
En la guarida del lobo
Eran las seis de la mañana, y yo ya estaba lista para bajar a desayunar; seguramente, al igual que mi padre y, consecuentemente, Verónica. Sin embargo, mi nuevo vecino de habitación seguía dormido como un tronco, ya que no había escuchado ningún sonido. Tomé mi parlante y, como si se tratara de otro de esos numerosos TikToks, reproduje Die Young de Kesha. Al llegar a la famosa parte, di dos puñetazos contra la pared. Era lo mínimo que se merecía luego de haber estropeado mi viaje y, ahora, de haberse metido en mi vida. Apagué el amplificador y salí de mi habitación. Al cerrar la puerta, la del cuarto adyacente se abrió de golpe, revelando la perezosa figura del imbécil. Con los ojos hinchados, me observó severamente, recostado sobre el marco de esta, a lo que yo reaccioné con una sonrisa.
—Buenos días, imbécil —deseé antes de dirigirme hacia la planta baja.
A llegar al comedor, tal y como lo supuse, yacían mi padre y Verónica comiendo a gusto.
—Buenos días —saludé antes de tomar asiento junto a mi padre.
—Buenos días —dijo la invitada.
—Buenos días, hija. ¿Qué fue todo ese ruido? —interrogó mi padre.
—Lo siento, es que me desperté de buen humor y decidí ambientarme un poco—respondí, sirviéndome dos churros sobre el plato.
—Me alegra que hayas dormido bien, pero espero que no se vuelva una costumbre. Hoy tendremos una junta importante durante la comida. No nos esperéis para comer.
—Muy bien.
—Por cierto, aparta el sábado por la mañana. Iremos a cabalgar con Verónica y Esteban.
—¿Sabes cabalgar? —le pregunté a Verónica antes de darle un bocado a mi desayuno.
—No, pero me parece una actividad bastante interesante para conocernos más —respondió.
Le dediqué media sonrisa.
—Esteban se ofreció a acompañarte a la facultad —informó mi padre.
«Para haberse ofrecido debo decir que no calcula bien su tiempo», me dije.
—Qué amable de su parte —refunfuñé.
—¿A que sí? —preguntó este, entrando al comedor con el cabello parcialmente goteando y su típica sonrisa idiota.
—Buenos días, cariño —lo recibió Verónica.
—Buenos días —dijo, tomando asiento frente a mí junto a su madre.
—Bueno, nosotros os dejamos o llegaremos tarde al trabajo —comunicó mi padre, poniéndose de pie y aproximándoseme para depositar un beso sobre mi cabeza—. Cuidaros, que tengáis un lindo día.
—Con permiso —se excusó Verónica, levantándose para darle un beso sobre la mejilla a su endemoniado retoño—. Nos vemos luego. Lindo día.
—Qué os vaya bien —deseé.
—Ojalá me engañaras así de bien todos los días, tal vez así tendría mañanas más agradables —comentó el idiota una vez estando solos.
—¿Qué? ¿No te gustó mi lista reproducción? Porque tengo millones de canciones para cantarte las mañanitas.
Rio levemente y se sirvió un pan Candeal.
—Tú te ofreciste a llevarme, y no me gusta llegar tarde. Ya me quedó claro que a ti no te importa, pero te acoplas o te acoplo —amenacé.
—¿O sino qué?
—No querrás saberlo.
—No tienes buenas ideas y lo que te queda es amenazarme.
—Es preferible que lo sigas creyendo.
Terminando de comer, me limpié con la servilleta antes de quitármela, colocarla sobre la mesa y recostarme sobre esta para encararlo.
—Tienes diez minutos, no más —informé antes de tomar mi termo con café y retirarme.
Justo como lo supuse, se tardó veinte minutos solo para hacerme enojar. Estaba esperándolo dentro del coche, pero, antes de que pudiera ir a sacarlo a rastras, salió de la puerta principal y tomó en lugar del piloto.
—Si no conduces rápido, eres hombre muerto —advertí.
