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07. Electra

Antes de que saliera el sol, Eva abría los ojos, y miraba el techo de su habitación. Era un día muy especial. No por buenos motivos, pero especial al fin y al cabo. Sin embargo, a diferencia de otros años, en su mente aún revoloteaban otros pensamientos. Sobre todo su explicación sobre Platón a Tonik. Se hubiera quedado hablando con él hasta bien entrada la noche. Hasta que saliera el sol. Incluso después. Le encantaba hablar con él y no dejaría de hacerlo nunca. Observó el techo, fijó la mirada en una grieta hasta calmar su corazón. No era posible. Ella no podía jugar como siempre con él y sabía por qué. Con él no estaba jugando, no estaba haciendo el tonto. Con él sentía... bueno, cosas diferentes. Cosas que no creía que iba a sentir, aunque no fuera inmune. Pero, tampoco podía ofrecerle más. ¿Quién iba a querer a alguien tan roto que era imposible de arreglar? ¿Alguien que era incapaz de hablar sobre sí misma? Su vida era una tragedia griega. Una de esas que tanto odiaba Platón. Las odiaba porque en ellas la razón era ambigua, dependía del punto de vista. La verdad era construida por las personas que nunca eran subjetivas. Como en la vida real.

«La vida es tragedia, amigo Platón», pensó Eva. La vida es tragedia. Es dolor. Pensó en Electra, como siempre que le pasaba ese día tan señalado. En la tragedia de Sófocles, Electra está esperando a su hermano Orestes para vengar la muerte de su padre Agamenón. Este fue asesinado por su esposa Clitemnestra, que también es la madre de Electra y Orestes. Clitemnestra había matado a Agamenón con la ayuda de su amante Egisto. Ahora bien, no se trataba de un crimen pasional, ni romántico. Su muerte era porque él había matado a su hija Ifigenia. Clitemnestra le mató por venganza, la misma que ahora quería cumplir Electra. ¿Quién tenía razón, Platón? Si el bien era solamente uno, ¿cómo podía existir el conflicto moral? Suspiró. Tenía que dejar de pensar en filosofía. Pero, era lo que siempre la había alejado de la gran tragedia de su vida. Del drama que la había marcado para siempre, y que en ese día, se reabría hasta tragarla y hacerla desaparecer. 

Dispuesta a dejarse llevar por ese trágico día, y los pensamientos que lo envolvían, se levantó. Se metió en el baño. Normalmente, no pensaba en eso cada día. Era como un dolor sordo al que se había acostumbrado. Un agujero en medio de su pecho con el que podía respirar si olvidaba que estaba ahí. No olvidaba, pero había aprendido a no vivir siempre en el recuerdo. Pero ese día, ese día era diferente. Se le hizo un nudo en la garganta. Y no pudo evitar echarse a llorar entre hipidos. Normalmente, se pasaba el día sola, hecha una porquería en su sofá. Llorando y mirando esos recuerdos tan preciados que intentaba ignorar. Pero... ahora tenía otra persona en su casa. Y... tenía que... tenía que... Unos suaves golpes la alertaron.

—¿Sí? —dijo con voz temblorosa, maldiciendo ese tono. La hacía parecer frágil y vulnerable. Débil. Algo que los demás podían aprovechar. Aunque sabía que él no.

—¿Estás bien? —la voz de Tonik llegó suave a través de la puerta, su corazón inmediatamente se calmó y relajó. Le pesó mucho menos. Le dolió mucho menos. Ella se secó las lágrimas y suspiró.

—Sí, claro. Estoy bien —no sabía que más decir, por lo que preguntó—: ¿Pasa algo?

—No, es que te has levantado muy temprano —susurró contra la puerta. Eva no supo qué decir, y él tampoco. Escuchó los pasos que se alejaban y ella salió. No supo si él había ido a su cuarto o al salón, pero ella ya no tenía más sueño. No iba a dormir más. Fue hasta la cocina, y abrió los ojos como platos al verlo sentado sin camiseta, tomándose un café. Estaba despeinado y tenía cara de sueño. Su corazón aleteó con una sensación extraña que no supo interpretar. O no quiso, que era diferente—: ¿Seguro que estás bien? 

—Que si, pesado. Es solo que no tengo... más sueño —ella se sirvió un café, intentando aparentar normalidad. Su mente estaba más espesa que de costumbre. Y verle así, no le puso las cosas fáciles. Su mente había olvidado por completo lo que estaba pensando segundos antes. El vacío que le agujereaba el pecho. Tonik le sonrió a través de la mesa, pero a ella no le apetecía. Ese día no, ese día era para recordar, para estar sola—. Hoy voy a... voy a pasar la mañana fuera.

