Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

🐌PRÓLOGO: EL ÁLBUM BLANCO

Eva nunca se había parado a pensar en si le gustaban o no los espacios cerrados. Hasta ese momento, no se había considerado claustrofóbica. Al menos, que ella recordará. Volvió a zarandear la puerta con nerviosismo. ¿En qué momento había decidido, que era buena idea, ir al baño de ese bar de mala muerte? Pero sobre todo, ¿cómo se le había ocurrido ir sin teléfono móvil? No lo había pensado detenidamente. Últimamente, no pensaba nada a derechas. Su vida se estaba convirtiendo en un desastre monumental. Bueno, se estaba no, lo era y punto. Ahora solo le faltaba quedarse encerrada ahí. Pasar otra vergüenza más en su día. Volvió a golpear con fuerza el encasquillado pestillo, pero este no se dignaba a abrirse. Nada. Resignada, aporreó la puerta gritando por ayuda. Finalmente, una voz masculina la sorprendió desde el otro lado. Supuso alguien que estaba usando el baño contiguo al suyo.

—¿Estás bien? —preguntó— ¿No puedes abrir? —tenía una voz bonita, pensó Eva. Pero era claramente tonto por hacer una pregunta así. ¿Es que se creía que a ella le gustaba ir gritando por ahí como una imbécil que le abrieran la puerta? Se armó de paciencia antes de responder.

—No. El pestillo se ha atascado y no puedo abrir. Pide ayuda, por favor —le suplicó. A Eva le parecía que ese lumbreras no estaba muy capacitado para nada. Efectivamente, el chico se aturulló. No paraba de ponerse nervioso y no hacer nada. Aunque, finalmente, el jaleo acabó haciendo que Jesús, su acompañante, se diera cuenta de la situación.

—Ahora mismo te sacamos —le musitó. Eva supo que sería verdad. Jesús rara vez mentía y ella se relajó de inmediato. Si él decía que haría algo, lo hacía. Se había conocido hacía un par de años, gracias a su amiga en común: Ariel Carjéz. Ellas se conocían de la universidad, Jesús del instituto. A pesar del carácter pijo y obsesivo de su amigo, desde el primer instante, Jesús y Eva se entendieron. Diez minutos después, su amigo regresó—. Enseguida vendrá un cerrajero y desmontará la puerta. Solo hay que esperar veinte minutos. ¿Estarás bien? 

—Vaya, ¿no vas a tirar la puerta abajo? Es mi fantasía soñada —dijo con voz quejicosa. Jesús rebufó audiblemente desde fuera.

—Pues vas a seguir soñando. No quiero que el imbécil del bar me denuncie por romperle esta carísima puerta de madera noble —Eva no pudo evitar echarse a reír divertida, a pesar de lo dramático de la situación. Jesús siempre le sacaba alguna sonrisa, pensó. Era extraño, porque él parecía ser una persona fría y distante. Sin embargo, cuando le conocías, Jesús era un tipo cercano y divertido. Muy familiar. Eva se alegraba de tenerle en su vida, como se alegraba de tener a Ariel. Amigas desde la universidad, nunca se habían separado mucho tiempo. Excepto cuando su amiga curró para el explotador, como le llamaban, antes de reencontrarse con Jesús. Ahora, Ariel era casi como su familia y estaban muy unidas.

—¡Qué pena! Yo quería ver tus músculos en movimiento —dijo Eva. Aunque la voz le temblaba un poco por el agobio. Intentó respirar concentrada y relajarse. Sin embargo, el aroma del baño tampoco ayudaba. Los nervios volvieron a recorrerle la piel. ¿A quién le mandaría mearse? A su estúpido cuerpo. En fin, no pasaba nada. Solo tenía que tener paciencia. El cerrajero tardó más de veinte minutos en llegar. Y, casi una hora en sacarla. Cuando por fin vio la luz del sol, hizo un gesto dramático para hacer reír a Jesús y no le preguntará sobre como estaba—. Oh, Dios, pensaba que nunca más iba a volver a ver la luz del sol.

—Eres una exagerada. ¿Me has echado de menos? —ella se colgó de sus brazos fingiendo un desmayo.

—Creía que me moría —Jesús se rio abrazándola. Al menos, sus bromas habían hecho que no se alargará ese momento humillante. Si algo odiaba Eva, es ser el centro de atención, por cualquier cosa triste.

