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Capítulo 10

La atención de Prudence sobre su hermano mayor cesó bastante en los dos días siguientes, dada la cercanía del bautizo de su pequeño hijo John. De igual manera, Edward y Anne no tuvieron muchas oportunidades de volver a coincidir, pues ella acompañó lo más posible a Elizabeth y el resto del tiempo lo dedicó a ensayar para su presentación.

Gregory se aburría horriblemente sin poder dedicar sus acostumbradas atenciones a la soprano, ya que incluso en los horarios de la cena, la joven y lady Lucille permanecían en la Casa Sur, para no alejarse de Beth. El embarazo había conllevado a que las visitas diarias entre ambas casas disminuyeran. El propio Edward, sin ser tan explícito, sentía la ausencia de Anne; trató de suplirla con las conversaciones con su cuñado Johannes e incluso dedicándole tiempo a su sobrino mayor, pero la sensación de vacío que experimentaba le parecía tan difícil de sobrellevar como inaudita. Una vez, incluso, se decidió a atravesar el invernadero para hacerle una visita de cortesía a lady Lucille y, tras caminar las cien yardas, se encontró con que Georgie y Anne no habían concluido el ensayo y que lady Lucille estaba en la recámara con su hija. 

Ni siquiera haberse trasladado hasta la Casa Sur tenía la compensación de escucharla cantar; el salón de música era tan hermético y su ubicación tan distante, que no se podía oír nada. La anciana duquesa —enterada de la visita que aguardaba—, tuvo la gentileza de bajar a saludarlo. Cuando entró al salón, el caballero se paró en el acto y se saludaron con afecto. Edward pensó en lo mucho que habían cambiado las circunstancias desde su último encuentro con lady Lucille, en ese mismo espacio.

Se percató de que ya no estaban ni los libros ni la fotografía de su difunto hijo, elementos que la dama había llevado para la magistral defensa de su nieta. La presentación de su familia y de ella misma, habían sido suficientes para que lord Hay quedara muy impresionado por el intelecto y la sagacidad de la anciana. Desde aquel momento, más que reconocer su equivocación, había nacido un reconocimiento hacia la Duquesa de Portland, a quien estimaba. El sentimiento parecía recíproco, pues pese a los tropiezos del comienzo, la duquesa supo distinguirlo y advertir en él su buen corazón.

—Lady Lucille —le saludó, mientras le tomaba de las manos—, lamento mucho haberla hecho bajar, espero que Elizabeth se encuentre bien.

—No es ninguna molestia, lord Hay, para mí es un placer recibirlo —repuso ella con una sonrisa—. ¡No me hubiese perdonado nunca no bajar a saludarlo! Le agradezco su preocupación por mi querida hija. Por fortuna se siente bien de salud, un poco ansiosa ante el tedioso reposo, pero resignada a cumplir las indicaciones del médico. Pieter ha llegado hace unos instantes y está haciéndole compañía, así que no tema habernos interrumpido, soy yo quien le agradece su visita. ¿Tiene tiempo para tomar el té?

Edward aceptó encantado y se sentaron, en espera del mayordomo.

—Le confieso que yo también tendré que acostumbrarme a la monotonía de esta casa, pienso quedarme hasta que Beth dé a luz —se explicó—. A mis años, puede suponer que gozo de la tranquilidad del hogar, pero echaré mucho de menos las reuniones de mi club literario en Essex durante el verano.

—La comprendo —dijo él, sin manifestar su admiración ante la vida social de la duquesa, algo que para ella resultaba ser muy común a sus años—, pero entiendo también que desee quedarse en Ámsterdam.

—¡Por supuesto! —expresó lady Lucille—. Beth me necesita a su lado, y yo no estaría tranquila en ninguna parte que no fuese aquí.

—Supongo entonces que la señorita Anne permanezca también en Ámsterdam con ustedes.