—De acuerdo. ¿Vas lejos? ¿Por eso has madrugado? —Eva negó. No tenía ganas de hablar, porque sabía que si empezaba no podría parar. Se lo largaría todo. Se abriría en canal ante él y no sabía como se lo tomaría. Por eso guardó silencio y se tomó el café caliente, Miraba por la ventana. El sol empezaba a clarear el cielo. Tonik no interrumpió sus cavilaciones, aunque ella notaba su mirada clavada en sus gestos. Ambos se quedaron en silencio, contemplando la salida del sol.

Tonik la dejó sola y pensativa, mientras ella masticaba un par de galletas. A las ocho, antes de que él regresará y antes de que se levantará Iván, Eva se vistió y se marchó. Cogió su coche y condujo sin música. No tenía sentido ponerla un día así. Le esperaba un largo camino, y prefería pasarlo acompañada de sus propios pensamientos. Los pensamientos que solo se permitía tener ese día. Recordar a su hermano. A su Nico.

Él había sido cinco años mayor que ella. Su hermano mayor. Nicolás, que nunca soporto su nombre, y siempre exigió que le llamarán Nico. Algo que a ella le gustaba. Nico era mucho más guay. Le quedaba mucho mejor con su personalidad. Le hacía mucho más popular. Desde que tuvo consciencia y razón, siempre le admiró. Nico era más alto que el resto, más fuerte que el resto, más guapo que el resto. Todo lo hacía bien. Era el más listo, el más bueno, el más divertido. Ella nunca podría superarle, ni lo intentaba. Solo quería seguirle. Solamente quería verle brillar. Nico era buen estudiante, un buen jugador de futbol, talentosos con la música. Todos quienes les conocían caían rendidos a sus pies. Ella la primera. Eva admiraba a Nico, le amaba por encima de todo. Él era su mejor amigo, su mitad, su todo. Sus padres se habían separado cuando ella tenía solo tres años, por tanto, nunca recordó como eran sus padres juntos. Incluso ahora, siempre recordaba que estaban discutiendo cuando se veían. Sobre todo por quién tenía que quedarse con ellos. Su gran carga. Entonces, Nico la cogía de la mano y se iban juntos a su cuarto. Eva siempre sospechó que Nico había sufrido mucho con la separación de sus padres. Pero nunca decía nada cuando preguntaban los demás. Él se quedaba callado y poco más. Cuando sus padres discutían, se apartaban y se encerraban. Así lo hicieron siempre. Sus padres discutían a través de la puerta, lo que ellos aún llegaban oír, por mucho que intentarán no hacerlo. Eva miraba de distraerle, pero Nico escuchaba atento. Él era más mayor y se daba más cuenta que ella. Eva lo recordaba vagamente de adulta, y mucho más fragmentado. Las frases que más recordaba de su infancia y adolescencia eran: «¿Y crees que a mí me importan? También tengo derecho a vivir». O su variante pesimista: «¿Qué quieres hacer? Queramos o no somos padres». El tono de lastimosa tristeza y desesperación era lo peor. Ni Pedro ni Leticia les querían. Cada fin de semana discutían por no estar con ellos y cuando lo estaban, ambos se pasaban el tiempo intentando evitarles o dejarles con sus abuelos. Sin embargo, Nico y Eva se tenían el uno al otro. Sus padres les ignoraban el cien por cien de su tiempo. Y durante años les dolió, pero luego se dieron cuenta de que estaba bien. Al menos, se tenían, lo que pensó que sería toda la vida. 

