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Capítulo 22

Londres, finales de junio de 1895.

La dinámica de su vida en Londres no le había parecido a Edward más útil que hasta este momento. Había transcurrido casi un mes de su regreso de Ámsterdam, y el asumir sus obligaciones habituales le permitió tener la mente ocupada. Residía por lo general en su casa de Westminster, por la cercanía que tenía con el Parlamento. El nuevo mandato del Marqués de Salisbury como Primer Ministro le beneficiaba, pues fue amigo de su difunto padre, también del Partido Conservador.

En la sociedad londinense, aún resonaban los ecos de los juicios del connotado escritor y dramaturgo Oscar Wilde. Luego de un primer juicio en el cual el escritor acusaba al Marqués de Queensberry de difamación, los dos subsiguientes lo convirtieron en el centro de la acusación pública, por sodomía. La condena de Wilde a trabajos forzados durante dos años, no había dejado de ser la comidilla de casi todos los círculos, divididos entre la admiración y el desprecio hacia el escritor. Edward lamentaba la situación, puesto que el asunto no dejaba de ser una disputa doméstica entre el marqués, lord Douglas —su hijo— y Wilde, con demasiada repercusión. La pena resultaba cruel para el artista, y Londres se privaba así de su talento, algo que lamentaban muchas personas de bien como la familia Hay.

Brandon Percy era amigo de Wilde, y Georgiana lo escuchaba hablar con admiración de él. Fue Percy quien les recomendó que asistieran a la representación de su última obra en febrero de ese propio año, la cual se estrenó en el St. James´s Theatre. Se trataba de la pieza La importancia de llamarse Ernesto; incluso Edward la había encontrado muy simpática e ingeniosa, pese a que no tenía un gran sentido del humor. Percy había partido a Prusia en mayo, durante los juicios de Wilde al aceptar la invitación de un pintor amigo. La sentencia del escritor la recibió por carta y le había parecido horrenda.

Georgiana permanecía en Kensington, ya que el médico había recomendado no mover a su madre de casa. Según la prescripción del doctor: mantenerla en el mismo sitio y con una rutina establecida, era la mejor manera para luchar contra su mal. Georgie prefería quedarse con su madre, por más que no la reconociese. Allí disfrutaba de las visitas asiduas de Beatrix que, como una hermana mayor, la acompañaba e introducía en los círculos más importantes de la sociedad cuando tenía oportunidad. Gracias a la dama, Georgiana concurría con alguna frecuencia a bailes, cenas y reuniones con los Holland.

Georgie echaba de menos a Prudence y a Anne, así como al señor Percy. Había imaginado que a su regreso de Ámsterdam iba a tener la posibilidad de contarle a este último sus experiencias durante el viaje e intercambiar impresiones respecto al Museo Real, pero su retorno no parecía muy cercano, ya que pretendía residir algunos meses fuera, pintando mucho y realizando alguna exposición. Ella esperaba deseosa su regreso para que comenzara a hacerle su retrato. No obstante, confiaba en que no se olvidaría de ella, pues en un par de ocasiones recibió postales suyas con bonitas palabras.

En cuanto a Gregory, hacía un tiempo que vivía en una casa cercana en Mayfair. Se preguntaba qué había sucedido entre Anne y Edward, pues en una carta de Prudence ella insinuaba que no se habían entendido. Gregory no quiso tocar el asunto, ya que Edward no se mostraba favorable ya a una conversación tan sincera y además le había reñido bastante en los últimos tiempos.

La causa de la herida de Edward había permanecido en secreto; ni si quiera a lord Holland fue capaz de decirle la verdad. La versión del asalto parecía complacer a todos sus amigos y era lo mejor para preservar el honor de Anne. Por más que se hubiese afanado en olvidarla, lo cierto es que no había podido hacerlo. Sus responsabilidades a menudo le evitaban caer en una ensoñación prolongada sobre ella, pero cuando disponía de tiempo libre, se imaginaba a su lado, recordaba sus besos y la pasión renacía con la misma intensidad que la última vez que la había visto.

Conocía por Georgie que las dos jóvenes mantenían correspondencia, incluso en alguna ocasión ella le confesó que Anne se interesaba por su salud. Edward no le pidió a su hermana que respondiera nada en su nombre, era mejor que el tiempo fuese aplacando los recuerdos y disminuyendo las sensaciones, todavía era demasiado pronto para olvidarla, incluso se preguntaba si podría llegar a hacerlo.

