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Cap. 14

«Enrique Williams»

Ese día no salgo de mi habitación, simplemente me quedo ahí, atorado entre la lluvia y los recuerdos, consumido por los pensamientos. Deseo volver a cuando era un niño y el tiempo se detenía al encerrarme en el baño para que mamá no me llevara al dentista. 

Recuerdo que las horas lucían largas y tediosas, recuerdo que deseaba crecer y poder ayudar a papá en el trabajo, a mamá en casa, a mis primos y mi tío en sus respectivas responsabilidades, tener un hámster, un cocodrilo, quizá una novia, aunque las niñas por esas fechas no me despertaban la más mínima curiosidad. 

Veía en las mujeres lo mismo que veo ahora: una compañía irremplazable que lograba calar hasta mi alma y unirse a lo más profundo de mi ser hasta controlar mi personalidad. Al menos eso pienso ahora. 

Hoy ya no llueve. Ya pasó un día. No sé qué ha sucedido en las últimas horas porque las he vivido como un fantasma que observa todo en modo espectador, no logro concentrarme.

Parpadeo un poco y me pongo a jugar con la delicada cuchara de plástico, la paso entre mis dedos de forma lenta y la mantengo en movimiento mientras sostengo la mirada fija en el plato. Soy consciente de la charla que hay de fondo, escucho risas desde una de las mesas traseras, un grupo de chicas que habla sobre la cita que tuvo una de ellas, todas comentan y ríen al mismo tiempo con un aire arrogante.

— Dios es uno —defiende Noé—. Pero se representa en tres.

— O sea que son tres —insiste la voz de la rubia.

— No, carajo —suspira, puede que ya exhausto—. Es uno, pero... mira, es como una mano, tienes cinco dedos, pero todos están en una mano. Así, se representa como tres, pero forman parte de uno solo.

— O sea, tres.

— Sí. Mierda. Tres, pero...

Él continúa, pero dejo de prestar atención. 

Me fijo en lo interesante que lucen las papas fritas que están frente a mí, el ambiente en la cafetería mezcla diferentes olores: comida, sudor, bullicio, aire cerrado de personas en movimiento. Siento que el estómago se me remueve y hago un esfuerzo para reprimir la arcada que se aproxima. 

Siento el cuerpo caliente y me cuestiono seriamente sobre cómo las emociones pueden llegar a alterar la salud de alguien. De ser el caso, no comprendo por qué he estado tan sano durante tantos años si mis emociones han sido siempre las mismas.

— Enrique

Alice irrumpe con su voz en mis pensamientos, pero no soy capaz de alzar la cabeza y observarla. Persisto en mi vago intento de concentrarme en la comida, me encantaría agarrar un trozo de la lechuga que hay y llevármela a la boca, quizá la manzana que incluyeron como aperitivo, lo que sea, pero no puedo. La boca del estómago se me cierra y mi propia saliva me genera nauseas. 

Quiero salir, pero no puedo porque aún me quedan tres horas de clase antes de poder retirarme.

— ¡Enrique! —grita Noé.

Alzo la mirada y me encuentro a ambos frente a mí: lucen preocupados. No los culpo. Les sonrío con naturalidad y niego de forma lenta.

— Lo siento, ¿sucede algo?

— Sí, hermano, estás rarísimo, ¿qué te sucede? —Niego ante la pregunta del castaño.

— Solo... tengo sueño, sabes que no puedo dormir bien cuando llueve —miento y siento un nudo en la garganta que me asfixia.

Acaricio mi cuello con algo de impotencia, el aire logra llenarme los pulmones apenas y niego nuevamente tratando de concentrarme en lo que sucede. No sé en qué momento dejé la cuchara sobre la mesa, pero trato de no pensarlo mucho, pues sé que lo notarían. 

Observo a Alice, ella se encuentra sentada junto a Noé, sí, pero también junto a Edgar. El malestar en mi estómago aumenta. Desvío la mirada tratando de concentrarme en algo más, pero es la idea más desastrosa que he tenido en mucho tiempo ya que no consigo enfocarme en nada ni nadie, la vista se me nubla y vuelvo a salir de mí. 

Es como estar en piloto automático.

— ¿Qué tal estás llevando todo con tu padre? —Esta vez es Alice la que trata de sacarme información.

— De maravilla —sonrío.

