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Las Lágrimas de los dioses


Las lágrimas de los dioses

Aquella habitación, apenas iluminada por la vacilante luz de una lámpara de aceite colocada sobre una caja de madera que hacía las veces de mesa, era oscura y lúgubre. Las paredes estaban ennegrecidas por el humo y la humedad. El suelo estaba cubierto por una mezcla de polvo y escombros, con algunos cartones esparcidos. En una esquina, Luna estaba acostada sobre un montón de estos, con sábanas desgastadas que apenas asemejaban una cama. Sus ojos brillaban con una mezcla de inocencia y curiosidad mientras observaba a Agatha.

Esa noche era una de esas muy silenciosas, roto solo por el ocasional crujido de la estructura contra el viento, el leve chisporroteo de la lámpara de aceite y el suave sonido del agua al verterse en el vaso por la mano temblorosa de Agatha, mezclándose con su respiración fatigada y el crujir de sus articulaciones al moverse. El aire estaba un poco viciado, cargado de un olor rancio y mohoso, combinado con el tenue, pero persistente, olor a queroseno de la lámpara. Además, había una leve fragancia a tierra, que recordaba constantemente la precariedad.

—No sabe tan bien —murmuró Luna, cuando bebió del vaso que Agatha le había dado.

—No debes quejarte, tienes que ser agradecida. No todos tienen el privilegio de beberla —respondió Agatha con paciencia, dejando la jarra justo al lado de lámpara.

Agatha se sentó en el suelo, junto a los cartones y sábanas que apenas ofrecían un poco de comodidad a la niña.

Luna asintió, y Agatha le sonrió mientras intentaba acomodarla en su improvisada cama. La piel de Luna se sentía tirante y reseca por la falta de higiene y el aire frío y desapacible, reflejando la misma frialdad y dureza de la madera bajo las piernas de Agatha.

—¿Me contarás un cuento, abuela? —Luna preguntó, con ojos llenos de expectación, como si fuera lo último que deseara de aquel día tan largo. El tiempo en condiciones como las que vivían, era un testigo silencioso que esperaba ver descender la vida entre sus manos.

—Lo haré solo si prestas atención —respondió Agatha, viendo como la niña asentía curiosa—. La historia que te narraré trata sobre una verdad que muy pocos conocen.

La voz de Agatha temblaba un poco debido a la fatiga y los años, pero, aun así, era grave y solemne, lo que añadía un peso extra a sus palabras. La joven Luna asintió con curiosidad hacia la mujer mayor, cuyo cabello canoso estaba recogido en un desordenado moño. Sus ojos grises y cansados, junto con su piel arrugada y marcada por cicatrices, contaban historias de un pasado difícil. Vestía una falda y un suéter desgastados, protegiéndose del frío con una bufanda de lana.

—¿Es una historia de terror? —preguntó Luna un poco inquieta.

—No, es más bien una historia fantástica —aclaró la mujer—. Y dudo que te asuste, considerando lo poco que has vivido y visto hasta ahora —soltó una risa, pero Luna no se unió.

Era evidente, ninguna había tenido vidas fáciles. Aunque Agatha intentaba hacerlo ligero, el efecto en Luna era contrario. Las experiencias de sus diez años eran la causa de sus pesadillas.

—Lo siento —se disculpó Agatha—. Hay cosas que no son motivo de risa —agregó, con una mirada compasiva hacia Luna.

Luna se acomodó entre los cartones y las sábanas. Sus manos pequeñas abrazaban sus rodillas.

Agatha tomó una respiración profunda, dejando que el silencio se asentara antes de comenzar:

—En tiempos antiguos —comenzó Agatha, su voz baja y melodiosa—, los siete dioses del cielo miraban la Tierra con una profunda tristeza. Era un lugar solitario, desprovisto de vida y alegría. Estaba envuelta en un manto de desolación. Los campos que alguna vez fueron verdes praderas estaban marchitos y cubiertos de polvo; los árboles se erguían como esqueletos retorcidos, con ramas desnudas agitándose en el viento árido que susurraba lamentos por la tierra estéril.

