Caleb había creído que el viaje al Obsidiana sería rápido, que marcharían desde el océano a las tierras malditas de inmediato, pero no fue así. Aquel navío tenía sus órdenes, por las cuales encalló un par de veces en diferentes regiones. Por esto él tuvo conocimiento del destino de sus aliados. Las Simaritas habían muerto en su mayoría, solo retenían a Varika y a un par más con ella encerradas. Talya, la madre de Ahren, había entregado su vida en la batalla. En cuanto a Radgnik, el general elfo, lo habían emboscado en pleno mar. De su esplendida nave y sus hábiles guerreros no había quedado nada ni nadie. Nunca llegó a alertar al rey enano; aquella región fue cruelmente masacrada. Y la ciudad élfica, la esplendorosa Avarum, se hallaba sitiada, resguardada de los feroces ataques detrás de una cúpula hecha de magia. Dagor presagiaba que no resistirían mucho más. Los attar simplemente se habían rendido al verse superados.
Todo estaba perdido, todo estaba en tinieblas.
A él le habian cedido una habitación mucho más grande y fastuosa que la que tuvo en su drakkar. Le estaban sobando el orgullo, llamándolo señor e inclinándose con respeto cuando salía a cubierta. Caleb no estaba interesado en ninguna de esas cosas. No le había dado una respuesta a Dagor en cuanto a su ofrecimiento de comandar a "La Mortandad", pero él hechicero parecía seguro de que aceptaría. Tenia una buena razón.
Llegar a la región maldita les llevó un mes entero...un mes. La desesperación de Caleb había ido en aumento con cada día que pasaba. Se paseaba por su camarote turbado y con un continuo desasosiego, murmurando el nombre de Ahren como si recitara una plegaria, como si sus palabras fueran palomas mensajeras que pudieran llegar hasta su oscura cárcel; soltó tantos "resiste" al aire, tantos "no mueras", tantos "te amo". Y lloró, ¡Oh diosas, cuánto lloró! Como no lo había hecho antes, como un desquiciado. Hasta que en un atardecer lluvioso y sombrío el navío llegó a destino final.
Él caminó junto a Dagor, delante de su ejército, mirando hacia el frente mientras cruzaban el puente. De soslayo atisbó los cientos de cuerpos que habían sido arrojados al pozo que estaba debajo. Decían que habían traído solo los cadáveres de los guerreros más fuertes para echarlos allí. Que de la tenue humareda que brotaba de sus restos en descomposición, unida a aquella agua venenosa y pestilente, surgiría un encantamiento de maldición. Magia negra, nefasta y atroz. Caleb se preguntó si Haro se encontraba entre aquellos guerreros usados como materia prima. Rogaba que no.
Las altísimas puertas se abrieron con un sonido chirriante e incómodo. Cuando estuvieron de par en par, Caleb lo vio por primera vez.
Marok era muy alto, superaría con creces los dos metros. Tenía un rostro ovalado y bello, de largos cabellos castaños y ojos amarronados. Su cuerpo, hasta la cintura era igual al de cualquier hombre, pero debajo formaba una extraña mezcla entre león y cabra. Estaba ataviado con una armadura bruna adaptada específicamente a sus formas.
Caleb creyó que frenaría a Dagor, que le preguntaría sobre sus victorias y progresos, sobre él, pero apenas lo miró al pasar a su lado. Contemplaba el horizonte, como quien ve mas allá de lo evidente extendiéndose a lo que será.
—Sígueme—le dijo el eremita ni bien ingresaron al castillo—Te llevaré con él. Solo podrás verlo por unos minutos y luego vendrás conmigo al salón aledaño al trono. Tenemos un acuerdo que sellar.
Él solo asintió en respuesta.
A medida que avanzaban Caleb sentía que su corazón aumentaba la fuerza y la velocidad de sus latidos, golpeando su pecho con cada pulsación, parecia advertirle que tomaría la palabra, y por él estaba bien, ¿no lo había silenciado ya lo suficiente? Esta vez lo dejaría en libertad.
