
Una vida feliz
Tras haber pedido la comida, les narré todo el drama. Incluso después de que nos trajeran los platos, continué.
—Es como una competencia entre los dos —agregué, antes de llevarme un pedazo de salmón a la boca—. Mi padre solo me contó lo de mi madre para que la odiara, y mi madre me contó lo de mi padre para causar problemas. Es como si estuvieran compitiendo por quién le causa más disgustos al otro.
—Oye, pero si tu papá lo hizo para protegerte, eso quiere decir que tu madre puede llegar a ser peligrosa —opinó Nick—. Si ella no, entonces su pareja.
—¿Peligrosa? —cuestioné, frunciendo el ceño.
—Él la conoce mejor que tú.
—Ese es el punto, no la conozco.
—Si dices que es una competencia, puede que te haya estado manipulando, haciéndote creer que está arrepentida.
—O que se haya arrepentido en serio —contradijo Esteban.
—Después de lo que hizo, la creo capaz de cualquier cosa —debatió mi amigo.
—¿Por qué te empeñas tanto en pensar mal de su madre?
—¿Por qué tu no piensas con más sangre fría?
—Las personas pueden cambiar.
—Ya entiendo —afirmó, tomando la servilleta de su regazo para limpiarse la comisura de la boca—. Crees que, porque tú cambiaste tu vida, los demás también lo harán. Sé que en el fondo lo sabes bien, no eres imbécil; pero quieres creer que la madre del amor de tu vida tomó el mismo camino que tú.
—Cualquiera de las dos alternativas son solo suposiciones —intervine antes de que comenzaran a tirarse los platos encima—. Los hechos indican que ya no puedo confiar en ninguno de los dos. Así que simplemente no la volveré a ver en mi vida, y a mi padre solo le hablaré para cosas prácticas. Fin de la historia.
***
Al día siguiente del conflicto, le pedí a Esteban que bajáramos a desayunar más tarde para evitar entrar en contacto con mi padre. No le daba ese tratamiento silencioso simplemente para hacerle saber que estaba enfadada y decepcionada, sino porque era un luto que había decidido mantener tras la muerte de mi confianza hacia él. Por la tarde, Esteban salió para visitar a Lucas. Al escuchar ese inocente nombre, cualquier cosa que viniera después la relacionaba inevitablemente con una excusa. Quizás esta vez sí tenía la intención de visitarlo, y no dudaba de su estrecha amistad con ese chico, pero el pequeño gusano de la duda me entró en la cabeza, sobre todo, por lo ocurrido la última vez. Aproveché el tiempo para tomar mis dos horas de lectura diarias en compañía de Blanca. Unos dos capítulos más tarde, me escribió un mensaje de texto.
"Podrías venir al parque del Retiro?
"Por qué? Pasó algo?"
"No"
"Pasaba por aquí y quería dar un paseo contigo"
"No estabas visitando a Lucas?"
"Le surgió un contratiempo"
Observé la pantalla con los ojos entrecerrados. «Sí, claro, un contratiempo».
"Vale"
"Encuéntrame donde siempre"
"Voy para allá"
Tomé el coche y me dirigí hacia el parque. Sin saber con lo que me encontraría al verlo, caminé por el pavimento, dirigiendo miradas de reojo hacia todos lados por si no lograba divisarlo. A unos cuantos metros, antes de llegar al monumento a Alfonso XII, paré en seco tras distinguir a mi madre sentada en una de las bancas. Rodé los ojos y di media vuelta con la intención de regresar a casa, pero apareció Esteban justo frente a mí, como si hubiera estado siguiéndome para asegurarse de que llegara a mi destino.
—Hola —saludó, dedicándome una sonrisa apenada.
Bufé y lo tomé del brazo para hacernos a un lado de la vereda.
—Te dije que no quería volver a verla —mascullé para no llamar la atención.
—¿Por qué no quieres perdonarla?
—Que no la quiera tener cerca no significa que no la haya perdonado.
—No la has perdonado como a mí.
—Es porque tú no eres ella.
