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08.Las olas

—¿Qué es ser hombre? ¿Qué es ser mujer? ¿Qué es el género? ¿Quiénes somos? ¿Quiénes no somos? No sabemos qué somos. No somos algo, somos múltiples y diversos —empezó Eva sonriente. Era su última clase. La última de ese curso. Solo quedaba lo que sería el examen y la última, la despedida. Era el último tema. Lo último que iba a dar ese año y tenía claro lo que quería decir—. Hoy hablaremos de tres autoras que han trabajado sobre la identidad: Virginia Woolf, Hannah Arendt y Judith Butler —sus alumnos anotaron sus nombres con rapidez e ilusión, esperaba—. Virginia Woolf no es considerada filósofa, aunque sí una pensadora. Es una de las mejores escritoras del siglo XX. Aunque es más interesante como novelista, que como ensayista. Sus novelas son grandes reflexiones filosóficas. Entre ellas destacan dos grandes obras: «Las Olas» y la «Señora Dalloway» —Eva alzó la segunda novela. Una de sus favoritas desde que la leyó en la universidad—. La «Señora Dalloway» narra la historia de una mujer, Clarisa, de 50 años, que está preparando una fiesta. Ella está casada con Richard Dalloway, un alto miembro del parlamento británico, y tiene un hijo de 18 años. Es el relato de unos hechos enhebrados entre las calles londinenses y los recuerdos de Clarisa. Una reflexión sobre la identidad, aunque también del amor. ¿Cómo sabemos si estamos enamorados de alguien?

—Muy fácil. Porque quieres estar con esa persona. La deseas y te sientes bien con ella —respondió una de sus alumnas con mirada soñadora y repleta de inocencia—. Quieres que esa persona forme parte de tu vida. 

—Yo creo que no deja de ser un sentimiento egoísta. El ser, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro con otro ser para apagar su soledad —respondió un alumno mirando su libreta. Era una mirada cínica y Eva se preguntó quién le habría roto el corazón para ser tan pesimista. Aunque años atrás, ella hubiera dado la misma respuesta, supuso.

—El amor se define como un sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo, nos completa, alegra. Nos da energía para convivir, comunicarnos y crear —dijo otro, leyendo de su móvil y poniendo los ojos en blanco. Eva se echó a reír y levantó las manos.

—El amor es inexplicable. No es nada, pero es todo. Eso es porque es siempre diferente. El amor depende mucho de la persona que lo sienta, pero también de la persona por la que lo sientas. A veces es un sentimiento fuerte, como un rayo que impacta y te cambia por completo. Y otras veces es simplemente un fuego que se calienta, algo que se construye diariamente. Algo que se decide cada día. Aunque lo que está claro es que el amor es algo que hace que desaparezca el resto del mundo. En ese instante, solamente importa tu pareja y tú. Pero, sí, nunca es igual. Sobre todo porque nosotros nunca somos los mismos —respondió Eva, pensando en ella misma. En cómo había cambiado su visión del mundo en ese último tiempo—. Todo lo que pensamos, y también todo lo que sentimos, está directamente relacionado con quienes somos. Lo que nos lleva de nuevo a la identidad. ¿Quiénes somos? Somos pérdidas y somos múltiples. Somos cosas distintas según con quién estés y cómo seas. Somos flujos, somos cambios —dijo emocionada—. Es obvio que todos tenemos un estilo propio, pero cambiamos. El estilo es nuestra personalidad. Sin embargo, siempre nos creamos desde una base, desde un referente. Un inconsciente, una base, una esencia que es nuestra herencia, nuestra raíz —Eva alzó «Las Olas» de Virginia Woolf—. Creemos que los ojos de los demás, la opinión de los demás, es quien te dice quién eres. Pero, los otros también cambian. Lo único que siempre eres es el cambio. Debemos dejar de hacer caso al mundo y hacernos caso a nosotros mismos. A esta esencia perdida dentro de las distintas identidades que nos conforman.

