9- Kaldor.
A Kaldor le alegraba estar vivo para presenciar ese momento de humillación. Por primera vez se alegraba de ser él y no otra persona, como por ejemplo esa chica.
Ella había entrado a Catedral con una sonrisa de oreja a oreja y ahora estaba pálida, parada como una escultura de mármol, seria, no, sería no, porque para estar serio hay que controlar emociones y ella parecía estar en blanco, sin ningún sentimiento caótico que la trajera a la realidad. Conservaba el papel en sus dedos rígidos y los ojos perdidos en un auditorio de figuras inmóviles al que nunca había pertenecido.
La familia real siempre obtenía el mismo destino, pero ella había sido la primera en varias generaciones en tener otro ¡Ya vaya destinucho le había tocado! ¡Sería asesinada en menos de una semana para que su alma protegiera un puto puente! Esperaba que fuera un puente pequeño, así sería más decepcionante para ella y su familia.
Kaldor se sentía en un programa de salseo, esos que solían pasar a media noche en la televisión basura.
¿Qué clase de inepta era para que la fuente no solo no la quiera controlando Reino sino que tampoco la quiera viva? Debería ser muy estúpida, oh sí.
Todo el pueblo estaba mudo, cada ser de la sala cayó presa de un hechizo de terror que emanaba Olivia, parada, sin moverse, excepto Kaldor, que fue el primero en reventar la burbuja de silencio. Estalló en una estruendosa y demente carcajada, de esas que sacuden el cuerpo. Cer lo miró escéptica porque ella también estaba anonadada con la noticia, Río soltó una risilla boba y ella hizo lo mismo, primerio riendo insegura y luego con una diversión maliciosa.
A excepción de los tres criminales, nadie más tuvo las agallas para hacer algo, estaban quebrados. Los pueblerinos la amaban y saber que la perderían era como perder una hija. La chica que se sentaba tras él, la de vestido negro y zapatos de charol, estaba llorando en silencio. Era como si sus ojos ya lo hubieran asimilado y derramaran lágrimas, pero su rostro siguiera escéptico.
¿Qué tanto llora esa tarada?
La princesa ¿Así se llamaba? Qué palabra más odiosa. La princesa bajó la cabeza con timidez, aferraba fuertemente su papeleta blanca de color hueso, los dedos cerrados en torno al papel, arrugándolo. Descendió los escalones como una exhalación, esquivó a su madre que la siguió con una mirada asustada, como si la hubieran pescado haciendo algo bochornoso, desnuda.
La reina estaba rígida, el alma se le había escapado del cuerpo, pero la que de verdad perdería el alma sería su hija para convertirse en un puto puente ¡Ja! Ella aferraba el atril para no caerse, de seguro sus piernas temblaban como gelatina. Esa gelatina que Kaldor solo pudo probar menos de diez veces en su vida, de todos modos, su sabor favorito era de frambuesa, le gustaba que se desintegrara en la boca, que fuera trémula y que siempre que la arrojaba a la cara de los carceleros la consistencia le ayudara a dar justo en el blanco.
En lugar de irse a su asiento, a donde todos debían regresar cuando recibieran su destino, la princesa caminó apresuradamente hacia el despacho de los sacerdotes, donde debían tener un escritorio, libros, vinos y esas cosas. Donde tenían privacidad para toquetearse prensando en fieles.
La princesa se encerró allí. Reina del drama podría haber sido. Pero no sería reina de nada porque moriría en menos de una semana ¿Y eso qué? ¿Acaso la fuente no lo quería así? ¿Por qué estaban todos tan callados? ¡Por favor! ¡Era día de la Ritual de Nacimiento, no día del Ritual de esa fulana!
Kaldor alzó la mano, las dos, de hecho, porque las tenía esposadas. Aclaró su garganta hasta llamar la atención de la reina. Ella giró la cabeza hacia él, desconcertada, su alegría y su horrorosa sonrisa se habían esfumado, gracias al cielo.
Se encontraba aturdida como si una bomba le hubiera explotado en la cara, tenía los labios ligeramente separados y se movía con lentitud. Sus ojos estaban vidriosos, cargados de lágrimas que se afanaba en retener, brillaban como dos canicas o espejos pulidos, si Kaldor se hubiera acercado a ellos hubiera notado que eran los reflejos más honestos que pudiera habido encontrar.
—¿S-s-sí? —preguntó la reina en un susurro, porque de haber alzado la voz se hubiera quebrado, delatando lo débil que estaba.
—¿Podríamos seguir por favor? —preguntó y se acomodó en la silla—. Yo me ofrezco para ser el siguiente.
Sus amigos estallaron en risillas que trataron de sepultar bajo sus manos. De repente la gente, tan lenta, reaccionó a qué había ocurrido y comenzó a murmurar de forma acalorada. Incrédulos por el destino que había recibido ese puente... digo, muchacha.
Una chica ahogó un grito, era la joven de vestido negro y ojos rasgados. Estaba llorando por la princesa esa. Se abrazaba a ella misma y se encogía en la silla. Bueno. Kaldor alzó las cejas, apurando a la reina para que le diera una respuesta.
La reina asintió débilmente.
—S-sí.
Señaló la fuente con un vago movimiento de mano.
Kaldor se puso de pie, muy ufano, jamás la había pasado tan bien en su vida. El mundo exterior era más divertido de lo que había pensado. Creyó que era como la carretera que le hacían limpiar: cubierto de basura y desolado. Pero se había llevado una grata sorpresa, el mundo era cruel, inesperado y absurdo. Le gustaba.