Era una afirmación, pero el tono en el que fue dicha asemejaba más una pregunta. Lady Lucille no pudo responder en el acto pues el mayordomo, un señor bastante mayor y encorvado, entró al salón.

—Le agradecería que nos trajera el té y unas pastas, por favor —le pidió la duquesa—. Si las señoritas ya han concluido en la sala de música, dígales que se unan a nosotros. ¡Muchas gracias! —Se volvió otra vez hacia lord Hay—. ¿Dónde nos habíamos quedado? ¡Ah, sí, por supuesto! Me preguntaba usted por Anne… Lógicamente, mi nieta desea permanecer aquí al lado de Beth, a quien quiere como a una madre, pero yo no estoy convencida.

Edward aguardó a que la duquesa expusiera sus argumentos.

—Anne es muy joven, lord Hay, y yo entiendo que esté en Ámsterdam para el alumbramiento, mas los meses del verano resultarán para ella en extremo aburridos. A su edad es conveniente divertirse y me temo que aquí en esta casa no encuentre el ambiente más oportuno para ello. He tratado de hacérselo ver, pero no he tenido mucho éxito, ¡sé resiste tanto a la idea de marcharse! Por otra parte, yo creo que lo necesita, desde hace algún tiempo la hallo un poco triste sin razón aparente, salvo por la soledad a la que con frecuencia se somete.

Edward sabía la causa de aquella tristeza, pero no dijo nada.

—Tal vez logre usted convencerla, lady Lucille. Pudiera estar de regreso en Ámsterdam para el otoño.

—Exacto —convino ella—. Creo que lograré persuadirla; mi hija es de la misma opinión. Pienso escribir en los próximos días a sus primos de Londres para que la reciban, hace mucho que no se encuentran y será bueno para Anne.
Edward debatía consigo mismo una idea que hacía muy poco había valorado. No estaba seguro de la acogida, pero se decidió a hablarlo con la duquesa, convencido de que no existiría una mejor ocasión para abordar el asunto.

—Excelencia, me gustaría que considerase la posibilidad de que la señorita Anne pasara parte del verano con nosotros; acostumbramos a residir en Hay Park en la etapa estival, nuestra residencia en el campo. Con frecuencia recibo a mi círculo más estrecho de amigos, de quienes les hablé hace unos días, y me encantaría tener a su nieta entre los invitados. Mi hermana estaría muy feliz y Anne apreciará, a su vez, la compañía de Georgiana.

La duquesa asintió, no sin cierto asombro.

—Le agradezco su invitación, lord Hay. Tal vez Anne halle esta propuesta mucho más agradable que la de pasar el verano con sus primos; he constatado el bonito lazo de amistad que se ha forjado entre las jovencitas, así que veo con buenos ojos su ofrecimiento y le agradezco de corazón. Estoy segura de que Anne se sentiría muy bien en Hay Park con ustedes. No obstante, es a ella a quien corresponde la elección.

—Por supuesto. Juzgue usted el momento oportuno para hablar del tema con su nieta y que ella elija la opción que más prefiera, con total libertad.

Lady Lucille le explicó que creía conveniente esperar un poco; Anne estaba bastante decidida a no marcharse, por lo que plantearle el asunto de forma prematura podría llevar a una negativa, también apresurada. Únicamente el bienestar de Beth con el reposo y el paso del tiempo, le darían la seguridad para alejarse de su lado durante el verano. Hasta entonces, tanto ella como su hija se encargarían de animarla a regresar a Inglaterra. Lady Lucille se sentía muy satisfecha por la invitación extendida por lord Hay, que dejaba entrever su buena voluntad.

La conversación se vio interrumpida cuando entró en la estancia una doncella con el servicio de té para cuatro personas. Edward se estaba cuestionando si Anne y Georgie aparecerían, cuando las vio llegar al umbral de la puerta. Su hermana estaba sonriente, como era costumbre en ella; Anne, en cambio, no podía disimular la sorpresa de encontrarlo en compañía de su abuela con tanta familiaridad, pero a Edward le pareció que se alegraba de verlo también.