—Llegaríamos más rápido en mi motocicleta, pero sé que prefieres morir antes que montarte sobre ella conmigo —contestó, abriendo la puerta del al coche—. Además, ¿cuál es la prisa? ¿Acaso te entusiasman tus clases?
—Se supone que ese es el punto de ir a una facultad —respondí, tomando el lugar del copiloto.
Llegamos cinco minutos antes de que la clase iniciara, así que me precipité hacia los elevadores luego de estacionarnos. Al entrar, presioné el botón para cerrar las puertas como si la vida se me fuera en ello. Exitosamente, logré que se cerraran antes de que el idiota pudiera presionar el otro botón y abrirlas. Si no podía echarlo fuera de mi casa, por lo menos tendría que soportarme durante su estadía. Terminado el primer periodo, mi amiga y yo nos dirigimos hacia la cafetería.
—¿Y qué tal va el tema con Esteban? —preguntó.
—Ni me lo menciones. Tengo que ponerme creativa para hacerle la vida imposible.
—Pero... ¿No crees que es riesgoso y decida irse?
—No lo hará. Desconozco las razones, pero sé qué no lo hará.
—¿Crees que tu padre descubra su pequeño "juego"? —cuestionó, haciendo comillas en el aire.
—No, ambos tenemos una especie de pacto. Yo no hablo si él no lo hace; a ninguno nos conviene.
Al tomar asiento en nuestra mesa habitual, observé a Aarón con sus amigos desde lejos. Tras una mirada de reojo, continuó con su conversación como si mi presencia no existiera. «¡¿Qué demonios fue eso?!»
—¿Has hablado con él? —inquirió.
—No, y él tampoco se me ha acercado —respondí, fingiendo que no me afectó su indiferencia.
—Eso es demasiado extraño.
—Lo sé —dije, observando seriamente a Esteban de mi lado izquierdo—. Y creo saber quién es el causante de ello.
Candela giró disimuladamente para comprobar de quién estaba hablando.
—Ay, amiga... Si ya lo sabe, no hay nada más que puedas hacer para ocultarlo.
—No creo que haya sido lo demasiado imbécil como para decirle que estoy interesada en él. Es mucho más astuto y sacará provecho de ello.
—Entonces crees que habló mal de ti.
—No lo creo, estoy segura.
Una vez terminada la jornada de clases, me recosté sobre el coche para esperar al tonto chofer. Acompañado por una chica, este sonreía abiertamente con su blanca sonrisa endemoniada mientras se aproximaba. Ganas de tirarle un puñetazo y mandarlo al infierno para siempre no me faltaban, pero necesitaba sacarle todas las mentiras que dijo.
—¿Conoces el dicho "El tiempo es dinero"? —pregunté—. ¿O qué tal "El tiempo es oro"?
Esbozó una sonrisa.
—Si el tiempo fuera dinero, tú estarías en bancarrota tras tanto desperdiciado en insultos y discusiones.
—Ja, ja, ja. Mi tiempo vale oro, así que la próxima vez date prisa o yo misma te saco.
Rio levemente. Entramos al coche y salimos de la facultad.
—¿Qué tal tu día? —preguntó.
—Podría haber estado mejor si la tierra te hubiera tragado, pero no.
Sonrió.
—Sabes que todos tus insultos me vienen del norte, ¿no? —aseguró.
—Considerando lo muy entrometido que has estado en mi vida, yo no afirmaría eso.
—¿Lo dices por Aarón?
Consideré seriamente desviar el volante para hacerle un favor al mundo, deshaciéndome de su presencia y haciéndome uno a mí misma, terminando con tanta vergüenza.
—¿Qué hay con ese chico? —cuestioné lo más indiferente que pude.
Rio.
—Deja de fingir, sé que detrás de esa fachada de chica difícil te mueres por él. Es atractivo, un ilustre estudiante, centrado y proveniente de una buena familia. Un perfecto partido para tus ridículas exigencias. Pero la cosa no termina allí, me encantaría ver su cara cuando conozca lo perversa y mentirosa que eres.
—¿Celoso? —pregunté, sonriendo maliciosamente.
Resopló.
—Sí, claro.
