto que no puede dilatarse más y nos llevará a interrumpir por el momento nuestra estancia en Hay Park, a fin de viajar a Ámsterdam con ese propósito.
Edward había meditado en la mañana las posibles consecuencias de su encuentro con Anne; no podía arriesgarse, debía hablar con la duquesa e incluso, fijar una fecha más próxima para la boda. En privado le expondría a Anne sus pensamientos.
—Me parece una idea excelente —apoyó Beatrix—. De hecho, si mi esposo no se opone, creo que deberíamos tomar esta oportunidad y hacerle una visita a nuestra querida Prudence. Los niños están con mamá, así que no hay mejor momento que este para viajar.
—¡Sería tan bueno regresar a Ámsterdam! —dijo Georgie, que echaba de menos a su hermana y a sus sobrinos.
Anne permanecía en silencio, sin verter su parecer, aunque sonreía. La estancia en Hay Park sería breve pero memorable y de esta manera volvería a ver a su tía Beth y a su abuela.
—¡Yo lo lamento! —prorrumpió Percy con dramatismo—. Aceleré mi regreso a Inglaterra para pasar el verano con ustedes y ahora veo que hacen planes sin mí.
—Siéntete incluido —contestó Edward—, Prudence te extenderá una invitación para que asistas con nosotros, si así lo deseas.
—Gracias, pero prefiero descansar un poco en casa después de estos meses de ausencia. Quizás la señorita Anne, futura lady Hay, me permita más adelante realizar su retrato. Se vería muy hermoso colgado en la galería de Hay Park, luego que haya acometido el prometido retrato de Georgiana, por supuesto.
Georgie se sintió aliviada al escuchar esto y Anne le agradeció al pintor por la deferencia. Un rato después, el grupo decidió dar un paseo por el jardín; Beatrix y Georgie acompañaban al señor Percy que narraba algunos pormenores de su viaje; Henry se sumó al dúo de Anne y Edward, hasta que se percató de que les estorbaba un poco, por lo que, tras intercambiar algunas frases con el anfitrión, se adelantó hasta alcanzar a su esposa, ofreciéndole su brazo. Beatrix entonces se alejó de Percy y de Georgie, que habían retomado el tema de Ámsterdam y hablaban del museo.
Beatrix se preguntaba si entre Georgie y el señor Percy existía un afecto distinto a la amistad, pero el pensamiento era atrevido y no quiso compartirlo ni con su esposo. El día estaba espléndido y las tres parejas disfrutaban de los hermosos trazados del jardín.
—Te noto cansada —comentó Edward, mientras llevaba del brazo a Anne.
—Lo estoy —le respondió ella con una sonrisa significativa.
Él rio por lo bajo.
—Me sorprendí bastante cuando decidiste hablar de nuestro compromiso.
—Anne, lamento no habértelo comentado antes, en realidad ni siquiera fue premeditado. No era correcto seguir negando en nuestro círculo más estrecho, lo que sentimos desde hace un tiempo, y después de anoche —añadió—, pienso que más que nunca debo llamarte mi prometida, por no decir que deberías ser pronto mi esposa.
La joven comenzó a entender a qué se refería. Los otros les habían sacado bastante ventaja y se habían adentrado en el prado, rumbo a las antiguas caballerizas y a la casa de los Johnson. Edward avistó un tronco seco sobre la hierba y la instó a sentarse en él para proseguir la conversación.
—Después de lo que sucedió entre nosotros, no demos postergar el regreso a Ámsterdam y así ver a lady Lucille cuanto antes.
Anne asintió y se miró el vientre.
—Todo estará bien —dijo él tomándole la mano—. ¿Estás asustada?
Anne lo miró a los ojos y le sonrió.
—No, no lo estoy —le aseguró—. Ayer dijimos que no debíamos arrepentirnos de lo que sucedió y hoy continúo pensando lo mismo. Las posibles consecuencias de ese momento tienen que ser buenas.
—Un matrimonio, un hijo, una vida juntos —consideró él en voz alta, pensando en las buenas consecuencias de las que podría disfrutar en el futuro—. No puede existir nada mejor que eso.