Jesús salió de la reunión y se aflojó un poco el nudo de la corbata. Se lo había apretado demasiado y se estaba agobiando. Por el resto, el día iba bien. Se sentía extraño desde la conversación el día anterior con Tonik. Más tranquilo y ligero, como si se hubiera quitado un peso de encima. Las piezas extrañamente iban encajando y tenía claro lo que tenía que hacer. Sin embargo, no sabía por dónde empezar. Y... finalmente, tenía que reconocerlo, iba a necesitar ayuda. Y para estas cosas no había nadie mejor que Jules. Suspirando, descolgó y marcó el teléfono que se sabía de memoria. Su hermano le cogió el teléfono al segundo timbrazo.

—¿Va todo bien? —le preguntó. Su voz sonaba tranquila y relajada. Jesús se lo imaginó en el estudio, trabajando un rato.

—Sí, claro. Yo me preguntaba si te iría bien, que quedáramos para comer... —dijo algo nervioso. A través del móvil, se oía la vocecita de Anna, reclamando la atención de su padre. 

—Por supuesto, pero, ¿puedo elegir yo el sitio? —Jesús puso los ojos en blanco. Quedaron en verse a las dos y que le mandará la ubicación de dónde quería comer. Jesús giró en su despacho, para mirar por la ventana. Suspiró y dejó caer la cabeza.

Ese despacho había sido el de su padre durante más de cuarenta años. Obviamente, lo habían reformado. Obviamente, ya no era el mismo. Pero seguía siéndolo. Él no podía explicarlo. Quizá como tampoco podía explicar la extraña sensación que le oprimía el pecho. Llevaba tanto tiempo pensando que todo iba bien, que ahora se daba cuenta de lo vacía que había estado su vida. Lo mucho que Alejandro la había llenado con su presencia. La importancia que él había cobrado en ese último tiempo. Lo mucho que le quería. Y no lo entendía. No entendía cómo Alejandro había podido enamorarse de él. ¿Cómo podía quererle, cuando parecía que, Jesús solo había dado el cincuenta de sí mismo? Intentaba comprenderse, comprender lo que le atenazaba el pecho, pero no podía. Sentía que llevaba mucho tiempo siendo, pero sin ser en realidad. Había vivido engañándoles a todos, pero sobre todo a sí mismo. Se había encerrado tan hondo en sí mismo, que lo que le pedía ahora Alejandro le había parecido injustificado. Cuando es como debia ser. Pero, debía bajar tan profundo para aceptarse y mostrarse cómo era, que le daba miedo.

Como le había ocurrido a ese despacho, se había reformado tantas veces, que ya no sabía quién era. Jesús llevaba demasiado tiempo viviendo para los demás y había olvidado ser para sí mismo. No, si iba a ser sincero, debía serlo con todo. Llevaba demasiado tiempo viviendo para cumplir con el objetivo de su padre. Y ahora, empezaba a ver cuán equivocado había estado. Había pasado desde los trece años, ocultando a todo el mundo, que le importaba esa parte de él mismo. Había vivido atenazado por el miedo al rechazo. Por miedo a la soledad. Por miedo a que le miraran cómo le había mirado su padre. Y lo peor es que no se había dado cuenta. No se había dado cuenta de que lo hacía. Se había autoengañado tan hondo, hasta que Alejandro no se lo había dicho, no se había dado cuenta. Se había dado cuenta de lo que hacía. Como siempre, su mente volaba hacia él. Si no hubiera sido por él, quizá no se lo hubiera llegado a replantear. Él lo había liberado. ¿Qué estaría haciendo? Supuso que trabajaba como él. Pero, ¿le echaba de menos? ¿Tendría ganas de verle? Jesús no podía extrañarle más.

—Si Virginia Woolf es la mejor escritora del siglo XX, Hannah Arendt es la mejor filósofa. Aunque nunca quiso considerarse filósofa del siglo XX. Era judía y se exilió en Francia y Estados Unidos. Su temática es el totalitarismo tanto fascista como estalinista. Fue muy polémica, porque en los años sesenta comenzó a tratar el tema del mal con su libro: «Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal». Tras el encarcelamiento de Eichmann, Arendt fue a Jerusalén como corresponsal del New York Times. Eichmann explicaba en su juicio, con total normalidad, la brutalidad que cometió. Él no era un monstruo, era una persona normal, un simple funcionario. Arendt puso sobre la mesa la idea de que sin la colaboración del pueblo judío no hubiera sido posible el holocausto —Eva les mostró el volumen que recopilaba el trabajo de Arendt—. La identidad personal desaparece bajo la identidad plural. Dejamos de ser para ser lo que otros nos dicen que debemos ser. Y en esa pérdida, podemos convertirnos en simples cáscaras vacías.