Eva golpeó el volante frustrada. Paró en el arcén de la carretera con las luces de emergencia. Las lágrimas de impotencia corrían por su rostro. Su hermano siempre intentó protegerla de esa infancia de prestado que sus padres parecían regalarles. Cuando ella se ponía mala, su hermano cuidaba de ella. Sabía que obligaba a sus padres a que estuvieran pendientes, a que los llevarán al médico. Cuando él enfermaba, Eva le miraba incapaz de hacer nada y él la tranquilizaba. Eva siempre dependía de él. No sabía cuánto. Por eso, con diez años, decidió que tenía que ser más fuerte. Más resolutiva. Se acabó que él cuidará de ella, ambos cuidarían de los dos. Y, junto a Nico, ambos empezaron a tener cura el uno al otro. Se volvieron independientes de sus padres, pero dependientes entre ellos. De una forma casi enfermiza. Nico era su apoyo, su mejor amigo, su confidente. Lo era todo. No había nadie para ella como él. Pero, él tenía quince años y quería ser un poco independiente. Empezaba a cargarle el tener que estar con ella todo el tiempo. Él quería irse con sus amigos el fin de semana, salir de fiesta, ligar. Eva ahora lo entendía, pero entonces, le costó. Se sentía traicionada y olvidada por el único que siempre la había querido. Se sentía una carga para la única persona que amaba. Sentía que le perdía por pesada y no podía evitarlo. Eva sollozó en contra de su voluntad. Todo fue de mal en peor desde entonces.

Tonik apretó a Ariel entre sus brazos, antes de lanzarse a besuquear a su sobrina, que ya le tendía los brazos. Era tan adorable y preciosa. Jules e Iván estaban yendo hacia el salón conversando sobre la última novedad de chucherías comprada el día anterior. Y que su hijo había insistido a traerle a su tío. Parecía que hablarán de un tema profundo y complicado, en vez de simples golosinas. Tonik miró a su hermana pasándole un brazo por los hombros. Realmente, para él seguía siendo su niña pequeña.

—Pensaba que vendría Eva también —dijo a modo de saludo Ariel, pensativa y algo preocupada. Él la miró, quizá esa fuera su oportunidad de averiguar algo más. Eva se había ido sin darle ninguna otra explicación.

—Me dijo que hoy estaba ocupada —Tonik se removió incómodo e indicó—: Parece que era el aniversario de Nico... que es...

—¿Te ha hablado de Nico? —dijo Ariel girándose sorprendida. Con un gesto le llevó a la cocina, como si fueran dos conspiradores. Tonik la miró culpable—: ¿Cómo sabes de Nico?

—Vi la alarma en su móvil. Además... hay una pequeña urna que pone su nombre y pensé que... —empezó él. Ariel le cortó:

—Si Eva no te lo cuenta, yo no puedo contártelo —dijo Ariel muy seria. Anna se mordía la mano con fruición, ajena totalmente a la conversación de los adultos—. Es parte de su vida, Tonik. Pero, no te inmiscuyas. Eva puede ser muy divertida, amigable y despreocupada. Puedes preguntarle todo lo que quieras. Pero con el tema familia es muy suya y...

—Ariel, Eva es una persona maravillosa. Nunca le haría daño, te lo prometo —su hermana le miró con intensidad. Abrió los ojos como platos y dejó a su niña en la trona. Paseó por la cocina como loca. Mirándole, sonriendo y dando palmadas. Él no entendía nada, por lo que, incapaz de seguir callado, preguntó—: ¿Qué te pasa?

—¿Lo sabe? —dijo ella emocionada. Tonik empezaba a tener la mosca tras la oreja y se rascó la nuca. Se hizo el despistado.

—¿El qué? ¿Quieres parar? Me estás volviendo loco... —dijo Tonik levantándose para detenerla. Ariel le miró con intensidad.

—¿Cómo os lleváis Eva y tú? —preguntó su hermana. Tonik estaba cada vez más confuso y preocupado. ¿Adónde quería llegar?—: ¿Cómo va la convivencia? 

—Bien. ¿Por qué me lo preguntas? —Ariel siguió callada observándole con intensidad, Tonik estaba nervioso y siguió parloteando—. Eva es una compañera muy buena, de verdad. Me está haciendo las cosas muy fáciles con Iván y con toda esta extraña situación. Además, es muy divertida, lo pasamos bien juntos y...

—Estás enamorado de ella —exclamó su hermana tapándose la boca. Tonik la miró aterrado.

—¿Cómo lo sabes? —Ariel le miró alzando una ceja, Tonik se retractó—. Quiero decir... ¿Cómo crees eso? —Ariel le miró indignada por ese cambió de tema.

—Es obvio. Te brillan los ojos de una forma única que no había visto desde Lucía. Créeme, lo recuerdo. Tonik, te estás pillando de ella. ¿De Eva? —él agachó la cabeza. Incómodo por haber sido pillado, pero incapaz de mentir a su hermana.

