Capítulo 2
Caminar resultaba extraordinariamente difícil sin el equilibrio que solía aportarle su cola. A pesar de eso, el lobo seguía avanzando, determinado a volver con su manada.
El reciente suceso atravesado lo había marcado en todo sentido. No sólo estaba adolorido y exhausto, sino también sumamente confundido con respecto al funcionamiento de su nuevo cuerpo.
Tardó dos horas más con esos malditos pies humanos que lo que hubiera tardado con sus elegantes patas de lobo, pero finalmente logró llegar al lugar de reunión de su manada.
Al acercarse, algunos lobos retrocedieron asustados; otros se pusieron en guardia, mostrando sus afilados dientes en una mueca de ferocidad.
—Tranquilos, oigan.
Uno de los machos beta se arrojó sobre él. Debido al reflejo de protegerse la cara, nuestro ex-lobo se llevó una profunda mordida en el brazo.
—Soy yo —articuló, desesperado.
La sorpresa se contagió a lo largo de la muchedumbre, la confusión era general. Un caos auditivo de aullidos, gruñidos y gañidos tapó cualquier otro sonido en kilómetros a la redonda.
Repentinamente, todos callaron. El macho alfa había hecho aparición, y había traído el silencio consigo. Caminó lenta y pausadamente, y apoyó sus cuartos traseros en la dura superficie polvosa del suelo. Miró al humano directamente a los ojos y pronunció con voz imponente:
—Estas tierras nos pertenecen. No queremos humanos aquí.
—No soy humano, soy uno de ustedes.
El macho alfa ignoró el comentario y comenzó a explicar, como si hablara con un niño:
—Ya hemos comido. No tenemos necesidad de matarte. Pero lo haremos si irrumpes en nuestro territorio. Te mataremos si te consideramos una amenaza. Te aconsejo que aproveches la ventaja que tan generosamente se te otorga y te marches, intruso.
—Pero, esta es mi manada, mi familia. Hermano —pronunció con voz ahogada, dirigiendo su vista a un rudo lobo gris—. Soy yo, hermano.
Un destello de comprensión y furia brilló en los ojos del alfa, quien los cerró parcialmente en señal de sospecha. Antes de que el aludido pudiera reaccionar, el alfa se arrojó sobre el indefenso humano, tirándolo al suelo con el impulso. Así se mantuvo, con los colmillos a escasos centrímetros de la tráquea de su víctima.
Esto fue suficiente para que la totalidad de los miembros de la manada se dispusiera para el ataque: patas firmes, colas esponjadas, orejas hacia atrás, lomo arqueado, colmillos a la vista, un gruñido vibrando al unísono en sus gargantas.
El alfa susurró quedamente, su boca todavía apoyada en el blanco cuello:
—Se te advirtió, intruso. Vete, vuelve con los humanos. Nunca vuelvas a aparecerte en nuestras tierras. El bosque es cruel con los de tu especie.
Era arduo coordinar los miembros de su nuevo cuerpo, pero logró arrastrarse lentamente hacia atrás, apoyando las palmas y las plantas sobre el suelo. Ese gesto que denotaba sumisión produjo el efecto deseado en el alfa, quien dejó que escapara ileso.
En su desesperación, el ex-lobo salió corriendo de la única forma en que sabía hacerlo: a cuatro patas, dando extraños saltos, acompañados de un insistente lloriqueo.
Gradualmente las fuerzas lo abandonaron. Tuvo el tiempo preciso para guarecerse debajo de un grueso roble. Segundos más tarde ya se había desmayado.
Se despertó en el mismo sitio, yacía con la barriga contra la hierba, cansado y adolorido. El bosque se había tornado oscuro. La Luna brillaba esplendorosa en el firmamento nocturno.
Se incorporó trabajosamente. Al ver el dorso de sus manos rompió en un llanto amargo y desesperado. No había sido un sueño.
Había salido a cazar temprano y antes de encontrarse con ninguna presa se había topado con un humano. Los humanos habían estado internándose en el bosque con mayor frecuencia últimamente. Eso no podía ser bueno. Se había salvado de recibir un disparo, había mordido a ese maldito humano en la pata delantera.
Luego todo había sido dolor, un dolor insoportable y la certeza de la cercana muerte.
Algo pasó, quizás la muerte se sentía así; como un fuego que recorría sus entrañas y lo obligaba a aullar de angustia. Su grácil figura se había tranformado en esa abominable cosa; y una humana había sanado su malestar con el simple toque de su mano.
Ella. Ella lo había hecho. Ella lo había convertido en esto. Lo había arrancado de su familia, su manada, sus hermanos, su territorio. Le había arrebatado todo lo que tenía, todo lo que conocía. Y ahora estaba solo. Se repitió a sí mismo una y otra vez que si algún día la encontraba le rompería el cuello. Recorrería todo el bosque de ser necesario.
No podía creer que esto estuviera ocurriendo. Que su propio hermano de sangre le hubiera dado la espalda. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo sobrevivir?
Este cuerpo humano era tan lento, tan inútil. Hizo varios intentos —todos infructuosos— de atrapar un conejo. Beber no era menos complicado, su nueva lengua era pequeña y poco entrenada. ¿Cómo diablos hacían los humanos? ¿Cómo no morían encerrados en estas inútiles prisiones de carne?
Dos noches habían pasado desde su transformación. El hambre, la sed y el cansancio lo consumían. Se arrojó al suelo y suplicó a la deslumbrante Luna que se alzaba majestuosa en la noche, al parecer indiferente a los simples mortales. Le rogó por una salvación, por una respuesta. Rogó por que la muerte llegue rápida e imperceptible.
Un viento se agitó entre los árboles, un viento con aroma a ruda y nuez moscada. Agitó la hierba y susurró quedamente:
Recuerda. Recuerda quién eres. No olvides tus raíces. No olvides lo verdaderamente importante. Examina tu alma, interroga tu interior, siente tu naturaleza. Encuentra lo que te hace único, y estarás bien.
Cerró los ojos y respiró ese viento que le hablaba de esperanza.
Se preguntó a sí mismo: ¿Por qué no se hallaba en este nuevo cuerpo? Sencillo: porque era un lobo, no un humano. ¿Y qué significaba ser un lobo? ¿Qué lo hacía serlo?
Respiró profundo. Se imaginó corriendo, se imaginó cazando. Sintió la tierra bajo sus patas, el viento alborotando su tupido pelaje, el sabor a tibia sangre en la boca, la emoción de la cacería. Recordó lo feliz que había sido.
Al abrir los ojos y mirar a su alrededor se notó recostado en el suelo. Cuatro patas y una cola de un hermoso color gris le habían sido devueltas.
En ese momento deseó ser humano por solamente un segundo más, sólo para tener la capacidad de derramar lágrimas de felicidad.
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