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Capítulo 2

Victoria había decidido no dormir y tampoco quería dejar a sus padres conciliar un sueño tranquilo. También tenían que tener en cuenta que la pequeña tenía fiebre y que le dolía la cabeza. Al oír su llanto, Laurie se giró y Ana se vio en la obligación de levantarse y aunque lo hizo adormecida, logró llegar hasta la cuna.

Cogió al bebé en brazos y caminó hacia atrás, para sentarse en la silla. Sin que Ana se diera cuenta, Laurie se había levantado un poco y la observaba con ternura desde la cama. Le caía el pelo castaño por los hombros y la pequeña Victoria le agarraba algunos mechones con sus diminutas manos. Abría la boca un poco y luego los ojos, para mirar a su madre y volver a llorar.

-Shh... tranquila.

Continuó acunándola, hasta que casi se durmió. Cuando pensaba que ya no lloraría más, apareció su hijo, Rodrigo. Iba con el pijama y en vez de dirigirse a su padre, que estaba despierto, se giró hacia su madre.

-¿Qué te pasa, cariño? -le preguntó Ana mientras estiraba un brazo hacia él, para abrazarle.

-Teno medo -dijo el niño trabándose-, Vitoria lora y... y no pueo domi.

Ana tuvo que esforzarse en entenderle y cuando lo hizo, le dijo que subiera a su lado. Rodrigo subió a la cama y se acurrucó en las piernas de su madre. Ana le acariciaba la espalda con la mano derecha y con la izquierda sujetaba la cabeza y los pies de Victoria, que estaba apoyada en su pierna izquierda. Laurie continuaba mirándola y se daba cuenta de lo afortunado que era al tenerla a su lado, como esposa y madre de sus hijos.

Pasaban los minutos y Rodrigo ya se había dormido. Ana se levantó con cuidado, lo dejó en la cama y con Victoria en brazos comenzó a andar por la habitación. Cuando estuvo completamente segura de que dormía, la volvió a dejar en la cuna, con mucha delicadeza. La niña suspiró y se metió el pulgar en la boca. Ana se lo sacó. Cogió a Rodrigo, que pese a tener dos años dormía profundamente y lo volvió a meter en su cama, lo tapó con la manta y regresó a su cuarto.

-Pensaba que estabas dormido -dijo al ver que Laurie la observaba.

-Tú lo has dicho, estaba -le respondió.


Tomás era muy feliz, con Felicia a su lado todos sus problemas desaparecían y después de tantos años era feliz. La había dejado escapar dos veces, pero no lo permitiría otra vez. Todo había sido culpa de Oclania, pero ahora que ella ya estaba muerta, nada ni nadie lograría arrebatársela. Todos esos años había vivido en una oscuridad constante, llena de desgracias, pero había decidido pasar el resto de su vida con ella y nadie le privaría de ese derecho.

Desde el momento en el que se reencontraron, decidieron vivir juntos, al lado de sus hijas. Ana se iba a quedar con Laurie y los niños en Ochagavía y Lucía junto con Fabián estaban pensando en lo mismo. Iban a casarse en la próxima primavera, aunque ya vivían juntos.

Felicia no había cambiado apenas físicamente, pero era una mujer más fuerte, más segura de sí misma. El pelo continuaba siendo rubio, aunque algo más oscuro. Sus ojos continuaban siendo igual de atractivos y cada vez que la veía de perfil, recordaba a esa niña que vivía alejada del exterior en la casa de sus padres. Aunque era hija de Oclania, la Orden sabía que no compartía sus ideas ni sus creencias y por eso no habían dudado en aceptarla. Desde ese momento, era un miembro activo, además de enviada en Carcasona. En esos momentos había dejado de serlo, pero quien sabe, tal vez algún día regresase.


-Eustaquio, ven aquí -dijo Claudia con voz autoritaria.

Todos habían estado de acuerdo con la decisión de desterrar a su anterior jefe, Adrián, pensando que era demasiado cruel y muy poco práctico a la hora de atacar. También pensaban que Claudia sería mejor líder, pero se habían dado cuenta de que su crueldad no tenía límites. Si la comida no estaba bien, pasaban cuatro horas seguidas limpiando el suelo. Si el suelo no quedaba lo suficientemente limpio, debían quedarse ocho días aislados en su cuarto. Si no eran capaces y recibían alguna visita, aunque fuera para comer, los llevaba a una celda de aislamiento y ninguno de ellos quería pensar en las consecuencias que tendría fallar en una batalla.

