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Cap. 13

«Enrique Williams»

Hay palabras que se cuelan muy profundo en nuestro interior, a veces incluso logran modificar nuestra personalidad, pues llegan a drenar todas las emociones buenas y las reemplazan por emociones negativas.

Las palabras son como pequeñas estrellas, pueden deslumbrar, guiar, destacar e incluso lucir muy bellas, pero también pueden herir, porque tienen filos por doquier que, no siempre, desean causar daño.

Las palabras pueden sanar o crear abismos de las pequeñas grietas que todos guardamos, porque todos estamos llenos de grietas minúsculas que esperan la palabra perfecta para abrirse de forma abismal.

Todos, en el fondo, estamos igual de heridos, pero son heridas que se mantienen adormecidas hasta que aparece el estímulo correcto o incorrecto, en todo caso, al final, siempre aparece.

Afuera llueve de forma suave, mi habitación luce más triste que en otros días, pues comparte el color grisáceo que llena el cielo justo ahora. Es Lunes, como le dije a Alice, decidí no presentarme hoy. Lo más complicado, sin duda, fue darle una respuesta lógica a mi madre sobre el porqué de mi decisión. El ambiente es frío, pero me siento cómodo recostado en la cama, tengo una almohada en el cuello que me hace sentir realmente relajado debido a su suavidad y la voz de Bruno Mars lo ocupa todo en mi cabeza gracias a los audífonos que llevo puestos. Sigo en pijama y, la verdad, tampoco quise comer.

Pienso en todas las palabras que me han dicho en la vida y la forma en que han tenido repercusiones para mí. Sin temor a equivocarme puedo asegurar que las palabras que más me han marcado hasta la fecha han sido las de mi padre.

Aquel <<Estoy orgulloso de ti, mi pequeño Williams>> que me dijo a los seis años porque, por primera vez, me había atado las agujetas por mi propia cuenta.

O ese <<Te amo>> que soltó de la nada cuando estábamos en la playa y ambos nos hundíamos en el agua salada, para ese entonces Amy acababa de nacer y mamá esperaba junto a ella en la arena, ambas sentadas en una silla y bajo una enorme sombrilla de colores.

Cierro los ojos, todo queda oscuro y cuando suena Oasis en mis auriculares veo la silueta de mi hermana dibujarse en mis recuerdos, entonces, como quien vive en memorias y disfruta de ello, mi mente me lleva a aquel último día.

La sonrisa infantil que tenía, esos pequeños dientes y cómo aún se tambaleaba al caminar, sus ojos pardos, heredados de mamá, su cabello negro y ondulado en las puntas, su piel blanca de un pálido que daba la apariencia de que moría cada vez que cerraba los ojos, cuando sus pestañas, largas y curvas le rozaban parte de las sonrosadas mejillas. Mi hermana era hermosa y solo tenía tres años aquel último día de su vida. Recuerdo que llevaba un vestido verde con pequeños lunares blancos, dos colitas en la parte alta de su cabello las cuales le daban una apariencia aún más infantil, ella siempre olía a caramelos, cremas de manzanilla y leche. Algo curioso porque ya no la consumía, hace apenas unos meses había dejado de lactar.

Mamá y papá habían salido a una cena de negocios, aunque mamá no estaba segura de dejarnos solos pues yo tenía nueve años y estaba ocupado con una tarea importante que me habían dejado, mis estudios consumían gran parte de mi vida y mamá lo sabía. Papá prometió que volverían con algunos adornos para organizar mi pronta fiesta de cumpleaños, dijo que pasarían por algún centro comercial debido a que no esperaban llegar muy tarde. Quizá por eso me sorprendió la rapidez con la que sucedió todo.

Amy estaba en su habitación, jugaba, como siempre, con un pony que papá le había regalado hace apenas unos días. Yo, por mi parte, decidí completar mis actividades, estaba seguro de que no me tomaría más de media hora y así fue. No sabía que la vida puede cambiar en treinta minutos o menos.

Amy llegó de la nada pidiendo que juegue con ella.

<<Treinta minutos, cariño —pedí— Treinta minutos y soy todo tuyo>>.

Ella tenía unas pegatinas en las manos, si lo analizo un poco, no sé de dónde las sacó, quizá estuvo husmeando en la oficina de papá.

<<Mira cuántos colores —le señalé para ver si así podía entretenerla un poco—. Este es amarillo, dilo, a-ma-ri-llo —repetí mientras ella me observaba—. Ve y cuéntalos por allá, cielo>>.

Y lo hizo.