Edward hurgó en su chaqueta y sacó de ella un largo estuche de terciopelo negro. Anne se quedó sorprendida cuando él le dijo que era un obsequio para ella.
—Lo compré en Londres antes de venirnos a Hay Park —le explicó—. He intentado dártelo en varias ocasiones, pero anoche me fue imposible —agregó con una sonrisa—. Hoy me lo he echado en el bolsillo para no demorar hacerlo en cuanto tuviese la oportunidad. Espero te guste...
Ella tomó el estuche en sus manos y lo abrió: albergaba una hermosa gargantilla de diminutos brillantes.
—¡Es hermosísima! —exclamó—. Pero no tenías que...
—Es un regalo por nuestro compromiso —le interrumpió—, y me gustaría que lo llevaras esta noche.
—¿No protestarán las damas por verme usar una prenda demasiado elegante para la ocasión? —dijo sonriendo y un poco turbada.
Edward rio.
—La ocasión es perfecta, y no puedo aguardar a vértela puesta.
La besó en los labios, un beso lento que le despertó un recuerdo cercano. La noche anterior los había unido para siempre y ambos lo sabían. Anne se preguntaba si ahora que habían alcanzado ese nivel de intimidad, podrían resistirse a repetirlo. El pensamiento la hizo estremecerse mientras se abandonaba a los labios de Edward bajo la sombra del árbol que los cobijaba. Él estuvo a punto de perder el control, mas la certeza de que su hermana y sus amigos se encontraban cerca, lo hizo arrepentirse de otro propósito.
La velada nocturna transcurrió con pocos momentos interesantes. Anne lucía hermosa con su gargantilla de brillantes, aunque, en efecto, era la única que llevaba una joya tan valiosa esa noche. Edward pidió que lo disculparan por su impaciencia, y explicó que le había hecho ese regalo por su compromiso. Beatrix quedó encantada con la prenda, así como Georgie, menos amante de las joyas que lady Holland.
Percy aportó un par de historias acerca de sus cuadros y las personas que había conocido en su viaje. Llevaba algunos bocetos preliminares de un retrato que había comenzado sobre otro pintor de renombre, que a Georgie le gustaron mucho. Edward, aprovechando que se encontraban conversando en el "Salón de las flores", le recordó a Percy su compromiso de retocar algunos de los frescos. Este se levantó y observó los capullos, las siluetas de los lirios pintados sobre un fondo azul y las flores de lis, que necesitaban de su intervención.
Edward acordó con sus amigos que terminarían de pasar la semana en Hay Park, pero que después partirían de regreso a Londres y con posterioridad a Ámsterdam. De esta manera cumpliría su propósito de hablar con lady Lucille.
Georgie y Anne se sentaron en el balcón que daba al jardín principal. Las cortinas de motivos primaverales se movían al compás de una débil brisa de verano. Hacía bastante calor, así que las dos encontraron refugio fuera, lo que permitió que tuvieran una conversación privada que hacía tiempo que se debían la una a la otra.
—Lamento si nuestro compromiso te ha tomado por sorpresa —comenzó Anne—, pero no sabía cómo decírtelo, Georgie. Me resultaba muy difícil hablarte de Edward, por más confianza que pueda tenerte.
Georgie se rio; tenía buen carácter y a pesar de que hubiese preferido la sinceridad de su amiga, entendía que hubiese optado por guardar silencio.
—Hace algún tiempo que lo sospechaba, pero no me atrevía a sugerirlo. De estar equivocada, me hubieses reñido bastante por un comentario como ese. Entre Edward y tú era tan evidente aquella inicial antipatía, que haber supuesto que se amaban hubiera sido considerado descabellado. Me alegra mucho que los sentimientos hayan cambiado tanto en los últimos meses, nada me agradaría más que ganar una hermana.
Anne le dio un abrazo y de esta manera quedó zanjada la charla entre las dos amigas.