Durante el té, poco o nada se habló de la pieza que estaban preparando y las jóvenes no participaron mucho de la conversación; lady Lucille le estaba narrando a lord Hay las aventuras de su primer viaje a Egipto, y aunque resultaba fascinante y él le prestaba verdadera atención, hubiese querido dirigirse en algún momento a Anne; ella estaba sumida en sus pensamientos, pues ya se sabía de memoria las anécdotas de su abuela, por lo que observaba con atención al caballero, tratando de precisar el verdadero motivo que lo habría llevado hasta allí.

Edward y Anne no volvieron a verse hasta dos días después, en el bautizo del pequeño John en la Nieuwke Kerk, parroquia de impresionante estilo gótico que se alzaba majestuosa al costado del Palacio Real en la Plaza Dam, uno de los sitios más concurridos de Ámsterdam. Los jóvenes se encontraron en la entrada y se saludaron brevemente, pues habían ido en carruajes distintos: Anne con Pieter, la señorita Norris y Gregory, que se había sumado a última hora al carruaje de la Casa Sur para acompañar a Anne; en el otro iban Prudence, Johannes, el aya con el pequeño y la joven María; en el último, tan solo Edward y Georgiana, puesto que Gregory los había abandonado con todo propósito. Lady Lucille decidió permanecer en la casa con Beth, ya que Pieter, como abuelo, no debía faltar a la ceremonia.

En la Iglesia se había dado cita buena parte de la alta sociedad de Ámsterdam, algo que enorgullecía a Prudence, que con tanto ahínco afianzaba los lazos de la familia con las grandes casas holandesas. Su esposo Johannes, se había hecho también en los últimos años de mucho reconocimiento, lo que resultaba esencial para sus negocios. Su padre Pieter, después de su viudez, había permanecido más en la sombra, pero volvía a rondar ciertos círculos a partir de su matrimonio con Elizabeth. Asimismo, Johannes todavía conservaba buena parte de las conexiones que había hecho con su primer matrimonio; su difunta esposa era la hija de un Conde y aunque padre e hija murieron prematuramente, las puertas que una vez se le abrieron con esa alianza no volvieron a cerrársele. Debía reconocer, por supuesto, que en la última década la ayuda de Prudence había sido inestimable, al servir de necesario puente entre Londres y Ámsterdam.

Los padrinos del pequeño John eran una muestra de lo alto que había llegado la familia van Lehmann en su ascenso social: el padrino del niño era su Alteza el Gran Duque heredero Guillermo Alexandre de Naussau—Weilburg, hijo mayor del Gran Duque de Luxemburgo que a su vez era tío de la Reina regente de Ámsterdam, Emma. La madrina era su esposa, la Gran Duquesa María Ana de Braganza. Johannes había conocido al Gran Duque en Inglaterra, durante su juventud. La amistad se mantuvo pese a las décadas transcurridas y la distancia; fue por ello que aprovechó la visita de los duques y su estancia en el Palacio Real visitando a sus primas, la reina regente y la joven reina Guillermina, para invitarlo a ser el padrino de su hijo más pequeño. El Gran Duque había aceptado de buen grado, así que su presencia se convirtió en un toque de distinción del bautizo.

También había asistido su Alteza el Duque de Mecklemburgo—Schwerin, el caballero que habían saludado unas noches atrás en el concierto; aquella sí era una sorpresa agradable, pues su invitación fue la última en cursarse y Prudence temió que la premura de la celebración le impidiese asistir; para su asombro, el joven había ido, lo que la había puesto de magnífico humor. El bautizo era sin duda, una antesala del éxito de su fiesta del sábado, por lo que estaba muy contenta.

