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10- Kaldor.


La roca del suelo y las paredes también era vieja de ese lado, podía verla seca, erosionada, de color gris, nada sofisticado porque todo el dinero se había usado en ese palacio real y en los jardines.

Se paró de rodillas en el borde de la fuente de aguas doradas y pacíficas. Había tenido sueños alocados en donde nadaba como si fuera una piscina o donde meaba sobre su diosa acuosa. Pero al estar parado frente a aquella cosa comprendió por qué nadie lo había hecho antes. Eran majestuosa, por primera vez Kaldor sintió que no tenía deseos de romper algo, romperlo hasta dejarlo igual de roto que él.

Resplandecía y liberaba calor, incluso emitía un leve murmullo como el motor zumbante de un auto aproximándose a toda velocidad por una sucia carretera. Su superficie era como un espejo, se pudo ver, aunque todos los colores de su proyección eran ocres y opacos ahí estaba él. Nítido. Claro.

Tragó saliva. Ese adolescente no se asemejaba en nada al niño que recordaba.

Su rostro parecía el de una chica, eso lo molestó un poco, tenía rasgos pequeños y finos, aun así, no era feo. Su quijada estaba marcada como si fuera el canto de una mesa, tenía la barbilla bifurcada ligeramente, dos ojos verdes chispeantes, unas cejas oscuras, cabello revuelto y rubio, un poco de pecas sobre su nariz y unos labios largos pero estrechos.

Era fornido.

Se extrañó. Había creído que era mucho más monstruoso, pero se veía como los demás jóvenes del salón. Su aspecto era el de un humano. Hasta que una mancha latente, como un corazón se desplazó de su cuello, reptó y subió como una burbuja hasta el entrecejo donde le dio un fuerte dolor de cabeza. Una punzada en el cráneo lo arrancó toda idea esperanzadora. La mancha, desquiciada y enervada, rodó por su oreja y se vertió por la piel de su espalda.

Sus manchas solo dolían cuando estaba muy nervioso.

De repente no quiso observarse más. No quería saber que se veía igual que el resto, porque no había vivido como ellos, solo por mala suerte, por su destino.

—Kaldor. Kal. Mi amigo. Tanto tiempo —Sonrió reflejo con su mueca histérica y odiosa, tenía odio para él y para el mundo—. Estuve tantos años solo, solin, solito. Te extrañé tanto. Creí que enloquecería sin nadie con quien hablar ¡Enloquecería!

Kal alzó la comisura de su labio izquierdo, tal vez él también lo había extrañado.

—Pregúntame algo y te lo diré —suplicó Reflejo—. Lo que sea. Pregunta ¿Quieres saber qué pensó Fany antes de morir? ¿Quieres conocer qué será de esa chica linda que se sienta a tu lado? ¿Qué piensa Rex de ti? Pídeme lo que sea que te hiera y te lo susurraré para ti.

—¿Cuál es el mayor miedo de la rei...

—¡Basta! —ordenó la reina con un atronador grito, estaba de espaldas a la multitud, vigilándolo a él—. ¡Sin preguntas, cosa!

Unos guardias, sin saber de dónde habían salido caminaron, por el pasillo con espadas y rifles, dispuestos a detener su contacto con reflejo o a detener su vida. Kaldor apretó los puños. Siempre alguien de allá arriba se interponía para cortar su contacto con Reflejo.

Cuando era niño, en la correccional solían adorarlo a él y a su don porque antes la gente creía que era un regalo y no una maldición. Todos le pedían que hiciera preguntas a Reflejo. Era como un Oráculo o un Vidente, primero fueron los guardias, preguntaban cómo estaría de salud su familia, qué ocurriría en el futuro, a qué número apostar, qué secreto le ocultaban sus hijos, si aprobarían en tal examen y entre otras banalidades. Incluso le regalaban espejos de todo tipo.

Su celda era un cuarto de espejos elegantes, pequeños, grandes, medianos, redondos, rectangulares, ondulados y demás. A veces también le regalaban dulces, figurillas de acción y libros con ilustraciones.

Su fama se esparció como pólvora, rapidamente supieron en todo Reino que el niño leía el futuro, ese pequeño preso con un triste destino lo podía saber todo si se lo preguntaba a un espejo nítido. Hubo una semana en donde la gente iba en masa a visitarlo a prisión, le traían golosinas, le hacían bromas, le contaban cuentos y hablaban con él si tan solo podía leerles el futuro, algo que Kaldor hubiera hecho gratis.

Kaldor siempre aceptaba, pero cuando cumplió siete, u ocho, ya no recordaba bien, abruptamente se acabaron las visitas como a una viuda se le acaba la felicidad. El gobernante de la correccional estipuló que Kaldor sería encerrado en una celda cuadrada, sin rejas, solo de concreto, con una mirilla en la parte inferior de la puerta como único contacto con el exterior, donde una vez al día se deslizaba por el suelo un plato de comida.

Allí enviaban a los peligrosos, a los que no podían tener contactos con presos o vigilantes porque eran extremadamente agresivos. Pero Kaldor no era así, no hasta entonces.

En aquella caja cuadrada extrañaba que alguien le hablara y le diera dulces, pero más que nada echaba de menos a Reflejo, incluso llegó a la desesperada elección de cortarse una vez al día y derramar un poco de sangre para verlo otra vez. Sin embargo, no duró mucho porque cuando supieron que lo hacía, lo embutieron en una camisa de fuerza.

