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10. Todos los colores


A Elliot le pareció que el barrio era más brillante con Lyeen a su lado. Casi todo el mundo la saludaba al verla pasar: «parece que tenga a todo el barrio enamorado», esbozó una sonrisa, pero esta se apagó, porque había estado muy callada todo el trayecto y eso lo tenía preocupado.

—Parece que todo el mundo te conoce —dijo al fin después de andar un rato. Ella sólo se encogió de hombros.

Cuando pasaron por delante de un anciano que estaba sentado en una silla de jardín, éste también la saludó:

—Buenas tardes, Lyeen. —Se quedó mirando a Elliot entrecerrando los ojos.

—Hola, señor Dante. —«¿Por qué con él si es amable?», pensó Elliot—. ¿Cómo se encuentra?

Él sonrió y se encogió de hombros, y luego miró de nuevo al doctor. Lyeen se despidió y continuó el camino. Notó los ojos del señor Dante clavados en su espalda.

—Mi abuelo usaba un bastón igual —dijo lo primero que se le ocurrió. Ella le sonrió—. Bueno, no eran iguales pero se parecían.

Lyeen lo miró atenta, por lo que empezó a explicar cómo tuvo que sobornar a su abuelo para que usara bastón. Él se negó, pero los años de pie en el laboratorio le pasaron factura en las rodillas. Al final le regaló una botella de su whisky favorito y cedió.

Al pasar por delante de una cancha de baloncesto, los chicos que jugaban también se dirigieron a ella:

—¡Lyeen! ¿Un partido? —El chico saludó con la mano, mientras con la otra botaba un balón negro.

—¡Hoy no puedo! —contestó ella—. Mañana me pasaré. —Enredó los dedos entre los filamentos de la valla.

—¿Y Tyler? —preguntó el otro.

Se encogió de hombros y continuó caminando. «¿Quién es Tyler?», pensó Elliot al fijarse que estaba de nuevo un poco decaída; así que explicó que su abuelo era adicto a comprar en la teletienda:

—Pero él siempre lo devolvía todo. —Vio que Lyeen volvía a brillar—. Decía que era basura, pero continuaba comprando.

Parloteó sin parar hasta que la chica se paró en una esquina.

—Aquí es dónde vivo. —Señaló un bloque de pisos marrón. «Ojalá viviera más lejos», se lamentó—. Pero... me gustaría que me acompañaras a un sitio.

—Me encantaría —respondió al acto.

—Espérame aquí. —Sacó el USB que estaba enredado con sus llaves—. Por cierto, muchas gracias, nunca nadie... —Soltó un suspiro y meneó la cabeza—. No importa, enseguida vuelvo.

«Nunca nadie...», se repitió viendo como se marchaba. Luego se fijó en que el sol se estaba poniendo, y una tenue luz naranja flotó sobre el cabello de Lyeen. «Parece que tenga todos los colores», pensó mientras se apoyaba en la pared.

***

Lyeen entró por la puerta principal al estar la peluquería cerrada. Se encontró a su madre en el salón, con la señora Fernanda que había ido a pasar el rato. Estos últimos días, notó que su madre tenía mejor aspecto, y se arropó entre la esperanza de que fuera verdad, que se estaba curando. Sino no sabía cómo podría vivir sin ella.

—¡Hola! —dijo asomándose por la puerta de madera— Voy a salir —una sonrisa se le escapó.

Las dos mujeres se miraron un segundo y después a ella.

—¿Vas a salir con las chicas? —preguntó su madre —Ella negó con la cabeza y se apoyó en el marco de la puerta— ¿Ha venido a verte?

Asintió con demora. La madre de Lyeen se refirió al doctor Caws, porque ella le había contado sobre él y sobre las llamadas que tenían todas las noches.

—¿Quién? —Fernanda miró a ambas con enorme curiosidad.

Ellas rieron cómplices. Lyeen fue a su cuarto mientras oía como la amiga de su madre insistía en saber más.

Cuando entró, se quedó tiesa al ver un sobre encima de su cama. No tardó en reconocer que se trataba del cheque que le había dado a su padre para poder pagar las deudas. Pero él siempre lo rechazaba. Llevaban días en los que Lyeen y Roberto se dedicaron a devolverse el dinero el uno al otro. De momento él había ganado, porque había salido a trabajar y no volvería en tres días.

