75- Kaldor.
Él elevó la mano de forma natural y la bajó automáticamente pensando que eso era lo más virgen y patético que había hecho en su vida. Caminó hasta ella, se sentó a su lado en silencio y la miró.
Estaba cortada y vendada. Por eso se había remangado el pantalón hasta las rodillas porque los peores cortes estaban en las piernas, no eran profundos, pero sin duda dejarían cicatriz. Mecha. Mecha.
—¿Te gusta? —preguntó ella estirando las piernas cuanto pudo, demostrándole sus nuevos tajos en la carne, como estrías—. Parece que un puto niño dibujo en mi piel con un cuchillo —Suspiró.
Que le mostrara las piernas heridas estirándolas revelaba lo sedada que debería estar, al menos en esa zona. Él intuyó que tal vez no podría ponerse de pie en unas horas, él tendría que cargarla a todos lados. Y esa idea, de alguna manera, le gustaba.
Kaldor tragó saliva, quería preguntarle todo lo que había sufrido desde que se separaron ¿Quién te hirió? ¿Qué pasó? ¿Cómo hiciste para arrastrar a Río y a Calvin hasta aquí? ¿Estás bien? ¿En qué puedo ayudarte? ¿Sabes que existen miles de mundos y somos más pequeños e insignificantes de lo que creíamos? ¿Puedo jurar quedarme a tu lado y no irme nunca?
—¿Quién te hizo eso? ¿A quién tengo que matar?
Cer sonrió de lado, agotada.
—No creo que te guste matar a tu futura cita —dijo recostándose sobre los muslos de Kaldor.
Kaldor sintió que ahora tenía manchas rojas en las mejillas, le ardía toda la cara, pero eso no era nada comparado al cosquilleo en su entrepierna. Jamás había tenido a una chica recostando su cabeza, sus pechos y su abdomen en las piernas. Cer apoyó el lado izquierdo de su cara en las rodillas de él y observó el claro que rodeaba la casa, la caravana y el bosque sin vida.
—¿Por qué te hiciste eso? —preguntó Kaldor acariciándole la cabeza—. ¿Por qué te lastimaste?
Enterró los dedos de él en la cabellera de Cer, olía a pasto húmedo.
—Fue la maldición —musitó Cer—. A veces creo que tengo nubes en la piel y debo pincharlas para que el agua escape o me ahogará. Otras veces pensé que tenía gente bajo la carne que me pedía salir entonces comencé a abrirles camino con una piedra afilada. Pero todas las veces tuve ayuda.
—Jodida fuente. Odio que te haga ver cosas horribles. Si pudiera yo... —se mordió para no terminar la frase.
«Si pudiera mataría a la diosa»
¿Se puede matar a un dios? ¿Por qué un dios permitiría ese tipo de pensamientos? ¿Por qué Kaldor estaba dispuesto a todo por Cerezo, incluso, a romperse?
—Es verdad que todo lo que la fuente me mostró fueron cosas horribles, pero algunas tenían cierta nobleza oscura. Había un hombre. Rubio. Con cicatrices. Estaba muriendo por la libertad y sentí su amarga alegría. A veces entre las ramas de los árboles veía niños que se quitaban los corazones y se los entregaban al cielo, anhelando un mundo mejor. Y, y también vi la torre de un observatorio en una extraña isla, ahí terminó todo. Vi a los amantes saltando a la prisión. Se sentían como historias tan importantes como las nuestras. Pero cuando me perdía en mi maldición tenía gente que me ayudaba. Cal y Río me hicieron regresar a la realidad.
—Estaré eternamente agradecido con ellos.
—Es más, agradece que la última vez Río... —se detuvo, tragó saliva y el bosque lechoso se reflejó en su mirada— ya no importa.
No había lágrimas en sus ojos, ella era demasiado ruda para eso, estaba seca por dentro y no importara cuantas flores pudiera hacer crecer, ella siempre estaría un poco marchita, Kaldor lo notó. Y su miseria e insensibilidad lo enamoraron más.
—¿Quieres contarme lo que pasó? —preguntó bajando la cabeza hasta el oído de Cer y dándole un ligero beso en la mejilla.
