19- Kaldor
Ese día había sido uno de los más largos de su vida, parecía no acabar, sin embargo, era el mejor día de su vida. Porque no solo estaba en el mundo exterior, y ahora estaba alejado de ese pueblo fastidioso que idolatraba a una familia de cretinos pelirrojos con secretos, sino que también había escapado de la rutina de la prisión.
Antes todos los días se parecían, como las fichas de las damas chinas, no había mucho que hacer en los pabellones. La semana mejoraba considerablemente si tenía la suerte de que alguien se pelara a puñetazos y si participaban cuchillos oxidados en la riña mejor aún, ese día se volvía como su cumpleaños.
Pero más allá de eso, nada variaba. Se despertaba cuando los carceleros chocaban sus porras contra las jaulas, si no se levantaba brincando de la cama lo arrojaban al suelo por perezoso, marchaba para el desayuno, marchaba para tomar sol en patio de juegos donde se sentaba en la sombra, de espaldas a sus compañeros, mirando el rincón para ignorarlos y no socializar, luego marchaba a recibir el almuerzo, más tarde seguía la fila para las duchas, después marchar para cenar y a la cama para volver a empezar a la mañana siguiente.
Su vida era desfilar a vivir sucesos que no lo hacían sentirse vivo.
Algunos días lo obligaban a trabajar en la lavandería o trapear los pasillos con una venda en los ojos para no verse reflejado en la cubeta de agua o en la puertilla del lavarropas, si te otorgaban un trabajo con más responsabilidad como la cocina o la enfermería era todo un honor que no lo honraba en absoluto.
El Kaldor rutinario era un Kaldor infeliz, el Kaldor de ese día estaba en un parque de diversiones, no sabría lo que vendría después y eso lo aproximaba a un primitivo estado de ¿Alegría? No, no era feliz, jamás lo sería, pero ya no estaba amargado. Eso, damas y caballeros, es progreso.
Primero encontraría a Cer y Río y si las enfermedades se tardaban en llegar, buscaría hongos venenosos o alguna planta alucinógena para comerla con ellos y estar un poco ebrios o colocados. Más tarde, vería cómo salir de allí y vengarse, de ser posible.
Lo primero que sintió en Muro Verde ¿Seguía llamándolo así? Ahora estaba del otro lado del muro... daba igual. Lo primero que sintió en Muro Verde fue un amargo y fétido olor a putrefacción que le arrancó una ancha sonrisa y le hizo toser. La peste era tan densa que lo atacó como un puñetazo.
A Kaldor le gustaban los cadáveres porque, por más muerto que se sintiera, siempre le recordaban que él no era uno de ellos.
Al menos tantas horas trabajando en la prisión con una venda en los ojos le habían dado la experiencia de los ciegos. Se sentía a gusto en las penumbras.
Dio un paso adelante, algo sólido y quebradizo se fragmentó bajo el peso de sus pies y oyó huesos crujir. Coro de ángeles, estaba en un puto cementerio. Aplastó otro par de huesos para divertirse.
La oscuridad allí era densa, el follaje de los elevados y robustos árboles del bosque impedían cualquier acceso de luz, pero podía adivinar que caminaba sobre cadáveres descompuestos. Los resbaladizos, supuso, todavía tenían piel y un poco de musculo añejo, eran los que más apestaban. Los más frescos. No le importó porque había caminado sobre cosas peores.
Kaldor no era bueno en matemáticas, pero podía contar más de diez, quince, treinta cadáveres que dejaba atrás, a ese paso no habría víctimas vivas para él.
Escuchó una voz agitada ¿Olivia? ¿De verdad lo había seguido hasta ahí? ¿Por qué su vida era tan miserable? Las moscas zumbaban de un lado a otro, eran un poco irritantes, pero estaba acostumbrado a apreciar su compañía, cuando lo encerraban en aislamiento eran los únicos seres vivos que lo venían a visitar. Le caminaban por las mejillas y le hacían cosquillas.
Extendió los brazos para no chocarse con cortezas.
Moscas. Oscuridad. Cementerio. Hogar dulce hogar. Podría quedarse allí para siempre.
—¿Vidente? —Olivia estaba muy cerca, su voz fluctuaba, estaba reprimiendo las náuseas.
Guardó silencio y no se movió, de esa manera la zorra entrometida no lo vería. Sintió un par de dedos cálidos, suaves y finos sobre su antebrazo, lo tocaban con desconfianza, pero cuando los dedos notaron que se trataba de piel viva se aferraron con desesperación. Lo encontró.
—Diablos —rumió él.
—¡Oh, eres tú! ¡Te encontré!
—Qué suerte la mía —dijo tanteando su pantalón, tratando de recordar dónde había dejado el arma.
—Vidente estamos sobre un cementerio —musitó con agitación.
—Ajá —respondió buscando en las penumbras el gatillo ¿La tenía garrada al revés? ¿Le había puesto el seguro? ¿Podía morir por un accidente como aquel?