Soltó un resoplido y lo guardó en un cajón. Luego abrió el armario y sacó una bolsa donde guardaba todos sus sprays de pintura. Volvió al salón y se despidió con un beso para su madre y un ligero abrazo para Fernanda y bajó con celeridad. Había conseguido que Elliot empezara a abrirse con ella y no quería perder la oportunidad de saber más. Además hacía demasiado tiempo que no salía a hacer graffitis y le pareció buena idea ir con él.

—Ya estoy lista —dijo dándole un casco—. Iremos en moto.

—He dejado mi coche cerca del centro comunitario —dijo Elliot después de mirar la vieja scooter.

—En coche no se puede llegar —dijo tras ponerse el casco y subir—. Vamos, ¿o tienes miedo?

Elliot sonrió y se sentó atrás del ciclomotor.

—Para nada. —Se puso el casco azul—. En realidad...

—Déjame adivinar. —Lo interrumpió—. ¿Has jugado a algún videojuego de motos?

Elliot soltó una carcajada y dejó que Lyeen lo llevara. La noche empezó a acechar sobre el barrio de Mission y se notaba un poco fría. La zona estaba bastante apartada de la ciudad, por lo que la intensidad de la ciudad bajó unos lúmenes. Abandonaron la carretera principal y se desviaron por un camino estrecho de tierra. Aparcó delante de un edificio, que parecía que en otra vida había sido una fábrica. La puerta era de metal y estaba cerrada, porque allí sólo podían tener acceso los artistas urbanos del barrio de Mission. Desde el ayuntamiento se cansaron de limpiar paredes, así que les cedieron el espacio. Sacó su llave y abrió la puerta.

—¿Qué es este sitio? —Elliot entró tras la invitación de ella.

—Ya lo verás. —Pulsó un interruptor y las luces se encendieron recorriendo el camino. Un espacio enorme se abrió ante ellos. Para Lyeen ese era el mejor momento, porque podía ver como los maravillosos murales se llenaban de color cuando recibían la luz.

—Vaya —dijo Elliot boquiabierto—. Este lugar es arte puro.

—Ven, iremos a mi zona.

Como siempre, admiró las obras de sus compañeros, como los murales de CaneName, que denotaban un sentimiento de justicia femenina al estar lleno de superheroínas. También le encantaba el estilo de Salemon, que solía pintar grandes edificios y monstruos que los destrozaban.

—Aquí es. —Se paró delante de sus pintadas, que en su mayoría tenían colores alegres. En realidad, eran frases y palabras, mensajes de amor para su familia o para sus amigos. Justo en medio, tenía un graffiti a medias: un enorme dragón, cuya cola se transformaba en mar, con medusas luminosas que lo acompañaban en su camino.

—Vaya —dijo Elliot—, ¿lo has hecho tú?

—Sí. —Lyeen abrió su mochila y extrajo dos máscaras—. Será mejor que nos pongamos esto.

Elliot la ignoró y recorrió la pared con la mirada atenta.

—Libertad —dijo señalando unos matices blancos y verdes. Ella se quedó anonadada—. Bueno, me has hablado de cómo son para ti las letras... aunque no las reconozco todas.

Lyeen no supo qué decir; si era cierto que le había dicho como eran algunas letras para ella, pero por encima, porque no formaba parte del estudio. «¿Cómo es posible que lo recuerde?», se preguntó. Elliot finalmente cogió la máscara y ambos se protegieron. Lyeen acercó un par de sillas y se colocaron delante de la pared de cemento. Cómo iba a dedicarse a los pequeños detalles, se puso unos guantes negros, y sacó un spray plateado. Con unos ágiles movimientos de muñeca, formó pequeños puntos sobre las medusas.

—Háblame más sobre tu abuelo. —Le pidió al cabo de un rato.

—¿Por qué? —Elliot entrecerró los ojos.

—Me gusta que me hables de él.

Asintió y continuó contando anécdotas. Lyeen se sintió bien al saber que Elliot había empezado a abrirse un poco más.

El sonido de la puerta interrumpió a Elliot que la miró interrogativo.

—¿Hola?

Lyeen reconoció la voz de Zack al segundo. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que Tyler no lo acompañara.

***

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