Esperó que ella lo abofeteara por eso. Pero no ocurrió. Kaldor ahora entendía por qué se daban obsequios en los cumpleaños. A veces, los presentes hacen que el día sea mejor. Y que Cerezo le regalara aceptación hizo de esa pálida mañana una fiesta.
—No, ya pasó —Giró ante el contactó de los labios de él, apoyó la nuca en las rodillas de Kaldor, lo observó y sonrió—. Alguien tan fisgón como tú seguro es consumido por la curiosidad.
—Todo lo que venga de ti me consume, Cerezo.
Cer le colocó una mano sobre la quijada. Kaldor estaba al tanto de que su piel no era el contacto más satisfactorio del mundo, todas las personas que lo habían palpado rapidamente habían apartado los dedos y siseado de dolor. Algunos decían que quemaba y otros decían que su piel helaba. Pero ella parecía prestar atención solo a una sensación que le otorgaba él, ni el tacto, ni el aroma ni los ojos de Cer lo notaban, solo su sonrisa, como si quisiera tocar algo más de Kaldor. Algo que estaba debajo de las manchas, que había estado escondido para todos menos para ella.
Cer rodeó con sus dedos la quijada de Kaldor y le guío el mentón hasta los labios de ella. No lo besó, pero al tenerlo más cerca clavó sus ojos en los verdes de él y su aliento cálido le cosquilleó en las mejillas, bailoteando como las palabras que le aterrizaban en sus oídos.
—Kaldor, creí que me iba a morir en ese bosque blanco —confesó.
—No te vas a morir ¿Me oyes Cer? —le rodeó la cara con las manos, el rostro de ella era muy pequeño en comparación a sus dedos, era como una muñeca de porcelana—. Escaparemos juntos a otro lugar, hay muchos mundos además de este suelo en donde nos revolvemos.
Ella meneó la cabeza.
—No le tengo miedo a la muerte. Puedo morir. Y me da igual el lugar donde esté. Solo no quiero estar sola otra vez. Me cuesta decir este tipo de cosas...
—Solo dímelo, por favor.
—No me da miedo morir, me da miedo vivir como antes ¿Sí? Me aterra que no haya nadie para ayudarme cuando tenga la mente en lugares oscuros. Fue agradable ser apoyada por... ¿amigos? Me gustó que regresaras por mi cuando nos capturó Sillo, me gustó que fueras la carnada ¿Suena cínico?
—No.
—Es que, se siente bien que se preocupen por ti ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me salvaste? Casi no me conoces.
—¿Necesito conocerte?
—Sí, porque los únicos que salvan a desconocidos son las buenas personas.
—¿Y yo no soy buena persona?
—No puedes serlo, toda mi vida creí y sigo creyendo que no existen las buenas personas.
—Entonces sí te conozco, me gustas.
Kaldor parpadeó anonadado, Cer trató de desviarle la mirada porque se le estaba humedeciendo, pero se encontraban muy cerca uno del otro como para ocultarse cosas.
—Yo tenía compañía todas las noches Kaldor, pero nunca me sentí acompañada, jamás extrañé a nadie. Es que no anhelaba a nadie... ¡Estaba bien sola! Pero ahora Río se fue y creí que tú estabas muerto —Respiró aire trémulamente—. Envidió a esa Cerezo despreocupada y egoísta. Sería más fácil volver a ser ella, a veces quiero ser ella, pero no más de lo que te quiero a ti. Es que no dejaba de pensar en ti ¡Y ni sentido tiene! Desde que nos separamos no sentí alivio ¡Debería haber estado feliz de sobrevivir a esas bestias perrunas! ¡Pero estaba preocupada! ¿Está vivo? ¿Está vivo? ¿Qué harás si no está vivo? ¡Tiene que estar vivo! Me repetía y siempre volvía a ti ¿Kaldor? ¿Dónde está Kaldor? ¿Por qué quieres ver a Kaldor? ¿Por qué no puedes dormir si estás cansada? ¿Qué harás si no está vivo? ¿Por qué te preocupas tanto por un desconocido con el que no tuviste siquiera una cita?