—Vale, ¿pero por qué no quieres conocerla?
Exhalé pesadamente.
—Toda mi vida he sobrevivido sin una madre, y creo que podré sobrevivir el resto sin una. Aunque sea mi madre, no es alguien a quien quiera tener en mi vida. Después de lo que le hizo a mi padre, no puedo esperar algo bueno de ella. Además, ella no me escogió, así que yo tampoco la escogeré a ella.
—Pienso que estás tomando una pésima decisión.
Rodé los ojos.
—Sé que quieres que me reconcilie con todos para que mi vida sea feliz y tranquila. De verdad lo aprecio, pero deja de querer ser el héroe. No todos necesitan uno, y no todo se puede arreglar. Una vida feliz no significa una vida sin problemas; sino, dejaría de ser vida, lo sabes. No quería volver a ver a mi madre, y aun así lo hice por ti. No es un reproche —aclaré, elevando la mano—, sino no hubiera sabido toda la verdad y nunca hubiera enfrentado ese miedo. Te estaré eternamente agradecida por eso, pero deja de obligarme a hacer cosas que no quiero. He respetado tus decisiones, así que te pido que, por favor, respetes tú las mías.
Resopló y dejó caer su cabeza hacia atrás.
—Vale, lo siento.
—Escríbele y dile que nadie llegará.
Sacó el móvil de su abrigo y escribió le mensaje.
—Ahora, si quieres que te perdone, me acompañarás a Sin Tarima a comprar libros — sentencié.
Esbozó una sonrisa y me ofreció su brazo. Lo tomé y, a pie, nos dirigimos hacia la librería. Me tomé mi tiempo para encontrar todos los libros en existencia de Julio Verne y así completar mi biblioteca antes de regresar a casa. Tras regresar a la mansión, cada uno en su respectivo transporte, subimos al primer piso. Un grito indescifrable de mi padre, proviniendo de su despacho, me detuvo en seco a medio pasillo. Tomé a Esteban de brazo para frenar su marcha. Creí que iba dirigido a Verónica, pero una firme y conocida voz femenina me indicó de quién se trataba: mi madre.
—No deberíamos... —dijo mi acompañante.
—Shhhh... —lo silencié, halándolo del brazo hacia la puerta.
Dejé la bolsa con libros sobre el piso y pegué el oído sobre la madera para escuchar mejor. Esteban se quedó junto a mí, atento a mis expresiones faciales.
—Adela —susurró.
Me llevé el dedo índice a la boca para suplicarle que se callara.
—¿Crees que no podría ganarme el afecto de mi hija? —cuestionó mi madre.
—Inténtalo si quieres, pero no hay manera de que eso pase.
Mi madre rio.
—No te pondrías tan nervioso si no lo creyeras posible. Has quedado como un mentiroso y chantajista frente a ella.
—Eso es porque ella no sabe toda la verdad.
—Yo tampoco quedé como una santa, pero me has abierto el camino. Ahora duda tanto de ti como de mí, y no hay nada que la imagen de una madre arrepentida y doliente no consiga.
Mi padre resopló.
—Es increíble cómo consideras a Adela una ingenua, y eso solo demuestra lo poco que la conoces. Es más inteligente de lo que crees y sabe distinguir perfectamente a alguien tan manipulador como tú.
—¿Por qué no lo ponemos a prueba?
—José y tú nunca dejareis de ser unos muertos de hambre. ¿No os bastó con habérmelo quitado todo?
—¿Todo? No, no te equivoques. Te hemos dejado a esa cría indeseada.
—Porque no la quisiste, no porque no tuvieras la oportunidad de pelear por ella. Pero esa ha sido la única buena decisión que has tomado en toda tu vida. No hubiera soportado verla convertida en alguien como tú.
Mi madre volvió a reír cínicamente.
—Sí, qué bueno que no la quise, sino ahora no tendría un boleto de lotería con el cual contar. Dame lo que te pido y no volverás a verme en tu vida.
—Eso dijiste la última vez y no dejas de aparecerte para arruinarlo todo.