—Creo que estas personas las mató Muro Verde, trataron de salir. Lo sé porque caí sobre una de ellas y —Su voz se quebró recordando el espantoso momento, respiró aire trémulamente y agregó— están atravesadas por ramas enromes, las tienes clavadas como estacas.
—Qué pena —se lamentó sin compasión.
—Oh, Vidente —continuó lloriqueando y lo soltó del brazo, de seguro para enjugarse las lágrimas de princesa débil y estúpida que corrían por sus mejillas.
Agarró la pistola con firmeza, el índice recostado sobre el gatillo, sin seguro, estaba listo, no había margen de error. Estiró el brazo y trató de conducir el cañón de la pistola hacia el pecho de ella, no quería errar el tiro, darle en algún lugar como el hombro o el estómago y que ella se pusiera a chillar. Olivia detuvo abruptamente su llanto y permaneció oculta en un misterioso silencio, desapareció para sus oídos ¿Lo había visto? ¿Había notado que estaba apuntándola con el arma? ¿Cómo?
—¿Dónde estás? —preguntó canturreando.
—Cállate —chitó ella, histérica, sin la menor nota de tristeza, esa chica era una caja de sorpresas emocionales.
Estaba seguro de que si le pinchaba la cabeza saldrían tantos pensamientos como nubes tiene el cielo, pero esperaba que de su cabeza salieran sesos espumantes y calientes como a Rex en los próximos días ¿Un cerebro es como gelatina o espuma? Las respuestas pertenecen a los hombres que actúan, así que tenía que dispararle rápido y reventarle el cráneo de una buena vez.
—¿Qué?
—Chits, que te calles.
—Pero...
¡Paf!
Olivia estrelló su mano extendida en la mejilla de él. Esa yegua lo había abofeteado para que cerrara la boca. Joder. Kaldor sintió un hormigueo caliente ascendiendo por su mejilla y convirtiéndose en fuego, no era dolor, él no podía sentirlo0, era rabia, autentica, letal.
Hasta aquí llegaste, Olivia, di tus últimas palabras.
—Escucho música —mustió ella—. Viene de... no de allá no... viene de por aquí.
Olivia lo agarró de la muñeca, ignorando su repentino acto de violencia y lo arrastró por encima de un cadáver que, evidentemente, parecía haber sido asesinado por una rama.
Kaldor lo supo al tropezar con el cuerpo, no pudo afirmar sus pies sobre el suelo a tiempo porque era arrastrado por la chica y tuvo que depositar su mano derecha, para no caer de bruces al piso, en lo que era un cuello o una pierna. La pútrida carne, fofa y fría como el queso, estaba agujereada por miles de ramitas, como si fuera acupuntura o brochetas para la cena. Olivia todavía lo tenía sujeto, no lo soltaba.
—De pie —ordenó ella, propinándole un fuerte tirón—. Ya casi llegamos.
Por ser alguien tan tímida daba órdenes como un general.
¿De verdad esa chica lo estaba arrastrando a música? Era un bosque con gente moribunda, con personas malditas, tierra desconocida y peligrosa ¿Y ella iba corriendo al primer sonido que escuchaba? Hasta ese día había pensado que la familia real recibía una educación especial, que eran eruditos, racionales, inteligentes e intuitivos. Unos ratones de biblioteca en todos los sentidos.
Eso le había dicho Randy Sanderson cuando fregaban con lejía los azulejos del baño. Randy era un hablador de primera: «Mi tío es maestro del Príncipe Darius, pero solo en el ámbito de matemáticas porque saben de todo y tienen eruditos que les enseñan sobre cada disciplina, de literatura, astronomía, física, magialogía, botánica, zoología, política, sociología y todo lo que te puedas imaginar»
Pero Kaldor no podía imaginar mucho, porque no conocía ni el nombre de esas disciplinas. En aquel momento había pensado que si algún día se topaba con la familia real él se vería como un burro mal hablado, ya que a duras penas sabía leer. Pues las cosas habían sido diferentes, ahora se sentía mucho más listo que Olivia y creía que el cerebro de ella era del tamaño de una nuez, ahí solo podía almacenar algunos nombres y recordar cómo llorar porque no parecía usar su inteligencia para otra cosa.
Deberíamos huir en sentido contrario, se dijo.
Kaldor estaba a punto de darle un puñetazo en donde creía estaría su nuca, pero entonces notó un fulgor anaranjado y lejano, como fuego. Sin duda se trataba de una fogata. Fuego, ah, fuego, fuego, el resplandor de vida, aunque todo lo que tocaba encontraba la muerte.
Repentinamente fueron despedidos hacia un rincón del bosque donde los árboles dejaban de crecer o lo hacían a intervalos de diez a veinte metros. Había casas de madera estrechas y altas como madrigueras, estructuras ruinosas y enmohecidas por el correr del tiempo. Algunas cosas tenían porches con sillones envejecidos, emparchados o rajados y antorchas custodiaban los lados de las escaleras. Una galería de cien metros de largo enfrentaba la fila de casas destrozadas. El piso de la galería era de paja, un yunque y un horno delataban que se trataba de una herrería abandonada, el techo de tejas estaba desmoronándose hacía años.
