Capítulo 32
Surrey, julio de 1895.
Edward no pareció sorprendido cuando pasó a casa de los Thorpe y advirtió que Anne no dudaba de ir a Hay Park. En su corazón, deseaba que así fuese... Incluso la lógica le indicaba que para la joven sería más fácil cumplir con lo convenido que enfrentarse a los Thorpe y a la duquesa y darles una explicación razonable sobre su inesperada negativa. No obstante, se sintió aliviado en cuanto la vio y más aún cuando subió a su coche. Ambos compartieron el espacio con Georgie, ajena al conflicto que había sucedido entre la pareja la víspera.
Anne estuvo muy callada, apenas habló, a lo que Georgie supuso que era la lógica nostalgia por separarse de los Thorpe. Pronto se percató de que su hermano tenía un estado de ánimo semejante, por lo que algo debía haber acontecido.
El carruaje de los Holland siguió al de los Hay hacia la residencia en Surrey. Durante el trayecto, no se dijeron ni una palabra por más que Georgie se afanase en que conversaran entre ellos. Anne se animó un poco más cuando llegaron a Hay Park y descendió del carruaje. El hermoso cielo del mediodía permitía admirar mejor el bello trazado del jardín lleno de flores y arbustos. Al fondo estaba la fachada marrón de la inmensa residencia de tres pisos. Anne se esperaba una casa más pequeña, pero Hay Park resultó ser una hermosa mansión construida a finales del siglo pasado.
Beatrix se acercó a ella, la tomó del brazo para entrar y hacer "los honores de la casa" aunque no fuese la suya. Había ido tantas veces a Hay Park que conocía cada ladrillo. Georgie fue con ella, dejando atrás a los caballeros. Henry percibió que Edward no tenía buena cara, pero no se lo comentó, ya estaba acostumbrado a sus cambios de humor y no le dio demasiada importancia.
Georgie y Beatrix le mostraron a Anne las dependencias de la planta inferior. En el corredor principal, se hallaba una impresionante galería de retratos de los antepasados de los Hay; Georgie le señaló el de su padre y la muchacha pudo corroborar el parecido físico de Edward con su progenitor. Identificó en otro retrato a la señora Hay en su juventud, quizás en la época en la que frecuentaban a sus padres. La dama era muy hermosa y todavía seguía siéndolo, pese a los estragos que había hecho en ella su enfermedad y el enclaustramiento. Los siguientes retratos eran de Prudence, uno de Edward, recién salido de Oxford, con una expresión bastante juvenil que a Anne le gustó y a su costado el de Gregory, mucho más reciente que el de su hermano. Georgie comentó que el señor Percy le había prometido hacerle uno, el cual ansiaba desde hacía tiempo.
La comitiva luego se trasladó al salón de música, diseñado para Georgiana. Por su ubicación no perturbaba a los huéspedes y tenía una preciosa vista de un costado del jardín. En el centro del salón un hermoso Bechstein era el encanto de Georgie, donde solía practicar durante las semanas del verano. En muchas ocasiones, los Holland, Percy y los Hay disfrutaban de su interpretación al piano.
El otro sitio que a Anne le interesó mucho fue el "Salón de las Flores", que había sido el preferido de la señora Hay y parte de sus dependencias particulares. Debía su nombre a las paredes de la habitación, que estaban revestidas de hermosos frescos con motivos primaverales que se remontaban a un siglo atrás. Edward le había pedido a Percy que, en el próximo verano, retocara algunos de ellos ya que se estaban deteriorando por el tiempo transcurrido. El artista poseía el talento suficiente y la paciencia requerida para acometer aquel trabajo. Los muebles del salón eran de factura francesa y fueron adquiridos en París justo antes de la Revolución, destacándose por las hermosas flores de lis de su tapizado.
Después de recorrer el resto de la casa, se dirigieron a comer. Edward continuaba muy callado y aunque Anne se esforzó por parecer alegre y decirle cuánto le había gustado Hay Park, no encontró la acogida que deseaba. Al término de la comida se retiraron a sus aposentos para descansar un rato y planearon para la tarde un paseo, a fin de enseñarle a Anne los alrededores de la casa.
