Nunca imaginé que estaría corriendo frenéticamente en la estación de Lyon y mucho menos por llegar tarde. Ser heredera de una gran fortuna nunca me convirtió en la dueña del tiempo a pesar de que una suma de dinero pudiera resolverlo todo. El retraso de cinco minutos se volvió de quince a causa de un absurdo incidente con otro Uber. Me abrí paso entre la gran cantidad de gente que pacientemente esperaba su tren tomando o comiendo algo. Subí las escaleras eléctricas lo más rápido que mis pies me permitieron y, cuando por fin llegué al área de embarque, fue demasiado tarde. El tren ya estaba en marcha mientras inhalaba todo el aire que me era posible para oxigenar mis pulmones.
—¡Tonto tren! —me quejé.
Unas aceleradas pisadas captaron mi atención, se trataba de otro chico en la misma situación que yo. Enfadado, exhaló frustrado, soltó las maletas y se sujetó la cabeza con ambas manos mientras daba unos cuantos pasos en dirección contraria. Lo único que pude notar fue su cabello castaño y lacio, y su cuerpo notablemente atlético cubierto por un abrigo color negro. Al voltearse, nuestras miradas se encontraron por unos breves segundos, ya que aparté la mía enseguida. Suspiré bruscamente, sintiendo como el frío me calaba los huesos, y fingí no estar observándolo por un instante considerable. Tomé mis cosas y me dirigí hacia una taquilla para arreglar la situación.
—Bonjour. (Hola) —saludé al taquillero.
—Bonjour. (Hola)
—Mon train est parti ça fait cinq minutes. Est-ce que vous pourriez le faire revenir? (Mi tren se ha ido hace cinco minutos. ¿Podría hacerlo regresar?)
—Desolé, mais vous devrez acheter un autre billet. (Lo lamento, pero tendrá que comprar otro boleto.)
—Êtez-vous sûr? Je vous payerai si vous le faites revenir. (¿Está seguro? Le pagaré si lo hace regresar.)
—Désolé mademoiselle, mais je ne peux rien faire. (Lo lamento señorita, pero no puedo hacer nada.) —aseguró firme.
—Eso está por verse —dije entre dientes mientras sacaba mi móvil.
Le marqué a mi padre, esperando que no estuviera en alguna reunión. Con el típico sonido de espera sobre mi oído, me recosté sobre el mostrador y vi de reojo al chico de hace unos minutos. Este me observaba muy a detalle, lo que me pareció bastante extraño. No le tenía miedo, pero a cualquiera le incomodaría tener a alguien con sus ojos encima.
—Hola, cariño —saludó.
—Hola, papá.
—¿Qué tal tus vacaciones? ¿Pasa algo?
—Sí, el Uber en el que venía tuvo un pequeño accidente y...
—¿No fue nada grave? —preguntó, interrumpiéndome con una voz consternada.
—No, no te preocupes, papá; solo fue un roce. Me atrasó quince minutos y perdí el tren, ahora debo comprar otro boleto. ¿Crees que podrías hablar con tu amigo para hacerlo regresar?
—¡Claro! Hablaré con Jaques enseguida, avísame si pasa algo más.
—Muchas gracias, papá. Te amo.
—Te amo, hija, ten un lindo viaje.
Colgué y me separé un poco del mostrador para dejar pasar al intrigante chico que estaba haciendo fila. Procuré ignorarlo, pero no se dignaba a apartar su mirada de mí. Creí que iba a moverse, pedir otro boleto o cualquier otra cosa al pesado taquillero; sin embargo, se quedó allí con una ridícula sonrisa. Decidí encararlo, así que me recosté de espaldas sobre la esquina del mostrador.
—Qu'est-ce-que tu regardes? (¿Qué miras?) —dije, cruzándome de brazos.
Alargó su sonrisa.
—No sabía que observar a la gente era un crimen —respondió.
—Pues déjame decirte que puede considerarse acoso —informé, entrecerrando lo ojos.
El teléfono sonando cerca del taquillero captó nuestra atención.
—Oui? Quoi?! Ce n'est pas possible Monsieur! Très bien... Tout de suite. (¿Sí? ¡¿Qué?! ¡Eso no es posible señor! Muy bien... Enseguida.)
Volteé a verlo, esbozando una sonrisa satisfactoria.
—Vous avez de la chance —dijo, disgustado—, le train sera de retour à once heures moins quart. (Tiene suerte, el tren estará de regreso a las once menos cuarto.)
—Merci. (Gracias) —agradecí, antes de tomar mis cosas y retirarme.