—De todos modos, me has hecho un favor.
—No lo creo —aseguró sonriendo.
—¡¿Qué le dijiste?! —exigí, golpeándole el hombro.
—¡¿Acaso quieres matarnos?! —exclamó tras el susto.
—¡Dímelo imbécil!
Amplió su sonrisa.
—Solo le dije la verdad —respondió tranquilamente.
—¡¿Cuál maldita verdad?!
Rio levemente.
—Que no esperara mucho de una chica billonaria y consentida.
—Considérate un chico muerto.
—Uy, qué miedo —se mofó.
Estaba tan furiosa, pero me rehusaba a demostrarlo, así que decidí callarme por el resto del camino.
—¿Por qué tan callada? ¿Acaso te intimidé lo suficiente, princesita? —preguntó sonriente.
—No, simplemente no quiero gastar valiosas palabras en alguien que no vale la pena.
Al llegar a casa, salí inmediatamente del coche en dirección a mi habitación para pedir que me llevaran la comida. No había forma de que la compartiera con ese idiota. Mientras comía en el único sitio no contaminado por la presencia de ese borde en la enorme mansión, tomé una resolución: indagaría en la guarida del lobo. Verónica o ese idiota debían traer fotografías o, por lo menos, algo que me diera un poco de información sobre sus misteriosas vidas. Mi padre y su invitada regresarían a las seis, y el imbécil estaría ejercitándose a las cinco y media; a partir de allí no tenía nada más que media hora para husmear en ambas habitaciones. Para matar el tiempo, me puse a hacer tarea y, una vez terminada, me dediqué a leer mi libro, atenta al mínimo sonido que me indicara la salida del enemigo. Tras escuchar la puerta cerrarse, me dirigí hacia el balcón para verlo alejarse de la mansión en dirección al gimnasio, pasando por el jardín. Al perderlo de vista, me precipité hacia la habitación de Verónica, la cual quedaba más lejos ya que se ubicaba al fondo del pasillo. Discretamente, avancé sin que nadie me notara, entré y cerré la puerta lo más silenciosamente posible. Solté todo el aire que contuve y comencé a indagar por sus cosas.
Sobre su escritorio yacían papeles de trabajo, y dentro de los cajones, varios materiales de papelería como post-its, lapiceros y clips. Pasé a su mesa de noche, sobre la cual reposaba una fotografía con su hijo; le calculaba unos siete u ocho años al endemoniado niño. Abrí los cajones y solo encontré objetos de uso personal como cremas y medicamentos. Entré a su armario, el cual no contenía tanta ropa, de modo que me fue fácil encontrar una caja metálica bien escondida. Seguramente, debía contener bastantes cosas importantes, ya que estaba en el estante más alto. La tomé cuidadosamente, la abrí y observé con detenimiento las varias fotografías que contenía. Había varias con el idiota, pero en las de abajo apareció el que supuse sería el padre. Tenía la misma sonrisa que el tonto de mi visita, aunque sin malicia. Ese imbécil había sacado lo mejor de ambos padres: el rostro bello de su madre, para mi desgracia, y los bellos ojos y sonrisa de su padre. Tomé algunas fotografías de las fotografías, valga la redundancia, con mi móvil antes de tantear algo al fondo de la caja. Se trataba de un anillo de oro, el desgaste era notable; obviamente, se trataba de su anillo de casada. Fue entonces que me llené de preguntas. ¿Se habría divorciado o el susodicho habría fallecido? En todo caso... ¿Por qué traería el anillo con ella si intentara embaucar a mi padre? ¿Lo estaría escondiendo? Era muy pronto para llegar a una conclusión, o siquiera a cualquier juicio, antes de obtener un poco más de información. Sin embargo, a veces las ideas más locas no suelen ser tan descabelladas.
