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1 | El viernes es catorce

—¿Me queda bien, Dian?

Diana levantó la mirada de la pintura negra con la que matizaba un poco la fealdad de sus pies. Orión no sabía dónde mirarla: si a la cara, a las diminutas uñas que se pintaba o a los pies.

Orión empezó a hacer toda una serie de posturas de modelos, a cada cual más ridícula que la anterior, sin recibir una respuesta.

—¿Dian? —Orión intentó acaparar su atención—. ¡Dime algo!

—¡No vas a una boda! Eso te digo.

Su compañera de piso bajó la mirada y zanjó la conversación.

Orión refunfuñó. Estaba en las mismas que hacía un rato. Diana se negaba a darle un consejo sensato: nada sobre si ese color azul claro era adecuado, nada sobre si la camisa le combinaba con el pantalón blanco, nada de si esos zapatos marrones resaltaban mucho.

¡Nada! Solo que no se vistiese para una boda. ¡Precisamente lo único que tenía una respuesta lógica...!

—Dices eso porque no has conocido a Heine...

Tras soltar eso entre dientes, Orión volvió al vestuario.

—¿Sí que tienes planes hoy, dices?

—Sí... bueno... sí.

Heine titubeó. Su duda tan marcada sonsacó interés en los ojos de Ángela.

—¿Qué quiere decir eso? O tienes o no tienes —rio ella.

Su mirada siguió manteniendo esa sonrisa perspicaz al descubrir que, aunque su mesa estaba mucho más abarrotada que la del chico (estuche, apuntes en limpio y en sucio, subrayadores, marcadores adhesivos y una calculadora de manera excepcional), Heine todavía estaba ocupado trayendo a su bolsa sus cuatro papeles.

Acababa de terminar la clase de Análisis Matemático; Ángela había intentado sacar ese tema de conversación antes, entre cuchicheos a espaldas del profesor y de su pizarra sin apenas letras latinas, pero no lo había conseguido. Era ahora, casi a la salida, donde ella aprovechaba y lanzaba esa pregunta de sopetón.

Y Heine se había puesto nervioso. ¿Y quién no, con aquellos ojos azules taladrando y observando cada una de las reacciones de uno?

—Quiero decir que en principio sí, pero que no tiene nada que ver con el día que sea... Es viernes.

Expuso lo que para él era evidente, pero, para Ángela, quizá no lo era tanto.

Ya solamente quedaban ellos dos recogiendo tras la clase. El profesor se despidió al aire y les pidió apagar las luces al salir. Ángela asintió y Heine siguió sin atinar a recoger.

Cuando se le acabó la paciencia, Ángela fue quien agarró sus propios papeles y lo empujó con la mano que le sobraba.

—Anda, ¡sal!

Pero siguió riendo, fascinada por ese nerviosismo insano del muchacho incluso cuando ya llevaban tanto tiempo conociéndose.

—¿Qué pasa con que sea viernes?

Heine resopló. Interrogatorios de Ángela. Nadie podía zafarse de ellos.

—Pasa que los viernes quedo.

—¿Con quién?

La miró mal. Una vez en la puerta de clase, Heine se giró expresamente a mirarla en el desdén de esa conversación molesta, pero ella continuó a lo suyo y hasta se tomó su tiempo para ordenarle los apuntes.

Qué maravilla de apuntes, pensó Ángela, algo que se podía deducir de la expresión embelesada de sus ojos. Seguro que se pueden vender al precio de un bestseller de romántica.

—Toma, cuídalos que son los mejores de clase.

Ángela le extendió el montón de folios, pero cuando Heine iba a pronunciar su famosa excusa (Lo siento, tengo que irme corriendo que no llego al tranvía), la chica llevó la mano hacia atrás.

—¿Con quién, Heine? —insistió Ángela.

Y el aludido no pudo evitar sonreír con dejadez. Ya la conocía de sobra: testaruda, cotilla y tan implicada en sus amistades... o en los cotilleos universitarios.

—No te vas a rendir, ¿no?

—Ya sabes que no. ¡Llevo mucho tiempo queriendo saber con quién quedas! Y no puedes estar quedando con alguien hoy, precisamente hoy, solo porque sea viernes.

—¿Esta la ves menos formal?

El exagerado suspiro de Diana lo habría podido escuchar Orión desde su habitación. La morena levantó la cabeza, agitando el pelo engominado y corto en el ímpetu del movimiento. Parecía que le fuera a escupir en la cara.

—De verdad, Orión... Haz lo que quieras.

—A mí esta no me mola, Dian.

El pelirrojo recorrió todo el salón hasta verse reflejado en el espejo a cuerpo completo, tan empañado y desgastado que no podría mostrar ni el bajo eléctrico que quedaba enfrente.