—No lo entiendo —dijo una alumna algo nerviosa y agobiada—. ¿Cómo Eichmann, por ejemplo, dejó de ser él mismo para hacer esas atrocidades, dices? 

—Arendt distinguía la faena, el trabajo y la acción. Y aunque, las tres son actividades humanas, son totalmente diferentes entre ellas. La faena es una entidad que crea bienes de consumo, como los alimentos, que una vez consumidos desaparecen. El trabajo tiene que ver con la fabricación, pero no de bienes de consumo, sino de uso. El resultado, el objeto final, se ajusta a la idea previa. No desaparece con su consumo, sino que se usa durante un tiempo. En cambio, la acción nada tiene que ver con el trabajo o la faena, tiene que ver con vivir en plural. La acción es lo que hacemos versus los otros —dijo, mientras, los alumnos anotaban frenéticamente—. Debemos entender que siempre, nuestro ser, siempre realizará acciones. Incluso algunas de las que no somos conscientes. Nuestro ser en el mundo es imprevisible, irrumpe de repente en un momento determinado. La sociedad intenta normalizar la acción espontánea que supone nuestra irrupción. Como, por ejemplo, normalizar los cuerpos. Y en eso, se pierde la identidad. Por ejemplo, la asignación de género es una normalización.

—¿Entonces somos porque nos dicen quién debemos ser? —preguntó una de sus alumnas. Eva asintió— Entonces, ¿Eichmann podría haber sido una buena persona si otros le hubieran dicho de serlo? —Eva volvió a asentir.

—Frecuentemente, a la pregunta sobre quién soy, todos respondemos con lo que uno es y cómo le ven. Soy alto, fuerte y de pelo oscuro. Soy arquitecto. Soy hijo de tal. Creo que soy amable y simpático, por ejemplo. La identidad no es una descripción física, sino un quién. Tu historia, no la biografía en sí, sino los relatos que has vivido, cómo te han hecho sentir. Como dice Eduardo Galeano: «Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos historias». La historia de tu vida no la has empezado tú. Siempre empieza antes. Tampoco la terminarás tú, pues nuestra propia muerte la explicarán los demás. El ser humano es un ser plural, pues las historias se encuentran atadas. Somos en los demás, pero también contra ellos. Y sin ellos.

—¿Debemos, entonces, rebelarnos contra las imposiciones para encontrar nuestra verdadera esencia? —Eva sonrió como una fiera. Esa clase era alucinante. 

Jesús llegó temprano al restaurante que le había dicho su hermano. Uno de esos de comida casera que tanto le gustaban. Un lugar donde primaba la comida y no la apariencia. A Jesús no le desagradaban, aunque no fueran los lugares a los que más iba. A pesar de llegar demasiado temprano, Jules ya se encontraba sentado leyendo la carta. Sin su disfraz, aunque la gente le reconocía tras su desenmascaramiento público, le dejaban en paz. Es como si la gente leyera que ahora mismo no era Z-Lech, sino alguien diferente. Jesús se sentó tras saludarle. Jules ya había pedido, le dijo, aunque podían añadir algo más. Él, que sentía el estómago cerrado, declinó. No tenía hambre, se sentía nervioso y le empezaba a doler un poco la cabeza. Y, sabiendo la cantidad que normalmente Jules pedía, sabía que tendría más que suficiente.