Cuando se retiraron a dormir, Anne se quedó muy ansiosa en su recámara, pues se preguntaba si Edward aparecería. Blanche llegó a su habitación para ayudarla a desvestir como era costumbre. Cuando le quitó la gargantilla, la doncella se atrevió a preguntar por el origen de la joya, que tanta curiosidad le había despertado desde que se la vio puesta esa noche.
—Es muy hermosa esta gargantilla, señorita —le dijo, mientras liberaba el cierre y esta se abría sobre su mano—, pero nunca antes la había usado.
Anne quiso satisfacer su curiosidad.
—Es un regalo que me ha hecho lord Hay por nuestro compromiso.
—¡No sabía que estaba comprometida con lord Hay! —expresó con asombro, mas no se atrevió a mencionar a Charles—. La felicito, señorita. —Pero las palabras no denotaban verdadera alegría.
La doncella le entregó la gargantilla y la dama la colocó en su estuche.
—Puedes marcharte ya, Blanche, yo terminaré de arreglarme para dormir. Puedes irte temprano a descansar —le dijo de repente.
—¿Está segura, señorita? —le preguntó extrañada.
—Sí, puedes marcharte Blanche, buenas noches.
Dicho esto, se quedó a solas en su habitación, aguardando por Edward con la esperanza de que apareciese. Quizás los riesgos de tener tanta intimidad y el propio respeto que le tenía, impidiesen que se presentara esa noche. Por otra parte, ella presentía que lo vería, pues después de lo que había sucedido, se había desatado una pasión muy grande que no podían contener. Se sentía avergonzada de sí misma por las concesiones que había hecho, pero no había tenido oportunidad de detenerse, lo deseaba como nunca pensó que podría desear a alguien. La sensación era tan nueva para ella que le asustaba, mas no podía recriminarse porque su amor fuese tan excelso.
Estaba considerando desvestirse cuando un breve toque a la puerta, casi imperceptible, la hizo estremecer. La abrió deseando no estar equivocada, pero no fue así. En la penumbra halló el rostro iluminado de Edward por una bujía; él se acercó y le dio un breve beso en los labios; con gestos le pidió que no hiciese ruido y la tomó de la mano, haciéndole abandonar la habitación. Anne se sobresaltó cuando se vio descendiendo por la escalera de mármol. Estaba preparada para que él entrase a su cuarto, pero nunca imaginó que fuesen a salir los dos.
Al llegar a la planta inferior, Edward pudo explicarle lo que deseaba, consciente de que era más difícil que alguien los escuchara; había comprobado que los invitados se habían retirado a dormir y que el servicio se hallaba en sus dependencias.
—La noche es demasiado hermosa para que la desaprovechemos —insinuó con una sonrisa—, ¿te apetecería dar un paseo?
Ella asintió asombrada, pero complaciente.
—Aguarda aquí —le pidió él dándole otro breve beso y dejándola en medio del comedor.
Al cabo de unos minutos, regresó con una cesta de mimbre y la tomó del brazo para encaminarse por uno de los corredores que conducía al jardín.
La noche estaba espléndida, una brisa muy agradable refrescaba el ambiente; las estrellas se divisaban en su esplendor y la luna era nueva, por lo que resaltaba sobre el cielo oscuro. El jardín en la noche se veía distinto, resultaban imperceptibles los colores de las flores, pero era visible el trazado. Edward le había dado una lámpara de gas y él llevaba otra en la mano, lo que les permitía avanzar sin dificultad entre las flores. No se alejaron mucho de la casa, solo unas pocas yardas hasta subir por una pequeña colina. En la cima se encontraba un hermoso gazebo de altas columnas dóricas y forma hexagonal. Anne no lo había visto, pues no había visitado esa parte del jardín. El gazebo estaba rodeado de varios rosales que le servían de decoración y desde él se tenía una atractiva vista del cielo nocturno.
—Es precioso... —comentó, mientras Edward le daba la mano para subir los pocos escalones del pabellón.
En el piso se hallaban varios cojines de estilo oriental, que Edward había mandado a colocar. Fueron traídos desde la India por un amigo y regalados un par de años atrás, pero cada vez que tenía invitados en la casa disponía que fueran puestos en ese sitio. Con frecuencia, sus amigos tomaban el té sobre ellos, pero era la primera vez que se animaba a utilizarlos de noche.