Tras su regreso al mundo normal pagaron la consumición del bar. Algo que le pareció descarado. El dueño podría haberles invitado. Se despidieron y cada uno se fue a su vida. Jesús hacia su oficina y Eva de regreso a su piso. A pesar de las bromas y el buen humor, en cuanto se quedó sola, el agobio le volvió a sobrevenir. Sintió unas repentinas ganas de llorar que le hicieron nublar la vista. Agobiada, llegó en tiempo récord a su piso. Hacía un par de años que se había mudado al ático de Ariel. Lo había reformado a su gusto, tras mudarse. Puesto que ella había necesitado cambiar un poco la distribución. Había mantenido el cuarto de invitados, y cambiado la ubicación del despacho. Eva necesitaba, además del cuarto de invitados, una habitación pequeña. No era muy común, pero de vez en cuando, su hermana mayor venía pasar unos días. A ella le gustaba que su sobrina se sintiera cómoda y no tuviera que compartir el espacio.

Eva no hablaba mucho de su desestructurada familia. No le gustaba compartir su biografía con nadie. Le agobiaban las miradas de confusión de los demás. Ni siquiera había podido ser sincera del todo con Ariel, que era su mejor amiga. O con Helena, que desde hacía un par de años se había convertido en su amiga, también. Era la hermana de Ariel, y siempre la había considerado una pija estirada, porque era bailarina de ballet clásico. La había conocido muy poco y había dejado que los prejuicios la nublarán. Cuando, tras un accidente, Helena tuvo que dejar de bailar y volvió a vivir cerca de Ariel; Eva tuvo el placer de encontrar en ella a una alma gemela. Sin embargo, solo les había contado lo esencial.

Su madre, Leticia, se había casado con su padre Luis, con veintidós años. Ambos habían nacido el mismo año y se habían conocido en el instituto. Como todos en esa época, se casaron demasiado jóvenes, aunque estaban enamorados y felices. Con la ayuda de sus padres se compraron un pequeño piso. Las presiones familiares y de amistades, les hicieron pronto empezar a buscar tener hijos. Sin embargo, el matrimonio de sus padres, empezó a hacer aguas antes del nacimiento de su hermano. A pesar del empeño que pusieron, nada de eso los había podido salvar de la catástrofe. Ni siquiera tenerla a ella. De golpe, su vida idílica se convirtió en una disputa continua. De quién era ese cuadro tan feo, quién se quedaba con el sofá, los ahorros que tenían, quién había aportado más. Si sus padres estaban juntos, aunque fueran dos minutos, ya estaban peleando. No obstante, ninguno de sus padres se peleó por ellos. Ambos tenían claro que los niños sobraban para rehacer sus vidas. Algo que nunca llegaron a entender o superar. Era agotador, sentir que sobrabas en la vida de tus progenitores. Sentir que cualquier mínimo esfuerzo, por reclamar su atención, era muestra de tu pesadez. Enfermar, querer pasar tiempo con ellos, jugar o necesitarles, era motivo de queja de quién se encargó la última vez. Cuando Eva cumplió los catorce años, su madre le indicó que se iba a volver a casar. El afortunado, un señor llamado Pedro, tenía dos hijas. Eva nunca conectó bien con sus dos hermanastras. A pesar de todo, intentaba mantener las apariencias por los demás. Su padre, también se volvió a casar, tan solo un año después. La afortunada fue una viuda llamada Luisa, que tenía también una hija, Almudena. Eva se llevaba mejor con ella. De vez en cuando, incluso su hermana venía a verla un tiempo con su hija. A pesar de tener una familia grande y bien avenida, aparentemente, Eva nunca había podido sobrellevarlo muy bien. A veces pensaba que era demasiado rencorosa. Que eso no le dejaba avanzar. La gente sabía perdonar y olvidar, pero ella no. Ella se aferraba a ese pasado de naufragio. A esa sensación de ser inferior, de sobrar, de molestar, de ser un incordio. Y cada vez que conocía a alguien y hablaban de sus familias, a Eva se le hacía un nudo en el estómago imposible de explicar. 