»El cielo, en lugar de ser un lienzo de colores vivos, estaba cubierto por una nube de humo y ceniza que oscurecía incluso el brillo del sol. La luz del día apenas podía filtrarse a través de esta neblina tóxica, lanzando sombras fantasmales sobre el paisaje desolado. No había sonidos de vida, ningún canto de aves ni susurro de hojas en el viento.

»Los ríos eran meras sombras de su antigua gloria, reducidos a lechos secos de roca y sedimento. La Tierra yacía como un corazón roto, vacía y marchita. Era un mundo sin esperanza, donde la alegría y la prosperidad se habían desvanecido en las sombras del olvido. Así, en su compasión, los dioses lloraron.

Luna frunció el ceño, sintiendo una punzada de tristeza por la desolación de la Tierra:

—Es muy parecido a como es ahora —reveló, mirando a través de la ventana, de la que danzaba una cortina rota. Desde allí, el cielo se veía como un abismo.

Agatha asintió, con el mismo pesar que la niña.

—Sí, muy parecida como es ahora, pero puedo asegurarte que antes no había sido así —respondió con seguridad.

El mundo exterior había sucumbido a la devastación provocada por las guerras, dejando tras de sí un paisaje desolador. Ciudades reducidas a escombros, campos de batalla, y cielos oscurecidos por una nube perpetua de polvo y humo. Los recursos naturales se agotaron, y lo que quedaba de la civilización se vio obligado a luchar por la supervivencia. Agatha y Luna vivían en un mundo donde el abandono y la desesperanza eran tangibles. Una tierra baldía, cubierta de desechos y escombros. Un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, y la esperanza se desvanecía con cada día que pasaba.

—No puedo imaginarme algo diferente, abuela —confesó Luna con tristeza. Agatha quería consolarla, pero no pudo negar la realidad—. ¿Lloraron, abuela? ¿Por qué estaban tan tristes?

—Sí, pequeña, llorar es parte de expresar nuestro dolor —continuó Agatha, acariciando el cabello de Luna—. Tal vez estaban tristes porque veían el potencial de La Tierra siendo consumida en miseria. —Luna asintió—. Lo cierto es, que cada lágrima de los dioses que contenía una emoción particular, cayó del cielo, y al tocar el suelo, se convirtió en una chispa de vida. Así nacieron los humanos, cada uno con una parte de las emociones divinas.

Luna cerró los ojos un momento, imaginando esas lágrimas divinas convirtiéndose en vida. Un destello de alegría iluminó su rostro.

—Entonces, ¿los dioses nos dieron vida porque nos amaban?

—Bueno, fue un accidente, pero sí, supongo que todo aquello que tenga la capacidad de dar vida, debe haber amor de por medio —respondió Agatha con una sonrisa en sus labios—. Pero había más en esas lágrimas, cada una contenía fragmentos de las emociones de los dioses: amor, odio, alegría, tristeza, esperanza, desesperación, y paz. Los humanos somos complejos porque llevamos dentro todas estas emociones.

Luna abrió los ojos. La expresión que le mostraba era de total asombro y curiosidad.

—¿Y por qué los dioses no nos ayudan ahora? ¿Por qué parecen indiferentes a nuestra miseria?

Agatha suspiró, la llama de la lámpara se reflejaba en sus ojos cansados.

—Con el tiempo, los dioses perdieron sus emociones. Al llorar por nosotros, dieron tanto de sí mismos que quedaron vacíos, sin capacidad para sentir. Por eso, ahora miran desde lejos, incapaces de comprender nuestro sufrimiento.

Luna sintió una mezcla de tristeza y compasión. Había una comprensión profunda de la tragedia divina, pese a su corta edad.

—Es triste, abuela. Pero... ¿qué podemos hacer?

Agatha tomó las manos de Luna entre las suyas, la niña pudo sentir sus dedos ásperos y cálidos.

—Nosotros, Luna, llevamos dentro las emociones de los dioses. Somos su legado, su esperanza. Debemos aprender a vivir con esta complejidad, a comprender y superar nuestras propias miserias.

Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Luna, reflejando la mezcla de emociones que sentía.

—Entonces... ¿por qué si somos el reflejo divino, el legado de esperanza de los dioses, el mundo está cómo está?