Fueron invitados igualmente el señor William Thorpe, el distinguido embajador británico y su esposa. Edward encontró en la pareja una conversación amena, pues conocía al embajador desde hacía años, incluso había sido amigo de su padre. Él era un hombre mayor, de corta estatura, pero su carácter afable le hacía aparentar menos edad de la que realmente tenía; su esposa era una señora más joven y encantadora. El año anterior, el matrimonio había hecho una breve visita a Inglaterra y Edward tuvo el gusto de invitarlos a cenar a su casa de Westminster.

En esta oportunidad, aprovechó para que sus amigos conocieran a Georgiana y a Gregory, que no habían estado esa noche en la cena; unos minutos después, no dudó tampoco en presentarles a Anne, que se encontraba cerca de ellos. La joven se quedó un poco azorada al ver que la procuraba, mas no pudo evitar acudir a su encuentro llena de curiosidad. La presentación que hizo de ella estuvo repleta de tantas palabras elogiosas, que se sonrojó al instante de escucharlo hablar. ¡Era bueno saber que ya no la desdeñaba! Sus amigos la saludaron con verdadero placer, sabían que estaba en la ciudad, pero no estaban al corriente de ninguna presentación suya.

—La señorita Anne ha venido a visitar a la familia, por lo que no ha convenido ninguna presentación en teatros —dijo Edward, contestando por ella—. Sin embargo, mi querida hermana Prudence, a la que ustedes conocen muy bien, ha insistido bastante para que cante en la fiesta del sábado. ¡Esa presentación será un verdadero deleite para todos! Yo mismo nunca le he escuchado y espero ese momento con mucho interés.
Anne estaba desconcertada ante el entusiasmo que se podía ver en Lord Hay, algo que hubiese esperado del menor de ellos, pero no de él. Sus elogios le tomaron desprevenida, por lo que se esforzó en disimular su extrañeza, algo que hubiese disgustado a Edward.

—Es una lástima —prosiguió él— que la abuela de la señorita Anne, la Duquesa de Portland, no esté con nosotros esta mañana. ¡Hubiesen disfrutado mucho de la compañía de su Excelencia!

—¡Por supuesto! —exclamó el señor Thorpe—. ¿Su abuela es lady Lucille? ¡La conocemos desde hace bastante tiempo! —En su rostro se veía una alegría genuina—. Nos presentaron en Atenas hace más de veinte años, si no me falla la memoria ¿Recuerdas a lady Lucille, querida? —dijo volteándose hacia su esposa.

—¡Ya lo creo! —contestó ella con una sonrisa—. ¡Fue un viaje muy interesante! Su abuela es una dama inolvidable. La conocimos a ella y a su esposo en un verano tan caluroso como entretenido. Después de habernos presentado en Atenas, volvimos a vernos en Corfú.

Anne dio las gracias, también encantada con la coincidencia. Asimismo, comentó que su abuelo había muerto poco tiempo después de aquel viaje.

—Nos encantaría saludar a lady Lucille, será un honor para nosotros —continuó la señora Thorpe.

—Mi abuela estará muy feliz de verlos luego de tanto tiempo. ¡Se lo diré hoy mismo! —respondió—. Ella recuerda con mucha nostalgia ese primer viaje, con frecuencia menciona aquellos días que tanto han valido para ella.

Edward se sorprendió mucho al ver los insospechados efectos de su presentación; su ánimo era el de introducir a Anne ante las personas que apreciaba y que la joven notase el profundo cambio que se había efectuado en él. Ciertamente la valoraba, de no ser así jamás hubiese querido enaltecerla ante ojos desconocidos, ¿sería capaz ella de comprender tantas sutilezas suyas? El desenlace de la presentación había sido extraordinario pues, juzgando por lo sucedido, la vida estaba llena de pequeñas e inesperadas coincidencias.
Después del bautizo, Anne trató de volver a hablar con los señores Thorpe. El matrimonio le había agradado sobremanera y agradecía a Edward por su gentileza. Quería marcar una cita entre ellos y su abuela, convencida de que lady Lucille se alegraría de saludarlos y de salir así del tedio que suponía para ella la residencia de los van Lehmann. Se encaminaba hacia la Plaza Dam para intentar alcanzarlos, cuando una figura masculina le cerró el paso; Anne estaba mirando al piso, así que en un primer momento vio únicamente unos zapatos oscuros frente a ella. Al levantar la mirada fue que se percató de que se trataba del Duque de Mecklemburgo—Schwerin.

