Lo oculto.
Desembarcaron en la ciudad Brom de Sina al cuarto dia de viaje. Cuando habian arribado la vez anterior, lo habian hecho en las costas, esta vez el lugar que les daba la bienvenida era su puerto. Bullicioso y lleno de vida.
Los hombres en las distintas barcazas, navíos y botes trabajaban cosiendo redes o descargando enormes cestas llenas de pescado y mariscos. Estaban medio desnudos( solo en pantaloncillos cortos)pues el calor que azotaba el muelle a esa hora del mediodía era pesado y extenuante. Se vociferaban unos a otros insultos combinados con ordenes e indicaciones. Reían mucho y algunos parecían algo beodos.
Eran como un centenar de "Haro's", esto era lo que pensaba Ahren, sonriendo para si mismo ante aquel pensamiento.
En el muelle había mujeres que vendían diversidad de mercancías y toda clase de artículos. Desde telas, artesanías, y verduras y frutas, hasta, sus propios cuerpos.
Aquel sitio era un explosión de color y energía. La tristeza y el decoro parecían no haber encontrado morada en aquella región, huyendo despavoridas hacia otras con menos ganas de vivir, quizás hacia hasta sus ciudades élficas, donde el recato y la melancolía eran moneda corriente.
Ahren estaba azorado, pero al mismo tiempo se sentía seducido; era similar a la que le sucedía con su lobo.
Haro lo ayudó en el traslado desde el bote al desembarcadero. Cuando sus pies tocaron la desgastada madera y sus sentidos percibieron la fragancia marina, la variedad de tumultuosos sonidos, el ir y venir del escandaloso gentío, experimentó una serie de emociones ambiguas; una pizca de ansiedad, un poco de temor y mucha, mucha emoción.
—Aquí esta mi ciudad, amor mio—le susurró Haro al oído—. Siéntela tuya, porque yo te pertenezco y ella es una parte de mi mismo.
Aquel comentario tan colmado de ternura lo estremeció. Se giró con lentitud y observó su rostro sonriente. Tuvo el impulso de besarlo, y casi lo hizo acercando sus labios a los de él, pero después cayo en cuenta de que no conocía en profundidad sus costumbres. Tal vez dos hombres besándose a plena luz del día no seria algo bien visto allí. En su región aquellas muestras de afecto estaban condicionadas a la intimidad.
Por eso Ahren le puso un freno a sus ansias...pero Haro no. Seguramente percibio su vacilación, porque al instante rodeó su cintura e inclinándolo como lo había hecho aquella vez en las cataratas, lo besó suave, lánguido y acaramelado.
Sina lo recibía con un beso. Ahren tenia las mejillas sonrosadas cuando él volvió a colocarlo en su postura anterior.
—Así decimos bienvenido aquí—bromeó, y Ahren se ruborizó aún más.
—Enviaré a Cloud para que le avise a Hansel de tu llegada. Así tendrá todo listo—le dijo Kiriaf a Haro. Su segundo siempre a su lado—¿Irán hoy a a ver a Haakon?
Haro negó con la cabeza antes de contestar. Masticaba una manzana roja que tomó de la cesta de una mujer que la llevaba en la cabeza. Ella lo vio hacerlo, pero no se molestó en los más minino, al contrario, le sopló un beso.
Era claro que era conocido en la ciudad. " Las bestias de Sina", Ahren rcordaba que así los llamaban a él y a sus cambiaformas.
—Iremos mañana—respondió después de un pequeño intervalo—, hoy tenemos que ir a ver a alguien más. A Eyvor.
Kiriaf enarcó una de sus cejas rojizas, pero no hizo comentario alguno.
—¿Paseamos un poco belleza?—le propuso Haro—Quiero que todos vean a la hermosura élfica que conquiste.
Ahren se sintió halagado. Bajó su mirada a la túnica que llevaba puesta, era de color crema, pespunteada con hilos de plata. Debajo llevaba un pantalón del mismo tono y suecos de puntera alargada de un blanco resplandeciente. Un atavió muy élfico, pero algo simple para tratarse de un príncipe.
Si su madre estuviera con él lo hubiera obligado a usar una túnica mas refinada, un mantón que lo cubriera de la cabeza a la cintura para que el sol no tostara su piel, su corona en forma de enredadera dorada en la cabeza, y guantes. Si, guantes de seda para que sus manos no tuvieran contacto ni con el polvillo ni con la suciedad.
Su madre...Ahren suspiró.
—Si, me apetece dar un paseo—contestó mientras asentía.