Anne se dejó caer encima de los cojines y estiró las piernas, recostando su espalda sobre una de las columnas. Edward demoró algunos minutos más en seguirla, pues se detuvo a colgar las bujías y a encender las velas que había llevado consigo, brindándole una atmósfera que resultaba mágica. Luego, con cierta dificultad a causa de su pierna, se sentó junto a ella, alejando su bastón lo más posible para no recordar algo que desentonaba con la energía que experimentaba a su lado.
Anne se quedó por un momento abstraída, mirando las estrellas que se divisaban por encima de unos altos cipreses en la distancia; la luz de la luna iluminaba bastante las copas de los árboles y la parte final del jardín, permitiendo que se percibiesen algunos detalles del paisaje. Cuando volteó el rostro para comentarle a Edward alguna cosa, se topó con sus labios, y un beso le privó de la palabra por unos segundos, mientras se entregaba sin resistencia a ese contacto. Edward tomó su rostro con las manos y la atrajo más a él, mientras se perdía en su boca que, con la luz de las bujías y las velas, le parecía más sensual.
Ella se alejó un poco entre jadeos y volvió a recostarse sobre la columna, soltando un suspiro. Algunos besos más y no sabría detenerse. Él se rio y no dijo nada; se limitó a tomar la cesta y sacar de ella una botella de champán y dos copas.
—Deseo celebrar nuestro compromiso —dijo con solemnidad—, y me pareció que esta sencilla velada en el jardín de Hay Park sería de tu agrado, cariño mío. Estoy ansioso por convertirte en mi esposa, no hay nada que ansíe más que ese momento.
—Yo también —confesó ella—, el sitio es mágico. Esta noche me preguntaba si aparecerías, pero me daba temor preguntarte por ello. Me sorprendió bastante cuando, una vez que llegaste a mi habitación, me tomaste de la mano y me trajiste aquí.
—Nuestra noche de ayer fue hermosa, Anne —le contestó él mientras descorchaba la botella con habilidad y sin ruido, como correspondía a la etiqueta—, pero existen otras maneras de amar a una dama, más que en una habitación. Ayer no pude controlarme —continuó mientras servía el espumeante en las copas de cristal—, pero no quisiera que pensaras que soy irrespetuoso.
—Jamás lo he pensado —declaró mientras tomaba la copa—, sé que nos amamos y me he hecho el propósito de no sentirme avergonzada por lo alto que pueda llevarnos ese sentir que compartimos.
Edward levantó su copa para realizar el brindis.
—Por los dos —le dijo mirándola a los ojos—, porque este sea el comienzo de una vida juntos.
Después de tomar un sorbo, Edward la besó, último paso del brindis que había imaginado. Anne bebió despacio la bebida, mientras él, al poco tiempo, ya se la había terminado.
—¿Piensas embriagarme? —protestó cuando Edward rellenó después ambas copas.
—Lamento decirte que la bebida no puede sustituir la embriaguez que ya sentimos. No hay nada más poderoso que la pasión que pueden experimentar dos personas que se aman. Quizás sacarte de esa habitación haya sido un pretexto para intentar ser honorable contigo, confieso que serlo me resulta cada vez más difícil...
Edward sabía que no necesitaba estar en su habitación para hacerle el amor. Anne iba a sugerirlo, pero se ruborizó, de lo cual él se percató a pesar de hallarse en penumbras.
—Espero que no nos descubran —murmuró ella—, ¿puede alguien llegar hasta aquí?
Él negó con la cabeza, mientras alejaba las copas de ellos, una vez que bebieron.
—Las dependencias de los sirvientes se hallan del otro lado, así como las habitaciones que estamos utilizando. Tenemos cerca el salón de música y el de las flores, pero imagino no haya ninguna concurrencia tan tarde en la noche. Estamos a alguna distancia de la casa principal, la vegetación cubre buena parte del gazebo, por lo que me atrevería a afirmar que estás, irremediablemente, en mis manos.