Aquella tarde, mientras tomaba una copa de brandy, su mayordomo le hizo saber que lord Holland había llegado a su casa. Edward lo hizo pasar de inmediato. Para su sorpresa, el caballero entró escoltado por un hombre joven, de alta estura y pelo dorado, que él no conocía.

—Lamento si soy inoportuno —se excusó lord Holland—, pero mi padre ha insistido en que los presente. Lord Edward Hay —le dijo al joven—, el Conde de Erroll, miembro del Parlamento y un excelentísimo amigo.

Edward le dio la mano al desconocido.

—El señor Charles Clifford, Barón de Clifford —anunció—. Era nieto de un amigo de mi padre. El barón ha fijado su residencia en Londres y trabaja como abogado en la ciudad. Su padre fue también un miembro del Parlamento hace unas décadas atrás.

El nombre le resultó a Edward tan familiar, que sintió mucha curiosidad.

—Un placer conocerlo, señor Clifford.
—El placer es todo mío. Desde que llegué a la ciudad, lord Holland y su padre me han hablado de usted y ya ansiaba conocerlo. Ha sido muy amable al aceptar recibirme.

Los caballeros tomaron asiento y Edward sirvió una copa de brandy para los invitados.

—Sabía que un amigo de los Holland estaba por llegar a la ciudad —comentó—, pero no imaginaba que ya estuviera aquí ni me había dicho su nombre. Quizás, de haberlo hecho, me hubiese sentido menos sorprendido al saber quién era.

—¿Lo conoces? —preguntó lord Holland.

—No recuerdo que nos hayan presentado antes —apuntó Charles un poco aturdido.

—Y no lo han hecho —repuso Edward—, pero hace unas semanas atrás, en casa de mi hermana, supe de la muerte del antiguo Barón de Clifford, de quien debió ser usted su heredero.

—Era mi abuelo, lord Hay —respondió el joven—. ¿Acaso su hermana lo conocía?

Edward saboreó por un instante la ironía del destino, luego contestó:

—Lamento mucho su pérdida, señor Clifford. En cuanto a lo que me pregunta, debo decirle que no, mi hermana no lo conoce ni a usted ni a su distinguido abuelo, pero sus invitadas sí. Verá, mi hermana Prudence vive en Ámsterdam, y allí tuve el placer de coincidir con la Duquesa de Portland y con su nieta. Las conoce, ¿verdad?

Lord Holland se percató de la frialdad detrás de la aparente cordialidad de su amigo. Charles se ruborizó al conocer cuáles eran las invitadas.

—Sí, las conozco —admitió—. Yo residía en Essex, al igual que la duquesa y su nieta.

—Muy bien, eso creí —prosiguió Edward, imaginando por el nerviosismo del joven, que se trataba del prometido de Anne—. Pues la muerte del barón la conocí precisamente por la señorita Cavendish en Ámsterdam.

El recuerdo de aquella tarde sumió a Edward en la involuntaria evocación de los besos de Anne, pero se forzó en alejar esos pensamientos.

—Estaba al corriente de su actual paradero. La señorita Cavendish y lady Lucille fueron muy amables al escribirme ambas, dándome sus condolencias.

Edward no pudo reprimir los celos que sintió al escuchar que Anne le había escrito. El barón había hablado en plural, así que era muy posible que cada una enviara una carta por separado.

No estuvo seguro de que se trataba del prometido de Anne hasta que recordó el encabezamiento de la misiva de su prometido: “Clifford Manor”. Cuando Anne le contó en el invernadero que había muerto el Barón de Clifford, el nombre le resultó familiar pero ahora sabía la razón. En aquella ocasión no prestó demasiado interés en ello y no meditó al respecto, porque estaba centrado en su amor por Anne, no en aquel apellido.

A juzgar por lo joven, elegante y bien parecido que era el nuevo barón, y tomando en consideración que vivían en el mismo sitio y lo nervioso que se había manifestado al escuchar hablar de ella, no tuvo más ninguna duda… Se trataba del prometido que la había despreciado.

Ahora bien, haciendo memoria, si lady Lucille había recibido la noticia de la muerte del barón aquella tarde y por ello se sentía indispuesta, las condolencias las debió haber mandado Anne después de haberlo rechazado con tanta frialdad. ¿Podía estar relacionada la muerte de aquel hombre con el cambio de actitud que había encontrado en Anne? En el primer encuentro, le había correspondido de una manera que no daba lugar a dudas. Al día siguiente estaba diferente, asustada, temerosa y lo había rechazado. Entonces recordó la conversación que sostuvo con ella en una ocasión en el invernadero, luego del ensayo en el Concertgebouw. En aquella íntima charla, Edward le preguntó la causa de su separación y ella le confesó que el abuelo de su prometido se oponía al compromiso. Si el caballero había fallecido, ¿no albergaría ella la esperanza de retomar aquel noviazgo? Eran demasiadas conjeturas, que no le servirían de nada. El resultado para él continuaba siendo el mismo.