—Me la compré casi de cachondeo, una tarde que fuimos al centro y había rebajas -continuó él-. Que no, que yo no salgo con la camisa de cerezas por la calle, y menos con Heine, que luego se ríe de mí.

—Leñe, pues no te la pongas.

—¡Pero la otra es formal, según tú!

—¡Pues ponte esta! ¡Que no me ralles!

Refunfuñando, Orión se dio una enésima vuelta por la estancia. Había pasado por detrás de ese sofá unas diez veces.

Orión se detuvo a mitad de camino hacia su cuarto-cambiador, quizá inspirado por el potente aroma a esmalte negro. Tal vez la falta de consejo sensato se debiera a que Diana no tenía todo el contexto para entender la situación.

—¿Sabes qué día es hoy?

El pelirrojo se sentó en el corto espacio libre del sofá, sobre su brazo chafado. Miró a su compañera de piso fijamente, esperando a que se dejase de minucias como uñas o tintes y lo mirase.

Orión tenía todo el tiempo del mundo para recibir la atención que su ego necesitaba.

—Si te contesto, ¿me dejas en paz? —Diana tomó aire con paciencia infinita—. Es catorce...

Y Orión no esperó a que respondiera.

—¡Es viernes!

—Cuéntame.

Ángela se sentó en uno de los bancos del hall y esperó a que Heine hiciera lo mismo, palmeando el espacio a la derecha de sus caderas. Ella no parecía tener ninguna prisa por largarse cuanto antes a casa; era mucho más interesante saber de los planes de Heine que seguir con los suyos propios.

Al dar con tal incongruencia, las cejas de Heine se arquearon en la duda.

—¿Tú no quedas con tu novio?

—A las 9. Vamos a cenar, me invita él, ¡quiere darme una sorpresa! ¿No es adorable?

Sorpresa que Ángela ya sabía de antemano porque, por supuesto, así era Ángela. Nadie sería capaz de sorprender jamás a esa perspicaz deductora y futura matemática brillante.

—Así que hasta las 9 nada —prosiguió ella—. Mira si tienes tiempo para contarme cosas. ¿O prefieres que vayamos un rato a la cafetería?

—Si es que no hay nada que contar, Ángela...

—Que te sientes.

Tiró de su brazo y, una vez sentados, miraron hacia la persona que se dirigía a ambos.

—¡Eh! ¿Qué hacéis aquí aún? ¿No tenéis planes o qué?

El que faltaba, pensó Heine.

Ángela reaccionó con una risa; Heine ya no sabía dónde meterse. Y eso que, casualmente, quien aparecía era su segundo mejor amigo de la carrera...

Carlos vestía una camiseta deportiva y cualquiera diría que venía de hacerse media maratón.

—¿Dónde vas así vestido?

—Vengo de jugar al basket, nos han dado una paliza...

Como remarcando sus palabras con subrayador fosforito, por detrás de Carlos empezó a desfilar una hilera de chavales altos, gritones y eufóricos. 

Si ya era complicado sonsacarle información a Heine en la soledad de un recibidor universitario vacío, no digamos con el jaleo.

—Chicos, yo me tengo que ir.

—Nooo, no —Ángela lo tenía tomado del brazo—. Estamos hablando aún.

—¿Pero de qué hablabais?

Y, aunque Carlos riera, lo que había por detrás no era una risa.

Heine era el espectador de ese querer y no poder que protagonizaban sus dos mejores amigos.

Carlos temía en secreto que sucediera algo entre Heine y Ángela.

Qué estupidez, pensaba Heine cada vez que eso pasaba por su cabeza.

—De nada.

—De lo que Heine hacía hoy.

—¡Ah! ¿Haces algo hoy? —preguntó Carlos, cambiando el tono cuando se tumbaron todas sus sospechas.

Heine tenía la lejana esperanza de que a él no le importase en absoluto...

—¿Con quién?

O tal vez a Carlos le interesase lo mismo; era tan cotilla como el resto.

Heine resopló, se llevó la bolsa al hombro y, al alejarse, dio a entender que ni el agarre de Ángela lo detendría. Les masculló algo en alemán.

—Vas a llegar tarde si no nos dices quién es.

Ángela no se rendía, haciendo caso omiso de lo que quiera que hubiese gruñido Heine (¿Qué ha dicho?, murmuró Carlos).

Los tres uña y carne salieron hacia las escaleras del edificio.

—Si ya sabes que te vamos a perseguir hasta que nos lo digas...

—Es... un amigo.

Heine respiró en una bocanada donde parecieron mezclarse aire y palabras.

