Cap. 4
«Enrique Williams»
Los fines de semana, cuando Alice no está cerca, suelen ser muy tranquilos. Por lo general solo dejamos de comunicarnos los domingos, pues su madre se la lleva a misa y después tratan de convivir un poco las dos, por lo que yo salgo de cualquier plan ese día. Es una oportunidad perfecta para estar en casa deseando no hacer nada, pero solo deseando porque, en realidad, me enfoco en ayudar a mamá con las tareas diarias.
— Así —menciona mientras da otro corte sobre el pollo— se separan las presas, luego lo sazonas —continua a la vez que se enjuaga las manos.
— Y se pone a freír —añado y la veo sonreír.
— Sí. Es sencillo, ya sabes hacerte pollo, ¿ves?
— Ya puedo sobrevivir de forma independiente —comento y recibo un beso en la frente como respuesta.
Soy algo consentido por parte de mi madre, lo admito, pero es porque siempre hemos sido solo ella y yo. Al menos desde hace ocho años, cuando Amy murió y papá se fue.
— Cariño, ¿puedes guardar la ensalada? Esto tardará un poco en hacerse por completo.
Sin dar una respuesta, ni esperar más indicaciones, hago lo que me pide y envuelvo el tazón de la ensalada con el plástico fino que solemos usar, tiene un nombre, pero no me molesté nunca en aprenderlo. Una vez asegurado de que está bien sellado todo, guardo el tazón en la nevera. Mi madre sale de la cocina tras dejar el pollo cocinándose, así que me permito dejar de preocuparme por cualquier otra cosa. Salgo de la cocina y voy directo al comedor por una manzana, disfruto mucho de las frutas sobre todo las rojas. Bostezo con cansancio mientras camino hacia la sala de estar y mi madre ríe al verme.
— Cualquiera que te ve piensa que haces algo —dice.
— Ser tan hermoso cansa —afirmo— Lo entenderá cuando sea hermosa como yo —doy una mordida a mi manzana antes de sentir el impacto del cojín sobre mi rostro.
— Soy tu madre, por mí eres hermoso así que cállate —menciona entre risas.
Aparto el cojín de mi campo de visión y lo lanzo sobre el sofá.
— Si se enoja le saldrán arrugas y nunca entenderá la fortuna de ser hermosa —río.
— ¿Te dijiste hermosa?
— Si yo fuera mujer, sería la mujer más hermosa de este mundo —añado con el egocentrismo recorriéndome cada poro.
Mamá parece dispuesta a decir algo más, pero se detiene cuando el sonido de su celular nos interrumpe. Se acerca al esquinero de la habitación, junto a una pequeña maceta ornamental la pantalla de su celular brilla en espera de una respuesta. Cuando la veo responder, me tiro sobre el sofá en el que lancé el cojín con anterioridad. Cierro los ojos y le doy otra mordida a la manzana, me concentro en su sabor dulce y la textura dura que tiene. Vuelvo a bostezar y siento que me halan del cabello con suavidad, sé que es mamá y sé que lo hace por mi reciente bostezo, sonrío como si no me afectara en lo absoluto y paso un brazo detrás de mi cabeza. Los ojos me pesan mucho como para abrirlos.
— Entiendo —dice mamá y hasta ese momento comienzo a ponerle atención a su llamada—. ¿Cuántos días? —hace una pausa— No sé, debes hablarlo con él —y tras esas palabras, abro los ojos y me siento para enfocar mi atención en ella—. Mira, no creo que le guste la idea de tenerte aquí —me observa y suelta una risa nerviosa.
— ¿Quién es? —Pregunto alzando un poco la voz.
— ¿Es él? Pásamelo —logro escuchar del otro lado de la línea. No necesito mucho para reconocer su voz y aquello me causa un escalofrío.
Mamá cubre la bocina con su mano y alza las cejas, como si me estuviera pidiendo permiso. Trato de retroceder casi por inercia
— Por favor, Enrique, hijo —lo escucho nuevamente y siento mi corazón encogerse—. Hey, pequeño Williams, solo quiero hablar —mi cuerpo se tensa en respuesta y siento mi piel erizarse.
— No necesitamos hablar —me veo diciendo de pronto.
— Claro que lo necesitamos hijo. Lo que hice estuvo mal y necesito que me perdones, pero no quiero disculparme por una llamada.