Anne sonrió al escucharle, por lo que se acercó más a él, tanto que sus cuerpos se rozaban.
—Me gusta estar aquí —le expresó, tomando las manos de Edward—. Contigo.
Él la besó, despacio, intentando que el beso no le descontrolara, pero sus esfuerzos fueron en vano. El deseo que sentía por Anne lo llevó a besarla con mayor intensidad, aunque se detuvo, otro como aquel podría arrastrarlos en su pasión y él pretendía dominarse. A fin de cuentas, la había sacado de su habitación con ese propósito.
Anne se sintió frustrada cuando dejó de besarla, él quiso darle alguna excusa, pero la joven no se lo permitió, le tomó el rostro y comenzó a besarlo, tomando la iniciativa, imponiendo un ritmo vertiginoso por el que se dejó llevar. Sin pensarlo, echó su cuerpo hacia adelante, buscando el contacto con él. Edward no lo esperaba, por lo que su cuerpo se desbalanceó sobre los cojines y cayó hacia atrás, tendido sobre sus espaldas con Anne encima de él.
Al comienzo, la situación les arrancó unas carcajadas incontrolables a ambos, pero el primero en parar de reírse fue Edward, al notar lo hermosa que se veía, con el pelo desparramado y su frágil cuerpo haciendo presión sobre el suyo. Ella vio la expresión en su rostro y quiso incorporarse, un tanto apenada por su comportamiento, pero él no se lo permitió.
—Ahora —le pidió con malicia—, continúa...
Anne no sabía bien a qué se refería, pero se impulsó con las puntas de los pies para alcanzar sus labios. Edward la recibió extasiado, mientras se entregaba a los reclamos de su boca. Fue explorando la espalda de la joven con sus manos, advirtiendo los botones que cerraban su vestido y le alejaban de su hermosa piel.
—Anoche fue más fácil —comentó divertido—. Este vestido es... inaccesible.
Anne sonrió y le besó una mejilla, luego la otra, para después detenerse en la punta de la nariz. A Edward le pareció lo más encantador que le habían hecho en su vida. Cuando logró abrir el primer botón, se regocijó. Ella se detuvo al comprender que ya lo había logrado, pero no lo detuvo. Uno tras otro, fueron cediendo a la habilidad de sus manos. Hacía mucho tiempo que no desvestía a una mujer, pero no había olvidado cómo se hacía. Unos minutos después, Anne tenía la espalda libre por completo y él aprovechó para acariciarle. Tenía puesta una camisola, pero era tan fina que no representaba un verdadero obstáculo a su deseo de tocarla. Ella tenía una piel delicada, que seducía a las yemas de sus manos. La joven se detuvo al sentir esas caricias, incapaz de concentrarse en llenarle de besos, pues Edward la hacía temblar.
Él no se contuvo, tomó el cuello del vestido con ambas manos y lo bajó a la altura de los codos. Al sentirse casi desnuda, Anne se acostó encima de él para evitar que la viese, pero Edward la instó a incorporarse y la joven volvió a levantarse sobre su cuerpo. Le sacó una manga del vestido y después la otra. Ella fue colaborativa, sabía cómo desvestirse y a la larga, lo ayudó en el proceso. El resultado fue demasiado turbador para él, pues el vestido le había bajado hasta la cintura, y ahora se hallaba encima de él cubierta nada más que por la camisola blanca.
Pese a su voluminoso vestido, Anne sintió cómo Edward se excitaba, esto le hizo afincarse de una mejor manera sobre él. No tenía mucha idea de lo que estaba haciendo, pero respondía por instinto. Bajó las piernas hasta que se colocó a horcajadas sobre Edward y presionó con sus rodillas sus caderas. Él suspiró, alucinado ante la postura que había tomado. Esa noche, poseía la perfecta mezcla de ingenuidad y conocimiento, algo que le permitía disfrutarla más aún que la víspera, sabiendo que ella respondería a su pasión.