Se fue.

Salió de la habitación con las pegatinas en mano.

Siento la cama vibrar y el volumen de la música desciende, pronto la voz del vocalista de Oasis  se pierde entre el sonido de la lluvia hasta parecerme muy lejano. Abro los ojos y agarro el celular. Una notificación de mamá.

<< Saldré a comprar unas cosas, ¿quieres venir? Alfred se queda en casa. ¿O prefieres que lo lleve conmigo para que no te sea incómodo? Si quieres puedo quedarme y mandarlo solo a él. Como lo desees, mi niño>>

Sonrío ante la actitud que muestra mi madre, pero niego, después de una cena bastante tensa, aunque no incómoda, puedo decir que pasar con papá sin tener que hablarle me resulta sencillo, incluso fascinante.

<< Vaya tranquila, cuídese. Yo espero. >>

Adjunto un emoji de corazón tras enviar el mensaje. Y la música se reanuda. Presiono dos veces el botón que se encuentra entre ambos audífonos y la canción cambia a una de Coldplay, trato de no pensar mucho antes de cerrar los ojos y volver a mis recuerdos.

Amy y su vestido verde, sus medias blancas y sus zapatitos negros... Amy con la mirada perdida en el techo. Treinta minutos. Treinta minutos puede cambiar todo: una historia, una vida, una familia. A una persona.

Media hora fue todo lo que tardé, lo recuerdo porque me sentí orgulloso de haber roto mi propio record personal sin entrar en el círculo vicioso del estrés: estresarte por no poder hacer algo, pero no poder hacerlo porque te sientes muy estresado para eso. Sonreí con orgullo y me di una palmadita, mamá solía decirme que no hay mejor felicitación que la que uno puede darse a sí mismo, porque solo nosotros somos capaces de saber qué nos gustaría escuchar cuando alguien se siente feliz por un logro nuestro que nos ha tomado tanto conseguir. Así que lo hice. Cerré el cuaderno y salí de mi habitación.

<<Amy —llamé—. Amy —insistí y nunca respondió. >>

Fui a su habitación y la vi. Estaba recostada en el suelo, su boca entreabierta, sus ojos a punto de cerrarse, su piel morada y fría al tacto. Recuerdo que fue lo primero que pensé, que mi hermana era blanca como la nieve y tan frágil como una porcelana, por eso estaba fría y se rompía.

No sé cómo atiné a gritarle a una vecina desde la ventana, creo que no entendió bien lo que intenté decir, pero era suficiente con ver la forma en que las lágrimas y palabras se me confundían entre sí, creo que grité algo como <<Mi hermana muere, auxilio>>.

Escuché a Vivian, la vecina, llamar a su esposo <<Robert, algo le pasa al niño Williams>>. Bajé corriendo las escaleras con mi hermana a cuestas, cada segundo que pasaba su piel estaba más fría y no podía evitar estremecerme al sentirla. Respira con dificultad, podía escucharla, hasta que ya no la escuché.

El señor Robert llegó y la cargó, la señora Vivian me abrazó contra su pecho y acarició mi cabello mientras susurraba que todo estaría bien.

Nada estuvo bien.

Llegamos al hospital. Ahí nos informaron que mi pequeña hermana había sufrido un paro respiratorio, al parecer se había asfixiado con las pegatinas al ingerirlas y aún con todos los esfuerzos que hicieron... El veintitrés de noviembre de 2012, Amy Williams, a la edad de tres años, murió. Y con ella murió una parte de mí, una parte de todos.

Mis padres llegaron una hora después. A mi hermana la cubría una sábana blanca y yo sostenía su mano, porque a ella le daba miedo la oscuridad y a mí me daba miedo pensar que se encontraba rodeada y perdida en esas penumbras. Solo quería hacerle compañía mientras lloraba.

El primer acto reflejo de mamá fue abrazarme, el de papá... separar mi mano de la de mi hermana. Recuerdo que el hospital olía a frío, a limpio, a muerte y a medicamentos, había llanto, gritos, ajetreo. Recuerdo que odié estar ahí y cerrando los ojos deseé despertar.

Lo peor llegó tras el funeral, dos semanas después. Papá no pasaba en casa y siempre que estaba solía estar demasiado ebrio para articular alguna frase, hasta ese día. El día en que se fue.

Llovía.

Llovía demasiado fuerte.

Llegó y le gritó a mamá, yo observaba todo desde las escaleras, cuando las manos de mi padre sujetaron con fuerza las muñecas de mi madre, decidí bajar.