La habitación que le habían destinado era muy bonita, cercana a la de Georgie y en el ala opuesta a las que ocupaban Edward y el matrimonio Holland. Anne se recostó pensativa, mientras Blanche se dedicaba a terminar de desempacar. La doncella se veía un poco triste y callada, pero no quiso preguntarle por ello. Quizás prefería permanecer en Londres durante el verano.
Un rato después, Anne se quedó dormida, luego de tomar una resolución. Hablaría con Edward esa misma noche. No dejaría pasar demasiado tiempo para reconciliarse; lo amaba y tendría que hacérselo entender de alguna manera.
Antes del té, las damas se aventuraron a dar el paseo previsto; después de transitar por los jardines y de avanzar por el prado media milla, Beatrix se hallaba algo cansada. Tras su maternidad no había recuperado por completo su forma física. A poca distancia se divisaba una rústica casa de piedra con su chimenea humeante, que se encontraba dentro de los límites de propiedad. Era la casa de los Johnson, que habían trabajado durante mucho tiempo en Hay Park.
El humo indicaba que la señora Johnson seguía horneando su exquisito pan. Georgie insistió en bajar hasta la casa de la familia, pero Beatrix se negó: le dolían los pies y deseaba descansar un rato. Anne se sentía dividida entre acompañar a Georgie o quedarse con Beatrix. Como no le parecía adecuado dejarla sola en el prado, y desde su ubicación podían observar bien a Georgie, determinó quedarse. Ambas se recostaron a un árbol de grueso tronco. La brisa que corría era muy agradable y se quedaron en silencio por unos minutos, mientras Georgie se alejaba hacia la casa de piedra. Había prometido no tardar mucho.
—Hay Park es un sitio muy agradable —comenzó Beatrix—, aunque no deja de traerle recuerdos sombríos a Edward. No sé si estás al corriente que sufrió un accidente mientras montaba su caballo hace unos diez años, a raíz del cual tuvo esa pequeña dificultad para andar.
—Una tarde en Ámsterdam me contó acerca de ese accidente.
—¡Fue terrible! —exclamó Beatrix, como si recordara—. Estaba comenzando el invierno y Edward se encontraba con su familia en esta casa. Desde entonces evita regresar en esa época del año.
Anne no comentó nada, pues intuía que Beatrix seguiría hablando del tema sin que ella le preguntara.
—En Hay Park existía en esos años un importante establo dedicado a la cría de caballos, uno de los más importantes de la zona; solían competir en Epsom, en el hipódromo, y con frecuencia ganaban sus carreras. Casualmente, Edward había ganado en junio de ese año The Derby. ¡Está muy orgulloso de ese premio!
—Sé que fue justo con ese caballo con el que tuvo el accidente.
—Así es —asintió su compañera—, fue horrible por la caída y la rotura de la pierna, pero también porque estuvo expuesto a la escarcha que comenzaba a caer y se resfrió. Edward tuvo que recuperarse también de una pulmonía. —Anne desconocía esto—. Después de eso, sé que es capaz de soportar cualquier cosa. Su carácter es de acero y lo admiro.
—Edward me confesó el motivo por el cual se distrajo y calló del caballo y sé que está en relación con la ruptura de su compromiso.
Beatrix se sorprendió mucho al escucharle hablar.
—¡No imaginaba que Edward te hubiese confiado tanto!
—No sé mucho más que cuanto le dije —declaró.
—Entonces es probable que ignores que su prometida era mi hermana Bertha, que huyó con un músico destrozándole el corazón. Mi pobre hermana murió pocos años después...
—¡No lo sabía! —repuso Anne apenada—. Edward no me dijo la identidad de la dama ni entró en detalles sobre su trágico destino. Lamento mucho lo que le sucedió. De haber sabido que se trataba de su hermana, no me hubiese atrevido a comentarlo.
Beatrix se lo agradeció.
—El tiempo alivia los pesares, Anne, es el mejor aliado para que el recuerdo deje de ser tan doloroso. A Edward le ha sucedido igual, Bertha es un pasado triste para él, pero que ya va quedando atrás.