El caballero le levantó un poco las faldas para acariciarle con ambas manos los muslos. Los volantes del vestido le volvían loco, pues no sabía cuántas prendas y cuantos encajes debía vencer antes de llegar a su piel. Se topó con las prendas íntimas de Anne, pero eso no impidió que su contacto la hiciese estremecer de gozo sobre él. Anne suspiró y sus rodillas se cerraron aún más, ejerciendo una presión sobre él que le excitaba profundamente.
Luego Edward se concentró en su pecho, la fina camisola dejaba entrever los hermosos pechos de Anne, esos que el día anterior había descubierto y saboreado. Colocó sus manos sobre ellos y los acarició con un ritmo lento, que de inmediato logró endurecer sus pezones; volvió a gemir mientras él continuaba dándole placer. No satisfecho, le sacó los tirantes de la camisola y la prenda bajó hasta permitirle admirarla desnuda.
Anne se ruborizó cuando notó cómo la miraba, con un deseo que le impresionó. Volvió a tumbarse encima de Edward, intentando calmar su turbación, pero el resultado no fue el esperado. El contacto de su torso desnudo sobre el de él, más que aplacar la pasión de ambos, lo que hizo fue avivarla. Edward no pudo continuar en esa posición pasiva, por más que lo hubiese disfrutado, necesitaba recuperar el control para satisfacer a los dos. Con lentitud, la giró hacia un lado, recostándola sobre otros cojines en el centro del gazebo. Su espalda descansaba esta vez sobre los mullidos almohadones, pero sus pechos permanecían al descubierto. La brisa que rondaba la acarició, y se maravilló con la vista de las estrellas que podía tener desde su puesto.
Pronto dejó de ver el cielo, pues fue Edward quien se colocó encima de ella. Gimió al sentirlo, pero cerró sus brazos sobre él, acercándolo contra su cuerpo. Él estaba feliz ante la pasión que había demostrado Anne desde el primer momento; su fragilidad, su inocencia, cedían ante los deseos escondidos que se aceleraban ante él. Aquella certeza de la exacta correspondencia entre sus cuerpos anhelantes, les hacían avanzar en la búsqueda de la plenitud mutua.
Edward la besó, casi con fiereza, pero Anne no se asustó porque el ritmo que él imponía era el que ella necesitaba; se hallaba tan excitada que no podía pensar con claridad, solo entregarse sabiendo que era el único que podría aliviarla. Edward se incorporó un poco sobre ella y volvió a contemplarle sus pechos, los acarició con las manos, ella se arqueó debajo de él hasta que Edward se inclinó sobre ellos y los llevó a su boca, trasladándola a una dimensión de exclusivo placer. Se detuvo, jadeante, mientras constataba que Anne ya se hallaba temblorosa en sus brazos. Con delicadeza le sacó el vestido y la camisola por las piernas, mientras permanecía tumbada. Se veía tan hermosa a la luz de las bujías, las velas y la luna... La imagen era la encarnación de la pasión más profunda, así que no demoró más en desvestirse y hallarse desnudo frente a ella con una erección palpitante.
Anne no se había acostumbrado aún a ello, por lo que la visión la perturbó un poco. Edward se colocó sobre ella y la abrazó con cariño para tranquilizarle, pero la presión caliente sobre su abdomen resultaba demasiado elocuente.
—No haré nada que no quieras... —le dijo él en un susurro.
—Te amo —le contestó ella—, pero pensé que habías dicho... Que querías evitar...
Edward entendió a qué se refería, y tenía razón. No quería exponerla a un embarazo, aunque después de la noche pasada no tenía seguridad de que ya no hubiese sucedido. A pesar de ello, no podía detenerse. La besó y luego le murmuró al oído:
—Confía en mí —le pidió.
Anne suspiró satisfecha, y Edward recibió su confirmación.
Una oleada de besos bajó por el cuello de Anne, hasta sus pechos nuevamente. Edward no se saciaba de ellos, y la respuesta que encontraba en ella era muy alentadora. Se estremecía tanto cuando le besaba de aquella manera... Los gemidos que soltaba le enardecían, cada vez más. Luego siguió bajando por su abdomen, regando besos por todo su cuerpo, en el ombligo, en sus caderas, hasta llegar a la zona más baja, en la cual sus vellos le dieron la bienvenida. Edward la acarició con sus dedos y logró lo que estaba buscando, Anne abrió las piernas y subió las caderas, invitándolo a continuar.