Mi relación con mi padre va de maravilla, no es mentira. 

No he tenido que hablar con él por lo cual todo va de puta madre y no en picada.

— ¿Qué hicieron ayer? —Vuelve a preguntar y me encojo de hombros en respuesta.

— Nada... —alcanzo a decir antes de que el sonido del timbre me salve.

Pronto la cafetería comienza a vaciarse y todos volvemos a nuestros respectivos cursos. Me pongo de pie con rapidez y en menos de un parpadeo me encuentro caminando por los pasillos hacia mi salón. Escucho murmullos, risas, gritos, reclamos, escucho de todo un poco y aún así nada me resulta lo suficientemente interesante como para detenerme.

Ingreso junto al profesor de turno, ambos chocamos en el umbral de la puerta lo que le causa sorpresa.

— Williams, ¿todo en orden? —asiento.

— Genial —me limito a responder y avanzo frente a él.

Y así las clases transcurren con normalidad. Noé trata de acercarse a mí, pero no consigue mucho de mi parte. 

No quiero fingir que estoy bien, quiero estar y sentirme bien, sin necesidad de mentir o mentirme para que sea real. No quiero decir que no sucede nada, me encantaría que no suceda nada.

Cuando el último timbre suena, agarro mis cosas y soy el primero en salir. Escucho al licenciado llamándome por mi nombre, pues aun no da la orden de retirarnos cuando yo ya me encuentro cinco pasos fuera del salón. Creé alboroto y lo sé, pero no deseo quedarme para conocer las consecuencias de mis emociones y eso me parece desconcertante porque nunca he sido de meterme en problemas, siempre he disfrutado de pasar desapercibido y llamar la atención lo menos posible. 

No es sencillo, pero lo intento.

Apresuro el paso a medida que avanzo por las calles ajetreadas, me parece fascinante cómo todos viven con normalidad y en su propio mundo completamente ajenos a lo que ocurre con los demás. 

¿Es que acaso somos tan despreocupados con el resto o es egoísmo camuflado como apatía?

Cierro los ojos, exhalo con fuerza y continúo. El tiempo pasa más rápido o más lento dependiendo de tus emociones y eso es algo que siempre he tenido en claro, pero ¿cómo pasa el tiempo cuando no sabes cómo sentirte? 

¿Qué pasa cuando no sabes darle un nombre a la emoción que te invade? ¿El mundo explota? No, al menos no el mundo existente, pero tu mundo interno sí, se daña un poquito más cada vez, se agrieta. 

Como los baobabs en el principito, las emociones dañinas que no sabemos nombrar nos hacen daño y destruyen nuestro mundo interior, lo hacen añicos.

— Hola, mi niño —saluda mamá cuando abro la puerta y cruzo el umbral—. Llegaste temprano... —hace una pausa y cierro la puerta detrás de mí—. ¿Todo en orden?

— Sí, mamá, tranquila —asciendo por las escaleras, pero me detengo antes de llegar al pasillo—. No quiero comer hoy, gracias.

— ¿Por qué? ¿Te sientes mal, Enrique? —niego.

El estómago vuelve a darme vueltas. Me siento aturdido.

— Alice me dio su comida hoy, he comido demasiado —miento y me odio por seguir haciéndolo, es la primera vez que lo hago tanto en un solo día.

— De acuerdo, ¿ni siquiera un...?

No puede terminar su frase, al menos no mientras yo la escucho, porque de pronto siento una punzada en la garganta, respiro con pesadez y la cabeza me queda en blanco. Corro por el pasillo, lanzo la mochila hacia alguna zona en mi trayecto. 

Me encierro en el baño justo cuando la primera arcada se hace presente. El estómago se me vuelve a remover con fuerza poco antes de tirarme sobre el inodoro. Solo puedo pensar en lo mucho que la cabeza me duele. Siento mi cuerpo temblar tras una gran sacudida que deja fuera lo poco que comí hoy: agua y galletas. El sabor rancio del agua y bilis queda impregnado en toda mi boca cuando logro recomponerme lo suficiente para respirar. 