Las callejuelas lodosas eran de tierra apisonada. Lo que tenían ante sus ojos era un pueblo cuyos habitantes no vivían los suficiente para reconstruirlo o bien no les importaba.
Entre las calles o avenidas, junto a las veradas, alguien había cavado zanjas demasiado hondas y anchas, como ríos secos, rodeadas de sacos de arena.
Lo más extraño eran las personas nuevas que caminaban por allí. Había una chica y un muchacho discutiendo por una casa ruinosa, ambos afirmaban que era suya porque habían sido el primero en entrar. Kaldor no hubiera gastado saliva en esa pocilga.
El joven no tenía ojos, únicamente una prolongación de su frente que era dividida por el puente de la nariz, pero parecía ver perfectamente. La muchacha era humana y estaba pálida con ampollas del tamaño de uvas en los brazos, incluso se le había empezado a desquebrajar la piel de las muñecas, como cuando se pela una naranja. Chorreaba sangre.
A ella la maldición ya había comenzado a aniquilarla, era al azar, algunos no vivían dos días otros podían demorar años en fallecer ante la enfermedad. Los dolores de las ampollas ponían a la chica inflexible, terminó ganando la disputa porque el joven hizo un gesto despectivo con la mano. Tal vez él se dio cuenta de que, en menos de veinticuatro horas, si regresaba a esa casa encontraría a la chica explotada como una pasa, tiraría su cadáver a la zanja y se quedaría con la pocilga sin tener que discutir. El joven bajó los escalones del porche, caminó airado por la calle, giró en una esquina y se perdió tras un arbusto alto y crecido.
La chica se sentó en los escalones de la casa, agotada y musitó una oración a la Diosa Madre, mirando las llamas de las antorchas. Kaldor dudaba que ella la oyera en tierras oscuras ¿No era que esa diosa de meados solo protegía a los seres luminosos y mansos?
Pero nadie ahí era manso, eran rebeldes porque preferían morir allí a que cumplir el destino que la diosa le había puesto.
Algunos deambulaban sin rumbo en las calles, investigando el lugar con poco interés. Unos jóvenes se calentaban cerca del yunque frente a un tambor con leña, aunque no hacía frío, se los veía desamparados y tristes.
Había una mujer de cuarenta años, cabello cobrizo y enmarañado, con trenzas y plumas perdidas en su caótica melena, vestida con una chaqueta de frac, falda abultada y chistera. Cargaba propaganda en las manos que trataba de compartir con oídos interesados, pero sin mucho éxito. Se arrimó hacia el muchacho sin ojos que abandonaba la casa, pero él la esquivó antes de perderse en la esquina con setos, también se dirigió hacia los desamparados que se abrigaban junto al fuego, pero ellos menearon la cabeza y continuaron observando las llamas.
Ellos también estaban orando ¿Acaso Kaldor era el único ser inteligente en ese lugar? Quería predicarles sobre la desesperanza y el ateísmo, esa eran las religiones de él. Podía darles una verdad: No esperes nada del mundo más que la muerte, pues es lo único que te promete y que cumple.
La mujer era como un profeta de los cojones que quería hablar del fin del mundo: nadie le regalaba un segundo de su tiempo. Kaldor no sería la excepción, él trató de mirar a otro lado con aire distraído para que la vieja no se acercara, pero no tuvo mucho éxito.
Aquella mujer los notó y se aproximó hacia ellos, Olivia se había quedado petrificada observando anonadada su nuevo hogar. A Kaldor ese lugar viejo le recordaba a la prisión, a Olivia, por su expresión, le parecía un infierno.
—Hola, soy Chloé Le Brun, bienvenidos a Muro Verde —Sonrió la mujer, se quitó el sombrero, para alivio de Kaldor que resultaba extremadamente irritante, e hizo una reverencia—. Me alegra que no estén lloriqueando y todavía conserven algo de espíritu —añadió calándose el gorro en su cabeza.
—Yo no estaría tan seguro —respondió Kaldor echándole una mirada a Olivia.
Le daba tres segundos antes de que partiera en lágrimas otra vez.
Corté acá el capítulo porque sino iba a ser muy largo.
Finjamos que es viernes (porque creí que lo era pero recién me entero que es sábado) jajajaja cursar virtualmente hace que se me mareen los días, perdón.
No sé si le gustan los musicales como Los Miserables o Moulin Rouge pero hace poco vengo escuchando dos canciones (Alive y Confrontation) de un musical de Dr. Jekyll and Mr. Hyde, lo bueno es que tienen el mismo cantante pero cambia tanto la voz que parecen personas diferentes D: Si no son de la onda musicales recomiendo otra canción buenísima que es: still don't know my name de la serie Euforia.
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