—¿Y qué fue esa mágica noche en el bar de Melvin? —preguntó Kaldor tratando, esforzándose por hacerla reír, pero si algo no había tenido, en su vida entera, era comedia.
Ella sonrió, pero su risa no era tan intensa como cuando la conoció, la sombra de Río era un peso demasiado grande como para que lo levanten sus labios.
—Ay, Kaldor —Cer le acarició las manchas del cuello—, ojalá no te quisiera tanto, nunca amé —Se encogió de hombros—, no sé qué hacer con tanto amor.
—Tal vez no sea tanto el amor que me tengas y no puedas reconocerlo porque desconoces el verdadero amor.
Cer sonrió tenuemente.
—El que tengo es suficiente. Siento que me parte y es irónico que te lo diga una persona cubierta de heridas. Me siento vulnerable... y también invencible... no sé qué hacer con tanto amor —concluyó.
—Creí que yo era un pesado sin escrúpulos.
—Lo eres —colocó sus dedos sobre los labios de él, como si quisiera inspeccionar cada parte de Kaldor—, pero eres un pesado sin escrúpulos correspondido —respiró aire hondamente—. Prométeme que cuando nos liberemos de la maldición saldremos juntos a algún lugar, a querernos como corresponde.
—Da igual donde nos encontremos Cer o qué esté haciendo, siempre te querré cómo corresponde.
Cer sonrió y chocó la frente de ella con la de él ¡Ah, Robin tenía razón a las mujeres les gustaban que se dijeran cosas sentimentales! Kaldor le agradeció en silencio.
Ambos se rodearon la cara con las manos, querían demostrarle al otro, de alguna forma, que se tenían. Que no estaban solos y jamás volverían a estarlo.
—¿Ves lo que hacen los muertos? —preguntó con la voz quebrada al pensar en Río—. Quitan armaduras, ahora somos dos sensibleros lamiéndonos las heridas.
Kaldor le lamió el cuello, ella lo empujó, ladeó la cabeza y rio un poco más animada. Continuó recostada sobre sus piernas, pero él dejó de inclinarse sobre ella como si fuera a comérsela. Apoyó el codo derecho sobre el escalón superior y empleó la mano izquierda para juguetear con la cabellera de Cer. Hundía los dedos en su melena castaña o con las yemas recorría la nariz respingada de ella. Le gustaba acariciarla, sentía que la calidez de ella le besaba el alma.
—Nunca tuve una cita —regresó Cer al inicio de la conversación—. No una real, solamente te dije que las citas deberían ser románticas porque eso tenían las otras chicas de Reino. Las humanas, al menos, porque los humanos crearon ese rollo de las citas.
—¿Tu especie no tiene citas?
—No, conocerse es una costumbre humana. Yo viví mucho tiempo con humanos así que me comporto más como ellos.
—¿Y cómo hace tu especie para coger sino tienen citas?
—¡Al igual que todo el mundo, tonto! Si quieren formar un vínculo van juntos a todos lados como si estuvieran casados y ya. Pero casi nadie forma vínculos. Tampoco es complicado. Yo no tuve citas por ser... ya sabes por mi trabajo y porque nadie me invitaba, creían que los rechazaría como hacen los de mi especie. O al menos eso me gusta pensar, lo más probable es que no haya tenido citas por ser una prostituta, es decir, te saltas la comida y vas directo al postre.
—Ah.
—Así que no deberías preocuparte mucho, serás la mejor cita que tenga, hagas lo que hagas.
Eso entusiasmó al mismo tiempo que entristeció a Kaldor. Cerezo se merecía que los hombres con los que estuvo la trataran con dignidad, como si fuera algo más que una buena cogida o un polvo. O peor, una especie rara. Era una chica, se había ganado respeto, cariño y una charla que la hiciera sentirse alguien.
No quería ser la mejor cita haga lo que haga, quería esforzarse, porque ella se lo merecía, porque era perfecta y porque lo veía como si no fuera un monstruo. Al menos, si Cer creía que era un monstruo tampoco le importaba.