Eustaquio lo había hecho. Tres días atrás habían partido a una nueva campaña militar, esa vez tenían que destruir unas montañas del norte de Francia, no como hubiera hecho Adrián, para buscar la poción, sino para hacer el mal. Era fácil, pero se encontraron con un ejército. Como siempre, la Orden de Roca estaba preparada. No preveían el ataque y por eso perdieron. Eustaquio tenía toda la culpa, porque era el jefe de la operación y aunque era lo último que deseaba, aprendería qué castigo implantaba Claudia en esas situaciones.

-Sí señora -dijo mientras se giraba lentamente.

-Me has fallado -comenzó arrastrando las palabras-, y ahora ya no eres uno de los nuestros. Te irás de aquí, pero con tres condiciones. Vivirás aislado el resto de tus días, sin hablar con nadie y tampoco podrás casarte nunca, ni juntarte con nadie. O bien te mataremos. Tú decides.

-Lo que guste, mi señora -dijo Eustaquio, ya que sabía que tal vez lograse aplacar su ira.

-Pues prefiero la primera opción. Tienes dos horas, ni un minuto más -dijo mientras acariciaba el gato que tenía en su regazo- y no quiero tener que volver a avisarte -terminó con una voz fría como el témpano.


Esa mañana Felicia había recordado a sus padres. Visualizó a Domingo y también a Isabel. Siempre había considerado a la mujer como a una madre, hasta que se enteró de que no era así, que su madre biológica era Oclania. Se sentó en una silla mientras pensaba, pero no tuvo mucho tiempo, porque Victoria regresó a sus llantos.

Habían llamado Victoria a la niña en memoria de la hermana de Olivia, aquella chica que Ana conoció una vez y que protagonizó su sueño. Los hombres de negro la habían matado, pero su memoria seguía entre ellos.

-Eh... ¿qué te pasa? -le preguntó mientras la cogía en brazos.

La niña tenía ya tres meses y hasta ese momento había estado fuerte como un roble, pero había pillado un catarro que no la dejaba en paz. Los médicos les habían dicho que no debían temer por su vida, pero Ana no estaba segura. Por suerte Laurie pasaba la mayor del tiempo con ella y el niño, pero cuando no podía ninguno de los dos atender al pequeño, Liam no tenía problema en cuidarle ya que necesitaba niños que le hicieran compañía a los suyos, que ya contaban con un añito y medio.

Laurie entró en la habitación y cogió a la pequeña de los brazos de Ana. Colocó su fría mano en su frente, para bajarle la temperatura. Le propuso a Ana hacer la comida en el campo y ella aceptó.


Lucía fue la primera en llegar. Después apareció Fabián y ella lo recibió con un tierno beso. Se tumbaron en la hierba y no tardaron en ver a los hijos de Paula. Iban corriendo, tropezando y levantándose. Lucía se levantó de un salto y corrió hacia ellos. Los niños se echaron a sus brazos, contentisimos. Lucía cargó con uno en cada brazo. Brithany se agarraba a su brazo y Ángel miraba hacia atrás. Fabián la observaba y deseó tener también a los niños en brazos, pero ellos, al llegar al mantes, bajaron de los brazos de la chica y corrieron alrededor de ellos.

Más tarde llegaron Paula y Liam, cogidos de la cintura. Se sentaron en el interior del círculo y conversaron con ellos. Dos minutos después, aparecieron Ana con la pequeña en brazos y Laurie, que llevaba a Rodrigo abrazado a sus piernas. Estuvo a punto de tropezar dos veces y cogió al niño en brazos para no volver a caerse.

-Buenos días -dijo Ana. Tenía muchas ojeras y se notaba que no había dormido en toda la noche.

Dejó a Victoria sobre la hierba y Brithany se acercó a ella curiosa. Le acarició el moflete cariñosamente y cuando la niña se despertó y la miró, le levantó el cuerpecito con cuidado y la abrazó. Todos los adultos sonrieron y los niños se acercaron.

-Gracias por la comida -le dijo Ana a Paula-, la verdad es que necesitaba salir.

-Y nosotros también -le contestó Paula cariñosamente.


Cuando terminaron de comer, decidieron que lo mejor era darse un baño, aprovechando que estaban al lado del río que cruzaba Ochagavía. Ana se metió de cabeza, sin dudarlo un instante. El vestido se le pegó al cuerpo, pero a nadie le importó. Tras ella entró Laurie y como no, su hermano también. Finalmente, entraron los que faltaban, pero como los niños no querían ser menos, se vieron en la obligación de volver a salir para meterse, esa vez con un peso añadido. Brithany pataleaba alegremente entre los brazos de Lucía, que había conseguido meterla al agua y Ángel manoteaba asustado la superficie del agua. Liam apenas podía contenerle y para asustarle lo soltaba unos segundos y el niño lloraba. Paula jugaba con Rodrigo, que tenía pánico al agua y por eso mismo, tenían que sujetarlo dos, en ese caso Paula y Laurie. Fabián estaba al lado de Ana y miraba cómo mojaba a Victoria. La niña abría los ojos sorprendida, pero luego sonreía.