—Sé que no tengo nada que hacer. Desde que fuimos al parque de atracciones y hablamos... —musitó nervioso—. Vino un par de veces a casa y tomamos café. Me empezó a interesar, un poco creo. Sé que esto va a acabar mal, pero sí... creo que siento algo por ella. Algo que no es amor, hermanita. Pero que no tengo ganas de explicarte —musitó agobiado—, pero no va a pasar de ahí. Soy un hombre maduro y con las cosas claras. Eva no siente nada por mí, pero me preocupo por ella. Le tengo cariño. Y si... 

  —Tienes que estar con ella Tonik. Quizá tú seas nuestra única esperanza —dijo Ariel muy seria, asintiendo. Él estaba más perdido que nunca.

—¿De qué? —preguntó asustado.

—De hacerla feliz —dijo sonriente. Tonik no supo qué decir sobre lo que acababa de pasar. 

Eva había logrado recuperar la compostura. Por lo que tras relajarse, condujo hasta el cementerio. Se sabía el camino de memoria. Lo recorría una vez cada año desde hacía doce. Cada paso le dolía, cada centímetro que se acercaba la ponía en tensión. Como si sintiera que él la estaba esperando ahí. Y cada vez que llegaba, sentía el mismo nudo que la oprimía, al ver que no. No podía recordarlo todo, pero recordaba el dolor. Eso era lo único que recordaba claro. Como cada año, arregló las flores y el lugar. Vio el nombre en la tumba y se estremeció. Sus padres nunca habían respetado a su hermano y no lo hicieron tampoco en su tumba. Donde figuraba Nicolás. Ella había intentado arreglarlo, sacando las letras. Se seguía viendo el hueco vacío que habían dejado. Lloró en silencio hasta apoyar la cabeza en el frío mármol.

—¿Cómo estás? —no habría respuesta, pero ella necesitaba esperarla. Necesitaba sentir que conversaban. Le recordó sonriente a su lado, aunque etéreo por supuesto. Una bruma, una niebla. Ella ya era más mayor que él, y así seguiría siendo—. Yo estoy bien también. Voy haciendo. Días mejores, días peores. Este año he cometido muchas locuras. Muchas... ¿Cuál quieres que te cuente primero? 

Su hermano le pidió que se lo contará todo como siempre. Y, ella, por supuesto, lo hizo. Le habló de su trabajo, de sus proyectos, de su libro, de sus clases. Le habló de sus ligues, de sus amigos, de la boda de Helena y Owen. Le habló de todo lo que se le ocurría. Aunque de nada a la vez. Evitó hablar de su familia. A él no le interesaban sus padres y a ella tampoco le gustaba recordarlos ese día. Tras un largo silencio, sintió que necesitaba decírselo, necesitaba hablarlo con alguien, por lo que indicó:

—Vivo con alguien. Se llama Tonik, es el hermano de Ariel. Ya sabes, alguna vez hablo de él —su corazón latía fuerte y sentía sus mejillas ardiendo—. Te caería bien. Me recuerda a ti. Siempre anteponiendo su felicidad, su bienestar, siendo el cabeza de familia. Os llevaríais muy bien, Nico —dijo con dolor en su corazón al darse cuenta de que nunca jamás podrían encontrarse—. Me cuida y se preocupa por mí. Normalmente, por mi carácter, poca gente suele hacerlo. Pero él lo hace. Es atento y amable, y siempre intenta hacerme reír. No solo me ve como un potencial ligue, me ve como una mujer —musitó segura de lo que decía y de como eso le hacía sentir. Como de importante era para ella, y nunca se había dado cuenta—. Me gusta un poco, ¿sabes? Pero se me pasará. Cuando ya no viva conmigo, todo volverá a la normalidad. En fin... 