—Yo jamás estuve que con una chica. Ni siquiera en una conversación —admitió él—. Así que no deberías preocuparte tampoco.
Cer curvó el labio, estiró una mano hasta el cogote de Kaldor y le dio palmaditas con los dedos como si estuviera tocando las teclas de un piano. Kaldor cazó esa mano juguetona y le besó los nudillos.
—¿Jamás estuviste con una chica?
—No sé dónde encontraría una chica en una cárcel para hombres.
—¿Eres virgen?
—No.
—¿Te liaste con tipos? —preguntó ella.
Kaldor rio, mirando los dedos finos y delgados de ella. Ella era morruda, pero pequeña, como un hombre enfermo.
—Estuve rodeado de tipos hasta cumplir dieciocho y unos meses más. Es obvio que estuve con algunos.
—¿Eras pasivo o activo? —se interesó, lo preguntaba con naturalidad.
A Kaldor eso le agradó, había escuchado que las chicas de Reino, al menos las que querían ser tratadas como damas, no solían hablar ese tipo de cosas. Los hombres tampoco solían hacerlo, menos que menos los caballeros. Había escuchado por allí que era un tema descarado para hablar. Le divirtió porque en prisión era el tópico favorito de todos.
—Los dos —recordó e inclinó la cabeza hacia un costado— ¿Por?
—¿Te gustó?
—Sí, algunas veces sí.
—¿Tenían tu consentimiento?
Kaldor soltó una risa recordando a los bastardos mugrientos de la cárcel.
—Querida, no iba a pasar nada si no estaba mi consentimiento. Podían estar drogados, agarrarme entre tres, tumbarme al suelo y darme una paliza con sus botas. Pero nada más, tal vez podían darme puñetazos si tenían los nudillos cubiertos de tela y golpeaban mi uniforme, pero nadie pudo lograr que nuestras pieles se tocaran sin caer desvanecidos al instante —aseguró—. Si yo no quería tener relaciones con ellos los envenenaba al primer rose y ya. Los hubiese matado, pero eso me hubiera traído líos enormes con los guardias. Prefería mantener el perfil bajo.
Cer suspiró, añorando.
—Tener manchas venenosas me hubieran servido para más de un pesado.
Kaldor no quería imaginar ese escenario, ella tumbada, queriendo escapar y no pudiendo. Cerró los ojos, apartando las horribles imágenes de su rostro. Apretó la mano de Cer contra su pecho, los volvió a abrir y le sonrió con ternura.
—Dime algo tuyo —pidió propinándole un toquecito cariñoso en la nariz.
Cer se rio, las manos unidas de ambos se balancearon de un lado a otro como si fueran bailarines borrachos.
—Ya extrañaba tus preguntas fisgonas —Humedeció los labios, pensando—. Mi madre se llamaba Azalea era la mujer más santa y buena del mundo. Jamás se enfadó conmigo, ni siquiera cuando era una mala dríada.
—¿Cuándo la perdiste?
—Once.
—Lo lamento.
—Desde los catorce fingí que me gustaba el vino para verme más sofisticada, pero no es verdad —prosiguió con la confesión—. Mi bebida favorita es el jugo de naranja que venden en cajitas para que los niños de primaria beban en los recreos.
Kaldor anotó ese dato en su mente. Su bebida favorita. Jugo de naranja. En cajita. Su madre se llamaba Azalea. Se sentía absurdo que, teniendo en las últimas horas tanta información como la existencia de otros mundos y guerras, creyera que el dato realmente valioso era el jugo favorito de Cer.
—Yo solo bebí agua y alcohol —recordó Kaldor las bebidas del bar de Melvin—. Y creo que prefiero el agua.
Cer asintió enérgica.
—Antes que el alcohol del bar de Melvin bebería mi orina.
—Dime algo más —suplicó.
Ella no pudo evitar la felicidad que le provocaba la petición de Kaldor, tenía la cara sonrojada, por poco olvidó el dolor de las cortadas. Se mordió el labio.