Estuvo allí meses, enloqueció, se marchitó como una planta sin luz ni agua. Luego descubrió que por órdenes de arriba el gobernante había refaccionado el pabellón entero donde sería encerrado Kaldor para que no tuviera ningún reflejo. Cuando toda la estructura estuvo lista, oxidada y opaca, él pudo regresar a la cárcel comunitaria. Pero para entonces a Kaldor ya no le importaba estar encerrado en una caja o en un pabellón con compañía, se había convertido en una cascara que protegía a un ser rencoroso, mezquino y demente.

Nadie del exterior volvió a visitarlo jamás y los guardias dejaron de hablarle, fingían que no tenía ningún don. Fue ignorado por esa sociedad que no lo vio nacer ni estaba interesado en verlo morir. Kal sentía como si lo hubieran sepultado y se preguntó miles de noches, revolviéndose en su catre, qué había hecho mal.

A alguien tuvo que ofender, existía la posibilidad de que se hubiera equivocado en una predicción, pero por qué lo habían aislado y luego le había prohibido desarrollar su don.

Alguien allá afuera no quería que Kaldor supiera un secreto. Pero ¡cómo podía adivinar Kaldor quién era! ¡Necesitaba saber qué persona ocultaba algo para preguntarle al reflejo! De otro modo no podía adivinar. Esa persona de allá arriba ni siquiera se había molestado en comprender su don... ¿Era un don? ¿O una maldición?

Fue entonces cuando Kaldor entendió dos cosas: odiaba a la gente de arriba, quien quiera que fuera y también a la de abajo, esos pobretones nunca lo habían visitado porque lo quisieran, sino porque necesitaban algo de él. Lo habían exprimido como un limón hasta que fue ilegal visitarlo, hasta dejarlo sin gotas. Lo habían embelesado con sus dulces como se entretiene a un mono por comida. Lo habían tratado siempre como a una bestia de circo.

Rogaba a sus adentros que todo ese pueblo de dementes egoístas pereciera rápido.

Uno de los policías en armadura estaba apuntándolo con un arma. Los espectadores se habían refigurado en los respaldos de los bancos, sin duda, para ellos era el peor ritual de todos. Kaldor sonrió.

Los policías iban a matarlo si la reina daba la orden y los soldados tal vez miraran porque la guardia real eran cerdos ignorantes sin bolas.

Ella, la reina, no deseaba que hablara con Reflejo. De repente comprendió. Era tan claro y simple.

Había sido la familia real, siempre habían sido ellos. Ese pensamiento encajó como una pieza que toda su vida había forzado por entra en la conclusión. Ellos habían obligado al gobernante de la cárcel a que lo encerrara para que Kaldor no usara sus dones con los reflejos. Tenían secretos que querían esconder, huesos podridos en sonrisas frescas.

Sin duda eran ellos, el rumor del niño preso con dones se había extendido hasta el castillo donde esos parásitos se asustaron. Al ser figuras públicas, era cuestión de tiempo que Kaldor estuviera aburrido con un espejo y le preguntara de ellos.

Conociéndose lo habría hecho, si tenía un espejo pasaba todo el día haciéndole preguntas, era tal su obsesión que a veces se olvidaba de comer.

¿Cuáles eran sus secretos? ¿No les gustaba besar a los bebés del pueblo? ¿Qué quería ocultar una familia de tarados sonrientes? No les parecían seres profundos, solo superficiales, mostraban lo único que tenían, como un espejo.

Eran las personas más afortunadas del pueblo y lo habían convertido a él en el ser más miserable de todo Reino.

El odio que les tenía encontró una justificación y se incrementó tanto que creía que lo desgarraría. Los policías avanzaron un paso.

—No le voy a preguntar nada —rumió Kaldor—. Yo ya no hago esas cosas, me curé.

Con que era la reina la persona de allá arriba. Él se encargaría de enviarla allá abajo. Quería que sufriera, pero ahora la muerte le parecía demasiado piadosa, tenía que ser lenta, dolorosa, debía durar tantos años como su encierro.

Nadie le había quitado las esposas, tal vez creían que la fuente lo regresaría a la cárcel. Resultaría difícil inclinarse y coger un papel sin perturbar el agua, porque algo dentro le suplicaba, asustado, que no moviera mucho la superficie dorada.

Aun así, parado sobre el borde de la fuente, se inclinó, miró algunos papeles ¿Elegía aquel que flotaba como un barquito de papel o aquel otro que estaba sumergido hasta la mitad?

—Cógelos a todos —urgía Reflejo—. Sumérgete y ahógate, por favor. Pero no me dejes porque no sabría qué hacer sin ti.

Kaldor sonrió de lado. Agarró el que estaba casi hundido. Agitó el agua dorada y caliente porque no quería esa porquería en su piel y ni en su papeleta. Se sentó sobre el borde de la fuente, esperando a que apareciera el mensaje.

—Ya muévete de ahí, no te sientes, es sagrado.

Kaldor obedeció porque había que ser gentil con las personas moribundas y para él en eso se había convertido la reina: en una muerta. Oh sí, no descansaría hasta hacerle algo horroroso. La vida de Kaldor sería un paraíso comparado a lo que se le avecinaba a esa perra.

Bajó los escalones con la vista fija en el papel donde lentamente fueron dibujándose las letras de su destino. La inmunda gente esperó a que Kaldor leyera. Él se aclaró la garganta:

—«La vida de Olivia te pertenece hasta abril. Protégela» —musitó y repitió en voz alta—. La vida de Olivia te pertenece hasta abril. Protégela. La vida de... ¿Quién mierda es Olivia?

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