Anne sabía a qué se refería. Ella era responsable en parte de que ese recuerdo quedase en el pasado.
—He percibido que Edward y tú están disgustados —continuó ella—, y me entristece verlos en esa situación, cuando deberían disfrutar de la compañía y del amor que hallan en el otro. Desconozco cuál ha sido el motivo de esta desavenencia, pero aspiro a que no tarden mucho en solucionarla.
—Yo también —admitió Anne—, deseo mucho aclarar las cosas con él. Mi amor debería ser una certeza para él, pero una persona de mi pasado le ha hecho pensar que tengo dudas respecto a la elección que hice, cuando en realidad no tengo ninguna.
—Me alegra mucho escuchar que estás tan firme en tu decisión y en tu amor, Anne, pero es a Edward a quien debes decírselo.
—Lo he intentado, pero ayer no quiso entender mis razones... —Beatrix se percató de que la voz de la joven temblaba-. No puedo comprender cómo puede dudar de mí.
—No duda de ti —le explicó ella—, duda de sí mismo. Hace demasiado tiempo que está solo y no le fue fácil reponerse a la traición de Bertha. Por más que me duela hablar de mi difunta hermana en estos términos, lo que ella hizo no tiene otro calificativo que no sea ese... Edward no ha vuelto a confiar en nadie desde entonces, me refiero a una mujer... Supongo que en lo adelante y por el bien de ambos, deberá comenzar a hacerlo. Edward puede ser testarudo, mas no al extremo de no reconocer cuando se le habla con la verdad. El amor es el lenguaje más sincero que puede existir entre dos personas; es muy difícil fingirlo, así que no demorará en advertir el tuyo.
La delgada figura de Georgie con su castaña cabellera se observaba en la distancia y con su apurado paso no tardó en llegar hasta sus amigas. La visita a los Johnson fue corta pero muy agradable, y les prometió que se repetiría pronto, llevando a Beatrix y Anne con ella en la próxima oportunidad.
Anne no vio a Edward el resto de la tarde, ni tan siquiera a la hora del té. Durante la cena, había hablado un poco más, pero no estaba demasiado atento con ella. Después se trasladaron al salón de música donde Georgie interpretó dos conciertos, pero Beatrix seguía un poco cansada, así que ella y su esposo se despidieron con la idea de recuperar fuerzas para que el día siguiente fuese más productivo.
Anne se le acercó titubeante a Edward, mientras Georgie guardaba unas partituras. Él no estaba molesto, pero tampoco la miró de la forma acostumbrada. Echaba de menos la calidez de sus ojos, no hallaba en ellos esa mezcla de pasión y dulzura que necesitaba.
—Por favor —dijo con un hilillo de voz, para que Georgie no escuchara—, pienso que debemos hablar.
Él estaba sentado en una butaca con un libro en las manos.
—Lo siento —contestó con sencillez y en voz perfectamente audible—, es hora de ir a dormir. Hablaremos mañana.
Dicho esto, volvió a la lectura y Anne se apartó desalentada. Cuando finalizó lo que estaba haciendo, Georgie le dio un beso a su hermano en la frente y las buenas noches. Anne hizo lo mismo, salvo por el beso que resultaba inadecuado, por más que deseara dárselo. Las jóvenes se retiraron a sus respectivas habitaciones; Georgie no agregó nada importante, prefería mantenerse ajena a lo que sucedía entre la pareja por respeto a los dos.
Anne no podía conciliar el sueño, a pesar de que el ejercicio de caminar por Hay Park en la tarde la había cansado un poco. La habitación que le habían asignado era preciosa y muy cómoda, mas le era imposible adentrarse en el mundo de los sueños con la inquietud que albergaba. Las palabras de Beatrix Holland la perseguían y su recomendación de reconciliarse pronto con Edward, le hacían desear salir de su recámara.