—¿Qué ocurre? ¿Querías hablar de algo? —dijo Jules reclinándose en su asiento con pereza. Jesús se daba cuenta de cómo había cambiado su hermano cuando estaban a solas. Cuando se veían así. Antes de conocer a Ariel, él siempre parecía estar cansado y desmotivado. Como si la vida le pesara de manera extraña. Ahora, en cambio, se le veía relajado y vibrante. Tenía algo por lo que vivir. ¿Le habría sucedido lo mismo a Jesús? ¿Se daría cuenta su hermano de lo que él sentía respecto a Alejandro?

—Verás quería hablar de... Bueno, siendo sincero, no lo tengo muy claro —dijo al cambiar de pensamiento en el último instante. Nervioso y algo avergonzado—. Supongo que últimamente pienso mucho en papá.

—No deberías —dijo Jules. A pesar de lo cambiado que estaba, la furia seguía subiéndole a los ojos cuando pensaba en él. Algo que jamás perdonaría. Algo que quizá él tampoco podría perdonar—. Jesús, no le debemos nada a ese desgraciado. Tú y yo hemos conseguido ser mejores que él. Más capaces. Y si las sombras de su decepción te persiguen, alúmbralas con una linterna. 

—Jules, no es eso. Es que... tras muchos años me doy cuenta de que sigo intentando, no... no decepcionarle. Sigo intentando ser el hombre que él esperaba que fuera —su hermano le miró confuso. Supuso que como él también se sentía. Confuso y perdido—. Es complicado —en ese momento, les sirvieron la comida y ambos se pusieron a comer en silencio. Jules alzó la mirada.

—¿Es por Alejandro? —dijo sin desviar la mirada de su rostro. Jules nunca había sido muy delicado para tratar ese tipo de temas.

—¿Por qué lo crees? —preguntó Jesús con contención.

—Anna habla todo el rato de él. De lo guapo que es, de las cosas que hacéis juntos y... sé que está en tu casa siempre. No hay que ser tonto para saber que estáis juntos —Jules le miró con cariño—. No te voy a juzgar, Jesús. Lo único que me ha importado siempre es que seas feliz. Y él parece que te lo hace.

—Jules, yo... —a Jesús se le hizo una bola la comida y soltó nervioso—: Papá lo sabía. Papá sabía que a mí, bueno, me gustaban los hombres y las mujeres por igual. Nunca lo confesé abiertamente, pero lo sabía. Nunca te dije que nada porque él... un día me pilló con uno de mis ligues. Ya ves... era un crío —dijo mirándose las manos. Parpadeando con furia contra la humedad de sus ojos—. Papá se enfadó mucho y lo peor de todo fue que... esa vez no me pegó. Me miró con un desprecio y asco que me ha perseguido durante años. No sabía que me perseguía hasta que conocí a Alejandro. No me di cuenta de lo mucho que había ocultado todo esto y me lo había negado a mí mismo —alzó la mirada para encontrarse con la de Jules. 

—Jesús... —dijo su hermano, que parecía preocupado al verle tan serio. Jesús apartó la mirada avergonzado.

—Llevo años reprimiendo todo esto por miedo a que... me rechazarais —Jesús se rio con cinismo—. ¡Como si eso fuera a pasar! Pero ya ves... he estropeado la única relación que he tenido en siete años por los mismos temores que tenía con trece. Sigo bajo la sombra de papá a pesar de que ya sea un hombre y él lleva años muerto.

—¿Por qué dices eso? Si le quieres. Si quieres a Alejandro, cuéntaselo. Él lo entenderá, estoy seguro. Tienes que ser sincero, como yo lo fui con Ariel. ¿Sabes cuánto me ayudó confesar lo que me perseguía por dentro? —su hermano le apretó la mano con fuerza—. Mereces ser feliz, Jesús.

—Creo que... creo que la he fastidiado a fondo con él. Si ni siquiera se digna a leer mis mensajes —le dijo con tristeza—. Él tenía razón y actué como un idiota negándosela. Es muy orgulloso y supongo que no somos unos críos. Quizá sea demasiado tarde.

—Para el amor nunca es tarde —dijo Jules con confianza. Su hermano era un terrible romántico empedernido. Si había algo en lo que creía era en el amor. Pero, a veces no lo era todo. Aunque jamás le estropearía esa visión. Jamás le dañaría con ello—. ¿Lo sabe el aquelarre?