Se detuvieron delante de una puerta pequeña, ennegrecida por el ambiente y por los años. Dentro se oía claramente una voz, pero no podía ser la de Ahren, ¿quién estaba con el?
El eremita pareció leer sus pensamientos cuando le dio una breve explicación.
—Antes de marcharme envié a otro de los cautivos para que lo atendiera. Me he presentado ante él muchas veces en estos días, para conocer el estado del príncipe y darle indicaciones. Debe estar con él. Dile que salga. Tienes cinco minutos...ni uno más.
Caleb respiró hondo y repasó sus manos sudorosas por la ansiedad en sus pantalones negros. Dagor abrió la puerta e hizo un ademán indicándole que pasara al interior.
Lo que sus ojos vieron le dolió tanto que volvió a cerrarlos por un momento.
Ahren estaba sentado en el suelo. Vestía solo una túnica de dormir. Su cabello estaba sucio y se le pegaba al rostro, el cual estaba pálido y adelgazado. Sus pómulos estaban algo hundidos y sus iris apagados. Observaba a un anciano frente a él, pero al oírlo acercarse quitó su mirada de él, y la clavó en Caleb. Al instante sus ojos se aguaron y sollozó.
A Caleb se le partió el corazón.
—Dejanos—le pidió al anciano y este comenzó a ponerse de pie, pero Ahren lo sujetó de un brazo y negó.
—Debe querer que sea su intérprete—le explicó en voz baja—Le he estado enseñando la lengua de señas.
Caleb asintió un par de veces sin poder quitar los ojos de su príncipe. El sufrimiento y la pena estaban grabadas a fuego en sus delicados rasgos. Cuánto le hería verlo así.
Apresuró sus pasos y se echó de rodillas sobre el rojizo suelo. Contempló a Ahren un instante más antes de estrecharlo con fuerza entre sus brazos.
—Lo siento tanto—murmuraba contra su cabello al mismo tiempo que lo mecía—Daría lo que fuera por haberte ahorrado este trago tan amargo. La humedad de las lágrimas de su elfo mojaron su chaqueta mientras el llanto sacudía su cuerpo, tan delgado y ligero como el aire.
Así estuvieron por un momento. Solo reencontrándose y diciéndose tanto con la proximidad de sus cuerpos que no hicieron falta las palabras. Cuando Caleb lo soltó al fin, tomó su rostro en sus manos. Era tan joven e inocente, tan poco preparado para semejante sufrimiento, una hermosa figura de cera encerrada en una bola de cristal, ahora ese cristal se había echo trizas, dejándolo expuesto y vulnerable.
—Esto es mi culpa—musitó Caleb. Por su mejilla también corrían decenas de lágrimas—. Te condené el día en que te arrebaté de las manos de tus padres. Con ellos estabas seguro, eras feliz; mírate ahora. Este dolor te lo causé yo mismo. No hay otro a quien señalar, solo un culpable.
Ahren negó con ahínco. Sus ojos grises se veían mucho más grandes debido a la perdida de peso, encerraban tanta convicción y certeza que él ya no pudo seguir castigándose.
Ahren se llevó una de sus manos a su pecho e hizo en el un círculo con el dedo índice.
—Te amo—tradujo el anciano detrás suyo. Era extraño escuchar tal declaración de una voz que no fuera la suya. Pero la voz no era lo importante, sino el significado.
Caleb cerró los ojos deleitándose en esa confesión, atesorándola.
—Yo también te amo—declaró volviendo a mirarlo. Ahren sonrió—Ojala pudiera enseñarte mi corazón, verías en el una prueba irrefutable, vive y late solo por ti. Pero tendrás que conformarte con lo que te dicen mis ojos, mis manos...y mi boca.
Entonces él se acercó y posó sus labios sobre los de Ahren, suavemente, solo un roce tierno y delicado. Había soñado con ese beso innumerables veces, en paisajes diferentes, en distintos escenarios, pero aun así, en ese oscuro hueco, en medio de tanta calamidad, rodeados de pura maldad, sintió que llegaba en el momento indicado. Sus labios unidos estaban sellando una promesa de eternidad, una que debían alcanzar costara lo que costara.
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