Tenía media hora antes de que el tren regresara, así que decidí pasearme un poco por el elegante lugar. El aroma de una cafetería llamada Costa Coffee me despertó el hambre y las ganas de una bebida caliente para calmar el frío, así que entré y observé la vitrina.
—Bonjour. (Hola) —saludé, analizando los deliciosos productos.
—Bonjour. Que puis-je faire pour vous? (Hola. ¿Qué puedo ofrecerle?) —me dijo una amable chica.
—Avez-vous un sándwich de saumon? (¿Tienen emparedado de salmón?)
—Bien sûr. (Por supuesto)
Otra de las chicas detrás del mostrador se precipitó hacia ella, con mi deseado emparedado en mano, y le susurró que ya se habían terminado.
—Je vous payerai le double (Les pagaré el doble) —ofrecí. Ambas me observaron entre sí, desconcertadas.
—Désolée mais il ne nous est pas permis d'accepter votre offre. (Lo lamento, pero no nos es permitido aceptar su oferta) —se disculpó, apenada.
Seguí a la chica con la mirada hasta llegar a la taquilla de entrega, en donde yacía nada más y nada menos que el irritable chico de hace unos minutos. Mi paciencia y amabilidad se fueron a diez mil metros bajo tierra. Primero el retraso y ahora esto, solo esperaba que mi día no empeorara aún más. Luego de pagar, recibió su querido emparedado y me dirigió una retadora mirada acompañada de su tonta sonrisa. Probablemente ese chico no tenía la intención de hacerme la vida imposible y yo estaba siendo un tanto paranoica, pero su ridícula sonrisa no hacía más que transmitirme lo mucho que le desagradaba. A medida que lo veía alejarse se me quitaba el hambre, así que regresé mi atención a la taquillera y le pedí una galleta de avena y una botella con agua.
Tomé asiento sobre una de las mesas y, desganadamente, abrí el paquete transparente de mi galleta. Creí erróneamente que mi día no podía empeorar hasta que el susodicho se sentó frente a mí y puso el emparedado sobre la mesa. Desconfiada, entrecerré los ojos y lo observé más a detalle mientras sostenía su café. Tenía un arete color negro sobre su oreja izquierda y varias pecas sobre gran parte del rostro.
—¿Qué le hiciste? —pregunté, cruzándome de brazos.
Rio con una voz bastante ronca que se entrecortaba como motor de coche encendiéndose, pero no tan exagerada para llegar a ser desagradable o molesta.
—¿En serio crees que quiero envenenarte o drogarte? ¿Por qué querría o habría de hacerlo? —se quejó.
—No te conozco, así que esa es una alta probabilidad —respondí, inclinándome hacia el frente.
—Déjame decirte que te equivocas, no le he hecho nada.
—¿De verdad me lo darás así nada más?
—De alguna manera tengo que pagarte por haberme evitado el tener que pagar otro boleto —respondió, encogiéndose de hombros.
—Pues no creo en tus buenas intenciones.
—¿Por qué? Ni siquiera me conoces.
—Tú tampoco.
—¿Entonces por qué me odias tanto si ni siquiera me conoces?
—Porque sé la clase de chico que eres.
—Wow, wow, wow... —dijo, reclinándose mientras se cruzaba de brazos—. Espera. Ni siquiera me conoces y ya me tienes una etiqueta.
—Haber cruzado unas cuantas palabras contigo fue suficiente para definirte. No me lo hiciste muy difícil.
Rio.
—Vale. Entonces, si crees conocerme... ¿qué clase de chico crees que soy?
—El que cree que con una simple mirada puede derretir a cualquier chica, que es la última Coca-Cola del desierto. El típico chico rebelde que cree que puede pasar por encima de cualquiera y que perdió la cuenta de con cuántas chicas ha salido. Pero déjame decirte algo, es una pena, tu ridícula sonrisa no sirve conmigo.
—Vaya, aparentemente, no estamos tan lejos de tener mucho en común.
—¡¿Cómo?! —Reí abiertamente. —Tú y yo no estamos ni cerca de tener algo en común.
—¿Ah no? ¿Qué me dices de tu actitud? Arrogante, prejuiciosa, orgullosa y egoísta.
—Sí, claro... —ironicé, rodando los ojos.
—Llamaste a tu querido padre para que resolviera un problema por ti y pretendías pagar el doble por un simple emparedado cuando alguien más ya lo había acaparado. ¿Cómo le llamas a eso?
—Tener los medios suficientes para obtener lo que se quiere.
—Lo ves, crees que siempre vas a tener todo lo que quieres y no te importa las consecuencias que eso represente. La vida es más complicada de lo que crees.
—¿Crees que no lo sé?
—Pues no se nota.