Haro lo asió de la mano y juntos emprendieron la marcha. Se detuvieron en algunos puestos. Su lobo le compró un tazón de fresas endulzadas con miel. Ahren las comió lentamente tomándolas con la mano... si sus elfos lo vieran. Si lo viera su padre.
Los dedos le quedaron pringados y pegoteados. Pensaba con que limpiarselos cuando Haro tomó su mano y uno a uno los limpió a lamidas. Su lado lobuno. El corazón se le detuvo ante ese gesto; después le latió muy rápido. Nadie alrededor de ellos reaccionó, parecia que nada les perturbaba; su madre se hubiera ido de espaldas.
Con el pudor tiñendo de rojo intenso su rostro Ahren continuó avanzando. Una sonrientes mujeres le mostraron una variedad de pañuelos de seda, en distintos colores y largos.
—Este combina con el matiz cálido de sus ojos—le dijo una de ellas, mostrandole uno en una gama de rojos tornasolados—La belleza que ostentas no necesita de accesorios, pero nunca esta de más empujar los limites.
Su exposición le sacó una gran sonrisa. Haro se lo compró.
Mientras caminaba observando figuras de las diosas en yeso y en madera, Ahren cavilaba sobre ese momento en especifico. Estaba ahí, en un lejano puerto junto a un hombre que lo amaba, adquiriendo pañuelos y conversando sobre banalidades, cuando a kilómetros de allí se hallaba Dagor planeando sus ardides oscuros en contra de todos los reinos.
¿Podría considerarse frívolo por ello?, ¿banal y egoísta?...¿o solo un joven con muchos deseos de vivir?
Quería creer que lo último. Tenia derecho de disfrutar de esa pequeñísima libertad, y también de ese romance que sería, en un futuro plagado de compromisos y obligaciones, el que le aliviaria con su recuerdo la existencia.
"Un día fui libre. Un día entregué mi amor a quien quise. Un día fui solo Ahren y nada más"
Haro compró víveres frescos. Dejaron el mercado para dirigirse a su hogar. Él dijo que podían llegar a pie, estaban muy cerca.
Caminaron por unos quince minutos, dejando atrás el puerto. Ya adentrados a la ciudad, la algarabia de sus habitantes seguia igual de presente. Los broms de Sina vivían en casas de piedra de dos o más pisos en su mayoría; con cortinajes coloridos y vivaces, y jardines de flores exóticas. Las mujeres colgaban la ropa chismeando unas con otras, los niños correteaban, los ancianos estaban sentados a la sombra de los frondosos arboles que se enraizaban en las esquinas. La vida tenia una efervescencia sencilla en la segunda región. Ahren no podía dejar de sonreír.
—Belleza—lo llamó Haro. Señalaba con un dedo en lo alto de una colina—Allí vive el sabio Eyvor, y mi hogar esta a medio kilómetro más...¿te parece bien ir con él primero?, así ya establecidos en mi casa, podremos descansar por lo que reste del día.
Ahren hizo un gesto de afirmación muy leve. Estaba abstraído por la naturalidad con la que se conducían los broms. Nada de formalidades ni protocolos.
Ascendieron rumbo a el hogar del sabio. En el pequeño trayecto, Haro cortó flores, tulipanes y amapolas, y le hizo un ramo con ellos. Bromeó diciendo que si seguia así terminaría recitándole poemas con una lira. Antes de eso se haria eunuco.
En la cumbre de la colina estaba emplazada una cabaña construida en pino blanco. De tamaño mediano y edificación sencilla. En la puerta había llamadores de vidrio esmerilado, y colgantes hechos de hueso y plumas.
Antes de que Haro llamara a la puerta esta se abrió. Los recibió una jovencita en sus veinte años, de cabello rubio muy claro y figura curvilínea. Los ojos se le iluminaron al ver a el lobo rojo.
—Haro—lo nombró en un suspiro—, Eyvor me dijo que llegarían visitantes...pero no creí que tú serias uno de ellos.
—Katalia—la saludó Haro—, no estaba entre mis planes esta visita, pero las diosas lo quisieron así. Ya sabes cuanto aman ellas a sus cambiaformas.
—Y Sina también—agregó ella. Recién ahí se fijo en Ahren. No demostró ninguna clase de emoción cuando se dirigió a él—Él te espera.
Ahren no se sorprendió, muchos de los sabios eran videntes.
Aún así decidió probar sus dones cubriendo su cabeza con el pañuelo que acababa de adquirir; escondiendo la única señal que lo distinguía de los brom: sus orejas en punta.
—Tú puedes quedarte conmigo, Haro—le dijo Katalia a su lobo antes de hacerlos pasar—, como las anteriores veces que has venido, mientras Kiriaf tenia audiencia con Eyvor...déjame hacerte compañía mientras esperas.