<<Papá —lo llamé y cuando sus ojos se clavaron en mí supe que no estaba feliz de verme. >>

Soltó a mamá y camino hacia mí. Y sentí lo que era el miedo por primera vez en mi vida. Hasta ese entonces había crecido en un ambiente lleno de amor y juegos, risas y canciones, no sabía lo que era el temor, el pánico, la angustia o la ansiedad. Solo sabía que mamá y papá siempre estarían ahí con un abrazo... O creí saberlo.

<< ¡Enrique! >>

Gritó mamá desde la cocina y salió detrás de papá. Por inercia mis piernas se movieron, mi respiración se volvió agitada. Mi cuerpo tembló. Las manos me sudaron y el estómago se me revolvió.

Y corrí.

Me encerré en la oficina de él, pero antes de que pudiera colocar el seguro, la puerta me golpeó con fuerza y terminé en el suelo, me ardía el rostro y parte del brazo. Escuché el sonido sordo de la puerta al golpear con la pared y rebotar, aunque la lluvia lo cubría todo, incluso mi llanto. Papá fue más rápido y él sí pudo poner el seguro antes de que mamá ingresara.

<< Fuiste tú —el dolor se sentía en su voz quebrada y se veía en ojos rojos, quizá por llanto o quizá por el alcohol que tenía en la sangre, pero ahí estaba—. Tú mataste a mi hija, maldito el día en que naciste. >>

Agaché la cabeza cuando supe que disculparme no bastaría. Para ese entonces papá solía coleccionar cables viejos en un cajón de su oficina, él juraba que un día le iban a servir. Y así fue. Cuando me puse de pie y quise hablarlo, no sé en qué momento solo pude ser consciente de que me ardía la mejilla, quizá fue antes o durante el sonido de la bofetada que resonó en mi cabeza. Me sentí aturdido, adolorido, mareado. La cabeza me daba vueltas, quería arrancármela ahí mismo.

Las lágrimas seguían ahí, solo que ahora su sabor salado se mezclaba y confundía en mi boca junto al metálico sabor de la sangre. De hecho, hasta la fecha tengo una cicatriz muy pequeñita en el labio.

Recuerdo que fue largo, doloroso y lento, demasiado lento.

Él me miraba con odio, a mí se me encogía el corazón. Sentí que caminaba detrás de mí y el alma se me disolvió cuando, quizá por un sexto sentido, supe que había abierto aquel cajón del que yo solía reírme y cerciorar que jamás lo usaríamos. El primer golpe fue en la espalda, para ese entonces el cuerpo me sudaba por cada poro, caí al piso y lo vi.

<<Por tu puta culpa perdí a mi niña>>.

No importaba cuánto me doliera. Él no paró.

El cielo seguía oscuro cuando él se fue. Mamá entró apenas él abrió la puerta. Recuerdo que me hice un ovillo en la esquina de su escritorio, no sentía nada más que el incesante dolor en el hombro y la cabeza. Ella me abrazó y entre gritos lo echó.

Recuerdo que Robert me cargó.

Recuerdo que estuve en una habitación igual que la de Amy, que una máquina me impedía respirar bien y al mismo tiempo me mantenía con oxígeno. La primera imagen que tuve al abrir los ojos fue de las paredes blancas, mi brazo vendado y unas imágenes a blanco y negro de mi cuerpo donde se mostraba que el hueso de mi brazo izquierdo no estaba donde debía. Mamá sujetaba mi mano y lloraba, pero no pude hacer nada.

Recuerdo que unos días después me quemaba el pecho cada vez que respiraba y tosía demasiado. Mis primos estuvieron ahí, con lágrimas en los ojos me acariciaban el cabello.

<< Cuando lo encuentre lo colgaré de las jodidas pelotas al infeliz ese. >>

Gritaba mi tío desde el pasillo. Dos meses me tomó recomponerme por completo. Fui a un psicólogo y estuve mejor al cabo de un año y medio, pero aquello nunca salió de mi cabeza

<<Fue por tu puta culpa>>.

La canción corta de forma abrupta, abro los ojos y me siento de golpe. El corazón me martillea con fuerza en el pecho, no puedo respirar con normalidad, siento que algo me aprieta en la garganta, me falta el aire y me duele. Los hombros comienzan a pesarme y el aire frío choca contra mi rostro. Siento las mejillas húmedas y de un tirón me deshago de los audífonos. Corro hacia la ventana, la abro y una brisa helada me empapa el rostro. Entonces me permito respirar un poco más normal.

Mierda.

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