—No me importa lo que un desconocido opine de mí; después de todo, eso eres, un desconocido.
—Tienes razón. ¿Cómo te llamas?
—¡¿De verdad crees que te daré mi nombre así de fácil?!
—¿Por qué no?
—Arg, no sé por qué sigo aquí. Me puse de pie y tomé mis cosas.
—Hey —pronunció, plantándose frente a mí para quedarme a unos cuantos centímetros arriba de la cabeza.
Exhalé bruscamente.
—Ahora qué quieres... —rezongué.
—¿Por qué no quieres conocerme? Sonreí maliciosamente.
—¿Por qué tú sí y te empeñas en ello? —cuestioné, meneando levemente la cabeza—. Porque, en todo caso, solo me quedan dos suposiciones: o eres lo suficientemente inseguro para querer probarme que mi primera impresión de ti es errónea, o tu arrogante corazón quiere alcanzar a una chica que nunca podrás tener.
Rio.
—Ríete lo que quieras, pero no tienes otras razones para querer conocerme —aseguré.
—Quién sabe —dijo, aproximándose—, tal vez tengo la vaga esperanza de que no seas lo que creo que eres. ¿Cuáles son las tuyas para no hacerlo?
—No me agradas y nunca me agradarás —afirmé, sosteniéndole la mirada—. Además, seguramente nunca nos veremos de nuevo.
—Vamos, que el mundo es demasiado pequeño para asegurar eso.
—Como quieras.
Tomé el emparedado y me acerqué a su rostro.
—Acepto el emparedado porque tengo hambre y porque quizás así aprendas a ser un poco más amable —aclaré, antes de dar media vuelta y salir.
—¡Como digas, princesita! —exclamó a medida que me alejaba.
Me dirigí hacia el frente de la salida del tren; no estaba dispuesta a perderlo de nuevo. Me senté sobre uno de los bancos, comí mi emparedado y continué con la bella historia de Los Miserables de Victor Hugo. Quince minutos más tarde, el chico se apareció para tomar asiento junto a mí.
—No sabía... —dijo.
—Shhhhhh —le interrumpí.
—Que leías a Victor Hugo.
—¡Sh! —exclamé, dedicándole una mirada severa—. No quiero escucharte.
Sonrió. Regresé a mi lectura y me llevé la gran sorpresa de constatar que mi orden fue perfectamente acatada. La parada estaba en casi completo silencio.
—Adela Margarita Ocaña Ramírez —pronunció.
Atónita, lo volteé a ver para encontrarlo con las manos sobre mi pasaporte.
—¡Dámelo! —grité, arrebatándoselo de un golpe.
Rio.
—Deberías guardarlo mejor, ese bolsillo de tu mochila no es el más seguro —aconsejó. Lo ignoré, guardé mi pasaporte en otro bolsillo y continué con mi lectura.
—Bueno —dijo tras un suspiro y removerse sobre la banca—. Al menos ya sé tu nombre, y tú nunca sabrás el mío.
—Esteban —objeté, elevando la mirada del libro con una sonrisa satisfactoria en el rostro—. Te llamas Esteban —aseguré, clavándole la mirada encima.
—Aw —articuló, llevándose una mano al pecho—. Qué considerada, te has tomado la molestia de investigarme.
—Ja. ¿Te lo parezco? —pregunté, cerrando el libro—. Solo lo sé porque la barista se tomó la molestia de escribir tu nombre sobre tu vaso de café con un corazón.
—Vaya, vaya... Adela nos salió muy observadora y... celosa.
La fuerte y ruidosa llegada de tren interrumpió nuestra no tan amistosa discusión.
—¡Al fin! —exclamé, poniéndome de pie para guardar el libro—. Ya estaba preocupándome el tener que soportarte por otro rato. No sé si aguantaría sin ahorcarte.
—Bueno —dijo, levantándose para tomar sus cosas—. Creo que si te soportas a ti misma puedes soportar lo que sea.
—Ja, ja, ja —pronuncié, entrecerrando los ojos—. Mejor me voy ya —anuncié, alejándome mientras le daba la espalda—. ¡Así nunca volveré a ver tu estúpido rostro! —grité para que lograra escucharme.
—¡Nunca digas nunca!
Me dirigí hacia el área de primera clase, en donde me esperaba un elegante señor para recibir mis cosas. Mientras lo saludaba y le entregaba mi equipaje, Esteban me observaba de lejos con esa tonta sonrisa. Lo encaré, esbozando una sonrisa.
—¡No seas envidioso! —exclamé, antes de subirme al tren.
Pensé que el resto de mis vacaciones serían de lo más relajantes, pero este tortuoso viaje no hacía nada más que empezar.
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