—¿Y para eso tanto?

Carlos no lo captó, a pesar de que Ángela le había explicado sus sospechas en montones de ocasiones.

Sospechas que para Ángela eran la verdad absoluta, claro.

—¿Qué amigo...?

Ángela se hizo la tonta. Como si no tuviera bien clara la imagen de aquella persona en su cabeza, aunque ni siquiera la conociera.

—¡Ah! —se respondió a sí misma—. ¿O sea que sí que es ese amigo que nos has dicho alguna vez? ¿En serio quedas con él hoy?

—Amigo, sí.

Heine intentó sentar bien firme esa idea, como si cualquiera allí lo hubiera señalado con el dedo.

Ya estaban afuera, descendiendo las escaleras de la entrada a la facultad: Heine se situaba en el último escalón, los otros dos más arriba, la gente subía y bajaba y los del equipo hacían ruido adentro.

—Quedo con él porque... de normal, quedamos los viernes, y hoy es viernes, así que... ¿Qué más da entonces?

—Bueno, que quedáis a solas. Es evidente, creo.

—Es evidente, Orión, cariño, no hace falta que me cuentes toda la historia.

—Te cuento...

El aludido continuó gesticulando y explicándole a Diana la historia desde el inicio de los tiempos (Y yo decidí que quería estudiar Bellas Artes por esto, le explicaba), haciendo que Diana riera y encontrase más divertimento en su tediosa tarea, mientras extendía la mano y acudía al rodeo de padrastros y uñas quebradas que tenía que perfilar.

—El caso es que desde entonces quedamos siempre. Los viernes.

—¿Pero con la chica que te dejó o con el chico del autobús?

Diana ya no tenía ni que mirarlo; si lo miraba echaría la tarde sin hacer nada más que escuchar la tertulia. Sí; Orión Calabuig pasaría por tertuliano de programa sensacionalista.

—Con el chico del autobús, ¡la que me dejó, me dejó!

—Vale, vale.

Ahora que Diana lo pensaba, quizá esa camisa rosa que Orión le había enseñado al mismo empezar el desfile sería la que más encajaría con su personalidad.

Aunque ya lo decía el dicho que a Diana le vino a la cabeza:

Rosa y rojo...

—Se llama Heine; bueno, se llama Marcos, pero le dicen Heine por su apellido.

...patada en el ojo.

—Dicen que es también el apellido de un matemático o no sé qué historias...

—Qué interesante...

Diana dio una respuesta estándar donde escondía que estaba pensando en camisas rosas, pelos rojos y patadas oculares.

—Y es que justo hoy...

—Aaaah, ya. Ya veo por dónde vas.

Al fin el tono de Diana mostró algo más de interés. Al fin encaró a un Orión en el brazo del sofá y al fin le dejó sitio para sentarse a su lado.

—No sabía que fueras bisexual.

—No. Yo tampoco.

Orión rio con toda la tranquilidad del mundo. Diana explotó a reír.

—¿Cómo que tú tampoco?

—¡Pero Heine me gusta! —la ignoró porque eso era algo que lo inquietaba, al denotar que no se conocía a sí mismo lo suficiente— No sé, tiene algo... Creo que me gusta, creo, ¿eh? Que puede que él ni sea gay...

—¿Cómo no vas a saber tampoco si es gay? ¿Pero a qué jugáis? ¡Que estamos en el siglo veintiúno!

—¡Yo que sé! Es tan... distinto, tan cerrado, tan Heine...

—¡Tan Heine...!

Diana no podía parar de reír. ¡Y ella que creía que ese día se iba a aburrir...! ¡Y ahora resulta que estaba haciendo de casamentera para su compañero de piso...!

—¡Bueno! Ahora que lo sabes todo, ¿voy bien así, o no?

Orión se señaló, de nuevo, la dichosa camisa de las cerezas. Entre los tonos alegres, el blancor del pantalón chino y la piel pálida de guiri, parecía que fuese a protagonizar el videoclip de la canción del verano.

No hizo falta que Orión explicase nada más. No hizo falta que le recordase el día que era, que le dijese que era coincidencia; no le hizo falta decir que había decidido lanzarse.

Que quería lanzarse, en catorce de febrero: que quería que fuese perfecto y que el tal Heine ese no lo sabía.

No sabía nada de nada. Solo que quedaban por ser viernes.

La joven enseñó una media sonrisa.

—Hazme un favor y ponte un pantalón oscuro por lo menos. Y más vale que no vengas muy borracho, porque tienes que contármelo todo antes de irte a dormir la mona.

Diana esperó a que Orión asintiese con su cabezota pelirroja, para otorgarle su definitivo visto bueno y dejar que se largase.