—Creo que lo sospechan. La única a la que se lo conté fue a Eva y por qué me pilló. Además, me aterraba pensar que lo descubriera por su cuenta. Esa granuja es el diablo. Lo sabe siempre todo —musitó sonriente—. El resto estoy seguro de que no tardarán en saberlo. 

Jules y Jesús estuvieron hablando toda la tarde. Confesándose cosas que nunca se habían dicho. Apoyándose el uno en el otro. No había mentido a Tonik al decirle que se había construido gracias a Ariel. Jules había cambiado con ella, se había... bueno, se había encontrado a sí mismo. Y eso le había dado una confianza diferente. Una seguridad distinta. Jules era otro hombre gracias a ella. Como supuso, también le había pasado a Ariel. Cómo se suponía que uno era en pareja. Además, para Jesús confesarle lo que sentía respecto a Alejandro había sido muy importante. A ambos les había hecho unirse. Jesús se sintió aliviado cuando salió de la comida con Jules. Cogió el coche y pensó que, quizá, había alguna oportunidad en el horizonte. 

Eva regresaba a casa tras acabar la clase y comer en el campus con Marcus. A él aún le quedaban un par de semanas intensas de trabajo, pero ella ya empezaba a sentirse más relajada. El viernes era, también, el último día del colegio de Iván. El sábado ellos tenían la mudanza. Contaba con poder acabar todas sus cajas en esos dos días. Sonrió satisfecha. Estaba muy contenta con cómo había acabado la última clase. Habían hablado de Judith Butler. Conduciendo, recordó lo que habían estado comentado, esos últimos minutos:

—La tesis de Butler es también la tesis de la teoría de Queer, de romper con la idea de que sexo es biológico y género es cultural. En definitiva, romper con la dicotomía: sexo y género. Su significado, en definitiva, es todo cultural. Arrancan de Nietzsche: «no hay hechos, sino interpretaciones». Por tanto, el sexo es una interpretación, igual que el género. Decir que un cuerpo es algo puede no ser real. Ser mujer u hombre no va relacionado con tener ovarios o pene. Porque la frase: «tú eres mujer», implica muchas más cosas que el sexo —había dicho concentrada. Sus alumnos la miraron con intensidad—. En «El género en disputa» o «Deshacer el género», la autora no busca crear múltiples relatos, sino romperlos. La igualdad de género es una trampa del sistema. ¿Existe una identidad sexual? No existe, simplemente son
prácticas sexuales distintas. Se parte de que existe una normalidad sexual y cuando sales de la normalidad eres juzgado. Una relación sexual es mucho más definida sin hablar del sexo. Pero entonces, nos parece que no es completa y no es normal.

—Entonces, ¿qué es una relación sexual que no sea sexo? —había preguntado un alumno. 

—El sexo va ligado al género. Que el género sea performativo es que crea algo que intenta describir. Crea una realidad que cree describir. El género es una realidad creada por sí mismo para representarse. El género lo producen actos culturales —Eva había cogido el libro que había llevado—. Leyendo a Judith Butler, en «El género en disputa» : «¿Y al fin y al cabo qué es el 'sexo'? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal?, y ¿Cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales 'hechos'? ¿Tiene el sexo una historia? (...) Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada 'sexo' esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal. (...)¿Existe 'un' género que las personas tienen?, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta: ¿De qué género eres? (...) Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el agente actúa y cambie? (...) De hecho, se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.»

Eva sonrió. No sabía porqué, pero esa clase, le había hecho pensar en Jesús. Estaba preocupada por él. Tonik le había comentado lo que habían hablado el día anterior. Ella sabía parte de su historia por sí mismo y por Ariel. No completa. Igual que ella, Jesús también era muy hermético para según qué temas. Pero... desde que había conocido a Alejandro, estaba cambiando. Como a ella le había pasado con Tonik. Los pensamientos de la clase volvieron a girar en torno a ella. En como, la identidad cambiaba. Quizá el amor podría definirse de otra manera. Podría ser simplemente encontrar a la persona que te hacía salir de tu caparazón, a pesar de la vulnerabilidad que eso conllevaba. Pero una vez sales, es difícil volver a entrar. Eva pensó en anotarse esa premisa. Le parecía lo suficiente interesante como para desarrollarla.  