—¿Qué harás? ¿Matarme? No lo creo. Adela no te lo perdonaría nunca.
—Ganas no me faltan, pero sé muy bien cómo lidiar con problemas como tú. Recuerda que aún tengo las pruebas para refundir a José en la cárcel.
—¿Por qué no lo has hecho entonces?
—Temía que encontrarais la manera de llevárosla, pero, cuando cumplió la mayoría de edad, me frenaron la decencia y la esperanza. Consideré que viéndoos completamente solos y en la miseria, pese a que no os disculparais, sería suficiente para arrepentiros y dejarnos a mí y a mi hija en paz. Pero debí suponer que dos mendigos como vosotros nunca cambiaríais y aprovecharíais cualquier ocasión para regresar a nuestras vidas. Has cometido un gran error viniendo aquí a pedir limosna, Margarita.
Un ruido extraño dentro interrumpió la conversación. Temí que esa maldita le hiciera algo a mi padre, así que no lo pensé dos veces antes de abrir ambas puertas de un empujón.
—Adela —dijo entre dientes Esteban, intentando agarrarme del brazo.
Al entrar, las miradas de mis padres se dirigieron hacia mí. Con el escritorio de por medio, mi madre empuñaba el abrecartas en dirección al rostro de mi padre, mientras este la sostenía de la muñeca, forcejeando para quitárselo. Me abalancé sobre la agresora como un jugador de rugby, y el abrecartas salió volando. En el acto, me golpeé la frente con la esquina del escritorio. De bruces al suelo, Esteban me ayudó a reincorporarme, tomándome de los costados, y me rodeó completamente con sus brazos, estrechándome contra su pecho. Afortunadamente, el impacto no fue tan grave para robarme la conciencia, pero sí lo fue para aturdirme, así que recosté la cabeza bajo su barbilla. Mi padre se acercó a nosotros y colocó su mano sobre mi frente, al lado opuesto de la herida, para ver si el resultado del arrebato ameritaba ser tratado como una emergencia mayor.
—Quedaros detrás del escritorio —ordenó este, interponiéndose entre nosotros y la agresora.
Esteban hizo caso. Sosteniéndose el brazo derecho y apoyándose sobre la silla, mi madre se levantó.
—Tienes dos opciones —sentenció mi padre—. Te largas de aquí para siempre y no levantaré cargos en contra de José, o prepárate para sufrir las consecuencias de haberte metido con mi familia.
La atacante, a pesar de su adolorida expresión, consiguió dirigirnos una mirada ferviente de odio a todos antes de mantenérsela a mi padre.
—¿Por cuánto tiempo más crees que eso te funcionará? —cuestionó mi madre.
—Me ha estado funcionando por años. No veo por qué no seguiría haciéndolo.
Mi padre presionó un botón sobre su escritorio y Cecilia no tardó en llegar.
—¿Diga, señor?
—Lleve a la señora afuera. Asegúrese bien de que salga de inmediato. Si se rehúsa, llame a seguridad.
—Sí, señor.
Mi madre esbozó una sonrisa antes de desaparecer del despecho y, siendo optimistas, de nuestras vidas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Esteban, apartándome un poco de sí.
—Me quiero sentar —contesté.
Me acercó la silla principal y, sin soltarme las manos, me ayudó a tomar asiento. Tuve la intención de sostenerme la cabeza, pero el roce sobre la lesión me detuvo. Mi padre sacó el pañuelo de su saco, limpió un pequeño chorro de sangre que recorría mi sien y parte de mi pómulo, y lo colocó delicadamente sobre el lugar de la herida. Emití un pequeño quejido de dolor.
—¿Te duele la cabeza? —indagó este.
—Estoy mareada —respondí, apretando los ojos.
—Llamaré a Carlos.
Lo escuché retirarse del despacho y luego sentí la mano de Esteban presionando delicadamente alrededor de la herida con suaves y pequeños golpes.
—Miren quién está sangrando ahora —comentó.
Reí ligeramente.
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