La vista se me nubla y puedo notar las pequeñas lágrimas que tengo atrapadas en las pestañas. Siento la saliva pegada en los labios y las manos me tiemblan sin mi propio consentimiento. Ahogo un grito para mis adentros en una descarga de impotencia porque me harta sentirme así. Me pongo de pie al hacerme consciente de que estoy sentado en medio del baño con mi vomito ahí en el inodoro. Me resulta humillante y denigrante el cómo podría resultar la escena en retrospectiva. Jalo la cadena y veo el agua irse con lo poco de mi dignidad. Abro el grifo y me enjuago la boca y el rostro. 

Tras unos minutos, finalmente, salgo de la habitación de baño. Camino hasta mi cama y me tiro sobre ella sin pensármelo dos veces. La calma me dura poco, pues enseguida siento el celular vibrar en el bolsillo de mis vaqueros, bajo la mano con pesadez y saco el celular antes de contestarlo. 

Aún con los ojos cerrados me llevo la bocina del móvil al oído y con un quejido doy señales de vida. Una parte de mí agradece que no me hayan llamado hace unos minutos, pues no creo que hubiera podido responder.

— ¿Enrique? —La voz de la rubia me hace soltar un suspiro, pero mantengo los ojos cerrados.

— Sigo con vida —respondo.

— ¿Qué sucede, idiota? Saliste como si nada y... —la corto de inmediato, sentándome.

— Nada —aclaro—. No sucede nada, he tenido un percance y tuve que correr. Lo siento, no quería preocupar a nadie, pero te aseguro que estoy bien, Alice —le digo.

La verdad, me siento mejor, siento que tras el drenaje estomacal que me acaba de dar mi cerebro tengo espacio suficiente para recolectar nuevas emociones, al menos durante unos días.

— ¿Te parece si voy y pasamos la tarde juntos? Noé se ofreció a comprar el helado.

— No. Gracias, de verdad, a ambos, pero quiero descansar un poco hoy. ¿Les parece mañana?

— De acuerdo... —suspira— Enrique..., si algo sucediera me lo dirías, ¿no?

— Claro, ¿por qué sería diferente? —Paso una mano por mi cabello y puedo escuchar cómo se mueve de un lado al otro, escucho sus pasos de fondo y sonrío.

— No sé, solo quería cerciorarme de que somos mejores amigos y que sabes que puedes confiar en mí. Siempre nos hemos contado todo, no quiero que cambie.

— No lo hará —le aseguro.

— Bien.

— Vale.

— ¿Quieres que cuelgue? —Pregunta y asiento a pesar de que sé que no me ve.

— Por favor.

— Nos vemos mañana, ¿verdad?

— Promesita.

Nos quedamos callados un rato más. Ella no quiere colgar y la verdad a medida que los segundos pasan siento que yo tampoco deseo que corte la llamada. 

Me gusta estar así. 

Me gusta escuchar su respiración entrecortada a través de la línea. 

Me gusta imaginar que está en su habitación con las piernas pegadas a su pecho y su mirada fija en las uñas moradas de sus pies, completamente metida en sus propios pensamientos. Entonces tengo mi propio pensamiento.

— Alice —llamo.

— Aquí sigo.

— Mañana seguimos con tu lista —le informo, aunque en realidad quiero preguntarle si es lo que desea.

— Claro que sí —la escucho sonreír y repito su acción.

Doy por finalizada la llamada al ser yo el que cuelga. Me vuelvo a tirar sobre el colchón y éste se hunde con mi peso. Escucho murmullos provenientes de la planta baja, ladeo la cabeza hacia la ventana y me concentro en el ambiente frío que hay fuera, entonces me sorprendo al darme cuenta que en ningún momento del día sentí aquel frío azotando mi piel, simplemente el calor que me subía por las mejillas hasta terminar como un fuerte dolor en mi cabeza. Pero ahora me siento en calma como si todo el estrés que me aturdía hubiese desaparecido tan rápido como llegó. 

Sin duda, creo que continuar con esa lista será lo mejor, pues, ¿cómo te puede afectar el tiempo, las emociones y las palabras si te encuentras ocupado en algo más? 

¿Qué tan sano es evitar las charlas necesarias, el llanto y dolor fundamental para sanar si te pasas ignorando y evitando los momentos en que es oportuno darles paso?

Y ahí, mirando algún punto no especifico en el techo, con el sabor aún agrio en mi boca, el estómago aún algo irritado y el latente dolor en mis sienes, por primera vez en toda mi vida, me replanteé la forma en que actúo frente a las situaciones complicadas de la vida.

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