Se levantó de la cama y abrió la puerta del balcón; el perfume de las flores y la brisa nocturna la invadieron, sin que su resolución hubiese cambiado en lo absoluto. Deseaba bajar la escalera y comprobar si Edward aún estaba despierto. Si no lo hallaba, podría sentirse tranquila y dejar la conversación para el día siguiente. Lo más probable es que se hubiese retirado ya, pero la exaltación que sentía por corroborarlo, le impedía permanecer impasible en su cama. Si, por el contrario, estaba despierto, no pospondría la charla que deseaba mantener con él.
Con ese objetivo, salió al corredor; en zapatillas y ropa de dormir, bajó en puntillas por la enorme escalera de mármol hasta llegar al piso inferior. En su mano llevaba una bujía que le iluminaba el camino, ya que en la oscuridad de la noche la mansión parecía más lúgubre de lo que hubiera supuesto. Una vez en la planta baja, se sobresaltó cuando aguzó el oído y le pareció escuchar la melodía de un piano en la distancia.
Anne se acercó, seducida por la música que escuchaba, cada vez mejor. Reconoció que se trataba de la Sonata para piano en si menor, de Franz Liszt. Su excelente oído le facilitaba reconocer la pieza, por demás entre sus favoritas. Por un momento se preguntó si se trataría de Georgie, pero le resultaba extraño que hubiera vuelto al salón de música.
Cuando llegó al umbral de la puerta descubrió que era Edward quien estaba al piano. Sus manos se movían con agilidad sobre el teclado, ejecutando una obra profunda y poderosa que demandaba bastante de él. Permaneció de pie, emocionada, mientras Edward se adentraba en el último movimiento de la pieza con un allegro enérgico que asumió lleno de entrega. Sus dedos no parecían torpes; Anne recordó que llevaba años sin tocar, por lo que el hecho tenía una mayor significación para ella. Un acorde grave puso fin a su interpretación y un suspiro del intérprete llenó el silencio que había sucedido tras el fin de la obra.
Fue entonces que Edward se percató de que Anne había estado escuchándolo; no dijo nada, se quedó atónito mientras miraba a la joven, ataviada con su larga bata de dormir y con el pelo callándole por la espalda como una cascada de seda oscura; estaba más hermosa que nunca, lo que desató un deseo que hacía mucho tiempo que no le asaltaba. Anne se ruborizó cuando notó la manera en la cual él la miraba, pero no se dejó vencer por el temor que le asaltó. Caminó en su dirección y colocó la bujía encendida sobre una mesa. Al llegar al piano, ya Edward se había levantado y la estaba esperando.
Ninguno de los dos dijo nada, Edward dio un paso hacia ella, le enmarcó el rostro con sus manos y la miró con detenimiento a los ojos; la respiración de Anne se aceleró. No sabía qué decirle, pero consideraba adecuado romper el silencio; al menos estaba distinto, había vuelto a ser él y se sintió reconfortada de encontrarlo dispuesto a aceptarla sin recriminaciones.
—Ha sido hermoso... —le dijo con sencillez.
Edward sonrió, no por el elogio sino por el pensamiento que le provocaron sus palabras.
—Hermosa eres tú...
La besó apasionadamente, mientras la abrazaba contra su cuerpo; Anne respondió con igual intensidad, perdida en el deseo que él despertaba en ella, dispuesta a recibir su beso que tan distante le había parecido en las últimas horas. Después de la sed inicial, se dedicó a seducir sus labios con lentitud, de una forma que resultaba deliciosa pero frustrante a la vez; ambos deseaban más, incluso Anne lo sabía, aunque su mente fuera incapaz de comprender lo que quería.
Besó una comisura de su boca, después la otra, se detuvo en las mejillas cada vez más enrojecidas, y se concentró en besar su hermoso cuello, lo que le arrancó un gemido. Comenzó a temblar, a medida que los besos de Edward se tornaban más atrevidos. La sensibilidad que sentía en su esbelto cuello la llevaban casi al vértigo, por lo que él tuvo que estrecharla más entre sus brazos, para que no perdiera el equilibrio.