Quería hablar con Jesús. Saber si estaba bien, aunque estaba segura de que no. Cuando aparcó en el garaje, antes de subir a casa, probó a llamarle. Sin embargo, el móvil daba sin señal. No quiso insistir. Quizá aún trabajará. Le puso un mensaje y esperó a que lo leyera. No quería que pensara que ella estaba enfadada porque se fuera de la lengua con Tonik. Ya contaba con qué podía pasar. Quizá por eso le había elegido a él inconscientemente. Porque sabía que diría la verdad. Porque no quería que Tonik la odiara, aunque no la escogiera. Subió a casa y se dio cuenta por la hora de que estaba sola.

Se sentó en su sofá, pero antes cogió el marco de fotos digital donde se veían todas sus imágenes con Nico. Era lo último que quería guardar. Su hermano siempre salía sonriente en todas las fotos, pensó. Nunca salía serio. Ella tampoco, en verdad. Supuso que era normal. Fingir estar bien, se vuelve demasiado pronto una normalidad. Desde bien pequeños, una de las primeras lecciones que se aprendían es que en casa se era distinto a fuera. En que, a veces, se tiene que poner buena cara. Y eso nos convertía en adultos. Actuábamos siempre como si hubiera una cámara delante. La idea del caparazón siguió dando vueltas por su mente, mientras movía el marco en sus manos. Molesta como una mosca. Al final, sin pensarlo, cogió el portátil. Empezó a escribir esas ideas que le revoloteaban por la mente. Al principio, lentamente, pero luego con más alegría. Sí... tenía claro dónde quería llegar con ella. Alzó la mirada, cuando lo oyó carraspear.

—¿Qué escribes tan concentrada? —le preguntó Tonik. Ella se le levantó para darle un abrazo, y dejarse mimar por sus brazos.

—He tenido una idea... —dijo misteriosa—. ¿Quién sabe? Quizá sea mi próximo libro.

—¿Y la puedo saber? —dijo con dulzura.

—No, que me copias —Tonik rió y ella le dio un tierno beso en los labios. Luego, ambos se pusieron con las cajas. Tenían aún muchas cosas que empaquetar.  

Jesús vio el mensaje de Eva, pero la llamaría más tarde. Cuando ya estuviera en casa y pudiera relajarse. Así se pondrían al día. Le quedaba algo de trabajo pendiente y empezaba a tener migraña. Estaba agotado, pero se sentía más relajado que otros días. Como si un peso que cargaba desde hacía semanas, se hubiera liberado. Sonriente, Ariel se quedó en el umbral.

—¿Cómo ha ido la comida? —preguntó.

—Bien, aunque creo que no podré comer en tres días —murmuró Jesús sonriente. Ariel había vuelto esos días por la oficina, antes de marcharse un nuevo mes con Jules a continuar con la gira. Iba tan ocupada que a penas se veían—: ¿Mañana vienes? ¿Quieres que vayamos a comer?

—No hay nada que me gustaría más —le dijo Ariel—. Jesús, sé que... bueno, sé que te pasa algo y no tienes por qué contármelo. Pero quiero que sepas que siempre estaré ahí. Eres como un hermano para mí —Jesús la miró y cayó en la cuenta de lo que podía parecer a ojos de su amiga que no la hubiera invitado. Secretos, pensó. Pero no entre ellos. Así que sonrió y le dijo:

—Lo que le he contado a mi hermano, tú ya lo sabes, pero me pediste que no te dijera el nombre. He de decir que tu hija es poco discreta —Ariel le sonrió con la ilusión reflejada en sus ojos—. Anda, vete a casa y descansa. Nos vemos mañana, Ariel.  

—Hasta mañana, jefe —pero, antes de irse, pasó dentro y le dio un beso en la frente. Jesús aprovechó para abrazarla. Pensó en lo que le había dicho Tonik el día anterior y sonrió. Los abrazos eran curativos, sin duda.