—Cuando tenía quince me hice una corona de amapolas violetas —Dibujó sobre el cráneo de Kaldor una corona imaginaria—. Me sentía bellísima con ella, era mi posesión más preciada. Al ser dríada podía lograr que las flores no se marchitaran y que duraran cortadas meses enteros. Luego la vendí por un par de zapatos ¡Pero que zapatos, también estaba guapísima con ese par! Entonces se me ocurrió hacer más y más coronas porque soy una visionaria y viví de eso unos meses hasta que las ventas bajaron. Mi color favorito es el negro —Le tocó la mancha que palpitaba en medio de su frente—. El instrumento que más me gusta es el violín, aunque no sepa tocarlo y odio las guitarras. No suenan bien, parecen ordinarias. A los ocho años siempre soñaba con tener un vestido de princesa, esos que parecen un panquecito de canela y están repletos de moños y encaje.
Kaldor asintió, serio.
—¿Lo tuviste?
Cer rio.
—No, las dríadas visten con hojas, son como salvajes, utilizan arbustos y esas cosas para ocultar sus partes nobles ¡Si es que las ocultan! No conseguí el vestido, tampoco hubiese sido practico en una calle. Escuché que son pesados y barren el suelo. Incomodo. Tampoco es una historia triste, de pequeña podía querer siete cosas diferentes en un día ¡Lo quería todo! ¡Lo que servía y lo que no! ¡Todo!
—Eres ambiciosa.
—Exacto. Esa niña ambiciosa no consiguió el vestido incomodo, pero sí ropa humana. Cuando murió mi mamá me adentré en la ciudad. Me alejé del bosque y de los campos, no quería trabajar con los campesinos, ni hacer crecer sus cosechas a cambio de cobijo o comida, como solían hacer mis iguales. Tampoco me interesaba velar por los animales y la flora. A veces volvía, o sea, seguía yendo a la escuela y hablando con las otras dríadas o ninfas, pero no estaba ni en un lugar ni en el otro. No pertenecía a ninguna tierra. Eso a veces me gustaba. Me uní al prostíbulo de Lavenlle para conseguir dinero. Lavenlle era una mujer gorda y enojona, se esforzaba para ser cruel, porque en el fondo era buena y encariñarse de las chicas le hubiese roto el corazón.
—¿Sufrías?
Cer arrugó el entrecejo.
—Sufrir es una palabra muy fuerte. No la pasaba bien, pero recibir la paga hacía que todo valiera la pena. Iba allí para usar las habitaciones perfumadas que solían gustarles a los chicos, pero yo dormía en un molino. Esa era mi casa y ahí mandaba yo ¡Lo remodelé y todo! No parecía tan abandonado.
—¿Tan?
—Ya, le faltaba un suelo, pero fue un inmueble gratis ¿Qué más quieres? Era mi pedazo de mundo ¡Y gratis! Emparché las goteras y como no tenía pintura para las paredes las cubrí de flores y fabriqué una alfombra de hierbas. Era decente, qué va, era superior. Ahí dejé mis cosas... Tampoco eran pertenencias de valor, solo un diario, ropa y artilugios que creía interesantes como joyas o rocas ¡Me gusta coleccionar cosas diferentes!
—O sea que eres una acumuladora chiflada.
—Las coleccionó —reiteró.
—¿Tu casa sigue allá, en Reino?
—Sí, hace años no piso ese lugar, creí que al salir de la cárcel podría visitarlo, pero preferí ir a Muro Verde con Río. El escondite está a veinte minutos de Muro Verde, de la frontera, en los matorrales interminables detrás de las cosechas de maíz. Me asenté ahí porque todos tenían miedo de esa zona, la evitaban y me daba cierta privacidad.
Molino abandonado. A veinte minutos de Muro Verde, en los campos de maíz. Se prometió ir ahí, atravesar algún pasaje que en lugar de llevarlo a otro mundo lo enviara a Reino de vuelta, detrás de la frontera de zarzas asesinas. Recogería todas las pertenencias basura de Cer y se las regresaría como regalo de... ¿Cómo era? De... ¡Aniversario! La gente, sobre todo la gente enamorada, solía festejar fechas.
Las fechas se festejan cuando te alegra vivir. Y Kaldor tenía tantas ganas de festejar.
Y de vivir.
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