47- Olivia.
Olivia no sabía que los santuarios son para los cuerpos, pero no para los corazones, porque aunque estuvo en zona segura su mente seguía atormentándola y unas manos rencorosas le aparentaban el pecho, este corazón no latirá nunca más, parecían decir.
Si ella era una mierda en zonas peligrosas continuaba siendo una mierda en Santuario, pero ahora era una mierda protegida, segura.
Ya era de noche cuando llegaron y la alergia a las sombras de Sillo los ayudó a orientarse. El fuego de su paraguas, su ropa fosforescente, el farol sobre la calva y sus zapatos de luces iluminaban el camino.
Les tomó cuarenta minutos de caminata, pero valía la pena cada paso. Por la promesa. Descanso, descanso. Por todo lo que pasaste, eso merece un descanso. Todo termina ya. Pensaba y no había otra cosa ahí que ese horrible sonido en su cabeza.
Olivia se sorprendió de no encontrar una muralla. Sillo sacó una tiza de color esmeralda y dibujó un arco. Al principio se vio como un gesto absurdo, pero una línea de luz dorada resurgió donde había transcurrido la tiza. Una puerta arqueada se trazó en el aire y dio paso a un pueblo.
Las casas comenzaron a crecer abruptamente. Eran pequeñas, construidas con rocas ovaladas y exageradamente grandes, como huevos de gigante, estaban apiladas unas encima de otras y creaban una rustica mampostería. Los caminos eran de flores amarillas y cuando los pisaba liberaban una fragancia exquisita y reconfortante. No había calles, solo veredas y las estrellas sobre el cielo se acumulaban con elegancia.
La gente del pueblo era un poco... rara, no quería pensar en esa palabra, pero nunca había visto criaturas mágicas como aquellas. Rara quedarás cuando acabe contigo golfa clasista, pensó... ella ¡Ella!
—Parecen los dioses egipcios, mi padre es historiador —susurró Calvin girando la cabeza en varias direcciones—. ¿Aquí hay de esos?
Olivia meneó la cabeza, sin poder entender la mitad de las cosas de las que hablaba Calvin. Para ella los ciudadanos no eran como dioses egipcios, eran una horrible mezcla entre perro y humano. Tal vez horrible no, pero... a quién engañaba, eran horribles.
Algunos tenían cuerpos humanos, pero cabeza de perros negros con orejas altas y filosas, hocico estrecho y alargado y ojos como canicas. Otros traían cabeza humana, pero incrustada en el cuerpo cuadrúpedo, esos se veían incomodos y alzaban el mentón para velos pasar ya que estaban cerca del suelo.
Los más suertudos solo tenían cola o patas negras y largas como guantes monstruosos. Pero no todos eran afortunados porque la gran mayoría contaba con una pierna humana y una pata de perro. Unos pocos ni siquiera podían caminar o ponerse de pie porque eran el resultado de una perversa combinación que Olivia no se atrevió a mirar dos veces.
Aun así, el pueblo era estético, las casas estaban limpias, repletas de flores silvestres, incluso el moho resultaba atractivo, revistiendo las paredes casi intencionalmente. Los árboles eran rectos y no había hojas muertas en el suelo.
Los lugareños se detenían al verlos pasar, pero rapidamente regresaban a las tareas que estaban realizando como cosechando patatas en su jardín rodeado por verjas de madera, barriendo el suelo o paseando a niños. Prácticamente los ignoraban, como si no fueran los primeros visitantes en doce años, pero en más de una ocasión notó que la espiaban de refilón y se lamian los colmillos con avidez.
Todas las calles sembradas de flores desembocaban en una plaza redonda y enlodada totalmente incongruente con el resto del pueblo que parecía una postal o un cuadro detallista para adornar un desván. Ese círculo de barro resultaba obsceno, estaba descuidado y en medio se alzaba un madero sin ningún sentido.
Detrás de la plaza se imponía un edificio de dos pisos de roca caliza.
Delante de la puerta principal, en el extremo de la plaza, había una extensa mesa que pudo albergar a veinte invitados. Todo en la mesa estaba listo para un banquete: El mantel blanco ondeaba ante la serena brisa, la bajilla enlistada como los cocineros que traían la cena real en el comedor y canastas tenían todo tipo de panecillos. Pero faltaba la comida, solo había pan y cubiertos de plata que brillaban, como si fueran estrellas, bajo el resplandor moribundo de la luna.
—¡Esto es para ustedes, queridos viajeros! —exclamó eufóricamente Sillo, estirando los brazos.
Olivia quería irse a dormir, sentía la mente cargada, no podía pensar en nada, solo ver, como si le hubieran arrancado la mitad del cerebro o fuera un pez que sigue instintos. Estaba cansada de observar y no poder formular pensamientos. Incluso le costaba mover los labios y hablar. Quería dormir.
Miró hacia sus compañeros, tenían una mirada vacuna, vacía y ausente. Cer había perdido su fiereza, Calvin su tristeza y no quedaba nada del dolor o la diversión de Río. Se veían como perros enfermos.
Río dio golpecitos con sus pezuñas al suelo lodoso.
Olivia arrugó el labio. Qué asco, tenía el cuerpo como un animal. Esas piernas de cabra no servirán para nada aquí, pensó sin saber por qué, maldito seas por mil años y mil más. Aquí estamos cansados de los animales, esas partes no nos sirven, de hecho ¿En qué lugar lo hacen?
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