Agatha la miró por un momento. Por un instante, Luna le pareció más que una niña. ¿En serio teeía tanto pesar en su interior? Sus ojos verdes, grandes y expresivos, reflejaban curiosidad y tristeza. Su largo cabello castaño estaba enredado y sucio, su piel pálida tenía rasguños y manchas. Sí, se veía desgastada, pero al mismo tiempo adorable.

Agatha le secó las lágrimas con ternura.

—Mi querida Luna, esa es una pregunta que ha atormentado a muchos a lo largo de los años. —Miraba a la niña con orgullo—. Verás, sí, fuimos hechos bajo la semejanza de las emociones de los dioses, pero con el tiempo, el mundo cambió. No todas las emociones que se nos dieron fueron gratas, la codicia, el odio y la indiferencia se arraigaron en los corazones de los hombres, corrompiendo todo lo que tocaban. Los dioses nos dieron la capacidad de elegir, de decidir nuestro propio destino. Y lamentablemente, muchos eligieron el camino de la destrucción en lugar del amor y la compasión. Esas decisiones, esas acciones, son las que han llevado al mundo al estado en el que está hoy.

»Pero no todo está perdido, querida. Aunque el mundo esté oscuro y lleno de dolor, todavía llevamos dentro las emociones divinas, la esperanza de un mañana mejor. Depende de nosotros, de cada uno de nosotros, elegir el camino de la luz y la redención. Siempre hay esperanza, Luna, siempre.

»Yo necesito que recuerdes esto, pequeña —agregó Agatha en un susurro—. Eres especial. En tu corazón llevas las emociones de los dioses. Nunca dejes que la oscuridad te haga olvidar la luz que llevas dentro.

Luna asintió, sintiendo una mezcla de esperanza y responsabilidad:

—Lo recordaré, abuela. Seré fuerte.

Agatha le dio un suave beso en la frente y se levantó con lentitud.

—Ahora, duerme, Luna. Mañana será otro día y uno muy difícil.

Luna cerró los ojos, dejando que las palabras de su abuela resonaran en su interior. La lámpara seguía ardiendo con su luz, y Agatha la tomó entre sus manos para salir de la habitación. Sus pasos hacían crujir el suelo. Cuando avanzó por el oscuro pasillo hasta un pequeño vestíbulo que daba hacia la puerta principal, se encontró con la visita que esperaba.

Eran tres miembros de La Orden a la que ella pertenecía. Agatha no pudo evitar sentir un escalofrío recorrer su espalda. Sus rostros estaban ocultos entre las sombras de las telas, pero podía sentir su presencia ominosa llenando el espacio con una tensión palpable. Los tatuajes sagrados se veían entre los rostros sombríos y sus manos.

—Agatha... hemos esperado demasiado ¿Es ella? —preguntó una voz ronca y gutural desde las profundidades de una capucha.

Agatha sostuvo la mirada de los intrusos con firmeza. El corazón le latía con fuerza en su pecho:

—Sí —respondió con voz serena pero firme—, Luna es la elegida. Ha manifestado todas las emociones de los dioses.

Las figuras encapuchadas intercambiaron miradas entre sí y un silencio tenso llenó la habitación, mientras absorbían las palabras de Agatha. Finalmente, todos dieron un paso adelante.

—Entonces es verdad —murmuró el hombre, había asombro y temor—. Ella es la portadora de las emociones divinas.

Agatha asintió solemnemente. Tragó grueso, mientras un nudo en la garganta se le formaba.

—¿Sabes lo que eso significa? —preguntó otro de los miembros.

—Sí, ella será sacrificada como ofrenda para devolver las emociones a los dioses. Su sacrificio será la única esperanza para salvar a la humanidad bajo la convicción de que los dioses vuelvan a sentir compasión y misericordia hacia nosotros —agregó, sabiendo el cruel destino para Luna.

—Que los dioses se apiaden de nosotros, mujer —dijeron los tres miembros con aceptación.

El cuarto se llenó de un silencio pesado, roto solo por el suave crepitar de la lámpara de aceite. Agatha sostuvo la mirada de los encapuchados, hasta verles salir. Al irse, la anciana mujer comenzó a llorar como nunca lo había hecho. Luna era como su hija, como su nieta, ¿por qué tuvo que ser justo ella? 

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