Él no recibió aplausos, las personas estaban demasiado ocupadas murmurando, sollozando o permaneciendo mudas. Esa chica le había robado el protagonismo, su vida esa una miseria.
Solo Cer y Río silbaron, aplaudieron y gritaron:
—¡Ve por esa mierda, Vidente!
—¡Tú puedes papasito!
—¡Ahí viene el grande!
—¡Coge todo lo que puedas!
—¡Los papeles!
La mujer clavó los ojos en la puerta del despacho, pero no se movió de lugar porque, por más que quisiera consolar a su hija ella era la presentadora y tenía que continuar con la ceremonia. Hasta el último chico ¡Y faltaban como más de ciento diez! Kaldor caminó más lento, iba a dilatar ese momento lo más que pudiera.
Aunque el escandalo lo había animado, sentía reinando en él aquel vacío que siempre había conocido, tan frío y silencioso que oscurecía todo en Kaldor, porque seguía siendo la escoria.
Al verla más de cerca la mujer temblaba, pero parecía de ira y no de miedo. Perra loca. Kaldor se inclinó ligeramente hacia ella, a media reverencia, mirando el suelo como un animalillo tonto, imitando a su pueblo de palurdos que la veneraba demencialmente.
Él era el único cuerdo en aquellas tierras de dementes, y así, el último y solitario monstruo veneró burlonamente a la reina de locos:
—Es un honor su majísima majestad —Realizó una floritura con la mano—. No le guardo rencores por ignorarme y encerrarme toda la vida en una cárcel cuando con tanto poder pudo prevenirlo. Para nada. No, a pesar de que dice que se desvive por su pueblo y ama a cada alma de Reino, a pesar de que no creyó que haya sido necesario proteger a un indefenso huérfano de una mujer con un destino atroz ¿Sabe usted? Estar aquí es el mayor placer que me dio mi miserable y corta vida.
La reina le clavó dos ojos venenosos en su cara manchada.
—¿Eres Vidente?
—¿Cómo lo supo? —preguntó fingiendo asombro, alzando las cejas, torpemente se subió la manga de su uniforme y le mostró su antebrazo, manchas oscuras y amorfas se agitaban coléricas—. Mire, tengo piel de gallina.
—No es mi culpa que la fuente decidiera encerrarte toda tu vida —respondió ella tratando de sonar razonable y una sonrisa ligera, breve y sobre todo forzada, asomó en sus reticentes labios.
—Pero no hizo nada. Tenía agua para apagar el incendio y se quedó viendo las llamas ¿Eso no la convierte en culpable?
Meneó la cabeza como si fueran asuntos diferentes.
—Yo no puedo ir en contra del destino.
—Pues adivina qué, cerda ignorante —insultar a la reina le dio una satisfacción que no creyó capaz de sentir—, el incendio que no apagaste te puede quemar y ese será tu destino.
—Lo único que hago es preocuparme de cada habitante del pueblo, de todos, hasta de los que no tienen morada donde pasar la noche. Si la fuente quiso tan triste fortuna para ti fue por algo que nuestra mente estrecha no puede comprender —Escudriñó de soslayo el despacho—. Hoy la carga de tu madre se libera de tus hombros —Depositó nuevamente los ojos en él, pero por un segundo para deslizar su mirada a otro rincón, uno menos terrorífico—, y espero que de tu corazón.
—Vaya, señora, me deja de piedra —Kaldor comenzó a subir los escalones y alzó la voz por encima de su hombro—. Como un puente.
Sonrió.
Del piso de arriba dos hombres bajaron las escaleras con rapidez y sin el menor disimulo. Se metieron en la sala donde se había escondido la chica después de tocar la puerta. Debían ser su hermano y su padrastro, porque uno era joven y pelirrojo al igual que ella y su madre y el otro hombre era moreno, como salido de la nada.
Kaldor quiso comprobar si la chica estaba sentada en algún rincón de ese despacho, llorando desconsolada, porque se veía frágil y tarada pero los hombres abrieron la puerta y se escabulleron con tal rapidez que le fue imposible notar algo.
Terminó de subir los escalones y se aproximó a ese monumento místico y poderoso, sus pisadas eran gritos de guerra en aquel silencio déspota.
La cárcel nunca estaba en silencio, solo cuando los guardias los hacían formar fila para buscar drogas. Ahí todos cerraban la boca, como una cueva oculta. Primero los hacían bajarse los pantalones, luego abrirse de piernas y el doctor procedía a ajustar su guante de látex para tocarles el recto, palpando en cavidades, buscando lo que fuera. Kaldor nunca había sido capaz de guardar cosas en su cuerpo, pero había atravesado tantas rutinas que, decía Robin su compañero de celda, le podría entrar un elefante por el culo.
Y después Rex decía que no eran amigos. Por favor.
Si había algo que no extrañaría de la prisión sería las búsquedas de drogas y a Robin. Esperaba que ese maldito se muriera. Pero esa mañana su deseo hubiera sido más piadoso para ese hombre, esa mañana su mayor deseo hubiera sido morirse él. Si una estrella fugaz atravesaba el fragmento de cielo que Kaldor podía contemplar desde su celda, hubiera deseado que el mundo lo aniquilara. Que un terremoto le reventara el cráneo, que un preso le tronchara el estómago para arrancarle las tripas, que alguien, algún condenado, lo matara de una puta vez.
Pero, paradójicamente, en lugar de eso estaba parado frente a una fuente de agua dorada, que le daría una vida, porque esa había sido su decisión.
Un destino que podría decidir elegir o no. Peor que la chica del puente no podría ser.
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