—¡Qué coincidencia más admirable! —comentó Henry Holland—. No sabía, Charles, que conocieras a lady Lucille y a la talentosa señorita Cavendish. Yo no he contado con ese privilegio, tan solo he visto a la soprano en el teatro, pero he tenido muy buenas referencias de ellas en lo personal.

—Las conozco desde que era pequeño —contestó Charles.

Edward recordó lo dicho por Anne aquella vez: “A mi prometido lo conocía desde niña”. Sí, no podía ser otro que él.

Ninguno de los caballeros agregó nada más sobre el asunto. Luego de hablar un rato más de temas triviales, lord Holland se levantó de su asiento y se despidió de su amigo.

—Nos vemos esta noche —le dijo.

—Así es —afirmó Edward—. Señor Clifford, es bienvenido a mi casa esta noche si lo desea. Los señores Holland están invitados a cenar, será una reunión bastante privada, pero siéntase libre de acudir si así lo estima.

—Le agradezco mucho la invitación, lord Hay, pero lamentablemente tengo un compromiso previo. Ha sido un placer conocerlo.

Después de despedirlos, Edward se sirvió otra copa de brandy. Jamás hubiese imaginado que recibiría en su casa al que fue prometido de Anne. Sin duda, la vida le jugaba una mala pasada, pues el hecho de haberlo conocido no restaba nada a su dolor. Por su aspecto y su juventud, entendió por qué Anne se había enamorado de él. Para su sorpresa, había descubierto que ella y Charles Clifford no habían perdido el contacto del todo, y ese pensamiento lo ponía de mal humor. Aunque hubiese sido tan solo una carta de condolencias, resultaba evidente que Anne todavía pensaba en él y con la muerte del barón tal vez pudiesen volver a estar juntos.

Los Holland llegaron a la casa de Kensington a la hora acordada. Ya Edward se encontraba allí, pues había decidido pasar unos días con su madre y Georgiana. La tía Julia era una buena compañía para la joven, pero no suplía el lugar que él ocupaba en el corazón de su hermana más pequeña. Edward esperaba que Gregory apareciera de un momento a otro, pero una vez más había faltado a la cena.

Por Henry Holland había conocido que su hermano tenía una amante. Desde que regresó de Ámsterdam su nombre se vio asociado al de una cantante de ópera de dudosa reputación. Henry le había advertido que se rumoraba que Gregory le había comprado una casa a la dama en cuestión, algo que hizo que Edward montara en cólera.

Desde aquel disgusto, las relaciones entre él y su hermano no habían sido las mismas. A pesar de que Gregory tuviese dinero propio, Edward no iba a consentir que lo dilapidara y pusiera el nombre de la familia en boca de la sociedad. La relación con la soprano había durado más de lo que esperaba, y no podía hacer nada más. En cierta forma se sentía culpable de que se estuviera olvidando de esta manera de Anne.

Beatrix Holland estaba muy hermosa como de costumbre, enfundada en un vestido bermellón oscuro que resaltaba su cabello y sus ojos. Georgiana, en cuanto la vio, se sentó con ella a distancia de los caballeros, pues tenían mucho de qué conversar.

Henry agradeció encontrarse a solas con Edward y ambos se dirigieron hacia el despacho; la cena todavía no estaba lista y contarían con unos minutos para charlar.

—Sé lo que vas a decirme —repuso Edward mientras se sentaba en el diván.

Henry sonrió, acomodándose en un asiento próximo al anfitrión.

—Nos conocemos demasiado bien —reconoció—, pero te noto muy cambiado desde que regresaste de Ámsterdam. Beatrix lo ha advertido también, y confío más en su instinto que en el mío.

—Beatrix es muy aguda, a veces me recuerda a Prudence en sus apreciaciones —añadió Edward, recordando algunas de sus conversaciones en Ámsterdam con su hermana mayor—. Es verdad que estoy cambiado, no lo negaría. A ustedes me resulta imposible mentirles.

—Muy bien, en tal caso soy todo oídos. Intuyo que esta confesión está relacionada con el caballero que llevé a tu despacho esta mañana y quizás, con la ilustre señorita Cavendish.