Continuó besándola, deslizó su boca por la garganta hasta llegar a su clavícula. Ella suspiró al sentirlo por su cuerpo y se sujetó con fuerza ante la ola de placer que le invadía. Le estorbaba la bata de Anne de fina seda; el escote en forma de uve no le permitía que sus besos llegaran a donde deseaba. La silueta de sus pechos lo había vuelto loco; la bata blanca dejaba poco a la imaginación y se percató de que sus pezones estaban erectos por detrás de la tela. Edward la miró: estaba sonrojada, temblorosa pero feliz. En ella no se notaba atisbo alguno de temor y en sus ojos se adivinaba un destello que le invitaba a seguir.
Tomó con sus manos el lazo anudado en la cintura y lo deshizo con delicadeza; el resultado fue el que esperaba: la bata se abrió dejando al descubierto el fino corpiño que llevaba debajo. La joven se sintió casi desnuda y cerró los ojos; él se acercó y la besó en la barbilla mientras le susurraba por segunda vez lo hermosa que era. Anne se estremeció al escucharlo, abrió los ojos y lo besó con pasión. Edward la abrazó con fuerza mientras aceptaba su boca, que era una muestra de la confianza que ella sentía por él y del deseo que le invadía.
Mientras se besaban, colocó su mano sobre su pecho y la sintió temblar nuevamente; el pezón estaba endurecido y respondía a sus caricias. Estaba perdiendo la cordura mientras lo palpaba con sus manos en toda su plenitud. Sintió como la erección latía con fuerza en sus pantalones. Estaba llegando al punto en el que necesitaba alivio, pero no había pensado aún cómo obtenerlo. La idea de poseer a Anne en el salón de música lo trastornó. Seguía besándola mientras deslizaba la mano por su abdomen, liberando por un momento el pecho para detenerse en su cintura.
Anne se arqueó ante el contacto de sus manos y Edward aprovechó para atraerla mucho más hacia él, si acaso era posible. Ella advirtió la presión que sentía contra ella y se sobresaltó un poco. No era tan ingenua para desconocer lo aquello significaba, la duquesa solía tener una biblioteca bastante amplia y diversa, con la cual se había instruido sobre algunas cuestiones. Edward la deseaba y ella no sabía si sería capaz de detenerse. Él la giró y se colocó contra el piano mientras sentía sus manos libres para continuar acariciándola.
La expresión en el rostro de Anne le incitaba tanto como su propio cuerpo; ver sus ojos y escuchar los gemidos de su boca le llevaban a seguir dándole placer. Colocó las dos manos sobre sus pechos y ella se estremeció ante el contacto que sentía, que le provocaba un calambre exquisito. Edward le dio un breve beso en los labios y se decidió a deslizar los tirantes de su corpiño. El torso de Anne quedó al descubierto, exponiendo por primera vez sus rosados pechos. Él quedó deslumbrado por la visión que tenía ante sí: jamás, ni en sus sueños más eróticos había imaginado que fuera tan hermosa, tan sensual y a la vez tan delicada. Con la yema del dedo acarició uno en círculos, lo que la hizo gemir aún más. Luego se acercó y tomó el otro con su boca, primero con delicadeza, como quien besa a una rosa y con su lengua le da la humedad que necesitaba para florecer; cuando supo que Anne estaba lista, le succionó el pezón y la atrajo a él con más pasión, colocándola casi a las puertas del éxtasis. La joven se estremeció debajo de él por el contacto e instintivamente colocó sus manos atrás, chocando con las teclas del piano y haciendo un gran estruendo.
Edward sabía que no podían escucharlos, pero los sonidos estridentes del piano lo detuvieron en el acto, tratando de no percatarse de la expresión de frustración de Anne por lo que había hecho, en contra de su voluntad. Se alejó un poco de ella, tenía la respiración agitada y le sonrió. Ella se recompuso el corpiño y se cerró la bata, pues de repente se sintió avergonzada de lo que había sucedido. Edward la tomó de las manos y la llevó a un diván cercano, la colocó sobre sus piernas, como si fuese una niña pequeña y la abrazó. El gesto era cariñoso y esperaba de esta manera, relajarse un poco después de lo que había sucedido, pero entre los dos aún reinaba esa magia que los había seducido.
Estuvieron unos minutos en silencio, luego Anne se sentó de manera correcta en el diván por temor a que la pierna de él le doliese. Edward le miró a los ojos:
—Lamento si me he excedido o he hecho algo que no...