De reojo, sentada en el escritorio, miró su dormitorio. Parecía una leonera. Su armario tenía la puerta abierta, y la ropa se amontonaba toda liada. Toda negra, por supuesto. Así había sido después de todo y así sería hasta su fin. Era una promesa. Ella tenía muchos defectos, pero ese no era uno. Si daba su palabra, la cumplía hasta las últimas consecuencias. Y, después de lo ocurrido, ella había renunciado al color. A todo color. En todos los aspectos de su vida. No había podido pintar el suelo negro, pero era de madera oscura y lo parecía. Había pintado las paredes de un color grisáceo. Sus muebles también eran oscuros. El piso, a diferencia de cuando vivía Ariel, se veía lleno y plagado de muebles incongruentes, todos en tonalidades grises y negras para encajar. Eva observó su destartalado dormitorio. La cama con el cabezal de hierro forjado, las revueltas mantas de patrones grises y negros. Las mesitas de noche, que eran una imitación de taquillas, lacadas en negro mate. Las mantenía abiertas y había puesto algunas pegatinas de grupos que le gustaban. Había colocado el escritorio bajo la ventana. Su portátil viejo, también repleto de pegatinas, estaba abierto. La página en blanco le devolvió el saludo. Asqueada, Eva se fue al salón. Ariel le había dejado la mesa de comedor grande, igual que los muebles de la cocina. Ella solo había traído su sofá. Un capricho de cuero negro estilo inglés que le había costado varios sueldos. Y muchas risas de sus amigos a su costa. Sin embargo, Eva adoraba su sofá. En fin, miró su hogar hecho de retazos y momentos de su vida, con melancolía. El único color, las fotografías y pegatinas, que la acompañaba. Porque los cuadros y las decoraciones siempre eran de los mismos tonos. Negro, gris o plata. Miró la pequeña cajita plateada que guardaba en la vitrina del salón. Esa caja que era todo y nada a la vez. La caja que le recordaba su promesa y el drama que la había convertido en quién era. 

Tonik se enfrentaba a un grave dilema ante sus tres pantallas de programador. O seguía por ese camino, y lo complicaba todo; o lo borraba, e indicaba a su jefe que eso no era posible. Decidió que quería complicarlo. Por lo que siguió trabajando un buen rato. Quizás antes de acabar llegará a un muro sin salida, al menos para su mente humana. Estaba seguro de que, en pocos años, habría muchas máquinas más avanzadas que harían su trabajo con facilidad. Y, por supuesto, mucho más rápido. También tenía dos opciones: o ponerse las pilas y aprender sobre la inteligencia artificial o buscar otra profesión. Últimamente estaba tentado. Mordisqueó el boli que tenía en la mano derecha. Una costumbre muy fea que arrastraba desde sus años de estudiante. Pensativo, vio que se iluminaba la pantalla de su móvil. Era una fotografía de su hermana Helena con Owen, su recién estrenado marido, en Londres. Llovía, pero ambos se mostraban sonrientes y alegres, iluminando el paisaje. La había enviado al grupo que tenía con sus hermanas. Ariel no tardó en responder. Los corazoncitos y caras sonrientes llegaron a raudales. Tonik estaba feliz por ellas. Habían logrado encontrar a dos hombres maravillosos que las querían y complementaban. Ariel había formado su familia, junto al producto musical y estrella del momento, Z-Lech. Aunque él le conocía mejor como Jules Larraga. Ambos compartían un universo muy suyo y tenían un amor único. No dudaba de que Helena pronto también formaría su familia con Owen. Sonrió y escribió como un tonto a sus hermanas. Esas dos pequeñajas que le habían robado el corazón desde que las vio por primera vez.

