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Cap. 10


«Enrique Williams»

— Entonces, pequeño...

La voz de papá llama mi atención apenas nos sentamos en una de las mesas dentro del restaurante, camino acá pude notar el sol descendiendo y durante un instante logré olvidar todo lo malo que ha sucedido en mi vida, lamentablemente, todo es efímero y mantener en la memoria pequeños placeres como el cielo durante una puesta de sol es la cosa más complicada que puede hacer la gente como yo: esa parte de la población que olvida todo aunque haya sucedido hace escasos minutos.

— Enrique —me llama mamá y enfoco mi atención en ella.

— ¿Sí?

— ¿Has oído lo que dijo Alfred?

En un reflejo automático dirijo la mirada hacia mi padre y la regreso a mi madre de forma nerviosa, bajo el mantel mis dedos juegan entre sí y siento sudar las palmas de mis manos. Carraspeo, agacho la cabeza y niego casi por inercia, mentir no es algo que se me dé muy bien.

— Lo siento, me entretuve pensando en algo más, ¿cuál era el tema? —Pregunto sin atreverme a fijarme en la reacción de ninguno de los dos, no estoy seguro de qué puedo encontrar en sus expresiones, ¿confusión? ¿algo de decepción? Joder, ¿hace cuánto ando pensando tanto en cada movimiento?

— Tranquilo, suele suceder —añade él—. Te mencioné la idea de sacar tu licencia de conducir y comprarte un coche, como regalo de cumpleaños... pero no sé, qué dices tú.

Parpadeo un poco tratando de procesar lo que escucho, mi cabeza acaba de llenarse de pros y contras. No es mala la idea, aunque, ¿regalo de cumpleaños? ¿Trata de comprarme con eso? ¿Estoy siendo paranoico? Sí, quizá sí.

— Pues...—alzo la cabeza para hablar, pero la presencia del camarero me interrumpe de golpe y justo a tiempo porque no sé bien qué responder.

— Buenas tardes, ¿puedo tomar su pedido? —Cuestiona un hombre no mucho mayor que yo, pelinegro y de complexión robusta.

— Buenas noches, sí, gracias. Yo quiero carne —menciona mi padre y observa a mi madre—. ¿Carne para ti también? —Ella asiente—. Bien, dos carnes, la mía tres cuartos y la de la señorita bien cocida, por favor.

El hombre anota todo en una pequeña libreta, sonriendo y asintiendo, hasta me hace dar ganas de ser camarero. Papá me observa y sé que es mi turno de pedir, observo la cartilla que no sé en qué momento trajeron. La estudio unos segundos. Postres. Jugos. Bebidas. Camarón. Pescado. Cocteles. Porciones. ¿Emparedados? Parrilladas simples, dobles, grandes, medianas, mixtas, con ensalada, sin ensalada, en BBQ, sin BBQ.

— Pollo y una botella de agua, gracias —sonrío.

Sin dejar de asentir el hombre nos retira las cartillas, termina de anotar aún con su sonrisa intacta y desaparece entre las otras mesas. Mis manos vuelven a ubicarse bajo el mantel a pesar que hace un segundo se atrevieron, por si solas, a ubicarse sobre la mesa. Suspiro y así doy paso a un silencio de lo más tranquilo. Me doy un descanso de mis nervios y agarro una de las servilletas de papel que está ubicada en el centro de la mesa, hago algunos dobleces tratando de recordar cómo hacer una ranita, pero no me sale. Santa mierda, estuve dos semanas aprendiendo cada movimiento de un video en Youtube, ¿para qué? Para que la memoria me juegue en contra y no recordar nada. Me doy por vencido tras unos segundos y, finalmente, acepto que no me saldrá. Hago un barquito en su lugar y suelto una pequeña risa cuando éste sí logro finalizarlo con éxito.

Alzo la mirada con orgullo para observar a mamá, pero tropiezo primero con los ojos de papá. Él me observa con total atención, sonríe como si estuviera viendo al cachorro más adorable del mundo. Es casi la misma expresión que puse yo la primera vez que vi Kung Fu Panda 2 y vi al pequeño Po. Los nervios vuelven a mí de inmediato porque de pronto la mente me traiciona y ya no me encuentro en un restaurante céntrico de la ciudad. No. De repente estoy en una habitación a media luz, de fondo llueve tan fuerte que puedo asegurar que nadie escucha a mamá gritar del otro lado de la puerta pidiendo a ese hombre que me deje salir, sus ojos no tienen nada de ternura, solo expresan el odio que me tiene y lo siento en mi sangre: su decepción, su rencor, su dolor, todo siendo mi culpa.