A su regreso, Orión cumplió con su promesa.

Se encontró a Diana en el mismo sitio que la había dejado, pero con las uñas pintadas, unos calcetines estampados de Mickey Mouse puestos, un cubata bien servido y una serie en la tele que la tenía enganchada y que, sin embargo, ignoró de inmediato con la llegada de su compañero de piso.

—¿Qué tal, Romeo?

Orión entonces se sentó a su lado, sin quitar la sonrisa bobalicona, y empezó a contarle cómo había ido todo.

Inauguró la historia con la nerviosa mofa de Heine por su camisa (Heine estaba hecho un flan, ¿sabes? Es monísimo), la cola infernal que habían tenido que hacer hasta llegar a su mesa (cosas de días de los enamorados) y lo elegante y caro que ha sido todo, especialmente si tenían en cuenta que él había pagado la cena de los dos.

—Venga, sí, sí, pero ve a lo importante. ¿Y el beso?

Orión la ignoró con su sonrisa y su labia habituales. Continuó describiéndole los platos suculentos (Orión, cállate que me está entrando hambre), le explicó que Heine apenas había comido y él, en cambio, había zampado hasta casi explotar por los nervios...

—Ya, ya... ¿Y cuándo os habéis besado? ¿Al terminar, o qué?

Pero Orión le pidió que esperase; todavía no le había hablado de que la casa había invitado a unos chupitos riquísimos, y que justo entonces Heine le estaba contando lo que buscaba en una pareja y dudaba que eso se lo hubiera contado a cualquiera, con lo recatado que era...

—Buah, ahí lo tenías preparado para un beso seguro.

Debía ser la séptima vez que Orión ignoraba su comentario, como reservándose lo mejor para el final, pues aún tenía que detallarle a Diana el precio de la cuenta y los suplementos (poco le faltó para sacar la cartera y enseñarle el ticket), y el paseo fresco que dieron juntos a la salida, con Orión pegándose a Heine más de la cuenta y Heine mirándole entre tímido, relajado y distante...

—Tío, pero no te líes más y cuéntame lo del beso.

Orión se calló en ese instante. Cualquiera diría que tanta insistencia lo había molestado, pero nada que se le pareciera. Estaba sumido en su propio pensamiento, algo que no ocurría muy a menudo.

Diana ya no podía más; lo agarró de su estúpida camisa de frutería para zarandearlo.

—¡Orión, coño, habla!

Y será que había hablado poco esa noche, o en su vida en general.

—Si es que no ha habido beso, Dian.

Eso era muy raro, Orión lo admitía. Se había aguantado las ganas durante toda la noche, y Orión Calabuig no se aguantaba las ganas nunca; era directo, sincero y pasional como él solo. Sin embargo, aunque Heine le había parecido cómodo durante la cena, aunque lo había sentido más cercano que nunca, había tenido mucho miedo de alejarlo de él precipitándose cuando no tocaba...

Orión nunca había conocido a una persona como Heine, y a veces no sabía cómo actuar a su lado. Sólo sabía que, ahora que lo conocía algo más, sentía auténtico pánico a que se alejase...

—¿Cómo que...?

Diana lo soltó, mostrando decepción en su ojiplática mirada de cotilla.

—¡Pero bueno! —exclamó de golpe—. ¿Y para eso me cuentas estas gilipolleces de que si la dorada estaba salada, y que si los chupitos de licor de manzana y que si las calles de noche...?

Orión rio.

—Me has dicho que te lo cuente todo, pues yo te lo cuento, pero vaya, que beso no hay.

—¡¿Y qué hay entonces?! A mí me tienes que dar salseo, Orión.

—Pues salseo tampoco hay. Aún —refunfuñó él, reclinándose en el sofá hasta casi hundirse en su espuma blandengue—. Sólo sé una cosa...

Diana frunció el ceño por respuesta.

—Creo que a Heine le gusto, y creo que él también me gusta a mí.

Y Orión creía, también, que había sido el San Valentín más bonito que había tenido en su vida.

¡Muchas gracias por haber leído hasta aquí! Notaréis que el final está mucho mejor que el principio, lo escribí en épocas diferentes y ahora veo que, aunque he arreglado el capítulo muchísimo... la diferencia se nota demasiado, jeje. Iré mejorando poco a poco.

Cuéntame, ¿qué harías si quedases con un amigo los viernes y San Valentín fuese también viernes? ¿Te esperarías recibir una sorpresa romántica? Y, ¿crees que Heine se esperaba su cita romántica?

En la próxima actualización del 3 de abril, aparecerán por fin los dos juntos en su máximo esplendor. Gracias por todo el apoyo y buen fin de semana ☺️

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