Eva se separó y se sentó en el banco que estaba cerca. Desde el cual aún podía ver la tumba de su hermano. Guardó silencio, sentía que él estaba a su lado. Esa mañana siempre la aprovechaba para recordar. Recordar los últimos años de su hermano. Hubo un tiempo en esos años que Eva llegó a enfadarse con su hermano. Algo que no creía posible. Pero se enfadó con su Nico, que, de golpe, solo quería estar con sus amigos. Que ya no la consideraba a ella parte de su mundo. Su hermano, que ahora le cerraba la puerta y le guardaba secretos. Eva sentía que ella ya no le importaba. Ya no la quería. Se había hecho amigo de otra gente, para la que ella era una carga. Se sintió rechazada y pesada. Fue entonces que su padre se volvió a casar y conoció a Almudena. Ella era mayor que Eva, pero se hicieron amigas. Nico la odiaba, lo que a ella, en una parte mezquina de su mente, le gustaba. No hubiera soportado que Nico la quisiera como una más. O la quisiera como a ella. Su hermano cambió esos años, pero ninguno estaban pendientes de él. El buen estudiante dejó de serlo, pero a nadie le preocupó. El buen jugador de futbol, dejó de ir a los entrenos, pero nadie lo notó. Y, el buen niño, dejó de serlo. Solamente Eva se dio cuenta. Ella siempre estaba pendiente de él. Pero la rechazaba. Eva se sentía terriblemente culpable. Cuando preguntaba a Nico, su hermano le respondía molesto y le cerraba la puerta. Fueron los dos años más duros de su vida. Nico estudiaba bachillerato, pero no iba casi nunca. Cuando llegó selectividad, sus padres se pusieron las manos en la cabeza al ver que lo había suspendido todo. Eva se sentía tan descolocada, culpable y triste que no sabía qué hacer. Es entonces, que empezó a ocultar a ojos de los demás sus sentimientos. Desarrollo esa personalidad que la perseguía hasta la actualidad, donde cerró herméticamente lo que ocurría en casa y solo mostraba una cara superficial de despreocupación y locura.

Nico y su padre dejaron de hablarse entonces. Él dejó de ir a ver a Pedro, las visitas dejaron de sucederse. Y Eva, si no iba con Nico, tampoco iba. El contacto con su padre se tornó frío y distante. Aunque ella seguía mensajeándose con Almudena. Por su lado, Nico también dejó de hablar con Leticia. Se negaba a explicarle en que había gastado esos dos años y que quería hacer en un futuro. Eva vio como su hermano soportaba todo tipo de increpaciones y gritos de sus progenitores sin dar ninguna explicación. No dijo nada, no se enfadó. Nada. Soportó sus insultos con esa mirada insolente y esa sonrisa de alguien a quien no le importa lo más mínimo tu opinión. Sin embargo, cuando ella le preguntó, Nico entró en cólera. La echó de malas maneras, tras destrozar parte de su cuarto. Eva no entendió su ataque de furia. Ese día le dijo cosas muy hirientes, pero que ella sabía que eran verdad. Su hermano le echó en cara cuidarle. Como ella no había hecho nunca nada por él. Nunca como lo que él había hecho. Y, en parte, tenía razón. Eva había dejado que él siempre cargará con el peso. Esa noche lloró muy triste, pero por la mañana se propuso recuperar a su hermano. Se propuso ayudarle ahora que él le necesitaba de una forma tan extraña. Con paciencia e insistencia, Nico la dejó entrar. Ella limpió su cuarto. Ella se ocupó de él. Y, finalmente, su hermano se rompió. Rompió esa coraza de tipo duro que ella siempre le había visto. Le contó sus miedos, sus preocupaciones. Volvieron a hablar como niños. Tumbados en esa cama que ya era demasiado estrecha, para el hombre que se estaba convirtiendo, ante la ceguera de sus padres. Su hermano estaba perdido. Había estado tanto tiempo cuidando de que todo fuera bien, que se había estropeado. Siempre intentando ser perfecto para sus padres, que nunca había pensado en serlo para sí mismo. 

Eva estaba en el instituto, quizá era demasiado joven para ello. Pero él no tenía a nadie más que le fuera a ayudar. Sus padres le creían un simple vago descarado. Sabía que su hermano sufría depresión, y como pudo, le intentó ayudar. Sobre todo a encontrar su vocación. Nico no quería estudiar, quería ser actor. Ella le miraba emocionada, mientras preparaban sus obras de teatro a escondidas. Solo por aceptar lo que sus padres le proponían, y le dejarán en paz, estaba cursando un módulo de mecánica. Ella sabía que no le hacía feliz. Eva le observaba actuar y se daba cuenta. Se daba cuenta de como sus ojos brillaban de una manera especial. En esos años de instituto, su relación se volvió otra vez estrecha y única. Se volvió especial de verdad. Ya no eran niños, se estaban construyendo como adultos. Se lo contaba todo y se cuidaban mutuamente. Eva cuidaba de la persona que la había hecho tan feliz. Y juntos encontraron la felicidad que siempre habían buscado, que intentaba huir de esa vida de prestado que creían llevar.