Habían pasado dos meses desde entonces, y la vida en Ochagavía apenas había cambiado. Lucía y Fabián ya eran oficialmente marido y mujer, y eso había sido un gran motivo de celebración. Los lazos que unían a Tomás y Felicia eran cada vez más fuertes y deseaban que nada rompiera su amor. Toda la Orden sabía que eran miembros muy importantes, y por lo tanto su felicidad era lo primero.

Un día Lucía entró en la casa apresuradamente. Abrazó a Fabián, que la observaba anonadado desde el salón. Ella llevaba un vestido azul, y el pelo suelto sobre los hombros. Se le había oscurecido un poco, pero a Fabián seguía pareciéndole preciosa.

-¿Qué pasa?

-Que vamos a tener niños -dijo ella mientras lo miraba.

Esperaba una reacción distinta por su parte, tal vez que no le hablase, o que saliera corriendo, pero en vez de eso la besó.


Adrián continuaba viajando por el país y no había encontrado a nadie que quisiera emplearlo, o símplemente acogerlo. Decidió cruzar la frontera, y llegó a Francia. Gracias a que sabía el idioma, logró entenderse, y como casi nadie lo conocía, pudo alquilar una pensión. Por la noche sintió curiosidad por saber cómo iban las cosas en la otra dimensión, y ayudado por una hoja, intentó ver a Claudia. Estaba de nuevo sentada en su trono, con todos los miembros alrededor suya. Llevaba un largo vestido negro, y una capa roja. Una corona decoraba su frente, y en la mano izquierda llevaba el cetro.

Todos los que la rodeaban la miraban con terror, con mucho pánico, pánico que probablemente había sido acumulado. Se sorprendió al no ver a Eustaquio, que había sido uno de sus mejores luchadores. No lograba oír lo que decían, obviamente se debía a que su magia estaba muy debilitada, pero no hacía falta ser un adivino para saber que planeaba algo muy gordo.

Mientras pensaba en eso, la puerta de su habitación se abrió y la que llevaba todo el negocio entró.

-Monsieur, no deber permanecer ici -le dijo, suponiendo que no hablaba su idioma.

-De acuerdo -le contestó él, derrotado, ya que había logrado encontrar un sitio en el que permanecer, pero ahora ya no existía.


Adrián había pasado toda la noche en vela. Desde que Claudia le había quitado el puesto, comprendía cómo debía haberse sentido su hermano. De pronto, por primera vez en su vida se sentía miserable, un fraude. Tenía tres horas y cinco minutos de reloj para poder permanecer en la pensión, ya que no lo querían ahí, obviamente Claudia había influido en la decisión y esperaría, pero lo haría despierto.

Aunque todavía no quería irse, decidió salir de ahí, de esa prisión que lo iba a convertir en lo que siempre había temido: un hombre débil, sin ganas de vivir. Se levantó lentamente, agarró su bolsa y saltó por la ventana. Sabía que no se iba a caer, que tan sólo atravesaría el portal y que ya sería libre, tras esos muros.


Cuando estaba en el exterior, se dispuso a andar. Pasó una hora y seguía andando, seco y hambriento. A lo lejos divisó una casa y salió corriendo en dirección de esta. Cuando llegó, llamó a la puerta. Le abrieron unos señores muy mayores, que por desgracia para el hombre sabían su nombre y su profesión. Le cerraron la puerta nada más verlo, y no le dieron ni agua ni tan sólo un mendrugo de pan. Adrián se lamentó enormemente de haber cometido esas malas acciones, pero nada podía hacer ya.

Recordó que la casa de su madre estaba en Carcasona, cerca de unos campos. Pensó que ella lo entendería y por eso mismo, tras ir a un lugar apartado, abrió un nuevo portal, que lo llevó hasta los campos de cultivo. El trigo estaba ya a medio camino para ser cosechado y Adrián no dudó en entrar a la casa. La puerta estaba cerrada, pero no con llave, y aunque lo hubiera estado, eso no hubiera supuesto un impedimento para él. Recorrió todas las estancias y se alegró de que su madre fuese tan rica.

-¿Qué quieres? -preguntó fríamente una voz a su espalda.

-Nada -le contestó Adrián mientras se giraba-, tan sólo quiero hablar contigo.

-A mí no me engañas -le contestó la mujer mientras lo evaluaba-, tienes la ropa hecha jirones, parece que no has comido en un siglo y además ya no eres uno de ellos, porque te han echado.

-¡¿Pero cómo lo sabes?! -le preguntó Adrián, ya que todo lo que había dicho era cierto.