Ahren se volteó a ver a Haro. Se veía bastante nervioso. Él sospecho lo que hacia con Katalia mientras esperaba, y no era solo hacerle"compañía"
Su lobo lo miró a su vez y empezó a negar repetidamente.
—Me tendrás que disculpar, pero no podrá ser en esta ocasión—Ahren frunció el ceño y él añadió—...y en ninguna otra. Pues sabes, esta belleza que ves aquí, es mi...mi novio.
Podía verse en sus rostros. La palabra les sonó rara a los tres. Ahren se cubrió la boca para no reírse.
—Oh—dijo ella, evidentemente descolocada—, es un placer conocerlo, supongo. Pasen, aguarda por ustedes.
Entraron a la cabaña siguiendo los pasos de Katalia. Su interior era espacioso y fresco, con poco mobiliario, y una vasta biblioteca repleta de libros.
Un anciano de larga barba gris los observaba sentado en un butacón. La larga toga marrón que vestía tocaba el piso de madera pulida.
Les hizo una señal de que se acercaran. Ahren avanzó con Haro detrás.
—Zindra, la diosa que todo lo ve, me advirtió de su venida—les dio a conocer el sabio—Tú, el extranjero, siéntate a mi lado. Haro, espera afuera...Katalia sabrá como hacer tu espera menos tediosa.
Ahren miró de soslayo a su lobo. Él le pedía confianza con la mirada, así que le sonrió tranquilizando su ansiedad.
Al lado de donde estaba sentado Eyvor había una rígida silla de cedro. Ahren se acomodó en ella.
—Maestro—lo llamó. El anciano sonrió ante el apelativo. Seguramente los broms olvidaban tales formalismos—Tengo una pregunta para usted. Ella me convoco aquí, y espero que en su gran sabiduría y conocimiento tenga a bien darme una respuesta.
—Treinta monedas de oro—le dijo y Ahren le extendió la bolsita que le había dado Haro. No le había creído cuando le dijo que cobraba, y cuanto.
—Habla—le pidió después.
—Mi cuestionamiento es este, ¿que alcance tiene un Satalay élfico con el poder de dar vida?
Entre ellos reino el silencio por unos largos segundos.
—Te instruiré sobre esto—comenzó Eyvor, luego de esa pausa de meditación—, pero antes debemos ir al origen de esa interrogación.
»Milenios atrás, cuando elfos blancos y oscuros vivían en la misma región, en relativa armonía y unidad, nació uno que lo cambió todo, un rey, Úras...
—El libertador—susurró Ahren. Eyvor hizo un gesto de desprecio.
—Úras, el bravucón mas presumido que existió—completó. A Ahren no le gustó aquel epíteto, pero no replicó—. Él, basado en las obvias diferencias entre elfos. Los blancos eran remilgados y buscaban la pureza y el saber, los negros eran corrientes y poco ilustrados, aunque esforzados como los más, decidió que...
Eyvor se detuvo y bebió de una bota que tenia cerca antes de continuar.
»Como decía, apoyado en estas desavenencias, Úras propuso que se deberian de dividir. Si, en dos. Ellos se irían lejos al norte, y los otros se quedarían en el sur. Los ancianos de aquel tiempo tomaron su locura por sapiencia, y fallaron a su favor. El rey, su séquito y el resto de los elfos blancos partió una mañana cualquiera llevándose con ellos toda la luz. La que vivía en ellos por ser tan devotos a buscar el favor y la bendición de las diosas.
»Los relegados sufrieron aquel rompimiento. Al fin y al cabo eran hermanos. Nacieron formados de la misma diosa, uno de su mano derecha y el otro de su izquierda. Pasaron los meses, y la ciudad de Akarum se apagó por completo, volviendo a los elfos negros huraños y sombríos.
»Una noche una de las profetas de la ciudad tuvo una visión del futuro. En esta ella vio un niño a que nacía con un poder sin igual y con un propósito único. Su poder seria la vida misma, su propósito el unificar las razas, pero no como una vez lo intento el buen Amakul, quien logró solo una coalición endeble, que duró lo que su vida, en esta ocasión la unión seria perfecta e imperecedera; volverían a convertirse en uno. Ella, la vidente, no presagió con exactitud cuando ocurriría esto, pero si dejo algo muy en claro; el que los habría de reunir nacería de la mezcla entre las dos razas élficas. Algo nunca antes visto.