Anne se apresuró a callarlo con un beso.
—Me disculpo por lo del piano —murmuró turbada—, no pretendía hacer ese ruido...
Edward se echó a reír y le echó el brazo por detrás, atrayéndola hacia él.
—Si no hubiese pasado eso no sé si hubiese sido capaz de detenerme.
Ella pensó decirle que tampoco quería que se detuviese, pero sintió pena de confesar algo como eso.
—Te amo —le dijo en cambio—, por favor, no vuelvas a ponerlo en duda.
Edward sabía a qué se refería y se llevó su mano a los labios.
—Lo siento —le contestó—. Yo también te amo, pero me daba mucho miedo perderte.
Anne se acurrucó contra su pecho y le aseguró que jamás la perdería. Así estuvieron hasta que ella le preguntó súbitamente:
—¿Cuándo has vuelto a tocar? ¡Ha sido maravilloso!
—Volví a sentarme al piano la noche después de nuestro encuentro en el jardín de los Thorpe; estaba tan ansioso y feliz que no podía dormir, así que sin pensarlo mucho comencé a tocar. Al comienzo me sentí un poco torpe, pero la práctica frecuente me permitió recuperar parte de mi destreza del pasado.
—¡Lo has hecho con virtuosismo! —exclamó ella.
—Exageras, pero me gusta —le respondió él besándole en la sien—. Ahora quisiera saber qué hacías a estas horas fuera de la cama...
Él conocía la respuesta, pero deseaba escucharla de sus labios.
—Te extrañaba —admitió en un susurro—. Necesitaba que supieras lo que siento. No podía conciliar el sueño sin que me devolvieras tu amor en forma de beso.
Edward la incorporó y volvió a besarla con pasión. Anne recostó su cabeza sobre un cojín mientras sentía el cuerpo de él sobre el suyo. Volvían a acercarse a la embriaguez que habían disfrutado antes, y eso era peligroso, así que Edward hizo acopio de voluntad y se alejó de ella.
—Creo que, por nuestro bien, deberíamos irnos a dormir ya, y por separado.
Anne asintió con una sonrisa y se levantó, pero estaba desalentada luego que la escena concluyera de aquella manera abrupta. El calor que sentía en sus brazos, sus jadeos y respiración agitada, evidenciaban que lo disfrutaba y que quería continuar.
Edward tomó la bujía y subieron por la escalera. No le dio la mano, pues temía que el contacto con su fina piel fuese a desencadenar otra vez la ola de deseo que sentía cuando estaba con ella. Una vez en el pasillo, Anne abrió la puerta de su cuarto en silencio y se volteó hacia él para despedirse. La tensión que existía entre los dos no se había liberado, y Edward se debatía entre darle un beso de buenas noches o no. Quizás de un beso dependiera el resto de la noche y no estaba seguro de poder contenerse si entraba a la habitación de Anne.
La luz de la bujía le iluminaba el rostro, y ella adivinó en sus ojos oscuros los pensamientos que le embargaban, iguales a los suyos. Edward se preparaba para decirle: "buenas noches" cuando Anne lo abrazó y lo besó en los labios. Él le devolvió el beso, estaba aliviado porque ella hubiese dado ese paso, y ya no podría echarse atrás. Y no lo hizo. Mientras se besaban, la condujo al interior de la habitación y cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido.
Colocó la bujía encima de una mesita y se abandonó en sus brazos, dando rienda suelta a la pasión que sentía. No podía dejar de pensar que fue ella quien le besó, ella quien lo procuró esa noche. No aguantaba más, debía hacerla suya. Anne sería su esposa, pero esa noche sería su mujer.
Desatar la bata en esta oportunidad fue más fácil para él, ya sabía qué hacer y la respuesta que obtendría de ella. Anne no se resistió, anhelaba que lo hiciese, pues los sonidos que emitía su garganta le indicaban que estaba haciendo justamente lo que deseaba. La joven se quedó vestida solo con el corpiño, mientras Edward dio un paso atrás para librarse de su chaqueta. Se acercó a él y colocó sus manos en su pecho sobre la camisa blanca. Edward le robó un beso y le pidió con voz queda: "quítamela". Si la luz hubiese sido más potente, se hubiera percatado de cómo se turbaba con esa palabra, pero Anne obedeció la orden. Su pecho desnudo la deslumbró, jamás se había visto en una posición semejante, pero la doblegaba el deseo y el amor que sentía por él.