« Por tu puta culpa perdí a mi niña —grita antes de alzar la mano, no logro ver qué lleva en ella pues las lágrimas me opacan la vista por completo, la espalda me quema, mi rostro arde y el sudor resbala por todo mi cuerpo mientras no puedo evitar el temblor que recorre cada una de mis extremidades.

Papá, por favor, me duele —pido en un susurro que ni yo alcanzo a oír, solo está la lluvia. Un nuevo dolor punzante se incrusta en mis costillas y caigo al suelo, el pecho comienza a dolerme muchísimo más, las lágrimas resbalan por mis mejillas y en mi cabeza solo queda eso: aquello lo merezco, pues lo provoqué. »

Parpadeo con rapidez y aparto la mirada cuando aquel nudo que cargo conmigo de forma constante, vuelve. Las manos me sudan el doble. La mirada se me nubla, pero no puedo dejar que me vean llorar. No debería estar recordando esto justo ahora. No.

— ¿Mi niño estás bien? —La voz de mamá vuelve a mí.

Sin observarla meneo la cabeza en lo que para mí es un: sí.

Nadie dice nada, pero sé que me observan, sé que piensan que algo me pasó, sé que saben exactamente qué sucedió. Dios, no debería pedir esto, Noé me regañaría, pero... mátame, por favor, justo ahora, mátame.

Cierro los ojos y me recargo sobre el respaldar de la silla, trato de enfocarme en los murmullos ajenos, quizá consiga sacar algún buen chisme de esto. Más, no logro concentrarme, solo tengo en mente eso: los ojos rojos de papá por su mezcla entre llanto y licor, su dolor, mi dolor, el dolor de mamá al otro lado al saber que no podía hacer nada, la mañana siguiente a esa, cuando solo se fue. Nos dejó, ¿por qué? Por mi culpa. Y los regalos que comenzaron a llegar dos años después: camisas, ropa, un espejo a cuerpo completo, un puff, un escritorio, cama nueva, estante, armario. Todo lo que el dinero podría comprar, todo menos ese cariño que nos teníamos ambos, todo menos esa conexión entre mi padre y yo.

Entonces, al final, el dinero no lo compra todo. No ha logrado comprar ese recuerdo y hacerlo añicos, solo consigue crear un espacio gigante entre ese momento y el ahora, un espacio que no se llena, un vacío que me extraña porque no es solo con él. El dinero no puede devolverme al niño de diez años que amaba a su padre y sentía que él siempre estaría ahí para cuidarlo, pero él fue quien primero lo lastimó. Ni todo el dinero que puede salir de cada empresa puede traer de regreso a esa versión de mí que perdí y yo amaba. Amaba a ese niño que veía mariposas y las perseguía por el parque, odio la persona que soy ahora, esa fachada de "tranquilo" donde en realidad solo soy un manojo insensible de nervios.

— Lo siento —escucho de la nada y alzo la mirada, otra vez sus ojos—. Lo siento mucho Enrique, yo... —su voz se corta un poco cuando el primer plato con carne se ubica frente a todos, de inmediato un plato que lleva únicamente papas y ensalada se le ubica a lado.

— Tres cuartos —anuncia el camarero y ubica ambos platos frente a papá, acto seguido agarra otros dos del carrito que tiene a un lado.

— Déjalo así —sonrío cuando mi pollo aparece frente a mí—. Muchas gracias —hablo dirigiéndome al camarero el cual sonríe.

— Provecho —se retira tras entregarle a mamá sus platos.

Saco el celular y tomo una foto, desbloqueo la pantalla, ingreso a Whatsapp y envío la foto al chat que tenemos con Alice y Noé con una nota al final:

« Día de mierda, pero heeey, hay comida, ¿es ganar o perder? »

De inmediato aparece un escribiendo..., por parte de Noé.

« ¿En serio te dan la opción de elegir? »

« Calla, Noé. Necesito un consejo, ¿puedes mañana? »

« ¿Ahora se le llama "consejos" a querer verme todos los días, Mmm? Cuenta conmigo »

« Que te den, mejor amigo. »

Suelto un suspiro al momento de guardar el celular, siento la vibración que anuncia una notificación nueva, pero decido ignorarla, así como ignoro todo, al parecer.

— Provecho —digo sin regresarlos a ver.

Pasar tiempo en familia es lindo, mientras no tenga que convivir con ellos.

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