Edward fue osado, colocó su rostro entre sus piernas y la besó en su parte más íntima. La respuesta que recibió de ella fue increíble, temblaba, se retorcía, arqueaba el cuerpo, pero él sabía que aquello era lo que debía sentir... Su lengua se hizo camino entre los pliegues de Anne. Estaba cada vez más húmeda y reclamaba más, mucho más de él... Edward también estaba muy excitado, se tumbó encima de ella y la sintió febril y anhelante, pero no se atrevía a penetrarla, no habían acordado eso... Siguió besándole el cuerpo, pero no podía más, debía liberar de alguna manera la tensión que sentía.
Anne advirtió en sus ojos la indecisión, sabía lo que deseaba y ella lo necesitaba con la misma intensidad.
—Hazlo —murmuró—, hazlo.
Edward se movía entre sus muslos, caliente contra el clítoris, la tenía al borde de la locura.
—Habíamos dicho que...
—¡No importa! —exclamó ella llena de agitación—. ¡No importa!
Edward no esperó más y siguió sus órdenes, no deseaba otra cosa que seguirlas... Se hundió lentamente en el interior de Anne y ella soltó un gemido profundo, el propio Edward soltó otro, desde el fondo de su garganta, cuando se supo en ella. Alcanzaron un ritmo bastante rápido en las embestidas, los dos estaban tan excitados que se hallaban inmersos en una ensoñación con un final que aguardaba en la cima, mientras subían acompasados la montaña del placer. Él se introducía en ella, cada vez más profundo, cada vez más deseoso de satisfacerle, Anne lo recibía levantando sus caderas, siguiéndole el paso, acostumbrada ya a él. Temblaba cada vez más, las gotas de sudor llenaban su cuerpo, y Edward supo el momento exacto en el cual llegó al clímax. El grito ahogado de Anne y su cuerpo vibrante, le indicaron el instante preciso en el que había liberado su tensión. Edward llegó casi en el mismo momento, pero tuvo la previsión de salir a tiempo para echar su semilla fuera. El líquido caliente, tan suyo, tan íntimo, bañó uno de los muslos de Anne... Luego se acostó junto a ella, jadeante y empapado.
Cuando se recuperaron un poco, él se giró hacia ella y le acarició el rostro. Anne lo observaba en silencio, con una mirada que denotaba cuánto lo quería. No había imaginado nunca que hacer el amor fuese algo tan maravilloso. Se quedaban atrás las poesías de lord Byron. Estar en sus brazos era indescriptible.
Él se incorporó desnudo, y sacó de su chaqueta un pañuelo para limpiar con cuidado la pierna de Anne. Ella se quedó observándolo con interés; la noche anterior se había percatado de la humedad que sentía entre sus muslos, esta vez había sido distinta.
—De esta manera disminuyen las posibilidades de engendrar un hijo —le explicó él.
Anne se sonrojó, no estaba acostumbrada a hablar de ese tema. Se cubrió con la camisola y se incorporó sobre el almohadón. Edward se puso los pantalones, pero volvió a acercarse a ella, se colocó detrás suyo y la abrazó, mientras reposaba su cabeza sobre un hombro de Anne y admiraban el cielo estrellado y la copa de los árboles moviéndose con la suave brisa de verano.
—Te amo, Anne, pero a veces tengo miedo de haberme precipitado y no haber hecho lo correcto.
Anne giró la cabeza hasta darle un beso en la mejilla.
—Es correcto porque los dos lo deseamos y el amor es la razón más poderosa que nos impulsa a hacerlo.
Edward suspiró y la atrajo hasta su pecho. La noche aún era joven y no tenían prisa. Por extraño que pareciese, en el gazebo se sentían libres y su amor se hallaba a salvo de los reproches y censuras del mundo.
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