Sumida en sus pensamientos no se dio cuenta. Pero asustada se levantó al escuchar pasos. Alguien se acercaba por el suelo marmóleo. Su corazón dio un vuelco cuando reconoció la figura que se aproximaba. No podía ser. ¿Cómo lo había sabido? Enfadada miró alrededor. Habían sido ellos. Él alzó las manos en un gesto de tranquilidad.

—No vengo a hacerte daño Eva. Ni vengo a hacer nada más que acompañarte. Ariel me ha dicho donde venías, nada más. Estaba preocupada. Yo también lo estaba —dijo Tonik. Le miró con rabia, pero de golpe agradeció que él estuviera ahí. El enfado dio paso a una agradable sensación cálida al darse cuenta de que no estaba sola.

—No pasa nada —murmuró más tranquila, él la miró sorprendido. Sonriendo dijo—: Siempre te dejan lo peor. Aunque no te lo creas, me alegro de tenerte aquí —ella se sentó. Tonik lo hizo a su lado.

—¿Quién es? —preguntó con inocencia fingida. Tonik tenía muchas cosas, pero era un pésimo mentiroso. Ariel nunca había contado a nadie sobre lo ocurrido, nunca había traicionado su confianza. Pero si lo había hecho con él, supuso que sería por algo. Seguramente porque sabía que a ella no le molestaría. Aparte de Nico, Ariel era la segunda persona en el mundo que mejor la conocía. 

—Mi hermano —susurró. Se dio cuenta de que su voz sonaba diferente, y no le molestó—. Mi Orestes —él la miró incomprendido. Sin pensar en nada más, Eva le contó a Tonik lo que había estado pensando, vaciándose con él. Él la escuchó en silencio, a su lado, nada más. Sin interrumpirla, sin vacilar en su mirada—. Así que con dieciocho años encontró su felicidad. Yo tenía trece y le idolatraba. A todo el mundo decía lo buen actor que sería. No te lo puedes imaginar. Era el mejor —dijo emocionada e ilusionada como cuando estaba en el instituto y le acompañaba a las obras. Le señalaba cuando aplaudían, diciendo a quien quisiera oírla que ese era su hermano—. Pero, como los buenos actores, tenía una alta sensibilidad. Nico sufría. Había sufrido siempre, pero yo no lo sabía. Yo estaba hecha de otra pasta. Acostumbrada a que nuestros padres nos ignorarán o nos despreciarán. Pero a él, esas cosas le dolían. Le dolían muy hondo y no me lo decía. Nunca lo decía.

—Eva no tienes porque... —dijo Tonik. Esa vez, ella se dio el gusto de taparle la boca. Se dio cuenta de que tenerle cerca, hablarle, le hacía todo más fácil.

—No tengo porque, tienes razón, pero lo necesito. Nunca hablo de él. Como si así fuera más fácil olvidar. Pensar que todo esto no ha pasado. Solo me lo permito una vez al año. Déjame contártelo, Tonik. Necesito hablarlo contigo —ella le miró asustada. No quería que él pensará otras cosas de ella. Pero necesitaba desahogarse. Por una extraña razón, necesitaba contárselo a él. Necesitaba que Tonik supiera quién era ella. Con todos sus dolores y ausencias, con toda su historia. Él asintió—. Seguramente te preguntes como mis abuelos eran ajenos a todo eso. Bueno, cabe decir, que ante sus visitas, nuestros padres se presentaban como padres modélicos. Nuestras quejas eran calladas como las típicas quejas de niños. Nico les guardaba rencor, yo no. La verdad es que con los años, he llegado a creer, que no hay más ciego que el que no quiere ver. No les culpo de lo que ocurrió.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó ante su silencio. Eva sonrió de medio lado.  