—¡Señorita Cavendish! He intentado saludarla en par de ocasiones, pero se me ha hecho difícil llegar hasta usted. ¡Han sido tantos los invitados! —El duque se mostraba agitado, pero le sonreía—. Me alegra poder hacerlo al fin, está tan hermosa como la última vez que nos vimos, unas noches atrás en el concierto.

El tono meloso a Anne no le satisfacía mucho, pero trató de ser amable con el caballero, ya que se trataba de un invitado importante para Prudence. Mientras le respondía, trató de buscar con la mirada a Georgie, para que no la dejase sola durante la conversación, pero no pudo ubicarla, tampoco a los hermanos Hay ni a la señorita Norris. Su dama de compañía tenía una maravillosa predisposición a dejarla sola.

—Espero con ansias verla cantar el sábado —prosiguió él—, será una noche inolvidable.

—Le agradezco su Alteza, pero me presento con muy pocas pretensiones.

—¡Imposible! ¡Estará espléndida! ¿Qué va a interpretar? —Sus ojos tenían un brillo extraño que a Anne no le agradaba y una sonrisa que más que trasmitir cordialidad le generaba un poco de inquietud.

—He convenido no revelar la pieza, su Alteza; espero que no le incomode demasiado este capricho de artista y sea paciente hasta el sábado.

—¡Paciente! —exclamó con la misma sonrisa—. Por supuesto que lo soy, aunque con usted… ¡es difícil serlo, señorita Cavendish, se lo aseguro!

Ella no comprendió bien a qué se refería.

—Y ya que estoy tan impaciente aguardando por la velada del sábado —continuó él—, espero que me dedique parte de su tiempo después. ¡Estaré deseoso de tenerla a mi lado durante el baile y conversar a solas con usted!
Anne no llegó a responderle, la interrupción de lord Hay importunó al duque; los dos hombres se conocían poco, pero recordaban haber sido presentados en el teatro; cada uno tenía conciencia de quién era el otro. El saludo fue cordial pero tenso, sobre todo de parte del duque, que no esperaba que su charla se hubiese detenido en un momento crucial como aquel. Al percatarse de que el Conde de Erroll no iba a apartarse de la señorita Cavendish, se despidió de ambos con manifiesto desagrado y desapareció hacia su carruaje.

Anne suspiró y se volteó hacia Edward.

—Gracias —dijo con sencillez.

—Recuerdo que me reveló que no le simpatizaba el duque y por la expresión que tiene ahora, intuyo que esa primera impresión no ha cambiado durante la última charla.

Ella le sonrió por primera vez, con alivio y buen humor:

—Así es… No he podido evitar conversar con él al salir a la Plaza, pero estaba deseando una interrupción y me satisface que haya sido usted. Le confieso que no lo vi llegar, lord Hay.

—La observaba a cierta distancia y me alegra haber sido oportuno. A mí tampoco me simpatiza ese caballero. ¿La acompaño al carruaje? —Ella asintió—. Me pareció que la señorita Norris la estaba buscando cerca de la berlina —comentó él, mientras le ofrecía su brazo y echaban a andar— y si mi hermano Gregory se demora un poco más en llegar, yo mismo los acompañaré a la Casa Sur. ¡Georgie me abandonó y decidió marcharse con Prudence!

Anne volvió a sonreír, sin saber qué decir. Los cambios producidos en Edward la dejaban cada vez más sorprendida. En efecto, al llegar al carruaje, estaban todos salvo Gregory, que por algún motivo se había retrasado; Edward no lo pensó dos veces y tal como le había dicho a Anne, ocupó su lugar.

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