-Soy tu madre, y lo sé todo sobre tí.

Catalina le permitió entrar en su casa, ofreciéndole una taza de café humeante. Se sentó a su lado, dispuesta a escucharle.

-Tienes razón. Claudia me ha echado y ahora no tengo a dónde ir. Nadie me quiere acoger y tampoco tengo ningún lugar donde refugiarme. Albergo la esperanza de que me ayudes. Por favor -dijo suplicante.

-Dos días -dijo levantando el mismo número de dedos-, tengo que ayudar a la Orden de Roca y a Paula con mis nietos, que a Brithany le está saliendo otro diente y no la deja dormir.

-¿Paula? ¿Tus nietos? -preguntó extrañado Adrián.

-Sí. Para tu información, todos tenemos vida.


Los dos días se pasaron volando, pero en esas 48 horas aprendió más de lo que había aprendido en toda su vida. Catalina había sido muy buena al permitirle quedarse ahí, y aunque era obvio que no le hacía mucha gracia, le dio unos cuantos consejos para su futuro. Lo vio marchar apenada. Su otro hijo, Samuel, había sido más rápido a la hora de cambiar de bando. Lo había hecho ya muchos meses atrás, y ahora se alegraba enormemente de la decisión que había tomado. Adrián había dejado de lado sus prendas negras y en ese momento llevaba una camisa blanca que había pertenecido a su padre y unos pantalones grises.

Llevaba ya diez minutos andando cuando una paloma blanca se cruzó enfrente de él. Parecía que tenía el ala rota y por eso su vuelo era muy torpe. Se agachó y la cogió. Efectivamente, estaba un poco torcida, y tras sentarse en el suelo, sacó algo de pan de la bolsa que llevaba colgada a su espalda. El animal lo agradeció enormemente, y se agarró a su hombro fuertemente con las patas. Adrián supuso que ya no podría quitársela de encima, pero no le importaba.


Continuó caminando y llegó al claro de un bosque. Supuso que ese era un buen lugar para tener su casa, y decidió que comenzaría a construirla desde ese momento. Estuvo todo ese día cortando y arrancando los arbustos que estaban en el lugar en el que se erigiría su futura casa. Se vio obligado a dormir a la intemperie, junto a la paloma.

Durante varios días estuvo trabajando sin descanso, acumulando troncos y hojas. Finalmente aprobó el tamaño de la montaña. Desde ese momento, decidió comenzar a construir. Tenía algunas cuerdas en su bolsa y las utilizó para unir unos troncos a otros. No tenía planos, pero supuso que sería capaz.

Los troncos que harían de pared eran puntiagudos por debajo y los clavó más de medio metro en la tierra. Luego los fue atando uno a uno y la pared parecía sólida, al menos lo suficiente para su solitaria vida. Cada día avanzaba más y más en la construcción, y al fin descubrió el problema de la puerta. Se sentó frente a su casa, pensativo. No sabía cómo podía hacerla. De pronto, la paloma le dio una pista. Estaba sobre un tronco completamente recto, y a su lado había una plancha de madera. La apartó sin miramientos y se puso a agujerear la tabla. Luego insertó en ella el tronco y la levantó. La colocó en el hueco, y con los ojos cerrados rezó por que no se cayera. Afortunadamente, la estructura aguantó y Adrián, tras haberla abierto y cerrado unas cuantas veces, gritó de alegría, corrió hacia la paloma y la abrazó.


Un mes después, Catalina estaba preocupada porque su hijo no había vuelto, y como había supuesto que la volvería a necesitar, siguió sus pasos. Cruzó todo el bosque, y se paró frente a la estructura de metal que anteriormente no ocupaba ese lugar.

-¿Qué será? -se preguntó con curiosidad.

Llamó a la extraña puerta y cuando vio quien le abría casi se cayó hacia atrás.

-¿Has sido capaz de hacer tú solo esto?

-Pues claro -le contestó Adrián-, anda, pasa, no te quedes aquí.

Si estaba sorprendida con el exterior, el interior la dejó aún más anonadada. Había muchos muebles, algo toscos, pero parecía increíble que los hubiera hecho su hijo. Además de la cama, sobre la que descansaban unos papeles, documentos que Adrián se apresuró a recoger. Tomó asiento en una de las sillas y miró al techo, que era completamente tupido, excepto en un rincón, sobre donde descansaba por las noches la cabeza de su hijo.

-¿No te mojas cuando llueve?

-No, porque cuando lo hace me cambio de lado en la cama, y además me gusta mucho ver las estrellas.

-Has cambiado mucho, hijo. Y me alegro, no creas que no lo hago.

-Gracias -dijo Adrián.


N.A.

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Gracias.

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