Edward asintió, ante la perspicacia de su mejor amigo y comenzó a hablar. No se guardó nada para sí: relató las circunstancias en las que había conocido a Anne, cómo la había despreciado en un inicio y la forma en la que se había enamorado después. Le confió que creyó que ella le correspondía hasta que sobrevino su rechazo, incluso no omitió la historia del duelo, advirtiéndole a su amigo que ninguno de sus hermanos estaba enterado de ello.

—¡Vaya! —exclamó lord Holland—. Jamás lo hubiese imaginado. ¡Dios mío! ¡Batirte en duelo! ¿En qué estabas pensando? —No pudo reprimir una sonrisa—. Debes estar muy enamorado, y dadas las circunstancias no sé si alegrarme o compadecerte.

Edward sonrió con tristeza ante la sinceridad.

—No la he olvidado. Pensé que esos sentimientos estaban ya más atenuados, hasta que me presentaste al barón y supe quién era. No he podido evitar la antipatía que siento por él.

—¿Estás seguro de que se trata de la misma persona? ¿No hay motivos para suponer que el prometido de la señorita Cavendish fuera otro?

—No, lo siento. Al verlo recordé que la carta que leí por accidente estaba escrita desde Clifford Manor. A no ser —reconoció—, que se hubiese tratado de un hermano o pariente o incluso invitado que escribiera la carta desde ese lugar, lo cual dudo, pues aprecié cierto nerviosismo en él cuando mencioné a Anne.

—El barón es hijo único, no tiene más ningún pariente. Es difícil que se haya tratado de un invitado y no de él mismo, tus deducciones me parecen más que acertadas —convino lord Holland—. Quisiera que me disculparas por el tratamiento que debo dispensarle, mi padre me ha pedido que le ayude en Londres, pues como dije, no tiene a nadie.

—No tienes por qué compartir los motivos de mi antipatía, Henry, yo no debería comportarme con él de esta manera. Quizás ni imagine que estoy al tanto de un secreto tan íntimo. Ni la propia Anne podría imaginar que lo he conocido…

Por unos momentos su pensamiento se concentró en ella. Si al menos la hubiese visto una última vez… Debía ser fuerte, pues la joven había expresado con claridad que no debía albergar ninguna esperanza sobre su cariño.

—¿Hay algo más que puedas decirme de este caballero? —indagó, después de despertar de sus pensamientos.

—Poco más —respondió lord Holland—. Al morir su abuelo lo dejó endeudado, ha tenido que deshacerse de varias propiedades, pero conserva la casa de Essex y la de Londres. A causa de la situación financiera de su abuelo, los padres de su prometida deshicieron el compromiso.

Edward se apenó al escuchar esto.

—Lo siento, sospecho que ha sido muy difícil para él y no le deseo mal alguno. ¿Sabes quién era la prometida?

—La hija menor de lord Acton —afirmó.

A Edward el nombre no le dijo mucho. Conocía al padre, pero no recordaba el rostro de la hija. Suponía que, a causa de sus deudas, había precisado mudarse a Londres y ejercer como abogado. El prestigio de su padre y de su abuelo le ayudarían a ascender y a presentarse incluso como candidato a la Cámara de los Comunes. Edward se preguntó si ahora que su compromiso estaba roto y pasaba tales aprietos financieros, no reconsideraría retomar su relación con Anne. La idea le afectaba mucho, pero este pensamiento no se atrevió a compartirlo. Poco podía hacer ya por ella y en sus manos quedaba elegir su destino.

Beatrix los interrumpió.

—La tía Julia me pidió que les dijera que la cena ya está servida. Ella y Georgie los aguardan en el comedor.

Los caballeros se levantaron de su asiento.

—Por vuestros rostros siento que la conversación no ha sido muy agradable —comentó Beatrix preocupada.

Ella se sentía con la confianza suficiente para hacer ese tipo de comentarios. Entre Edward y el matrimonio no existían secretos.

—No es eso —explicó Edward antes de salir—, le he confesado a vuestro esposo la causa por la cual ambos me hallan tan cambiado.

—¿En serio? —dijo la dama con una sonrisa, dándole el brazo al anfitrión—. En tal caso me siento ofendida de no haber participado de la confesión. ¿Acaso es algo que puede escuchar exclusivamente un caballero?

—¡Dios me libre! —exclamó Edward riendo—. Es algo que no le confesaría a nadie —apuntó más serio—, pero Henry puede confiártelo a ti después, me sentiría más aliviado si los dos lo supieran.

Beatrix le sonrió con cariño y los tres amigos se dirigieron hacia el comedor.

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