—¿A Nico? —él asintió—. Los demás le ocurrimos. Le hacíamos infeliz. No sé por qué. Supongo que porque los demás no lográbamos comprender como era en verdad. Yo le quería, muchísimo. Tanto que me dolía no verle feliz, pero no le entendía. Sigo sin hacerlo supongo. Sigo sin entender como sentía y veía el mundo. Con veinte acabó el curso de mecánico, pero también empezó a ser actor. Actuaba en todo tipo de teatros. Era muy divertido acompañarle, verle actuar. Era el mejor. Yo tenía quince años y no me perdía ni una sola de sus actuaciones. Me encantaba verle y sabía que llegaría muy lejos. Nico siempre guardaba dos asientos para mamá y papá, pero nunca fueron a verle. Fingía que no le dolía ante el resto, pero conmigo no. Yo le secaba las lágrimas tras cada actuación. Yo sabía que él quería que estuvieran orgullosos de él. Entonces, llegó su gran obra. La que le lanzaría al estrellato —Tonik la observaba con intensidad. Eva sonrió con nostalgia—. Era una versión más moderna de «Electra». Él interpretaba a Egisto, al joven amante de Clitemnestra. Ensayaban muchas horas al día. Durante casi medio año, a penas le veía. Allí conoció a Marius, un joven francés que interpretaba a Orestes, y se enamoraron —dijo con tristeza. Esa época fue muy bonita. Eva la recordaba con esa tristeza empañada de alegría, con esta nostalgia que muerde por dentro—. Empezaron a salir juntos, a escondidas de sus padres, y de los míos. Nadie lo sabía excepto yo. A mí me lo contaban todo. Salíamos juntos alguna vez los tres. Íbamos a cenar hamburguesas cerca del teatro desvencijado donde ensayaban hasta agotarse. Eran felices, lo éramos los tres. Yo acababa pronto el instituto, y ya había encontrado mi vocación. La filosofía. Sería la filósofa que cambiará el mundo, ellos irían a Broadway. No había sombras, ni miedos. Por delante, solo un futuro brillante, repleto de posibilidades —la voz se le quebró, Eva lloraba. Tonik le dio la mano, y ella agradeció ese tierno contacto. Ese contacto que la ancló al mundo—. Llegó el estreno. Tonik, no puedo describirte lo muy hermoso que estaba. Era tan guapo. Pero tanto que dolía. Como siempre, había reservado las butacas, aunque sabíamos que ellos no vendrían —Eva perdió el hilo, sumida en los recuerdos de esa noche.

—¿No fueron? —dijo ante su silencio. Eva negó. 

—Esa noche sí. Mis padres acabaron viniendo. Yo les convencí tras semanas de insistencia. Meses creo. Debían verlo. Debían ver el hombre tan maravilloso que era. Pero... cuando Nico les vio entre el público. Yo no sabía que iba a pasar —dijo sollozando, ocultando la cara entre las manos—. Se bloqueó. Nico se bloqueó por completo. No pudo decir ni una línea. Le bajaron de escena y entró su sustituto. Cuando fui a buscarle, Nico estaba furioso. Había perdido su gran oportunidad tras meses de trabajo. No dejaba de gritarme, ni de gritar a mis padres. Se fue, Tonik. No pude hacer nada para que no se fuera —Eva sollozaba y Tonik la apretó contra él con tanta fuerza que creyó que iba a romperla—. No pude hacer nada más que verle subir en el coche de Marius y arrancar. Los dos se fueron muy rápido. Volvimos a casa con mi madre. Mi padre se fue vaticinando que era un inútil. Me metí en mi cuarto. Estaba preocupada, aterrorizada. No veía la hora en que Nico volviera a casa. Pero no lo hizo. En su lugar vino un policía a buscarnos. Nico había tenido un accidente. El coche estaba destrozado. Mi madre y yo fuimos corriendo. Papá ya estaba ahí cuando llegamos —Eva apretó sus manos—. Nico estaba en coma. Marius había fallecido.

—Eva, yo... lo siento... —Tonik la abrazaba, Eva dejó de sollozar. Le miró con tristeza, acariciándole el rostro—. No fue tu culpa. No lo fue. No sabía lo que iba a pasar.

—Lo sé. Nico también me lo dijo. Despertó a las dos semanas. Estaba hecho polvo. No hablaba con mis padres, pero sí que habló conmigo. Yo no paraba de llorar y decirle que todo era mi culpa. Nico me consolaba. Me dijo que no lo era. Que lo había hecho con la mejor intención. Gracias a él lo creí. Pude perdonarme a mí misma. Pude seguir adelante —Eva miró la lápida—. Tenía dieciséis años, Nico veintiuno. El accidente le había dejado machacado y no tenía movilidad en las piernas. Podría recuperarla pero con mucha terapia y recuperación. Los dos años siguientes fueron un infierno —dijo riendo con amargura—. Mis padres no ayudaron mucho, por no decir nada. Yo cuidaba de Nico, lo que podía. Mi madre contrató a una enfermera, que le limpiaba, le daba de comer, le ayudaba con sus ejercicios. Él se veía cada vez más débil. Más incapacitado. Yo me esforzaba en cuidarle físicamente, pero no era capaz de ayudarle psicológicamente. Nico lo había perdido todo, y encima, a las personas que debería importarles les daba igual. Aún era joven. Aún era un niño. Aún no sabíamos nada del mundo. No sabes como de furiosa me sentí o me enfadé. Yo no fui capaz de... nada. Solo podía cuidarle, estar a su lado, escucharle. 