»La visión llego a oídos de Úras, pero él no la creyó. Sabia que las dos razas no podían gestar y punto. No le dedico un segundo pensamiento, mientras elevaba la actual Avarum, la que llego a ser tan prospera y distinguida como lo es hasta hoy. Su reinado floreció de la misma manera que su ciudad. Él creó el dialecto colectivo, con el cual en el presente podemos comunicarnos todos, vayamos donde vayamos, sin la necesidad de interpretes, mapas navales y estelares, prodigios de tecnología y ciencia, pero ninguna de los muchas bondades que dejo como legado, supero a esa única maldad.
»Ahora...me preguntaste que alcance tiene el Satalay de vida. Te diré, no se sabe mucho sobre el porque no hay pruebas fidedignas de que en verdad exista, mas allá de la visión de una bruja resentida. Es por esto que me pregunto, ¿porque inquieres en algo así?, ¿porque te interesa esta magia?, a no ser que...¿eres tú el unificador, príncipe Ahren?
Ahren no quiso demostrar asombro ante el reconocimiento del sabio. Se quitó el pañuelo desenrollándolo despacio, y lo miró a los ojos.
—La porto y la he usado—le confirmó, Eyvor asintió lentamente—. Pero no conozco su grado de magnitud, ni sus repercusiones.
—¿Le temes a preñarte?—le cuestionó el sabio sin tapujos.
Esta vez Ahren si mostró consternación. Asintió sin verlo.
—¿De Haro, el lobo rojo?—volvió a inquirir obteniendo de él la misma repuesta, un afirmación.
—¡Que Zindra proteja a las cinco regiones!—exclamó. Ahren lo observó con un dejo de molestia—Perdona mi exabrupto príncipe, pero el cumplimiento de la visión no afectara solo a sus dos reinos, nos afectara a todos. Sé sensato en tu razonamiento y prudente en tu accionar. Tu destino es grande.
—Lo seré... pero dime, ¿crees que sea factible algo así?
Eyvor lo examinó detenidamente, tanto que logro ponerlo nervioso.
—Dijiste que ya has usado tu poder—Ahren murmuró un si—, cuando este hecho aconteció, ¿fue ajeno a tu voluntad?, ¿independiente a tus deseos?,¿ o tú lo guiaste, lo dirigiste en pos de un anhelo?
Ahren meditó en esto. Cuando resucito a Laris fue porque lo deseó y en ese querer fue canalizado su poder. Él podía controlarlo.
—Yo lo anhelé con todas mis fuerzas, y mi Satalay fue conducida por ese deseo.
Eyvor le sonrió con calidez antes de contestarle.
—Ahi tienes tu respuesta.
Caleb estaba recostado en una tumbona en medio de una lujosa habitacion de grandes ventanales. La luz de la luna se filtraba entre el cortinaje, hacia calor.
—Es hora de dormir, Brahim—le decía a un niño pequeño, de unos tres años, que jugaba con un caballo de madera y algunos soldados del mismo material.
Brahim levantó su mirada hasta él, una hipnotizante mirada gris.
—Solo un poco más padre—le pidió arrastrando las palabras.
Caleb sonrió. Siempre le era difícil decirle que no.
—No...ya paso la hora de jugar—le ordenaron al niño, pero no fue él. Cuando se giró para ver al dueño de esa dulce voz su sonrisa se amplió.
Ahren tenia una túnica dorada muy larga y de cuello alto. Las mangas acampanadas ocultaban sus manos. Miraba a a Brahim con gesto serio.
—Iba a enviarlo a dormir, pero te me adelantaste—se justificó Caleb, en una verdad a medias, tenia pensado dejarlo unos minutos más.
Ahren se acerco a él e inclinándose le dio un fugaz beso en los labios. A Caleb le supo a gloria.
—Claro que si, esposo mio—ironizó, pegadito a sus labios.
Caleb lo amaba tanto...
Ahren se irguió y caminó despacio hasta donde estaba su hijo. Lo alzó en brazos a pesar de sus protestas y mohines.
—Lo llevaré a que se asee—le informó. Aunque tenia dos nanas, él era quien solía ocuparse de eso—, y luego le contaré un cuento de dragones, claro esta, si es que no hace berrinches.
El niño cesó al instante con la rabieta. Parecía emocionarlo la perspectiva de escuchar el prometido cuento.
—Vendré pronto amor...quizás la suerte este contigo si me esperas despierto—le dijo Ahren con una sonrisa de lado, de esas que escondían travesuras.
Caleb asintió embobado ante esa promesa, e igual de emocionado que su hijo.
¿Dormirse?...no habría poder sobre la tierra que lo convenciera de eso.
De un envión se puso en pie; ya le sudaban las manos de anticipación, ansiosas de acariciar las suaves curvas del cuerpo que adoraba.