Sus padres le habían tenido muy jóvenes, y se habían dedicado en cuerpo y alma a darle todo lo que podían. Estaban solos. Sus padres les habían echado de sus casas al enterarse de la noticia. Y, sus padres tuvieron que espabilarse como podían. Sin embargo, Tonik había disfrutado de una infancia plena de felicidad. Cuando tenía catorce años, sus padres le comunicaron que esperaban una hermana. Lo que pensaba que cambiaría por completo todo, sin embargo, solo hizo que mejorarlo. Ariel llegó a su vida, y nunca tuvo celos. Nunca sintió que ella robará algo que le pertenecía. Sus padres tenían amor para dar y vender. Cuando dos años después llegó Helena, Tonik asumió que su papel en esa vida, sería protegerlas y cuidarlas. Le gustaba ser el hermano mayor. Le gustaba ver como le querían y admiraban. Nunca pensó, claro que no, que perdería a sus padres tan pronto. Tan jóvenes. Al mismo tiempo. El accidente fue mortal para ambos. Y él se vio solo en el mundo. Ya era un adulto, tenía que tomar decisiones. ¿Quería que sus hermanas fueran a un orfanato? ¿Conocía algún pariente para que se las quedará? Él no sabía qué respuestas eran correctas y cuáles no. Tomó la determinación, sin embargo, de que debían seguir juntos. Muchas noches, se quedaba despierto, agobiado, pensando en si había sido la mejor decisión. Quizás otra gente las hubiera adoptado. Les hubieran dado una vida llena de caprichos y regalos que él no podía. Sin embargo, cuando las veía juntas, y sobre todo cuando estaban con él, sabía que no hubiera podido renunciar a perderlas. Quizá fue una decisión egoísta, pero esa decisión le había mantenido con vida. Le había dado un motivo para seguir. Estudiaba de tardes, trabajaba de noches y dormía cuando tenía tiempo. Aunque era joven y tampoco le importaba dormir poco. Nunca hubiera hecho nada distinto. 

Aprovechó para escribir a Lucía, su exmujer. Solo quería recordarle que Iván se quedaba con ella esa semana. Lucía y Tonik habían sido muy felices. Habían estado enamorados, se casaron con la ilusión de que su amor sería para toda la vida. Sin embargo, se equivocaron, como mucha otra gente. Tonik trabajaba muchas horas, ella también. Se veían poco, al principio no importaba, lo aprovechaban. Cuando ella se quedó embarazada, lo que debería haberles unido, acabó separándoles definitivamente. Lucía se marchó porque no se veía como madre. Siempre le decía que la depresión postparto había acabado con ella. Tonik la entendía. Le hubiera gustado que no le hubiera sido infiel, ni le hubiera dejado con un bebé de dos años que no entendía qué sucedía. Pero... era humana, la entendía. No siempre se podía ser fuerte. Él asumió bien su rol como padre soltero. Había criado prácticamente cuatro años, solo a Iván, cuando Lucía volvió. Por supuesto, con su nuevo marido y vida. Él no le prohibió ver a su hijo, no le tuvo nunca rencor por lo sucedido. Llegaron a un acuerdo de tres semanas Tonik, y una ella. Aunque si Lucía se lo pedía, Iván se marchaba con ella algunos fines de semana. Tonik nunca daba problemas, por mucho que ella siempre se quejará. Por mucho que ella sí se los diera a él. Volvió a las pantallas para concentrarse un poco en el trabajo y avanzar. Pero tras una hora más, de imposible esfuerzo, seguía igual de bloqueado. Agobiado, apagó el ordenador y salió a la calle. Le iría bien echar un paseo y comprar algo.

Eva suspiró otra vez ante la página en blanco. El agobio le oprimía el pecho. Llevaba tres semanas así. No quería confesárselo a nadie. No quería asumir que pudiera estar fracasando. Se había entusiasmado con la idea de escribir un libro. Tanto, que esa idea la acosaba noche y día. Noche y día. Hasta que, agotada de pensarlo, decidió empezar a escribir. Durante casi medio año, había trabajado como profesora y escrito todas las tardes. Contactó con un antiguo profesor de universidad para qué le echará una mano. Fue él quien acabó recomendándole que se tomará un año sabático. Que se dedicará a escribir. Además, con el libro publicado, quería que ella empezará a dar clases en la universidad. Le aseguraba que tenía madera para eso. Eva al principio se había negado, pero dos meses después, la idea empezó a asentarse. Estaba cansada del instituto. De las quejas de otros profesores, del menosprecio a su materia y sobre todo, de los estudiantes adolescentes. Esos seres que estaban a medio formar en un sistema que solo les enseñaba repetir. Pero no aprender. Aunque adoraba enseñar, estaba quemada de ese sistema tan encorsetado. Así que, dejó su trabajo, se dedicó a escribir. Y le fue bien. Al principio. Pero, ahora llevaba tres semanas bloqueada. Parada en esos tres últimos capítulos que se le resistían y no lograba empezar. Así nunca podría acabar. Así nunca podría publicar el libro. Así nunca sería profesora de universidad. Así iba a quedarse sin dinero. Así...