—Eva, eras una niña. ¿Qué podías hacer? No podías hacer nada mejor. Lo que hiciste fue lo que creía correcto. Nadie en tu situación hubiera sido tan fuerte —él le acarició el rostro y ella asintió.

—Podría haber hecho cosas mejor. Tendría que haber pedido ayuda, Tonik. A quien fuera. A un psicólogo. Mi hermano tenía una grave depresión, que ocultaba cada vez que venía alguien. Como yo también hacía. Aparentábamos que todo iba bien. Pero yo sí que veía que mi hermano estaba peor, y egoístamente, no quería que me lo quitarán. No quería que se marchará. Quizá para él hubiera sido mejor vivir por su cuenta, lejos de nuestros padres. Lejos de lo que había perdido. Reconstruirse lejos de todos nosotros. Pero yo no podía... no podía separarme de él. Nico lo sabía. Sabía que iba a dejar de estudiar. Había decidido sacarme un curso en asistenta y me quedaría cuidándole, mientras buscaba trabajo. Yo iba a luchar por los dos —dijo con seguridad—. Tonik, lo tenía claro. Nico se recuperaría. Volvería a ser un gran actor. Por eso le hice prometer, ambos prometimos. ¿Sabes que odio el negro? —Tonik la miró con ojos como platos—. Odio el negro. Con todo mi corazón desde que soy pequeña. Pero, le dije que me vestiría de negro, hasta el día que pudiera volver a actuar. Hasta el día que volviera a subir a un escenario. Nico empezó la recuperación. Mejoró. Mejoró bastante. No solo físicamente, sino también su depresión. Lo suficiente como para que ese último año, yo me atreviera a dejarlo bastante tiempo solo —Eva miró otra vez hacia Nico, los ojos anegados en lágrimas—. Ese fin de semana me fui con unas amigas a la playa. La noche del sábado, dos semanas antes de cumplir los dieciocho, me llamaron de urgencias. Nico se había quitado la vida tirándose desde el balcón de casa —con rabia apretó el puño—: ¿Dónde estaba mi madre? En su habitación tan tranquila. ¿Te lo puedes creer? —Eva sollozaba y se agarró el pecho—. Su hijo murió y ella no se dio ni cuenta. Ya nunca me pude quitar el negro. Nico no volvió a andar, a actuar, a sentir. Y yo me aferré a lo único que me quedaba tras él. La filosofía. Me fui de casa, empecé a vivir por mi cuenta y me puse a estudiar como loca, para apagar la soledad y el dolor. Hasta que conocí a Ariel.

—Eva, yo no... —empezó él. Ella le cortó con un gesto. 

—No tienes que decir nada, Tonik. Ese es Nico y el motivo por el que visto de negro. Han pasado doce años. Doce años desde que tomé la decisión que deberíamos haber tomado mucho antes. Doce años que me fui de esa casa y viví por mi cuenta —ella le miró. Tonik la abrazó instintivamente, ella dejó caer su cabeza contra su pecho—. Llevó doce años sola, y supongo que te acostumbras, pero nunca te acostumbras de verdad. Ariel fue la primera que me descubrió. Me siguió desde la universidad y me obligó a contárselo. Solo hacía un año que lo había perdido y me rompí por completo. Ahora hace un año que se lo conté a Helena. Y, ahora también lo sabes tú. Espero que como ellas....

—No se lo contaré a nadie, cariño —lo dijo en un tono que a ella le erizó la piel. Eva se apretó contra él sin poderlo evitar y Tonik la abrazó más fuerte—. Te lo prometo.

—No hace falta que me lo prometas. Ya lo sé. ¿Vamos a casa? —preguntó. Tonik asintió. Ambos se levantaron y dieron un par de pasos antes de que ella preguntará—: ¿Dónde está Iván?

—Hoy se queda con Ariel y Jules —musitó despreocupado, algo más ligero—. Tenemos el día para nosotros, ¿vale? —Eva asintió y Tonik sonrió. Ella hizo algo que nunca había hecho un día como ese, sonreír. Le tendió la mano y pasearon hasta sus coches. A ella le dolió separarse de él, pero se volverían a unir. En su hogar. 


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