No digo nada, observo a mamá y con un asentimiento le doy permiso de hacer lo que desee. Me observa unos segundos antes de activar el altavoz.
— Ambos te escuchamos —le informa y escucho a papá suspirar.
— Enrique —me llama y otra vez ese escalofrío me recorre hasta dejarme helado, mierda—. Tengo que hacerme cargo de algunos trámites y para eso se me pide viajar hasta allá. Yo... quiero quedarme unos días más para que podamos pasar tiempo juntos, prometo que no pasará nada malo ni haré... —lo corto de imprevisto, quizá juntando todo mi valor.
— No, no harás nada porque ya no lo tienes permitido, papá —informo con la voz temblándome.
— Tienes razón, no tengo permiso de hacer nada pues creces con tu madre y que me meta sería loquísimo.
— Cierto —asiento aunque no me ve y quiero pensar que es por los nervios—. Ven. Salgamos, sí.
Me pongo de pie y, sin pensarlo mucho, me voy a mi habitación. Me encierro ahí y trato de respirar, la adrenalina me recorre junto al miedo. Que papá vuelva a mi vida de la nada es... no sé. Extraño.
Me acerco a la ventana y hago lo usual, quedo viendo el cielo. Hoy es muy azul, no tiene ni una nube surcando, luce perfecto y hermoso como siempre.
Me bastan unos minutos contemplando el vasto paisaje azul para encontrar la calma, mi corazón deja de estar frenético, mi respiración se controla y la ansiedad que podía abatirme, se desvanece.
Pasados unos minutos escucho leves golpes en mi puerta.
No respondo, sé de quién trata, es mi madre quizá lista para convencerme de que papá no es malo y a lo mejor tiene razón, puede que yo exagere, puede que solo sea necesario darle una oportunidad, pero tengo miedo y no puedo evitar que eso me frene, tampoco tengo culpa por tener miedo, mucho menos tengo la culpa por no querer hacer algo.
Pero debo hacer algo, sí tengo la culpa por no animarme a cambiar este miedo.
Bien.
— ¿Enrique? —Escucho la voz suave de mi madre llamándome, ese tono solía usar cuando era pequeño y me hacía dormir.
Ella no tiene la culpa de mis problemas emocionales con papá. No puedo hacerla cargar con la responsabilidad toda la vida. Ella también era joven y no podía prevenir que ese hombre me encerrara en una habitación y me golpeara hasta cansarse, ella tampoco podía hacer nada.
Sin pensarlo, como siempre, abro la puerta y la veo ahí. Tiene pequeñas lágrimas en los ojos y eso me rompe el corazón.
La abrazo.
— Perdón mamá.
— No te disculpes, mi niño, yo entiendo que no quieras saber de él —se aleja de mí y limpia su rostro.
— No sí quiero, solo... es nuevo —admito.
— Lo sé, para mí también. Cariño —acaricia mi mejilla—. Esta vez te voy a defender —niego.
— No necesito que me defiendas, yo puedo protegernos a ambos —sonrío.
— Mi niño grande —agita mi cabello, sonriendo— ¡El pollo! —Grita y sale corriendo.
Camino hasta mi mesita de noche y busco entre los contactos el número de la rubia, en momentos así es bueno tener un refugio al cual acudir y ella siempre será ese lugar seguro que tengo.
— ¡Hola! —Saluda tras contestar al tercer timbre, de fondo puedo escuchar a su madre gritando. Alice y Patricia no tienen buena comunicación desde la muerte de Paul, el padre de Alice.
— Hola, ¿qué tal el día? —Pregunto.
— Dime, ¿qué sucedió? —No respondo, algo me ahoga y me impide hablar—. ¿Enrique? —Suspiro—. No sé qué te sucede, pero aquí estoy.
— Papá viene —me limito a decir.
— No te dejaré.
No digo nada más, ambos nos sumimos en un silencio absoluto.
Mamá no vuelve, seguro entiende que necesito estar solo y así me quedo, con Alice haciendo compañía a mi soledad.
Respetando mis tiempos y escuchando mis silencios, como si tuviéramos la capacidad de entendernos por medio de suspiros, como si nuestra conexión fuera tal para comprendernos sin palabras, sin miradas, sin señales, ahí, en el ímpetu del mutismo a nuestro alrededor.
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