Jesús se quedó un rato más acabando el papeleo, pero acabó desistiendo. Le dolía demasiado la cabeza. Acabó recogiendo y marchándose a casa. Conducía tranquilo, cuando un extraño mareo le sobrevino. Sin querer, dio un volantazo y perdió el control del coche. Este se dio contra el borde de la carretera y volcó. Lo último que recordaba Jesús fue ver al coche detrás de él, pararse. Vio pies bajándose, antes de perder la conciencia.  

Alejandro acababa de llegar para preparar la clase. Algunos de los alumnos estaban fuera esperando y él estaba seleccionando las canciones. Ese día iban a empezar con el merengue. La verdad es que le gustaba mucho ese baile. Era un baile sensual y siempre se le había dado muy bien. Nunca lo había practicado con alguna pareja y le hubiera gustado poder enseñárselo a Jesús. Rechinó los dientes. A pesar de que no quería pensar en él, su mente volaba constantemente a ese hombre. Quizá fuera porque no se daba por vencido. Jesús le escribía todos los días, y él lo leía, pero no contestaba. Jesús no entendía que lo único que quería era que saliera de su caparazón. De esa extraña sensación de que no estaba al cien por cien con él. Quería que fueran uno más, sin miedo a nada. Quería que fueran pareja. Lo amaba. Con todo su corazón. Sin duda, ni reservas. Y eso le asustaba. Le asustaba que no fuera correspondido. Suspiró. Iba a abrir la puerta a sus alumnos, cuando le entró un mensaje de Helena. Su corazón dio un vuelco y corrió a buscar a Emilio.

Veinte minutos más tarde, entraba corriendo al hospital. La vio en la sala de espera, junto al resto de su familia. A Alejandro no le importó. No le importaba nada más que saber cómo estaba él. Necesitaba verle. Abrazarle y dejarse de tantas tonterías. ¿Por qué llevaban semanas peleados? Ya no le importaba.

—¿Dónde está? ¿Cómo está? —dijo. Su voz sonaba ansiosa y preocupada. No se había dado cuenta. Para su sorpresa fue Jules quien respondió por el resto.

—Le están operando. Su mano ha quedado muy dañada. Por el resto, nos han dicho que está bien. Está estable. No tiene lesiones graves, excepto en la muñeca —todos guardaron silencio—. Siéntate con nosotros. Nos han dicho qué tiene para un ratito.  

 Fueron dos horas eternas. Las más largas de su vida. Estaba callado, mustio y preocupado. Ni siquiera la conversación con Helena logró relajarle. Se sentía perdido y culpable. Tonik se acabó marchando con Iván y Anna. Eva y él los cuidarían. Helena se acabó yendo para avisar a David y quedarse con él. Owen y Jules se turnaron con Ariel y Eva para cenar. Pero él se quedó allí quieto. No iba a moverse hasta saber algo. Se quedó esperando. Cuando salió el médico, por suerte ya habían regresado todos.

—Los familiares de Jesús Larraga —todos se acercaron. El médico les sonrió, aunque se le veía cansado—. Su hermano está bien —dijo antes de nada, mirando a Jules y Owen. Alejandro notó cómo una pequeña tensión en sus músculos se aligeraba. Estaba bien. Volvería a estar bien—. Tiene algunas lesiones sin importancia en el rostro y el brazo; sin embargo, su muñeca derecha quedó hecha trizas. Deberá estar un tiempo hasta su completa recuperación y hacer rehabilitación. Por suerte, a pesar de lo aparatoso del accidente, está fuera de peligro. Ya se ha despertado, y en seguida le subirán a planta.

Se esperaron hasta que Jesús estuvo en la habitación. Alejandro, a pesar de todo, no entró. Se quedó desde fuera, observándole cómo hablaba con sus hermanos. Cómo hablaba luego con sus amigas. Deseaba tanto entrar y besarle. Abrazarle y echarse a llorar. Había pasado tanto miedo. Sin embargo, no quería incomodarle frente al resto. Finalmente, cansado de fingir y agobiado de sobrar, se marchó a paso ligero sin que nadie más le viera.  

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