Edward era apuesto y su fortaleza física le impresionó. Observó sus anchas espaldas, sus brazos y su abdomen. Él la tomó por las muñecas y le colocó las manos en su pecho. Anne palpó cada centímetro, hasta situar su palma sobre la huella de la herida de bala que había recibido en el duelo. Se estremeció al constatar la muestra física de su valentía y del dolor que había sufrido. Se inclinó y le besó, temblorosa, la cicatriz de su hombro. Luego, en silencio, continuó acariciando su cuerpo, mientras él la guiaba, primero sintiendo las tetillas de él endurecidas y después advirtiendo el desbocado latido de su corazón y la respiración que era cada vez más agitada, mientras ella le rozaba con sus manos. Aquel contacto desembocó en un nuevo beso, largo, apasionado, excitante. Edward, incapaz de seguir conteniéndose, la llevó hasta la cama y la tumbó, mientras se sentaba a horcajadas sobre ella.
Anne se estremecía al sentirlo así, tan cercano, tan suyo. Él se percató de que estaba muy excitada y verla de aquella manera lo alentaba a continuar dándole el placer que deseaba. Le quitó el corpiño y la vio casi desnuda, salvo por la ropa interior que llevaba y que cubría sus partes más íntimas. Era hermosísima, jamás había deseado a una mujer como la deseaba a ella. La besó en los labios, pero luego su boca fue descendiendo por su cuerpo entero. Se detuvo en sus pechos y tal como había hecho en el salón de música, le succionó uno, después el otro, observando como Anne se agitaba bajo su cuerpo, exaltada por lo que estaba sintiendo. Edward le dio unos segundos para recuperar el aliento mientras le daba breves besos en su vientre plano, hasta llegar a su ombligo. Era tan estrecha en su cintura, tan femenina con sus caderas redondeadas y sus largas piernas, que lo tenía al borde del delirio.
Muy despacio, la despojó de su ropa interior, dejándola al fin completamente desnuda en sus brazos. Anne se estremeció cuando comprendió que ninguna tela se convertía en barrera para él. Edward fue cuidadoso cuando acarició los vellos de su pubis, percatándose de cómo gemía por el contacto de sus manos; fue aún más cauto cuando se introdujo entre sus pliegues y sintió con sus dedos la humedad de ella. Él mismo soltó una expresión ininteligible por lo sensual que le parecía estar haciéndole eso, no podía detenerse. Con un dedo frotó su clítoris y Anne se arqueó en la cama gimiendo aún más. Después colocó el dedo en el camino que lo llevaría al éxtasis, la rozó apenas pues no quería violentar lo que hasta entonces permanecía sellado para todos los hombres.
Edward se abrió los pantalones y se los sacó con la mayor rapidez, hasta que estuvo tan desnudo como ella. Anne emitió una expresión de sorpresa cuando vio su miembro erguido y palpitante. Él tuvo la contención necesaria para tumbarse a su lado y aguardar a que fuera el momento oportuno. En la cama, Anne se volteó hacia él, en sus ojos se leía la exaltación que sentía.
—¡Oh, Edward! —exclamó.
Él la besó con ternura, mientras la abrazaba. Sintió la presión sobre su abdomen de su miembro endurecido. Continuó besándola despacio, hasta que la pasión volvió a envolverles en una espiral, cuyo ascenso resultaba inevitable.
Edward se colocó encima de ella y Anne, por instinto quizás, abrió las piernas y sintió como el falo duro de Edward se alojaba en su zona más íntima, anhelando algo que solo ella podría darle. Él hizo un esfuerzo por contenerse y volvió a besarla en los labios, a acariciarle los pechos y llevar los pezones a sus labios. Anne se retorcía y elevaba su cuerpo hacia arriba, invitándolo inconscientemente a que siguiera.