Tras husmear un poco más entre sus cosas y no encontrar nada más, salí disimuladamente en dirección al cuarto del causante de mis dolores de cabeza. Al entrar en aquella habitación, esperaba encontrar montañas de ropa sucia sobre el piso y todo tipo de desperdicios en cada esquina, lo que le daría al recinto un característico olor a podredumbre, pero me llevé una gran sorpresa. El ambiente estaba sutilmente impregnado por su peculiar aroma a varón mezclado con desinfectante de limón, y no había rastros de mugre sobre el suelo ni de polvo sobre los muebles. Sobre su escritorio había varios cuadernos y libros empilados, los cuales me atrevería a decir que estaban organizados por color o alfabéticamente. Sus útiles de trabajo estaban tan prolijamente acomodados como el resto de sus cosas. Percatándome de lo observador, astuto y minucioso que era, posiblemente notaría si una mínima hoja estaba fuera de lugar; además, era casi certero afirmar que sólo hallaría material repleto de cálculos o leyes de la física. Al abrir su armario, cada prenda de ropa y calzado estaba perfectamente acomodado, lo que me hizo dudar si ese imbécil habría estado en alguna escuela militar o algo parecido. Suponiendo que no hallaría nada relevante que me proporcionara información acerca de él más que su obsesividad por el orden, opté por ir directo a su mesa de noche. Encontré auriculares, las llaves de su motocicleta, un libro de Julio Verne, un destapador de botellas, ... Luego de encontrar, prácticamente, nada más que cosas de uso diario, encontré una fotografía de él con su padre al fondo de un cajón. Ambos yacían sobre una bicicleta en lo que parecía ser un bosque. Eso solo significaba una cosa: su padre significaba mucho para él, así como para Verónica. Estaba tan absorta en la fotografía que no escuché los pasos del borde hasta que estuvo a unos cuantos metros de la puerta. Guardé todo velozmente antes de esconderme bajo la cama y ver sus pies aproximarse frente a esta.
—Hola, Ainhoa —saludó.
—Hola —dijo la chica del otro lado de la línea—. ¿Interrumpo algo?
—Para nada, dime qué necesitas.
—Solo quería coordinar el trabajo que tenemos que hacer para el próximo jueves.
—Ya me extrañaba...
—¿Qué?
—Pensé que me llamabas para concederme el honor de invitarte a salir.
Me tapé la boca para contener la enorme risa que amenazaba con salir. Ainhoa rio a medias.
—Apenas te conozco, y ya me invitas a salir.
—¿Cómo pretendes conocerme si ni siquiera salimos juntos?
—Buen punto.
—¿Qué dices?
—Vale. ¿Te parece el viernes a las cuatro?
—Perfecto. ¿A dónde te apetece ir?
La chica volvió a reír. Nunca en toda mi corta vida había tenido tantas ganas de soltar una carcajada, pero controlé mi respiración y mi impulso para no delatarme.
—No lo sé, Esteban, yo no me invité sola.
Rio levemente.
—Tienes razón, lo siento.
—Pierde cuidado. Entonces ¿y el trabajo?
—¡Ah! Sí, el trabajo. ¿Te parece mañana durante la hora libre?
—Me parece bien, nos vemos entonces.
—Buenas noches, Ainhoa.
—Buenas noches.
Tras colgar, el enamorado chico suspiró, aumentando mis ganas de reír.
—Ainhoa... —pronunció casi en un susurro.
Colocó el móvil y sus otros auriculares sobre la mesa de noche antes de adentrarse en el baño. Esperé a que el agua saliendo de la canilla se hiciera audible para salir de mi escondite. Iba a dirigirme hacia la salida hasta que el móvil me tentó. «El quien no arriesga no gana», me animé. Tomé el aparato y lo puse a contraluz para ver si identificaba la clave, pero fue en vano. Lo coloqué de regreso y salí de la habitación con cuidado de no tropezar ni hacer demasiado ruido. Una vez fuera, entré rápidamente a mi habitación y cerré la puerta para luego reírme un poco de todo lo que había escuchado. Tomé mi móvil y le marqué a Nick.
—Hola, Nick.
—Hola. ¿Para qué soy bueno?
—¿Cuánta ropa rosada para varón creas que puedas proveerme para antes del viernes?
—Tengo suficiente. ¿Por qué?
—Vamos a arruinar una cita.
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