Se daría un baño rápido y se pondría de esa esencia de sándalo que su amado le había obsequiado. Lo esperaría... Caleb siempre esperaría por él.
Caleb se despertó con lágrimas en los ojos. Él nunca había sido un hombre sensible, mucho menos un llorón, pero desde que este amor se le había asentado en el pecho, simplemente no podía evitarlo.
Y estos sueños no ayudaban.
Era el tercero de esa índole después de aquella visión, el tercero. Amaba y odiaba esos sueños, donde tener a Ahren, una vida con él, un hijo suyo, no eran imposibles. Le herían.
Él no quiso adentrarse más en esas cuestiones amorosas, ¿para que lo haria? lo había perdido.
Caleb se levantó de su cama. Recién amanecía y seria un día muy ajetreado.
Horas después había desembarcado del Quimera. Le pidió a los suyos que lo esperaran en el drakkar, seria un diligencia rápida, no quería permanecer en Moros, la capital Attar, más tiempo del necesario.
La ciudad estaba amurallada. Tuvo que darle a los guardias cierta información para que lo dejaran pasar, además de un par de monedas de plata para agilizar la tramitación del pase.
Las altísimas puertas de Moros se abrieron para él minutos más tarde.
Adentro la ciudad mostraba la apaciblidad acostumbrada. Casas pequeñas de concreto, de características similares, cuadradas y simples. En la plaza mayor aún se reunían los eruditos, quienes debatían sobre diferentes temas por horas y horas. Las mujeres compraban en el mercado central acompañadas de sus niños. De las chimeneas del templo brotaba el humo del incienso ofrecido en los altares de la diosa Yasir.
Todo seguia igual a la última vez que estuvo allí, hacia ocho años atrás.
El cielo de aquella mañana estaba algo nublado. Caleb lo observó por un instante antes de exhalar, y luego tocar la puerta de servicio del castillo real.
Una mujer regordeta de cabello oscuro le abrió. Sonrió con asombro al reconocerlo.
—Caleb...es bueno volver a verte—le dijo. Caleb iba a decir algo pero ella lo detuvo con un gesto de su mano—No hace falta que lo digas, buscas a Sura...enviaré a Rahim a enterarlo de tu presencia.
—Gracias Regina.
Regina llamó a voces a el tal Rahim. Poco después se apersono un jovencito delgado y sonriente de cabello crispado y ojos café.
La encargada de las cocinas le dio el recado para Sura, él más cercano a Caleb en aquella ciudad, y el único al que le tenia confianza.
Caleb fue invitado a almorzar mientras aguardaba al consejero del rey. Lechón adobado y papas crujientes en mantequilla, acompañados con cerveza rubia.
Algunas mozas le hicieron ojitos mientras comía, él las ignoró. Un inmenso océano lo separaba de los ojos que ansiaba contemplar.
Estaba terminando, cuando un acólito del consejero al que conoció en el pasado entró desde el exterior.
Era muy alto, austero y callado, si mal no recordaba se llamaba Agenor.
—Mi Señor lo verá en sus estancias. Pide que me acompañe con discreción.
Caleb se puso en pie en el acto. Dejó un par de monedas en la mesa y saludó con un gesto a Regina.
Caminó tras Agenor saliendo de la cocina para tomar un pasillo adyacente. Caleb conocía el recorrido, de niño lo había transitado muchas veces.
Cruzaron pasadizos, pabellones, y puertas; se detuvieron en una redondeada de hierro, con un cincelado de hojas de diversos tamaños y formas.
Era la del aposento del consejero real.
Agenor golpeó dos veces y luego espero. No pasaron ni cinco segundos para que el anciano lord apareciera en el umbral.
—Gracias por tus servicios Agenor—le dijo a su siervo, después llevo su mirada a Caleb; una nostálgica—Entra muchacho. Hay demasiados ojos y oídos en este castillo, y estos nunca duermen.
Caleb siguió su indicación con premura. Ingresó en el ostentoso cuarto y cruzándose de brazos aguardo a que Sura terminara de cerrar.
El anciano se paró frente a él. Se veía apocado y débil. Su edad avanzada parecia estar haciendo mella en su salud. A Caleb le entristeció encontrarlo en ese estado; una vez había sido un hombre muy fuerte; su héroe en la infancia.
—¿Que es lo que te ha traído aquí Caleb Barat?...mi querido muchacho, no creí volver a ver tu rostro una vez más.
Caleb lo contempló con afecto.
—Necesito una audiencia con el nuevo rey, Sura, ¿podrías decirle que su bastardo regresó?
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