—Por favor... —le dijo ella—. No puedo más...
Ella no sabía qué significaban esas palabras o qué estaba solicitando, pero expresaban la tensión que le invadía y que debía buscar una forma de escape.
—¿Estás segura de que quieres que continúe? —preguntó él, un poco ofuscado aunque sabía que ya no era tiempo de preguntar aquello.
—Por favor —repitió ella entre jadeos mientras sentía el calor en su zona más íntima—, por favor...
—¡Oh, Anne! —exclamó él mientras la penetraba al fin, con toda la delicadeza de la que fue capaz—. ¡Te amo!
Anne se estremeció ante la presión de su embestida, le dolió un poco cuando sintió a Edward dentro de ella, pero él supo aguardar a que esa sensación fuese superada por el placer que le ofrecía. Después fue hundiéndose más y más, hasta que Anne fue capaz de seguir el ritmo y moverse al compás de él. Edward se introdujo varias veces en ella, buscando tanto el placer de Anne como el suyo propio, a un ritmo más intenso, en el que ambos estaban enardecidos. Ella comenzó a temblar, sintió que el calor le abrasaba las mejillas y su cuerpo comenzó a arquearse de una manera que no podía evitar. Una exclamación suya, y su cuerpo febril, le hicieron entender que Anne había llegado a la cima del placer, un segundo después él se desplomaba también junto a ella.
Estaban sudorosos, agitados, Anne no podía hablar, pero Edward la abrazó mientras permanecían en silencio tratando de recuperarse de lo que habían vivido con intensidad. Le pasó el brazo por detrás de su cuello y ella se abrazó a él, colocando su cabeza en el hombro mientras retomaba su respiración habitual.
—¿Estás bien? —le preguntó él mientras se incorporaba para mirarla en la semioscuridad—. No he podido controlarme...
—Ha sido inevitable —repuso ella con una sonrisa—, pero fue maravilloso.
Edward la abrazó más aún y le besó las mejillas repetidamente.
—Has dicho bien —le contestó—, fue maravilloso, eres maravillosa...
Anne le tomó el rostro con las manos y lo sujetó para que la mirara mientras le decía:
—Jamás podré arrepentirme de este momento que hemos compartido juntos. Ha sido la mejor noche de mi existencia.
—Jamás tendrás que arrepentirte —le dijo él con dulzura—. Vamos a casarnos, serás mi esposa y noches así colmarán nuestra rutina. Yo tampoco podré arrepentirme nunca de estos instantes en tus brazos, tu amor me enaltece y me hace pleno.
Un rato después, yacían dormidos y así transcurrió la noche de un tirón, abrazados, hasta que las primeras luces del alba despertaron a Edward y este se sobresaltó temiendo que alguien pudiese encontrarlo allí. Se levantó y se vistió deprisa, mientras contemplaba a Anne y su hermosa cabellera oscura desparramada sobre la almohada. Cuando estuvo listo se acercó a ella y le dio un beso: ella se despertó con un bostezo que concluyó en un beso de buenos días.
—Me temo que debo marcharme antes que nos sorprendan —le explicó con una sonrisa divertida—. No sé si sería peor que me topara con Henry o con Beatrix, cualquiera de los dos haría mi vida un infierno...
Anne se rio, pero luego escondió el rostro entre sus manos.
—¡Qué vergüenza! ¡No pueden descubrirlo!
—No lo harán —le tranquilizó mientras le daba otro beso fugaz—, además, estoy seguro de que nuestros amigos cometieron locuras similares en su momento.
Edward estaba convencido, pero no quiso decirlo. Conocía muy bien la historia de Beatrix y Henry y el amor que se profesaban para saber que no habían podido esperar a la noche de bodas. No obstante, cuando abandonó la recámara, Anne estaba con una sonrisa en los labios por su comentario... Luego que él se hubo marchado, se incorporó también, tenía que asearse y vestirse antes que apareciera Blanche y lo descubriera todo, así como eliminar la mancha de sangre sobre la sábana que era la evidencia más importante de la pérdida de su virginidad.
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