Se levantó dispuesta a salir a que le diera un poco el aire, cuando vio que en el móvil Helena le había enviado un par de fotografías de su viaje a Londres. Le envió una carita de asco ante su foto romántica con Owen. Estaba segura de que eso sacaría una risa a su mejor amiga. Decidió llamarla para saber como estaba y como le iba todo. Hablaron un rato, antes de que Eva se quedará sin batería. Eran las cinco de la tarde y estaba agotada. El día se le antojaba vacío e insustancial. Últimamente, le estaba pasando mucho. Sentía que su vida iba a la deriva sin control. Sin timón. Sin, en verdad, ningún lugar al que viajar o llegar. En fin, quizá estaba solo agobiada por esos capítulos. O quizás, era algo más. Algo en lo que no le apetecía pensar. Pero como una abeja zumbona, su pensamiento voló otra vez al ascensor. A ese momento, tras la boda de Helena y Owen. A esa mirada de Tonik recorriendo su pierna. Había leído anhelo y deseo en sus ojos. Pero eso no era posible. Ella no quería pensar en algo así. Era el hermano mayor de sus amigas. ¿Es que no había destrozado bastante su vida tras lo ocurrido, que pretendía seguir haciéndolo, indefinidamente? 

Realmente, Tonik estuvo paseando mucho más rato del que pretendía. Habían pasado varias horas. Decidió ir a comer, aunque fuera solo. Le gustaba hacerlo. Tener ese rato para pensar y darse un capricho de comer algo que le apetecía. Sobre todo sin tener que cocinarlo. Luego, sí que había ido a comprar. Cuando giró la esquina de su calle, le sorprendió la cantidad de personas y cuerpos de seguridad que se encontró. Había policías, bomberos, gente del Ayuntamiento. Se acercó hasta algunos vecinos que conocía de toda la vida. Al fin y al cabo, eran del barrio desde pequeños. Y, en esa ciudad, su barrio seguía siendo un microuniverso propio.

—¿Qué ocurre, Antonio? ¿Y todo este jaleo? —le preguntó a un hombre mayor con una gruesa barba blanca y sin un pelo en la cabeza. Vivía en el quinto con su mujer, pero ella llevaba un tiempo ingresada en el asilo. Demencia, le contó.

—Parece que Roberta, la del Tuerto, se quejó hace un par de semanas de una mancha de humedad en su pared. Dijo que venía del suelo, como si fueran filtraciones. La casera le dijo que no sería nada. La pobre mujer, llevaba con el baño hundiéndose varias semanas. Hoy el agua le llegaba ya por el tobillo —musitó Antonio. Los vecinos negaron consternados.

—¿Y por un baño tanto lío? —musitó Tonik extrañado. 

—¡Qué va, joven! —dijo una mujer también de avanzada edad. Tonik no la conocía, hacía poco que había llegado y vivía dos edificios más allá del suyo—. Se ve que lo de Roberta es la punta del iceberg. Han revisado y está todo inundado. El edificio corre peligro de derrumbe. Creen que los del lado también están afectados. Nos echan a todos fuera de casa hasta que lo arreglen. Y ya se saben como van estas cosas... uno sabe cuando empiezan, pero no cuando acaban —Tonik tragó saliva con fuerza. Su pesadilla echa realidad. Como se reiría Ariel cuando lo supiera. Él se resistía a mudarse de ese edificio viejo. De ese barrio que se caía a pedazos. Sobre todo por qué odiaba las mudanzas. Ahora iba a vivir una forzosa. ¿Y a dónde? No podían hacerles eso, ¿no? Se acercó a un policía, que le contó la misma historia. Tenían que abandonar el edificio, y los circundantes por peligro de derrumbe. Hasta que no hubieran podido salvar el peligro, lo mejor era que estuvieran fuera del edificio.

—¿Usted vive en el bajo del edificio número diez? Ha tenido suerte de que el agua no haya hecho de las suyas. Yo llamaría ya al seguro y a algún familiar que le eche una mano. Dejaremos entrar de aquí un rato para que puedan recuperar sus efectos personales. Ahora mismo no es un lugar habitable. Si me disculpa —el agente se marchó a apaciguar los ánimos de algunos vecinos que estaban sulfurados. Tonik puso los ojos en blanco. No tenía muchas opciones. Llamó a su hermana Ariel, que le aseguró que Jesús y Jules le irían a echar una mano. Ella mientras pensaría donde podía quedarse. Colgó frustrado. Estaba claro que su día ya no podía empeorar. O bueno, quién sabe, quizá sí. No quería tentar a la suerte. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro